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La sociedad socialistamente socializada
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Libro electrónico319 páginas5 horas

La sociedad socialistamente socializada

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La Sociedad socialistamente socializada es un ensayo de este veterano sociólogo madrileño, José Luis Palacios, que después de varios lustros desempeñándose como investigador social y profesor universitario, trabajando en los problemas técnicos de su competencia (las técnicas de investigación social y los estudios socioestadísticos), decide abordar críticamente una de las más extendidas ideologías dominantes de nuestro tiempo: el socialismo.
La incursión en ese tema, llevada a cabo en la modalidad literaria de ensayo sociológico, la centra José Luis Palacios en el fenómeno conocido como «socialización», un proceso psicosocial por el que los individuos asumen los patrones de pensamiento y de comportamiento característicos de la sociedad en la que viven.
Nuestra época, contrariamente a lo que muchos piensan y proclaman, está caracterizada por el predominio de la ideología socialista. El enfoque prevalente de las problemáticas que aquejan a las personas en nuestro tiempo es socialista y socialista es la perspectiva que se adopta para intentar resolver esas problemáticas. Y es merced a un específico proceso de socialización que los individuos aceptan como única y natural esa visión del mundo, cuando no es sino una ideología, inevitablemente totalitaria, argumentalmente débil y empíricamente ineficiente para hacer a la gente más libre, próspera y feliz.
El ensayo de este sociólogo recala en los errores e inconsistencias del socialismo como sistema económico, para poner de relieve que ni siquiera a costa de la libertad procura a los individuos otra cosa que pobreza generalizada, pero se detiene especialmente en el socialismo como sistema cultural, mostrando que solamente mediante una socialización totalitaria puede esta ideología tratar de imponerse como modelo válido y viable para articular la vida social de las personas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 nov 2023
ISBN9788411817790
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    La sociedad socialistamente socializada - José Luis Palacios Gómez

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © José Luis Palacios Gómez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Andrea Tomasov; Ilustración de Fernando Cabezas

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1181-779-0

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    A los liberales de todos los partidos,

    con la esperanza de que ejerzan como tales.

    .

    «Nosotros les demostraremos que son débiles, que son infelices criaturas y, al mismo tiempo, que la felicidad infantil es la más deliciosa. (…) Incluso les permitiremos pecar, ya que son débiles, y por esta concesión nos profesarán un amor infantil. Les diremos que todos los pecados se redimen si se cometen con nuestro permiso, que les permitiremos pecar porque los queremos y que cargaremos nosotros con el castigo. Y ellos nos mirarán como bienhechores al ver que nos hacemos responsables de sus pecados ante Dios. Y ya nunca tendrán secretos para nosotros. (…) Nos expondrán las dudas más secretas y penosas de su conciencia, y nosotros les daremos la solución, sea el caso que fuere».

    Fiodor Dostoievsky. Los hermanos Karamazov. «El Gran Inquisidor», Libro V, Capítulo 5.

    «…Though nothing will drive them away

    We can beat them, just for one day

    We can be heroes, just for one day».

    David Bowie, Heroes, 1977.

    Prólogo

    Sir William Harcourt dijo en una ocasión, en la Cámara de los Comunes británica: «Ahora somos todos socialistas». El parlamentario pronunció esta frase en 1894, antes del grandioso éxito histórico del socialismo en la Rusia revolucionaria o en la Alemania de los años treinta, entre otros eventos de comienzos del siglo XX.

    Lo que Harcourt tenía en mente cuando hablaba de socialismo seguramente era la idea de un Estado activista que ejerza su poder al servicio de una reforma social, no necesariamente lo que Karl Marx tenía en mente cuando hablaba de socialismo. Aun así, visto en perspectiva, parece que la frase del político británico fue al menos prematura.

    Más de un siglo después, esa misma frase no habría pasado a los anales de la historia, como sí lo hizo entonces la del parlamentario whig. Pero no porque no fuera correcta, sino porque probablemente no habría llamado la atención. Más de un siglo de fracasos del socialismo en el ámbito de la experiencia humana no ha mermado el prestigio que tienen algunas ideas que, inequívocamente, son socialistas.

    No es necesario que desgrane muchos datos para probarlo, pues los que hay no desmienten esa idea, sino que la refuerzan. Por ejemplo, el último informe elaborado por el servicio de estudios de BBVA¹ sobre cultura política muestra que el 55 % de las personas que se declaran de izquierdas están de acuerdo con la afirmación «es preferible que el Estado intervenga fuertemente en la economía». Esto puede parecer trivial, pero es que el 46 % de las personas que se declaran «de derechas» también lo cree.

    El libro que tiene el lector en sus manos aborda precisamente esta cuestión. José Luis Palacios, doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid y doctor por la Universidad Autónoma de Madrid en Metodología de las Ciencias del Comportamiento, ha estudiado en esta obra cuáles son los mecanismos por los que la ideología socialista, utilizando el término en su sentido más general, se ha filtrado por la sociedad española. Es decir, cómo hemos llegado a vivir en una sociedad socialistamente socializada, como reza el título de este libro, que parece una mera aliteración, pero que no es más que una referencia a tres significados con una misma raíz.

    El segundo significado, claro, hace referencia al socialismo como ideología, y el tercero a los procesos sociales que han llevado a que muchos españoles compartan esas ideas. Para describir ese proceso, el profesor Palacios recurre a una panoplia de metodologías, y se refiere a un conjunto amplio de fenómenos sociales. Es, por tanto, un ejemplo del buen ejercicio de la sociología como medio de estudio de la sociedad, primero de esos significados de raíz común.

    Es muy reconfortante que antes de entrar en materia el profesor plantee al lector una exposición cuidadosa y sutil de la relación entre la persona y la sociedad. El individuo es el elemento irreductible de una sociedad, pero no adquiere su cualidad de persona, sino como parte de una sociedad, y asumiendo el conjunto de instituciones que constituyen esa sociedad. La sociedad, dice siguiendo al gran sociólogo Peter Berger, es una realidad sui géneris. Pero una realidad contingente, que tiene cierta permanencia, aunque sea flexible y dinámica, y que es extremadamente compleja.

    En ese diálogo entre persona y sociedad, hay un proceso de «internalización», en el que la sociedad «penetra en el individuo y lo constituye como un ser social». Y ya nos vamos acercando al meollo de la cuestión.

    Cuando nos ha descrito los procesos por los que sociedad y persona se alimentan mutuamente, por así decirlo, José Luis Palacios se siente con medios suficientes para desbrozar el camino que nos llevará a la comprensión de la socialización socialista. En ese camino, el primer paso es el de la compasión impuesta. Una contradicción que se desmiente con solo pronunciarla.

    Es muy interesante su punto de vista de darle la vuelta a la idea de Althusser. Y observa cómo los «aparatos ideológicos del Estado» no están al servicio de la burguesía y de su supuesta ideología liberal, sino lo contrario. Más que aparatos del Estado, terminología que tiene sentido en el pensamiento de Althusser, deberíamos hablar de instituciones. Y a ellas se refiere el libro, una por una. La primera es la educación. Aquí encontrará el lector un tratamiento cuidadoso de los aspectos más importantes, pero le cedo la oportunidad de saber de ellos en el texto, porque quiero correr hacia otra de las instituciones que aborda Palacios, y que tiene el máximo interés: la familia.

    La familia es el ámbito en el que aprendemos a socializarnos. Pero ha perdido «su centralidad en las sociedades postindustriales», y muchas familias se han convertido en «cajas de resonancia de la narrativa dominante». Fenómeno curioso, pues uno de los objetivos sociales del socialismo es la desvinculación del individuo de los lazos familiares, para tener una relación de tú a tú con el Estado; con un Estado socializante. Los medios de comunicación, la cultura, el derecho, la vida cotidiana y las relaciones personales…, ningún aspecto relevante de la socialización socialista queda fuera de este breve pero rico ensayo.

    Antes de dejar al lector a solas con el autor, quiero decir un par de cosas. Conozco al profesor Palacios, y le he invitado a varias actividades del Instituto Juan de Mariana cuando he ejercido de director de este gran think tank liberal español. De modo que he podido comprobar su esmero en la investigación y el respeto que tiene por el trabajo bien hecho y, en definitiva, por la ciencia y por el lector.

    Todo ello se puede comprobar en este libro, pero no solo. El profesor Palacios demuestra tener un conocimiento profundo de la ciencia económica. El estudio de los fenómenos sociales exige un acercamiento desde distintos aspectos de la ciencia social, y José Luis Palacios lo sabe y ha querido destinar un extenso capítulo del libro a poner de manifiesto la inconsistencia científica de las bases económicas del socialismo.

    La segunda idea que no quiero dejar al margen es que el proceso de socialización socialista no es ineludible, ni su poder es invencible. Nos dice el sociólogo: «En nuestras sociedades occidentales y occidentalizadas, todo el mundo está socialistamente socializado. Pero eso únicamente resulta eficiente en términos prácticos en una cierta medida».

    Y es inevitable que así sea. El socialismo siempre busca sustituir una realidad que no le gusta, y que nunca acaba de comprender del todo, por otra realidad sólo imaginada y deseada. Siempre va a haber una parte de la sociedad que se resista a sustituir su forma de vida por una promesa que, en realidad, nunca se ha cumplido. De modo que los lectores socialistas y no socialistas deben tener en cuenta que el triunfo del socialismo, hoy como siempre, está aún por escribir.

    José Carlos Rodríguez

    Director del Instituto Juan de Mariana

    Madrid, julio de 2023

    1. Consideraciones previas: planteamiento de la cuestión y exposición de motivos

    La idea de escribir este libro anidó en mi mente como reacción a una sensación desagradable que experimentaba cada vez más recurrentemente: la saturación colectivista. No quiero decir que estas páginas no sean también el fruto de una reflexión intelectual sobre el socialismo como modelo político y socioeconómico, con el objeto de tematizar y criticar el sistema de dominación cultural que ese modelo representa, sino que el detonante principal de mi decisión de gastar tanto tiempo y energía en escribirlas es de índole psicológica, por más que esta modesta obra se presente como un ensayo de carácter sociológico. Probablemente en esto no soy en absoluto original, pues detrás de casi toda actitud y de toda conducta individual está una historia personal, que es lo que constituye el sustrato motivacional profundo de todas las obras humanas.

    Desde que tengo recuerdos, siempre me he autopercibido como un individuo, naturalmente vinculado a las personas de mi familia, a mi grupo de iguales, a mis amigos, a mis colegas profesionales, pero sintiéndome perfectamente diferenciado de todos ellos, sin perjuicio de que mi propia identidad está inextricablemente entreverada con las experiencias vividas con esas personas. He estado con ellas, con frecuencia en una comunión de pensamientos y sentimientos que hacen que mi existencia apenas la pueda interpretar y dotar de significado si no las incorporo a mi conciencia subjetiva. Pero no he confundido jamás su presencia en mi vida, fundamental a veces, con mi ser como individuo. Y creo que nunca he sustanciado mi subjetividad con la pertenencia a colectivo alguno, pues no he necesitado ser parte de un grupo para sentirme yo mismo ni para cimentar mi identidad. Sé que soy hombre, esposo, padre, español, meridional, universitario y sociólogo, y que todas estas facetas me proporcionan identidad personal, pero hay una suerte de esencia subjetiva irreductible que me permite verme como un yo en curso: soy Josechu y soy un individuo. Y, naturalmente, valoro la salud, el amor y el bienestar material, por ese orden (aunque la importancia de las dos primeras cuestiones puedo eventualmente invertirla). Pero si hay algo que pongo por encima de todas las virtudes sociales y políticas es la libertad. Y por eso mi desiderátum por antonomasia es ser un individuo libre.

    Viví mi infancia y mi primera juventud en una sociedad, la española de los años sesenta y setenta del siglo XX, en la que las libertades políticas estaban restringidas y las socioculturales encorsetadas, aunque no tanto como ahora nos cuentan quienes no estuvieron allí y quienes, aun estando, recomponen el pretérito con fines espurios. En aquel tiempo, se pensaban, se decían y se hacían cosas que hoy a los más jóvenes les parecen inverosímiles y desde luego la libertad de acción, en general, estaba considerablemente tasada y acotada. Algunos aspectos relacionados con «la moral y las costumbres» sufrían los efectos de un régimen político que todavía era en alguna medida tributario del sesgo nacionalcatolicista de la posguerra civil y ciertas manifestaciones culturales era contempladas con recelo y levantaban sospechas. Así que cuando llegó la Transición Democrática, a finales de los setenta, se produjo un evidente entusiasmo libertario, que ya se había estado gestando anteriormente entre las élites y vanguardias socioculturales, y el ambiente se volvió bastante abierto y tolerante con toda suerte de perspectivas, conductas y proyectos. En la esfera de la vida personal, la mayoría de los jóvenes de entonces también se estaba adentrando en la senda de la libertad, adoptando usos sociales menos constreñidos, e incluso algunos, ciertamente los menos, estábamos en modo combate político-cultural, postura que nos conducía a un áspero enfrentamiento con nuestros generalmente tradicionales progenitores, que sobrellevábamos más mal que bien (en mi caso, especialmente con mi padre, un hombre conservador, recto y bueno, auténtico rara avis, a quien más tarde hube de reconocer que simplemente estaba haciendo conmigo su trabajo lo mejor que sabía, lo cual no es decir poco teniendo en cuenta que él no había disfrutado de su propio padre más que hasta los once años, cuando mi abuelo murió a comienzos de la Guerra Civil).

    En el ámbito de la política, los primeros tiempos transicionales estuvieron plagados de opciones y propuestas de lo más diverso, especialmente en el área de la llamada «izquierda», donde la ensalada de siglas llegó a ser tan abundante como divertida: había trotskistas, maoístas, leninistas, anarcosindicalistas, peceros e incluso simples «socialistas», embarullados en una diatriba permanente de proclamas y revisiones que, por supuesto, la mayor parte de los militantes no comprendía en absoluto. Un servidor, que pudo participar de todo aquello desde el cómodo escepticismo teorético de la fantasmagórica Coordinadora de Grupos Libertarios, en la universidad madrileña, mientras cursaba la licenciatura de Sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, les puede asegurar que aquello fue inenarrable. Nos lo pasamos fenomenal y probablemente nunca fuimos más libres. Al final, todo se fue atemperando, como era de esperar, y primero gobernó Suárez y luego llegó Felipe González con su PSOE recién estrenado y «mandó a parar y se acabó la diversión».

    Cuando empezó a gobernar González, tras su triunfo arrollador en las elecciones de 1982, esto del socialismo formal empezó a tomar cuerpo en nuestro país. No es que antes no hubiera socialismo, en la manera que el franquismo lo fue, con sus Planes de Desarrollo, su Instituto Nacional de Industria, sus leyes laborales y su Seguridad Social, pero era un socialismo un tanto arcaico, que aprovechaba el viejo colectivismo de una sociedad tradicional e introducía coberturas de protección social clásicas. Al discurso socialista de los falangistas, otrora relevantes, ya nadie le hacía ni caso desde los años sesenta, como poco, y el referente socialista principal era la Doctrina Social de la Iglesia, sobre todo desde el Concilio Vaticano II, que casaba mejor con el discurso de los partidos democristianos europeos, más a la moda. Pero el socialismo felipista ya sí que era socialismo socialdemócrata comme il faut, con «Estado del Bienestar», «políticas públicas», «concertación social» y «programas de intervención social».

    Sin embargo, durante prácticamente todo el felipismo, que acaba a mediados de los noventa del siglo pasado, los socialistas del PSOE parecieron contentarse con lo que se suponía que debían hacer los socialistas socialdemócratas modernos: desarrollar los servicios sociales públicos, crear empresas públicas, subir los impuestos, engordar el Estado y gastar dinero público en grandes cantidades. Es decir, parecían centrados en los aspectos socioeconómicos típicos del programa socialista y no estaban particularmente interesados en la dominación cultural directa. Naturalmente, propalaban su discurso de «solidaridad» e «igualdad», que justificaba todo el enorme gasto público que realizaban (el gasto público como porcentaje del PIB pasó del 35,88 % al 42,80 % en el periodo felipista), pero los dirigentes, en su mayoría, eran un conjunto de gente relativamente ilustrada, técnicamente preparada y bastante sensata, incluido su jefe, Felipe González, que probablemente pase a la Historia con un saldo positivo, a pesar de ser socialista. Los socialistas de esa época contribuyeron evidentemente a reforzar la socialización socialista de la sociedad española, dejando el consabido poso en la población de actitud generalizada de demanda asistencial y visión del Estado como divinidad protectora, pero no pusieron demasiado énfasis en el adoctrinamiento sociocultural característico del socialismo socialdemócrata postmoderno.

    Lo que vino después desbordó el vaso de la tolerancia para con esta ideología, al menos en mi caso. La mayoría de la gente, que no tiene formación sociológica ni económica, no alcanza a percibir el efecto perverso del socialismo en la sociedad, y particularmente para el individuo, si no es en el medio y largo plazo, cuando ya tiene poco remedio: ceden cada día un poco de independencia y soberanía personal, a cambio de un volátil seguro de abastecimiento, y delegan paulatinamente sus responsabilidades en el Estado en la creencia de que el presunto bienestar material que una administración les procure no tendrá contrapartidas disolventes en sus vidas sociales. Pero los que sí poseemos esa clase de formación y vemos qué clase de mutación social se está produciendo ante nuestros ojos y además lo contemplamos desde una óptica liberal de las cosas, estamos entre estupefactos y escandalizados. Porque lo que estamos experimentado no es ya solo el efecto sabido y previsto del socialismo socialdemócrata, ese viejo conocido intervencionista y apasionado del gasto público, molesto pero hasta cierto punto tolerable si no se excede en sus actuaciones organizativas. Lo que estamos experimentando ahora es el auge de una forma totalitaria de concebir el Estado y las atribuciones que tiene y que se le permiten. Y eso ya es harina de otro costal.

    El socialismo siempre se ha caracterizado por ser una doctrina sociopolítica colectivista y totalitaria, en cualquiera de sus expresiones, aunque, obviamente, sus diferentes modalidades exhiben diferentes grados de totalitarismo. Es lógico que así sea, porque el socialismo es una forma de colectivismo y porque la única manera de alcanzar sus metas es sometiendo a todos los individuos de una sociedad a un control que determine su comportamiento, conduciéndolo hacia la meta buscada. De otro modo, el socialismo sería, incluso teóricamente, inalcanzable, pues la planificación de la actividad humana en general y la económica en particular exige que la gente se comporte de una cierta manera prefijada para cumplir con los objetivos planificados. Es decir, que el socialismo es imposible en una sociedad de individuos libres, que puedan conducirse de manera diferente a la prevista en el plan y estropearlo. Así que los que estábamos avisados de esta condición del socialismo no nos sorprendimos cuando un partido político hegemónico formalmente socialista se puso a manipular la economía nacional cuanto podía y a pergeñar un Estado interventor como nunca antes se había visto en España. Ça va de soi, nos dijimos, un tanto resignados. Después de todo, la tendencia gregaria de la gente es acusada y ya el franquismo había desarrollado un socialismo sui géneris, con un Estado poderoso que había acostumbrado a la gente a depender de sus mercedes (aunque la parte del PIB que estaba en manos de ese Estado nunca llegó a superar el 25 %, porción que hoy juzgaríamos sumamente discreta).

    Uno, que se ha desempeñado como sociólogo en la Administración Local durante más de treinta y cinco años, ha podido ver la urdimbre creciente de intervenciones públicas que el socialismo imperante ha desarrollado, con toda clase de servicios «a las personas» en la mayoría de los ámbitos de la vida social de una población. Un ayuntamiento corriente, bajo la égida del socialismo rampante, no se limita a esas funciones que tradicionalmente han cumplido esta clase de administraciones, como la limpieza viaria, el alumbrado, el control del mercado local, la ordenación del tráfico y la seguridad ciudadana, por ejemplo, sino que ahora abarca cualquier tipo de servicio o prestación que pueda el lector imaginar, desde la promoción de la alimentación saludable hasta el observatorio del firmamento, pasando por la atención psicopedagógica. O sea, que ahora un ayuntamiento no solo se ocupa de que una urbe esté limpia, sea segura y luzca hermosa, que es lo que los ciudadanos siempre habían demandado al consistorio, sino que ha expandido su alcance interventor hasta convertirse, o intentar hacerlo, en una suerte de mini-Estado con vocación omniabarcante. Para lo cual necesita, obvio es decirlo, una ingente cantidad de recursos, que por supuesto se procura con nuestros crecientes impuestos.

    El impacto de la actuación del Estado, a través de todas sus Administraciones Públicas, en la conciencia de la gente es ya enorme. Ha ido captando parcela tras parcela de la actividad social, introduciéndose paulatinamente en la vida de la gente y haciéndola cada vez más dependiente de sus designios, hasta un punto nunca antes conocido. No hay ya prácticamente ámbito de nuestra vida en el que el Estado no esté presente. Y cada conquista de nuestro mundo social le permite tomar un nuevo impulso y capturar otro trozo de territorio. Un día facilita que aprendas a escribir y al día siguiente prescribe cómo hay que hablar. Una vez plantó árboles para embellecer la calle principal y hoy entrega tiestos a todos los vecinos para que los pongan en sus casas. Otra vez definió un plan de ordenación urbana y al poco determina cuál debe ser el tamaño de nuestro dormitorio. Esta omnipresencia del Estado configura la percepción del mundo que tienen las personas, que de una manera automática lo incorporan a su concepción del mundo y ya no son capaces de imaginar una sociedad en la que todo, sin excepción, no esté estatalmente administrado. Y cuando el Estado está en poder de los socialistas, este síndrome se agudiza extremadamente. Y la socialización socialista que implica este modo de vivir en sociedad alcanza su máxima expresión.

    En definitiva, la administración socialista de nuestra sociedad con el paso del tiempo va dejando un poso cognitivo sesgado en nuestra mente. Tanta es su presencia en todos los espacios de nuestra vida que acabamos siendo socializados como socialistas y muchos terminan pensando como si lo fueran, aunque no lo sepan conscientemente. Resulta cómico escuchar decir que el modelo dominante de nuestras sociedades occidentales es «neoliberal» (sea eso lo que sea), cuando es evidente que si hay un modelo dominante en estas sociedades es el socialismo. Nunca el Estado ha tenido tanto poder, nunca estuvo en sus manos mayor cantidad de riqueza en relación con la riqueza general de una sociedad, nunca el Estado controló tantos aspectos de la vida social, nunca fue su presencia tan patente y dominante y nunca se entremetió tanto en lo más recóndito de nuestras vidas individuales. Si hay alguna época en la Historia que cabe caracterizar como «socialista» es esta.

    El modo de pensar socialista es indudablemente el discurso dominante y ha permeado la práctica totalidad de las perspectivas políticas y la misma praxis de la acción política. Es por ello que en este libro hablo de «socialistas de izquierdas» y «socialistas de derechas», probablemente para escándalo de algunos que abominan de reconocerse en esa categoría o que se niegan de pleno a considerar que la gente de derechas puede ser de algún modo «socialista». Pero en la medida que las personas, los grupos, los partidos asuman ese discurso dominante y sus conductas lo reflejen, son de hecho socialistas. Si discurres como un socialista o si te comportas como tal, eres en definitiva un socialista. Y esto sin perjuicio de reconocer que es cierto que mientras los socialistas de derechas utilizan al Estado todo lo que pueden, los socialistas de izquierdas simplemente desean apropiárselo. Se parece, pero es algo distinto.

    Ser un socialista no significa simplemente ser compasivo con los desfavorecidos, ser «solidario», como gustan de decir precisamente los socialistas. Y tampoco significa promover la igualdad. Y menos aún defender la libertad. Ser socialista implica poner lo corporativo por encima de los individuos, subordinar la persona a la comunidad, ver el mundo en términos grupales, diluir al sujeto en el magma de lo colectivo. No es cierto que la gente que no es, ni formalmente ni de facto, socialista no sea o no pueda ser compasiva, igualitarista o «libertaria». Sencillamente lo es de otra manera, da otro sentido a esos conceptos y los lleva a la práctica de modo diferente. Si eres compasivo, eso no comporta necesariamente que seas partidario de establecer un sistema estatal que proporcione industrialmente ayuda a los desamparados. Si eres partidario de la igualdad, eso no conlleva forzosamente que desees que todo el mundo alcance los mismos resultados. Si amas la libertad… Si amas la libertad, la libertad auténtica de los individuos, para que tomen sus decisiones y se responsabilicen de ellas, no puedes ser socialista. Inversamente, si te pretendes de derechas, o de centro-derecha, que es más cool, pero estás a favor del intervencionismo del Estado en cuestiones que no son estrictamente esenciales para la conservación de una sociedad, eres socialista. Si te quieres de derechas, o de centro etcétera, pero crees que la igualdad es algo diferente de la igualdad ante la ley, eres socialista. Y si defiendes la libertad individual y la propiedad privada, pero las subordinas a las políticas públicas de toda clase que destruyen el principio de justicia, eres socialista.

    Efectivamente, hay muchísima gente socialista, aunque una gran parte no lo sepa. Por acción o por omisión. Y mucha gente, cuando escucha el discurso libertario, y no identificándose conscientemente con el socialismo, resulta tentada de abrazar este último, siquiera en parte, ante la inquietud que les produce que, aparentemente, el liberalismo no ofrece un modelo concreto de sociedad, una propuesta de sistema

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