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El fin de las sociedades
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Libro electrónico804 páginas14 horas

El fin de las sociedades

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El fin de las sociedades -la situación postsocial- es resultado de la pérdida de contenido y el consecuente proceso de debilitamiento de las instituciones sociales. Partiendo de esta premisa, el autor se aboca a dar una interpretación sociológica a la crisis de 2008, mostrando cómo, a raíz de ésta, emerge un desdoblamiento cada vez más acusado entre, por un lado, el control de los recursos y, por el otro, los valores culturales. Ante la destrucción de la sociedad y el vaciamiento del yo, Touraine apela a la emergencia de sujetos capaces de resignificarse y de reapropiarse de la colectividad, dando a las instituciones un sentido acorde con el respeto de los derechos humanos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2019
ISBN9786071641656
El fin de las sociedades

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    El fin de las sociedades - Alain Touraine

    Alain Touraine (Hermanville-sur-Mer, Francia, 1925) es uno de los más influyentes sociólogos e intelectuales contemporáneos, creador del concepto sociedad posindustrial con el libro del mismo título publicado en 1969. Su trabajo se basa en la sociología de la acción, que plantea que la sociedad forma su futuro por medio de mecanismos estructurales y de sus propias luchas sociales. Estudió en la Escuela Normal Superior de París y en las universidades de Columbia, Chicago y Harvard. Es doctor honoris causa por numerosas universidades y miembro honorario de la Academia de las Artes y las Ciencias de los Estados Unidos, de la Academia de Ciencias de Polonia y de la Academia Europea. Le ha sido otorgado el Premio Príncipe de Asturias en Comunicación (2010), el Premio en Sociología de la Fundación Mattei Degan (2006) y el Premio de Pensamiento y Humanidades de la Fundación Cristóbal Gabarrón (2008), entre otros.

    El fin de las sociedades

    Sección de Obras de Sociología

    Traducción

    Odile Guilpain

    Revisión técnica de la traducción

    Darío Zárate Figueroa

    Alain Touraine

    El fin de las sociedades

    Primera edición en francés, 2013

    Primera edición en español, 2016

    Primera edición electrónica, 2016

    Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

    Título original: La fin des sociétés

    © 2013, Éditions du Seuil

    D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4165-6 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Sumario

    Agradecimientos

    Introducción

    Primera parte

    EL FIN DEL MUNDO SOCIAL

    I. La ruptura entre los sistemas y los actores

    II. Actores no sociales

    III. El pensamiento del presente

    Segunda parte

    DEL SUJETO A LOS ACTORES

    Introducción

    IV. La era postsocial

    V. La conciencia del sujeto

    VI. La acción del sujeto

    VII. ¿Es mujer el sujeto humano?

    VIII. Los otros, el otro

    IX. Subjetivación y desubjetivación

    X. Del sujeto a las prácticas

    XI. Del sujeto a la conciencia moral

    Tercera parte

    LA MODERNIDAD Y LAS MODERNIZACIONES

    XII. La modernidad y las modernizaciones

    XIII. El declive de la hegemonía occidental

    XIV. Cuando los modernizadores destruyen la modernidad

    XV. Iguales y diferentes

    XVI. El sujeto y las religiones

    XVII. ¿Todavía pueden existir actores sociales?

    Conclusiones. Del análisis a la acción

    Bibliografía

    Índice analítico

    Índice general

    Para Adrián

    y para Simonetta

    que hicieron de mí el autor de este libro.

    Agradecimientos

    Preparamos sucesivas versiones de este libro entre 2010 y 2013. Las primeras, elaboradas tanto en Francia como en Italia, se beneficiaron de la lectura de Simonetta Tabboni, quien falleció antes de que estuviera terminado el libro. Todas las versiones contaron además con las observaciones de Michel Wieviorka, director de estudios de la EHESS y administrador de la Fondation Maison des sciences de l’homme; de Philippe Bataille, director de estudios de la École des hautes études en sciences sociales (EHESS); de Yvon Le Bot, director de investigación emérito del Centre national de la recherche scientifique (CNRS), así como del estímulo proporcionado por Olivier Bétourné, presidente de las Éditions du Seuil, y de los consejos de Bruno Auerbach, de la misma casa editorial.

    Fue posible preparar los textos gracias a la eficaz ayuda del Centre d’analyse et d’intervention sociologiques (CADIS), de su director, Philippe Bataille, de Christelle Ceci y de Camille Hemour.

    Agradezco a los doctorantes y a los investigadores de posdoctorado del CADIS por haberme invitado al seminario que organizaron, así como su participación en el seminario especial que organicé en el marco del CADIS en el otoño de 2012. También expreso mi gratitud a Candido Mendes de Almeida, el muy activo organizador de la Academia de la Latinidad, y a todos quienes me dieron la oportunidad de exponer y debatir con ellos sobre los principales temas del libro, tanto en Italia como en España, en Turquía y en Chile (en el marco de las conferencias de La Moneda), en Polonia, Brasil, Colombia y Paraguay.

    El presente trabajo fue concebido pensando constantemente en aquellas y aquellos cuyo valor y lucidez dieron nueva vida y espacio a las luchas sociales y políticas con vistas al retorno de la democracia. Ojalá mis reflexiones pudiesen aportarles una ayuda para sus movimientos de liberación.

    Introducción

    EL DECLIVE DE LO SOCIAL Y DE LAS SOCIEDADES

    Quise tomar como punto de partida de mi reflexión la ruptura entre el capitalismo financiero y la economía industrial, no sólo porque es la razón directa de la crisis financiera que culminó en 2008, sino porque esta situación ya estuvo en el origen de la crisis mundial de 1929 y en aquel entonces varios economistas, sobre todo dentro de la izquierda alemana de la República de Weimar, desarrollaron el tema al que frecuentemente dieron el nombre de «imperialismo». No pretendo modificar el análisis económico de esta crisis tal como la presentaron numerosos autores, entre los cuales figura en primera posición Joseph Stiglitz, premio Nobel de Economía en 2001.

    Desde el inicio quise redefinir esta crisis en términos sociológicos. Puesto que las instituciones sociales utilizan los recursos que están a su disposición —en particular, financieros— conforme a las orientaciones de la cultura, la ruptura entre los recursos y el control institucional, cultural y político de éstas desemboca en la destrucción de las instituciones sociales y en la separación de los recursos, por un lado, y los valores culturales, por el otro. Al igual que muchos sociólogos, llevo mucho tiempo observando la pérdida de contenido de las instituciones sociales, trátese de la democracia, de la ciudad, de la escuela, de la familia o de los sistemas de control social. Analicé incluso el conjunto de esta situación como una manifestación del fin de lo social o, para decirlo en términos más concretos, del fin de las sociedades. A partir de estas constataciones, busqué una respuesta a la pregunta que ya no podía eludirse: la economía financiera, vuelta salvaje, ¿puede ser nuevamente controlada y resocializada?

    Existen dos respuestas a esta pregunta con la que todos estamos confrontados. La primera, que parte de la constatación del debilitamiento o la desaparición de las normas sociales y morales, concluye que, necesariamente, nos guían orientaciones que son más económicas que sociales, como la búsqueda de nuestro interés, o que son sociales pero no institucionales, como la conciencia de pertenecer a una categoría, a un grupo o una organización cultural o política. Esto conduce a una visión más fragmentada —cuando no totalmente individualista— de la situación. Es más fácil elegir esta respuesta, razón por la cual, en efecto, es la que se lee con mayor frecuencia.

    Por el contrario, la segunda respuesta, que es la que elijo, consiste en mostrar que son los valores culturales mismos los que sustituyen a las normas sociales institucionalizadas. Por lo general, dichos valores se oponen directa y firmemente a la lógica del lucro y del poder. Estos valores o principios no son sociales; se sitúan por encima de las instituciones e incluso de las leyes. Podemos calificarlos de morales pero, en nuestra civilización, el sentido de esta palabra está cargado de normas sociales y, en particular, de reglas de derecho. Prefiero por ello calificarlos de éticos a fin de recalcar que proceden del exterior de la organización social, que su contenido es universal y, por tanto, priva sobre las instituciones. A lo largo del presente libro, volveré a formular este principio: los derechos están por encima de las leyes. Tanto la tradición cristiana del derecho natural como el espíritu de las Luces lo han afirmado con el mayor énfasis.

    LA RECONSTRUCCIÓN DE LOS CONFLICTOS

    Podemos observar que existe en todas partes un conflicto entre dos concepciones de la organización social que corresponden a las dos respuestas que acabo de mencionar. Por una parte, una concepción principalmente racionalista y cuasi económica de las conductas aceptables por ser útiles para el bien público, nacida del funcionalismo de la sociología clásica. Por otra parte, un enfoque planteado en términos de resistencia ética a la lógica de los intereses y del poder. No les falta razón a todos los que desconfían de lo que puede parecer un intento de «moralizar» la política. Algunos autores incluso se han «especializado» en ridiculizar y fustigar lo que llaman el «derechohumanismo», una doctrina en su opinión tan pretenciosa como ineficaz.

    Con todo, resulta bastante simple demostrar a estos pretendidos «realistas» dispuestos a adherirse a todas las formas de Realpolitik que aquello de lo que creen librarse tan fácilmente en realidad es la misma democracia, y que el universalismo es el fundamento de todos los derechos reivindicados por categorías particulares, en concreto culturales y sociales. Quienes se burlan de los manifestantes de la plaza Tahrir en El Cairo, de la plaza de Tiananmen en Beijing, de los militantes indignados de la Puerta del Sol en Madrid, de los estudiantes chilenos en 2011, de los manifestantes norteamericanos de Occupy Wall Street, de la multitud que se opuso a la nueva elección de Putin en Rusia o de los que combaten a Bashar al-Assad en Siria, se arriesgan a ser acusados de adversarios de la democracia. Los demócratas no son sólo víctimas sino también resistentes, disidentes y combatientes. Tienen el valor necesario y las suficientes victorias ganadas como para que condenemos con todo vigor los ataques contra la idea de derechos del hombre, aquella idea sin la cual la democracia carecería de un principio fundador.

    Este conflicto entre dos teorías y dos tipos opuestos de prácticas políticas y económicas no es absoluto. Si así fuera, desembocaría en la guerra civil, la revolución o la contrarrevolución. Sucedió en el pasado en diversas regiones del mundo, especialmente en Europa, aunque no en el mundo contemporáneo, tan marcado por la globalización en las esferas financiera, industrial y científica, así como en el ámbito de las redes de comunicación, los medios de comunicación masivos y el consumo de masas.

    Las dos respuestas señaladas tienen algo en común: ambas surgen de un enfoque que insiste más en el actor que en el sistema, y más concretamente, en actores entendidos en términos individuales, más personales que sociales. Esto se verifica por igual en el caso de los actores dominados por la búsqueda del interés y de la racionalidad instrumental, y en el caso de los que antes que todo oponen unos derechos a unos poderes.

    EL SUJETO CONTRA LA IDENTIDAD

    La destrucción de la sociedad acarrea la del yo social definido por un conjunto de roles propios de diversas instituciones sociales, como la familia, la empresa o la vida política. Sin embargo, no solamente sustituyen a este yo social las aspiraciones individuales o los principios éticos. La obsesión por la identidad también desempeña un papel importante. A la sociedad destruida o debilitada la sustituye a menudo un retorno, a la vez defensivo y agresivo, a la comunidad. Se trata de una experiencia muy presente en el mundo actual, donde las naciones se sienten amenazadas y surgen casi por todas partes movimientos de opinión (e incluso políticos) xenófobos, racistas, que se esfuerzan por levantar barreras contra la entrada de extranjeros y expulsar a quienes cometieron algún delito, por muy leve que sea, lo cual conduce a instituir el abuso jurídico que constituye la doble pena.

    La grave inquietud económica que pesa sobre Europa, y en menor grado sobre los Estados Unidos, agudiza el miedo y el odio hacia el otro al que ya no se juzga por lo que hace sino por lo que se supone que es, por su «naturaleza» interpretada en términos morales y biológicos, especialmente en el caso de los gitanos. Conocemos bien la naturaleza de esos «antimovimientos sociales», gracias sobre todo a Michel Wieviorka, y también se conocen sus efectos, que pueden llegar hasta pogromos o linchamientos.

    Suele ser más difícil describir el paraíso que el infierno, y el bien que el mal; sin embargo, consideramos que es esencial la tarea de comprender a cabalidad qué conjunto de derechos y de exigencias conforma aquello que, después del debilitamiento de las instituciones sociales, es lo único capaz de combatir y hacer retroceder el carácter todopoderoso del dinero y del poder.

    Denominé «sujeto» a este ser de derechos, susceptible de ser invocado por todo individuo o grupo que tenga la intención de oponer principios universalistas a unos adversarios que, por más poderosos que sean, no pueden invocar más que razones particulares para legitimar su superioridad y su poder. Elegí esta noción con plena conciencia de que ha sido objeto de ataques vehementes de parte de los marxistas, de los estructuralistas y de todos los devotos del Homo oeconomicus, lo que en la actualidad representa un número tan grande —y tan rabioso— de enemigos que llegamos a creer que la noción de sujeto iba a desaparecer junto con los últimos vestigios del idealismo alemán. Si evoco ese gran movimiento de ideas es porque nuestra época ha sido marcada, al contrario, por un regreso de Hegel a Kant y al universalismo de la Ilustración, redefinido pero aún sólidamente anclado en su inspiración fundamental. El sujeto que habita en nosotros nos da la capacidad y el derecho de ser creadores; es decir, de consolidar y defender nuestra capacidad para crear y transformar la naturaleza y a nosotros mismos.

    Cuando se hace consciente, todos pueden reivindicar dicha capacidad, pero sólo se vuelve consciente en las sociedades que poseen una historicidad fuerte; es decir, una capacidad fuerte de crearse y transformarse. En realidad, esta tautología aparente define con acierto al sujeto cuya acción siempre es una reflexión que abarca el sentido de las obras creadas desde el punto de vista de su creador, a la vez que modifica una situación que es fruto de la acción de los hombres. Anthony Giddens y el grupo que formó en la London School of Economics analizaron con claridad esta reflexividad del sujeto.

    La acción del sujeto se manifiesta a través de dos operaciones principales y recíprocamente complementarias.

    La primera es la que acabo de indicar y que designamos con diversas expresiones tales como «toma de conciencia». Todo cuanto desprende o aleja a un individuo o un grupo de sus pertenencias y de sus identidades ensancha la vía de entrada del sujeto en dicho individuo o grupo y, por consiguiente, incrementa su capacidad de volverse actores, es decir, de afianzar su responsabilidad y su libertad como creadores.

    La segunda es la reinterpretación cada vez más amplia de nuestras obras en términos de productos de una creación. Al principio, el llamado al universalismo adoptó una forma combativa porque hacía falta defender la razón contra las emociones, las pertenencias y las religiones, así como la idea de los derechos humanos contra la acumulación de estatus, obligaciones y derechos particulares que correspondían a sociedades en las que los estatus transmitidos eran más importantes que los estatus adquiridos. Pero conforme aumentaba el poder de creación, en primer lugar el del conocimiento, más compleja se volvía la defensa de la razón que incorporaba un número creciente de elementos no racionales, aunque interpretados por la razón. A menudo se cita a Freud como figura emblemática de esas conquistas de la razón que penetran en lo que en un primer momento se nos aparece como lo contrario de la razón. De tal suerte que el nivel más elevado de la presencia del sujeto en nosotros mismos, aquello que llamamos nuestra subjetivación, es el que esclarece, por la razón y por los derechos, los aspectos más complejos de nuestra personalidad y de nuestra vida social.

    Ya hemos roto con un racionalismo arrogante que pretende imponer su magisterio a las culturas dominadas. Pero también soy sensible —y aún más que esto— a la necesidad de colocar en el centro del análisis de nuestros tiempos nuestra capacidad de creación, que ha de permitirnos triunfar sobre el poder arbitrario y destructor del dinero y sobre el poder absoluto. Me resisto con todas mis fuerzas a renunciar al espíritu de creación, al declive consentido, que, de ceder a él, pronto nos infligiría los peores sufrimientos, los de la caída sin fin cada vez más difícil de parar.

    ¿Acaso deberíamos aceptar —o incluso desear— nuestra caída porque los continentes que hemos dominado e invadido se encuentran en pleno crecimiento, como si quisiéramos aquietar nuestra culpabilidad? Ésta, además, ameritaría que sintiésemos remordimientos más positivos, tanto por ellos como por nosotros.

    No tenemos por qué elegir entre un racionalismo conquistador y colonizador y el retorno a la naturaleza. Tenemos que asociar cada vez más estrechamente el universalismo de los derechos humanos y de la razón a la diversidad de las historias, de las culturas y de las exigencias de nuestro ambiente, de la tierra misma, amenazada por nuestro desorden y nuestros excesos. ¿Por qué habría que elegir entre el equilibrio o el movimiento, entre lo universal o la diversidad? Si realmente lo queremos, podemos vivir todos juntos, iguales y diferentes, respetuosos de los demás.

    Quizás sienta yo más intensamente que otros la angustia frente a la caída posible. Se debe tal vez a que en mi adolescencia, a los catorce años, asistí a la debacle de mi país. En un pueblo del centro de Francia, escuché a Pétain anunciar la capitulación y percibí a mi alrededor, silenciosa pero muy presente, esa mezcla de vergüenza y de cobarde alivio que nunca he dejado de sentir como una presencia amenazante, cual ala de murciélago. ¡Cuánto quisiera volver a sentir el hálito de las brisas del renacer que nos reanimaron a la Liberación...!

    Ante la impotencia de los gobiernos y la ausencia de los actores sociales, ¿cómo no nos volveríamos hacia nosotros mismos a fin de exhortarnos a tener el coraje de la esperanza y la voluntad para la acción, a esforzarnos por crear, innovar, modernizar, que es lo único capaz de arrebatarnos a la pérdida que, si no nos libramos de ella, nos llevará hacia los círculos del infierno? Cuando se dividieron en reinos rivales, muchas grandes civilizaciones quedaron sepultadas bajo las arenas y destruidas por los conquistadores. Desde luego, no estamos condenados fatalmente al fracaso o a la caída, pero quienes no miran de frente los peligros que corremos nos están desarmando y adormeciendo con los juegos y las notas rojas, volviendo así aún más audaces a nuestros enemigos, que están tanto dentro de nosotros mismos como a nuestro derredor.

    No conviene apelar a las armas, tampoco a la ley o a la revolución, sino a la conciencia que tenemos de nosotros mismos, a la convicción de que hoy en día nuestro enemigo más peligroso es nuestra inconsciencia, nuestra búsqueda de chivos expiatorios, nuestra débil voluntad de vivir, nuestra falta de pasión por la igualdad y por las libertades. Desconfío tanto del culto a la juventud como del elogio de la vejez y de sus experiencias adquiridas. No nos serviría de nada remitirnos a tal o cual categoría o a tal o cual hombre providencial o pretendido como tal. Tenemos que darle la palabra al sujeto que está dentro de cada uno de nosotros porque es el único capaz de transformarnos en actores, en creadores de nuestro porvenir y de nosotros mismos. Tenemos que darle la palabra para que nos hable y nos exhorte a liberar nuestros proyectos.

    LA VOLUNTAD DE QUERER

    Es más difícil cambiar la forma de pensar y de vivir que cambiar un gobierno o una gramática. Desde que nos sentimos bastante fuertes para representarnos a nosotros mismos ya no como las criaturas de un dios, sino como sus creadores, nos hemos dejado llevar por la idea según la cual teníamos que desdibujarnos a nosotros mismos (y renunciar a la idea de libre albedrío) e identificarnos con nuestras obras, nuestras máquinas, nuestras decisiones políticas y, sobre todo, nuestros conocimientos. Frecuentemente nos hemos dejado convencer de que nuestra fuerza residía en el determinismo al que teníamos que someternos porque su lenguaje era el de la razón y no el de las creencias o las pasiones particulares. Un siglo o dos después de la formación de lo que nuestros viejos libros de historia denominaban el mundo moderno (nacido con la Revolución francesa, decían los franceses, con la Reforma, decían los alemanes, con el Renacimiento, decían los italianos, con la Revolución industrial y el Imperio británico, decían los ingleses, con la independencia de los Estados Unidos, corregían los estadunidenses, con el principio de la era Meiji, insistían los japoneses), el mundo que nos había identificado cada vez más completamente con nuestra obras, ¿cómo podemos definir la situación actual, que llamo aquí postsocial y posthistórica?

    No existe ninguna razón que nos obligue a atrincherarnos detrás de nuestras costumbres locales una vez extinguida la excitación de la conquista; por el contrario, tenemos que tomar el camino exactamente opuesto, dejar que nos compenetre la conciencia de nosotros mismos, de nuestros derechos, de nuestra capacidad para concebir, hablar, construir y diseñar. Quiero elegir esta última palabra porque la escogió un pintor, Valerio Adami, quien se asoció a un filósofo, Jacques Derrida, con el objetivo de explicar con precisión su necesidad y su fuerza creativa. Para poder recobrar la voluntad y el valor de llevar a cabo un Risorgimento mejor logrado que el de los italianos del siglo XIX, tal vez bastaría que reforzásemos nuestra convicción de que la vía del pensamiento y del diseño es la de la creación de mundos cada vez más nuevos. Únicamente la voluntad puede permitir que forjemos los instrumentos de nuestra liberación, siendo el más poderoso la voluntad de ser libres, de ser creadores y de respetar los derechos de los demás al igual que los nuestros.

    Lo que guió mi anterior reflexión relativa a la crisis financiera que en 2008 amenazó con golpear al mundo con la misma violencia que la de 1929, que arrojó al mundo a la miseria y a la guerra, fue sobre todo el silencio de los actores, por no decir su ausencia, antes que las consecuencias económicas y sociales del triunfo del capitalismo financiero que traicionó sus funciones económicas. Desde entonces nos hemos acercado aún más al precipicio, suficientemente tal vez como para que los que gobiernan desde Bruselas o Fráncfort entiendan que es necesario actuar. Entretanto, la situación empeoró en ocasiones, pero nuestra voluntad de acción también se incrementó. Pese a ello, seguimos en la espera de que amanezca en un continente revivido por la voluntad, el conocimiento y el deseo de transmitir a la generación venidera un mundo en movimiento cuya alegría de vivir nazca de la conciencia recobrada de ser su propio creador.

    EL MUNDO UNO Y MÚLTIPLE

    En el mundo de hoy, lo más urgente es que los europeos se muestren capaces de organizar su propio renacimiento, aunque la Europa que tienen que reconstruir ya no dominará el mundo. En otros continentes, algunos países inmensos se están convirtiendo en gigantes económicos. Podemos esperar que en el curso de este siglo que apenas comienza también se vuelvan actores de su propia historia y vivan en la democracia, como ya es el caso fuera de Europa —en los Estados Unidos, Canadá, la India, Brasil y Australia—, entrando así en el mundo de lo universal, de los derechos de todos, de la igualdad y de las diferencias reconocidas y compatibles con la igualdad de todos.

    No necesitamos un mundo unificado sino un pensamiento global del mundo entero, un pensamiento que avance lo más lejos posible en la comprensión de los problemas, más allá del comparatismo que no puede enseñarnos nada si no descubrimos antes la unidad de estos problemas. Desde luego, dentro de los límites de un solo libro, no puedo tratar más que sobre las transformaciones del pensamiento y de la experiencia del mundo; pero espero que, dentro de poco, otros estudiosos publiquen un segundo volumen que complete el presente y explique la mejor forma de comprender la unidad y la diversidad del mundo, y después, un tercero que explore las relaciones entre el fin de lo social y las transformaciones de la personalidad.

    Amartya Sen dio un primer paso muy importante en el segundo dominio con su crítica de la evaluación del nivel de vida —y por tanto de la situación social de las poblaciones— a partir del único criterio del ingreso en dólares por habitante. Además, introdujo la noción de «capabilidades», también utilizada por Martha Nussbaum y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para mostrar que los resultados obtenidos son muy diferentes cuando se toma en cuenta el acceso real a la educación, a la salud y a la justicia, lo que ilustró con toda claridad el sociólogo boliviano Fernando Calderón, autor de numerosos informes nacionales en América Latina para el PNUD.

    Quisiera que se avanzara con igual velocidad en el tercer dominio y se buscaran las causas de la capacidad de acción. Las personas que permanecen prisioneras de la pobreza o la indigencia, sin familia y sin apoyos, que padecen discriminaciones, a menudo carecen de esta capacidad de acción. Actualmente el fenómeno se observa tanto en los países europeos como en los antes denominados países del Tercer Mundo, y no hay que limitar este método de análisis a las categorías o los países más pobres. En los países ricos, se prefiere abordar el tema en términos de autoestima, una noción que yo rechazo porque deja fuera de nuestro campo de visión las relaciones de dominación y de dependencia, cuando a menudo le resulta más fácil a un joven que pertenece a un medio desfavorecido participar en una empresa colectiva de cambio que en un programa de integración al orden establecido.

    Antes que nada, debemos cambiar la manera como describimos las situaciones y los actores. La globalización no consiste solamente en construir imperios financieros: se han expandido en todo el mundo las mismas técnicas de comunicación y las mismas redes sociales, y aparte de Finlandia, los países europeos han descubierto que los coreanos, los japoneses y los chinos obtenían mejores resultados que ellos en determinadas pruebas escolares (PISA, por ejemplo). Esto no debe interpretarse sólo como la constatación de un vuelco de los niveles de resultados entre Asia y Occidente, sino como la señal de que es urgente comprender cómo se articulan, por un lado, la participación de todos en un mismo mundo técnico y, por el otro, las diferencias existentes no solamente entre situaciones sociales que se nutrieron de pasados muy distintos, sino, sobre todo, entre la visión de los jóvenes y los menos jóvenes con respecto a su devenir. A todos nos han formado instituciones, tipos de educación, ideologías y vías de movilidad social, en igual o mayor medida que los modos de producción o estilos de vida. Sin embargo, esas imposiciones que pesan sobre nosotros se entienden mejor cuando las enfocamos desde la decisión o la prohibición de decidir que cuando las consideramos como determinadas por tal o cual situación económica o tipo de urbanización.

    Son pocas las expresiones tan peligrosas como la de «sociedad de masas», que pretende calificar las sociedades contemporáneas caracterizadas por la masificación de la comunicación y el consumo, después de la masificación de la producción industrial a partir de la segunda mitad el siglo XIX en el Occidente y en Japón. De esta manera, la sociedad de masas sería la que deja a los individuos una ínfima posibilidad de elegir, imponiendo a toda la población un pasado, un presente y un porvenir definidos por la élite dirigente, a semejanza de la dictadura militar que hace poco ordenaba a los brasileños: ama-o o deixa-o («quiérelo o déjalo»). A la inversa de esta pretendida realidad, pienso que urge que descubramos las oportunidades de acción que existen, aunque estén limitadas.

    No descubriremos la capacidad real de acción de las mayorías si no creemos en su existencia y, sobre todo, si nosotros mismos no tenemos el deseo de imaginar la acción posible allí donde muchos no ven más que una sumisión necesaria. Es preciso que esta actitud no se degrade jamás hasta convertirse en ideología o en un discurso moralizador. Como método de trabajo, tiene que aplicarse al conocimiento de todos los tipos de individuos y de categorías. Hay que buscar al sujeto dentro de cada individuo porque allí es donde está presente como exigencia universal de libertad y de igualdad.

    El mundo actual demuestra que la capacidad de actuar, que siempre supone medios colectivos, es mayor que antes, cuando prácticamente el mundo entero todavía estaba inmovilizado entre las garras de todos los poderes, desde la familia hasta el Estado. Pero hoy en día es aguijoneada por toda clase de acciones y ansias de liberación, de conciencia de uno mismo, de los demás y de los derechos de todos, así como de mensajes cuyo eco se escucha casi instantáneamente en todo el planeta.

    Los que conocen desde hace mucho tiempo la existencia de esas fuerzas liberadoras no tienen lección que dar a los demás. Al contrario, tienen que sentirse solidarios con los que están emprendiendo luchas análogas a las que ellos conocieron y en las que aprendieron a oponer a las dependencias más avasalladoras la fuerza emancipadora de la conciencia del derecho de cada uno y de todos a la libertad y a la igualdad.

    LA RAZÓN DE SER DE ESTE LIBRO

    Una era está llegando a su fin y este fin es amenazador para las poblaciones de los países con mayor antigüedad industrial. El caos, la violencia y la pérdida de toda esperanza son una amenaza para estas poblaciones. Sin embargo, también pueden inventar, al igual o mejor que otras, nuevas orientaciones culturales, una nueva ética, y crear un nuevo tipo de actores impulsados por una conciencia del sujeto más directa y más transparente que en otras situaciones históricas.

    No estoy hablando aquí de un pasado ya lejano ni de un porvenir todavía confuso. Como historiador, hablo del presente, y como sociólogo, de un cambio muy profundo de las situaciones sociales.

    Las dos principales transformaciones que estamos viviendo pueden resumirse como sigue. La primera, que evoqué antes, es la ruptura de gran parte del capitalismo financiero con relación a las nuevas formas de la actividad económica; algunos han definido esta situación como el capital sin trabajo y el trabajo sin capital. Eso destruye las instituciones sociales y nos obliga a convocar valores culturales y éticos contra la dominación de la finanza especulativa. El valor más importante es lo que llamo el sujeto, que une y desborda la defensa de los derechos políticos, sociales o culturales. Cuando el individuo o el grupo apelan al sujeto se vuelven capaces de comportarse como actores libres y creadores.

    La segunda transformación es igualmente considerable. Tras un largo periodo de hegemonía de un Occidente que identificaba su propia historia con la de la modernidad, hoy asistimos al rechazo de todo modelo único, lo que comporta un grave riesgo de sumisión de la modernidad, impersonal por definición, a los intereses y a las creencias de los dirigentes. En estas condiciones, ¿es posible volver a darle prioridad a la modernidad universalista?

    Entonces, finalmente, ¿cuál es el propósito del presente libro? ¿Por qué lo escribí? Puedo justificar mis inquietudes fácilmente. El mundo, Europa y en particular Francia sufren una grave crisis económica. Es cierto que acabamos de librarnos de una catástrofe gracias a la iniciativa de Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo (BCE), quien, al atribuirle a esta institución poderes más amplios que los inicialmente previstos, hizo retroceder los ataques del mercado financiero contra el euro y, en particular, hizo bajar los famosos spreads que los mercados financieros imponían a los Estados frágiles, aquellos que no presentan las mismas garantías que Alemania, el mejor alumno de la clase. Pero ahora que Europa se afirmó como un actor relevante en sí, hace falta que los Estados europeos utilicen el campo de acción que el BCE abrió a su intención: ¿serán capaces de hacerlo? Desde 2008, la mayoría de estos países están muy endeudados y actualmente tratan de reducir su déficit presupuestario y el peso de su deuda. Durante los primeros meses de su actual gobierno, Francia no pudo sino incrementar las cargas fiscales y reducir los presupuestos de todos los ministerios, creando así un clima hostil para las empresas, al menos al principio. Ni el Reino Unido ni España tienen perspectivas económicas alentadoras a corto plazo, y las instituciones internacionales no compartieron para nada el optimismo de François Hollande cuando anunció una inversión de la curva del desempleo para fines de 2013. Por el contrario, pusieron énfasis en el hecho de que en realidad Francia se encuentra en una situación de estancamiento desde hace cinco años. En cuanto a los electores italianos, acaban de condenar a Mario Monti prefiriendo a Beppe Grillo y a Silvio Berlusconi; afortunadamente, el presidente reelecto Giorgio Napolitano obtuvo la anuencia de las Asambleas para constituir un gobierno encabezado por un diputado de la izquierda moderada.

    En estas condiciones, ¿no resulta peligroso, incluso paradójico, proponer un análisis sobre todo no económico de una situación general cuyas causas económicas son evidentes?

    En un libro reciente (Después de la crisis, 2010), concentré la atención en la ausencia o la desaparición de todos los actores sociales, y en el silencio que domina la vida política. Desde entonces, hemos asistido en Francia al despertar de las reivindicaciones en los sectores donde se cierran las fábricas y aumenta el desempleo. Pero estas reivindicaciones se inclinan cada vez con mayor frecuencia a la ruptura, puesto que ni las empresas ni el gobierno tienen recursos que les permitan negociar. Cada mes la elaboración de políticas de recuperación parece más difícil. Nadie me creería si afirmara que en sí mis análisis —en primer lugar, de las causas profundas de la crisis económica, en segundo lugar, de la naturaleza de los nuevos movimientos y actores sociales y políticos y, finalmente, de las posibilidades de un retorno de la democracia en un mundo dominado durante medio siglo, o más, por regímenes nacionalistas autoritarios— pudiesen permitirnos retomar el control social y político de una economía que, a medida que se globaliza, parece perder sus funciones meramente económicas y tener por único objetivo la acumulación de ganancias. No obstante, me permito la libertad de pensar que una economía mundial hoy despolitizada, desocializada, sólo puede pretender superar el caos y la violencia si se afirman nuevos actores, si se fijan objetivos prioritarios de acción y si, en muchos aspectos de la vida social, vuelve a revivir cierta confianza en la posibilidad y la capacidad de actuar.

    Desde luego no tengo la pretensión de pensar que un análisis sociológico por sí solo pueda ser capaz de librarnos de la catástrofe en que nos han sumido ciertas políticas económicas. Resulta difícil imaginar, dado el actual estado de las fuerzas sociales, que el capitalismo especulativo y las remuneraciones excesivas que reciben los financieros puedan corregirse mediante decisiones políticas. En cambio, sé perfectamente que para que unas reformas sociales profundas sean posibles es necesario que primero se afirmen actores «conscientes y organizados».

    Para que se formen estos actores es imprescindible que les enseñen y guíen unas reflexiones acerca del mundo en que les tocará actuar.

    LO DICHO Y LO NO DICHO

    Antes de invitar al lector a entrar en este libro, debo explicar que soy muy consciente de que me encuentro en una aparente contradicción. La historia del siglo XX parece contradictoria con el lugar central que otorgo aquí a temas como la libertad, la justicia, los derechos, el sujeto, el universalismo, la igualdad, los movimientos sociales, la liberación, la solidaridad, la conciencia, el respeto, la alteridad, la creencia y otros muchos. ¿Cómo impedir que la memoria de ese siglo de hierro y de sangre le quite toda realidad a lo que podrían parecer «buenos sentimientos» carentes de cualquier acción efectiva sobre los acontecimientos?

    Para esclarecer mi enfoque, que soy el primero en considerar que provoca desazón, tengo a la vista una compilación de fotografías, en forma de cubo, concebida y publicada por Bruce Bernard, de las ediciones Phaidon, a fines de 1999. La obra reúne mil fotografías del mundo entero que ilustran todos los aspectos de la vida colectiva y personal y proporcionan, por no decir que nos imponen, una imagen del siglo XX. La guerra, civil o militar, la muerte, la violencia y el fanatismo son visibles por todas partes, junto con sus víctimas, como si las actividades más espontáneas de los seres humanos entre sí fueran las masacres, la humillación y el odio. Es cierto, a medida que damos vuelta lentamente a estas páginas, también descubrimos fotos de Nelson Mandela, de Gandhi, del Che Guevara y de Martin Luther King, pero nunca están lejos la muerte y la cárcel.

    La producción y el consumo de masas en nuestras sociedades cada día más poderosas eliminaron la emoción de la vida cotidiana, y la tragedia invadió la vida pública. Pero esta evidencia masiva y brutal ¿acaso no nos envía también otro mensaje? Estas fotografías ¿no nos hacen sentir la presencia de lo que es todo lo contrario del poder, del dinero y de las armas?

    Todos conocemos a hombres y mujeres reducidos a ser víctimas de esas violencias, pero también conocemos a otros muchos, sean o no víctimas, cuya vida tiene otro sabor, otro color, a pesar de que suele permanecer en las sombras.

    Conforme aumenta nuestra potencia tecnológica, militar, política y económica, el mundo de las cosas y de los actos parece escapar a todo control y se nos impone con mayor fuerza la idea según la cual el «verdadero mundo» es el que lucha no por liberar su fuerza, sino por transmitir el sentido de su acción. Esta lucha nos parece interminable. De tanto ver cuerpos masacrados, nos sentimos rodeados de miradas, de voces que no han sido silenciadas por completo.

    ¿No debemos escuchar a los que hablan, a los que llevan adentro el respeto y el amor a los otros, la esperanza y el coraje para demostrar, con un gesto o con palabras, su fe en la dignidad de los que nunca son solamente víctimas?

    CONTEXTUALIZACIÓN HISTÓRICA

    El siglo XIX asistió a la caída de los reyes; el siglo XX, que empezó con la masacre suicida de los ciudadanos de los países occidentales económica y políticamente más «avanzados», se convirtió, durante el periodo iniciado por la Revolución soviética, en una serie de movimientos sociales —sindicalismo y acción política, feminismo, movimientos de liberación nacional y de descolonización—, contra los que se levantaron, por un lado, los nacionalismos totalitarios y, por el otro, unas dictaduras que, en nombre del proletariado, se transformaron muy pronto en dictaduras contra el proletariado.

    El capitalismo occidental derrocado por la crisis de 1929 no se salvó más que gracias a las transformaciones profundas impuestas después de 1945 por los Estados y los pueblos que se habían movilizado contra el nazismo. Sin embargo, tras algunas décadas de recuperación económica y social, este capitalismo industrial sufrió los embates de una nueva crisis financiera precedida por graves incidentes y seguida en la mayoría de los países occidentales por crisis monetarias, el estancamiento o la recesión, y el debilitamiento de las instituciones sociales.

    En estos primeros años del siglo XXI, el modelo ideal de una sociedad industrial que combinaba modernización económica y tecnológica, intervenciones del Estado y progreso de la justicia social nos parece agotado. El mismo pensamiento ya no sabe cómo responder a los ataques que destruyen o pervierten los movimientos sociales. John Rawls y Jürgen Habermas transformaron en teoría filosófica la experiencia positiva de las socialdemocracias y elaboraron teorías «sociales» en torno a la noción de justicia; esas teorías corresponden efectivamente a las intenciones de los reformadores, pero no tienen en sí la capacidad de detener el poder brutal de las dictaduras armadas ni tampoco la caída de las sociedades de bienestar devastadas por las crisis económicas en cadena.

    El movimiento obrero dio una nueva forma a la vez al poder, a la lucha contra el poder y a las políticas reformadoras: del mismo modo nos encontramos hoy en los albores de una nueva era. El poder, los movimientos de liberación, los proyectos de reformas ya no pueden ser políticos, como en el siglo XIX, ni sociales, como en el XX. Hemos llegado más allá del capitalismo y del socialismo industriales, lo mismo que hace un siglo habíamos salido de los movimientos nacionales y republicanos. Nuestra reflexión debe poner en práctica los conceptos de la sociología, pero también debe partir de una contextualización histórica. El capitalismo industrial no ha sido remplazado sino ampliado mediante lo que podríamos llamar un capitalismo global que da nuevas formas a todos los ámbitos de nuestra experiencia: la comunicación, el consumo, la sexualidad e incluso el funcionamiento del espíritu, lo mismo que la producción de bienes industriales.

    Arrastrados por esta conmoción general, ya no podemos apelar directamente a nuevas reformas. Esta obra se realizará en la segunda mitad del presente siglo o en el siguiente. En estos inicios del siglo XXI y poco después de sufrir crisis múltiples, debemos primero y antes que nada designar, animar y entender los movimientos de liberación que, al igual que los que destruyeron las monarquías absolutas y, después, los que combatieron los capitalismos —privados o estatales—, tienen la facultad de generar en nosotros una conciencia de nosotros mismos capaz de luchar exitosamente contra la dominación generalizada de nuestras conductas, impuesta por los poseedores de un poder que se ha vuelto a la vez económico, político y cultural. No debemos apelar primero al espíritu de justicia de la sociedad sino a la conciencia de nosotros mismos como sujetos, poseedores de derechos universales fundados en nuestra libertad, por encima de las leyes, para defendernos contra todas las dependencias en el más alto nivel, que es también el más individual.

    Acabamos de vivir un levantamiento general contra la hegemonía occidental. Nos incumbe ahora dar nueva vida a la democracia nacida en Occidente para que luche contra todos los poderes autoritarios en todo el mundo.

    Fin de la era de las sociedades, sucesora de la era de los Estados; transformación de los movimientos políticos, y luego sociales, en conflictos culturales globales, que involucran la personalidad al mismo tiempo que la organización económica y las instituciones sociales, e inicios —ineludiblemente difíciles— de una reconstrucción fundada en lo que suele llamarse, desde las primicias de la modernidad, los derechos humanos fundamentales: éstos son los principales rasgos que definen el periodo histórico que nos toca vivir y donde tenemos que actuar, y que el libro que estamos abordando se propone entender.

    PRIMERA PARTE

    El fin del mundo social

    I. La ruptura entre los sistemas y los actores

    UNA MUTACIÓN PROFUNDA

    Estamos viviendo una mutación. La llamo fin de lo social e, incluso, abandono de la idea de sociedad. Estas expresiones no deben asustar al lector. La idea de sociedad se impuso hace poco, sólo dos o tres siglos, y remplazó a la de Estado, que a su vez había empezado a sustituir a las representaciones religiosas de la vida social a partir de los siglos XIV y XV, comenzando por Italia. La creación de los Estados-naciones y de las ciudades-Estados desempeñó un papel medular en el modelo europeo de modernización puesto que, en ambos casos, permitió la concentración de los recursos en manos de un poder central que se reveló suficientemente poderoso y dinámico para fundar la economía moderna, la del gran comercio internacional, de los bancos y, más adelante, de la industria. La fuerza de ese poder también le permitió imponer una dominación absoluta sobre casi todas las categorías de la población: el rey o el jefe de ayuntamiento exigía de sus súbditos una sumisión total. Por su lado, los dueños de la economía sometían a los asalariados a duras condiciones de trabajo y de vida, mientras los colonizadores creaban imperios en América, África y Asia por medio de la violencia. Por su parte, los hombres imponían su dominación a las mujeres y a los niños. Esta excepcional alianza entre dinamismo y violencia interior y exterior permitió que los países occidentales establecieran su poder en gran parte del mundo.

    Todos los que habían sido sometidos a esa dominación pusieron en tela de juicio este tipo de organización social. Los súbditos del rey o del señor se sublevaron y se convirtieron en ciudadanos; los asalariados, lenta pero firmemente, hicieron reconocer sus derechos; las colonias se liberaron; las mujeres conquistaron la igualdad, al menos a nivel de los principios. Unos actores sociales y políticos remplazaron al Estado absoluto. Hicieron revoluciones: primero fueron los holandeses y los ingleses, luego los norteamericanos y los franceses, y más tarde los pueblos de las colonias españolas de América. Así fue como nació la idea moderna de sociedad. Eliminó los principios suprasociales, trascendentes, que antes le daban legitimidad al orden social: la palabra de Dios, la concepción hereditaria de la monarquía, la afirmación de la superioridad de una raza o de un sexo sobre el otro. Por tanto, lo que llamamos la sociedad es, en principio, fruto de la eliminación del poder religioso y del poder real u oligárquico en una parte del mundo.

    A medida que se consolidaban las liberaciones, se iban definiendo socialmente los actores, junto con la diversidad de su naturaleza y de sus intereses. La monarquía absoluta fue remplazada por la República y, sobre todo, por la democracia representativa fundada en la pluralidad de los intereses y las ideas. La introducción de nuevas formas de división del trabajo transformó el mundo económico. La sociedad llegó a ser una noción más central que la de nación porque la fuerza de una sociedad dimana de la interdependencia de todos sus componentes. Por eso los nacionalismos no consiguieron crear ninguna sociedad fuerte mediante la subordinación de todos los aspectos de la vida social al interés superior de un Estado cuya legitimidad no surgía de una voluntad colectiva sino de fronteras históricas, de un territorio o incluso, en algunos casos, de una raza. Sin embargo, cabe señalar que las sociedades escandinavas modernas fueron más fuertes que otras pues supieron combinar una participación en la economía internacional con un poderoso movimiento sindical y con el papel activo del Estado redistribuidor. Por el contrario, los países de Europa central no se constituyeron en sociedades más que en reacción frente al poder de los imperios turco, ruso o austrohúngaro. La idea de sociedad alcanzó su mayor auge durante el periodo comprendido desde la independencia de las colonias inglesas de América y la Revolución francesa hasta la Revolución mexicana y la Revolución soviética. Las victorias de los regímenes totalitarios marcaron el comienzo de su caída.

    EL ESTALLIDO DE LAS SOCIEDADES

    Tras recordar estas realidades que están cercanas a nosotros, se torna más fácil entender la importancia de la actual destrucción de lo social y de la idea misma de sociedad. El factor más importante fue la globalización de la economía mundial, que en adelante está fuera del alcance de todas las instituciones sociales y políticas. De forma paralela, en Europa los partidos comunistas, que sacaban lo esencial de su fuerza del hecho de pertenecer al campo soviético durante todo el largo periodo de la Guerra Fría, fueron marginados, incluso en los países donde no estaban prohibidos, como por ejemplo en Alemania Federal. Hoy, les tocó el turno a los partidos socialdemócratas de perder la mayor parte de su electorado, puesto que ya no pueden asociar política económica y política social en la medida en que el poder económico se volvió mundial.

    Cuando estalla una crisis como la que conocemos desde 2007-2008, cuya principal causa es que gran parte del capital financiero ha sido desviada de su función económica de inversión y crédito, y que la finalidad principal de sus actividades son ahora sus propias ganancias, la economía se separa del conjunto de la sociedad, que ya no puede controlarla. Se produce entonces el estallido de la sociedad. Incluso, como había considerado Ferdinand Tönnies, puede producirse un inesperado retroceso y un retorno de la sociedad a la comunidad. Por todas partes se están afirmando culturas comunitarias basadas en la homogeneidad, en una identidad común y en la eliminación de las minorías cuya existencia había constituido, por el contrario, un elemento importante de la vida en las sociedades de antaño. Correlativamente con este espíritu comunitario está progresando un individualismo consumidor, factor de desocialización y anomia.

    La presencia simultánea del espíritu comunitarista y del individualismo antisocial le da un sentido concreto al tema del fin de lo social y, por tanto, de la noción misma de sociedad. Sin embargo, la descomposición de la sociedad va más allá de esto. Las reglas administrativas trabajan cada vez menos al servicio de la integración social y se superponen a las realidades sociales en lugar de dirigirlas hacia objetivos prioritarios. Paralelamente, la política se vuelve mediática y manipula imágenes más que realidades. ¿Cómo podríamos desprendernos de este juicio negativo cuando, desde la crisis de las hipotecas subprime de 2007, en ningún momento las causas de la crisis general estuvieron en las miras de políticas fundadas en proyectos de reconstrucción?

    Las causas de las crisis económicas son ante todo económicas pero, para explicar la impotencia de los Estados para superarlas, tenemos que apelar a la idea de destrucción de lo social. Las crisis tienen en común nuestra impotencia para comprender que lo que destruyeron en lo más profundo es nuestra capacidad de preverlas. Las voces de Joseph Stiglitz, Paul Krugman y algunos otros no fueron escuchadas sino después de que se desencadenara la crisis financiera. Desde entonces se evitó la catástrofe mundial, en parte gracias a Barack Obama, pero no se encontró ningún remedio y lo único que saben hacer los gobiernos para evitar lo peor es remitirse a los bancos centrales y a sus directores: Ben Bernanke en Washington, Jean-Claude Trichet y, después, Mario Draghi en Fráncfort. Quienes creían en una pronta reactivación del crecimiento sufrieron una desilusión, y los norteamericanos, que pensaban que sólo Europa estaba gravemente afectada, tienen que reconocer ahora que, en su país, el desempleo sigue siendo más elevado que antes.

    La ignorancia y la impotencia continuaron aumentando en Europa con el desplome de la moneda y de la economía de Grecia, Irlanda y Portugal, y con las graves amenazas que pesan sobre Italia, España y otros países. Todos tomaron conciencia del carácter insoportable de su déficit presupuestario y del crecimiento de su deuda pública, que condena a la generación venidera a tener un nivel de vida inferior al de la actual generación. Tardía y dolorosamente, Grecia se ha salvado ya varias veces de la quiebra; no obstante, los europeos tienen que confesar que son apenas capaces de elaborar planes de austeridad para ellos mismos. Están ausentes las políticas de recuperación orientadas a un nuevo crecimiento, salvo una excepción sobresaliente: Alemania, que mantuvo e incrementó sus exportaciones industriales, impidiendo la deslocalización de sus actividades más calificadas, gracias a lo cual pudo reactivar el crecimiento, aunque a costa de frenar durante años una parte importante de los salarios y, por ende, del mercado interno. El éxito de Alemania se debe a que sus dirigentes entendieron que podía aportar a los mercados emergentes las máquinas y los productos industriales cuya demanda está en constante aumento.

    Nuevamente, durante la crisis monetaria europea que estalló en 2010, no se vislumbró ningún proyecto, ningún análisis de las oportunidades y de los peligros que entraña el futuro. La vida social y política permanece vacía en todos los países. En ninguna parte se pone en marcha ninguna política de recuperación y esto recuerda la impotencia de la década de 1930 en los Estados Unidos y en Europa, puesto que sólo una economía de guerra impuesta en Europa por el nazismo en Alemania, y en los Estados Unidos por Japón después de Pearl Harbor, permitió que estos países salieran de la crisis. No hay grandes debates parlamentarios, ni campaña presidencial capaz de lanzar una reflexión sobre la salida de la crisis. Las campañas del Tea Party atacaron violentamente a Obama en los Estados Unidos, pero se enfocaron en otros temas; y en Francia, los asalariados de los servicios públicos multiplican las huelgas para defender sus derechos adquiridos. Italia no se desembarazó de Silvio Berlusconi sino después de años de escándalos, y el dirigente del Partido Popular español, Mariano Rajoy, todavía no ha logrado ganarse la adhesión de los españoles, por más que éstos hayan apartado al jefe del Partido Socialista José Luis Zapatero. El populismo nacionalista y xenófobo divide y devasta Bélgica tanto como los Países Bajos.

    Ante los grandes problemas actuales no se proponen más que minipolíticas. La impotencia y el vacío son manifestaciones del fin de lo social y, en particular, del fin del modelo occidental de civilización que se implantó de manera aparentemente duradera después de la capitulación de la Alemania nazi. Nadie se atreve a hablar del «declive de Occidente» debido a los efectos negativos que tuvo en su momento el libro de Oswald Spengler; sin embargo, poco a poco tomamos conciencia de que somos incapaces de pensar y preparar el porvenir, sobre todo en Europa, donde la Unión Europea fracasó en su propósito de unificar un continente muy heterogéneo e inspirarle la idea del lugar que podrá ocupar mañana en un mundo en plena transformación.

    Estamos frente a una crisis del conocimiento y la reflexión, y esto es la causa más profunda de nuestra impotencia política y económica. Fracasaron nuestros análisis y nuestros programas económicos, y vemos con tanta claridad cómo se descompone el campo de nuestras políticas, que estamos obligados a reconocer que están en crisis las categorías que hemos utilizado para pensar nuestra experiencia colectiva durante los dos últimos siglos, y principalmente en los últimos 50 años. Lo que sugiero hoy es que debemos entenderla como el fin de lo social.

    Este cambio de civilización es lo que mejor define nuestro presente y nuestro porvenir. Sólo entendiendo la profunda mutación que estamos viviendo podremos elaborar políticas de recuperación, porque las categorías del conocimiento dirigen las de la acción.

    EL SISTEMA Y LOS ACTORES

    La imagen de la razón que ilumina al mundo y hace retroceder la ignorancia, la pobreza y la violencia se abandona paulatinamente en provecho de una visión más inquieta, o incluso más desesperada, de un progreso que proporciona armas cada vez más destructivas a las fuerzas que procuran penetrar, manipular y destruir la capacidad de acción de cada uno de nosotros y de cada país sobre su entorno y sobre sí mismo.

    Desde luego, no se trata aquí de buscar un debate (bastante vano) entre los defensores y los adversarios de un «progreso» con respecto al cual mantenemos una postura cada vez más ambivalente, sino de reconocer la separación creciente entre, por un lado, las fuerzas y las redes que constituyen sistemas cada vez más fuera de alcance (tanto de las fuerzas naturales como de los actores sociales y políticos) y, por el otro, una afirmación cada vez más directa, es decir, cada vez menos social, menos institucionalizada, de derechos que no pueden ser sino universales, o sea, independientes de toda situación social particular.

    No estamos alejándonos de la supuesta irracionalidad de las costumbres y los particularismos, que el triunfo de la producción y del comercio de masas destruyeron desde hace tiempo, sino del recubrimiento de la existencia vivida por normas y valores, creencias y jerarquías, que se eclipsan hoy ante la conciencia de uno mismo como sujeto, un sujeto que halla en su creatividad y en la afirmación de su derecho a la libertad y la igualdad un recurso contra las penurias y las dominaciones.

    Démosle a esta legitimación de las prácticas su verdadero nombre: la sociedad, tal como la significa perfectamente el lenguaje común que ve en la secularización la consumación del movimiento de racionalización. Esto es verdad, a condición de no ver en la secularización el triunfo de la razón sino el fruto de la separación entre lo político y lo religioso, y la desacralización de las leyes y las funciones del orden social. Eso significa que hoy en día no asistimos al remplazo de lo social por lo racional, o por lo instrumental al servicio del interés o del placer, sino a la separación cada vez más completa entre el poder de los sistemas financieros y tecnológicos y el carácter absoluto de la defensa del sujeto humano, más allá de todos sus intereses y todas sus actividades. El enfrentamiento entre las redes y los sujetos se afirma así sobre las ruinas de lo social. Los únicos que se niegan a percatarse de ello son quienes no quieren dejar ningún espacio incontrolado entre el interés y la identidad.

    A partir del momento en que las sociedades humanas se volvieron «históricas», adquirieron la capacidad de transformarse a sí mismas y de apreciar el valor de esta capacidad que yo llamo su historicidad. Empezaron a desdoblarse y a subordinar sus experiencias vividas a las exigencias de sus sistemas simbólicos, especialmente de sus representaciones de la creatividad humana, dominadas por uno o varios dioses, o por la ley, o incluso por el

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