¡CIERREN LAS AULAS!
PERIODISTA
Aunque a veces parezca mentira, llevamos más de cien años intentando encontrar el equilibrio justo entre prevenir las pandemias y asegurar la continuidad de la educación de niños y jóvenes expuestos a la amenaza del contagio. El motivo es que sabemos que no ir a clase empeora significativamente la formación de los alumnos y espolea el fracaso escolar.
Casi todo lo que sentimos y vivimos al final del curso pasado con la Covid-19 ya lo sintieron y vivieron nuestros abuelos y bisabuelos con sus hijos en las sucesivas cornadas de la gripe, la poliomielitis o la tuberculosis en el siglo xx. Y eso incluye no solo el temor al fracaso escolar, sino también las recurrentes llamaradas del pánico social, el sobresfuerzo que tronchó las espaldas de los padres, las viñetas tragicómicas con las que relativizaban su angustia (entonces en los periódicos y revistas y hoy en forma de memes digitales) y la nostalgia de las familias urbanitas por el campo, el mar y los espacios abiertos en mitad de una pandemia. Nuestros abuelos y bisabuelos también contemplaron, entre la decepción y la tristeza, la conversión de casas y hospitales en aulas para niños semiconfinados, el penoso aislamiento de estos niños y adolescentes, el pulso político a favor y en contra de la clausura de los colegios y, por fin, la ansiedad por expandir la medicalización (esto es, la estricta supervisión sanitaria) a instituciones que, hasta entonces, se reputaban seguras. Creían o querían creer que el siguiente brote epidémico sería más benévolo, que las alertas tempranas harían honor a su nombre y que sus sociedades habían aprendido lo necesario para que la siguiente embestida no fuese tan dolorosa.
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