LA BOTICA DEL DIABLO
La Covid-19 ha revelado la cantidad de convicciones acientíficas, experimentos fallidos, posibilidades contradictorias y también francas excentricidades que se cuecen, entre laboratorios y autoridades, ante un reto sanitario inédito. En julio, la Unión Europea aprobó el antiviral remdesivir para tratar el coronavirus en su territorio. Simultáneamente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) anunció que suspendía dos líneas de investigación esperanzadoras, la de la hidroxicloroquina y la del lopinavir/ritonavir. La primera había sido el caballo al que apostaron, al contrario que Bruselas, los presidentes Bolsonaro y Trump.
Unas semanas antes, el segundo había sorprendido a todo el mundo al preguntar en público si no sería posible que los pacientes de la Covid-19 se inyectaran, o ingiriesen, algún desinfectante. Curiosamente, no mucho después, un centenar de aficionados a la New Age, no precisamente partidarios de Trump, se saltaron el estado de alarma en Balaguer, Lleida, para celebrar una fiesta multitudinaria con besos, abrazos y MMS, siglas en inglés del suplemento mineral milagroso, o dióxido de cloro. Para la medicina oficial, una lejía rebajada para beber; para parte del mundillo de las terapias alternativas, poco menos que una panacea universal. Todo este baile de fórmulas no es privativo de la
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