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La última palabra
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Libro electrónico121 páginas1 hora

La última palabra

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Luis Enrique, recién doctorado, tiene la posibilidad de marcharse a Georgetown a dar clase. Amedrentado por una España en plena Transición en la que los valores tradicionales están en decadencia, nuestro protagonista acepta la oferta. Sin embargo, la añoranza de su patria lo asaltará en forma de recuerdos de la niñez que se irán trenzando con sus amargas experiencias en el extranjero. Una novela nostálgica, profunda y delicada con una prosa de una elegancia inusual.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento19 sept 2022
ISBN9788728374269
La última palabra

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    La última palabra - José Rodríguez Chaves

    La última palabra

    Copyright © 2003, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374269

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    PRIMERA PARTE

    Primero

    Acababa de doctorarse, a los veintinueve años, cuando se le ofreció la oportunidad de marchar a la Universidad de Georgetown, en los Estados Unidos, como profesor invitado. Y aprovechó la ocasión para ir en busca de otros horizontes, pues el giro que estaba tomando la situación político-social española no le gustaba nada. Le desazonaba la pérdida de valores que, a impulso de los vientos políticos, se estaba operando en la sociedad española. La clase política que había surgido y se había hecho con la situación era una clase política roma, trepa, caciquil, corrupta. Los individuos que nutrían sus filas no atendían sino a sus intereses o a los intereses de partido, a su medro personal, a sus latrocinios y a sus rapiñas. ¡Pobre España! Siempre lo mismo, pensó Luis Enrique. Ésta era, en palabras de Unamuno, que seguían vigentes, «la monstruosidad de la política española, albergue de filisteos y beocios». Y de ladrones.

    Luis Enrique no había salido de España antes de ahora, y por eso, a pesar del ambiente de integración, de compañerismo y de armonía, y de amabilidad en el trato, que encontró por parte del cuadro de profesores en la Universidad norteamericana, no pudo evitar la impresión de sentirse como trasplantado. Aunque ya tenía un cierto conocimiento de ello por las películas de Hollywood, le chocaron las costumbres, los hábitos alimentarios, el carácter, los modos de encarar la vida y de divertirse, de los norteamericanos en general. Echó mucho de menos a España, y las fuerzas evocativas de su niñez transcurrida allá en su pueblo natal, que había experimentado en Madrid, se le redoblaron.

    En aquellos benditos días el hada de la dicha derramaba sus dones a manos llenas. Sin embargo, él no fue consciente de esta dicha hasta después de habérsele ido de las manos, es decir, cuando había ya dejado de ser niño.

    Qué felicidad ir por el campo en busca de nidos de jilgueros, verderoles, abejarucos, en las mañanas luminosas de primavera, o en las de julio y agosto, tempranito, en busca de nidos de tórtolas. El hálito vernal penetraba, poderoso, en los sentidos. El cielo ostentaba un azul impoluto, pleno de belleza. El sol fulgía en todo su esplendor prodigando sus rayos de luz y vida. Los trigales, cebadales y avenales en granazón verdeaban pujantes, magníficos. Los árboles desplegaban todo su verdor y lozanía. Los almendros en flor ponían grandes manchas, rosadas o blancas, en el paisaje. Los cardos, los jaramagos florecidos, las campanitas, las margaritas, las violetas, las amapolas, y otras flores, y miles de pequeñas florecillas que pintaban de un bello azul los prados, ponían su cromatismo y su viveza en todo el campo, impregnando de efluvios el aire. Mariposas blancas y de colores vagaban con su gracioso vuelo por entre la floresta, deteniéndose cada dos por tres ya sobre una flor, ya sobre un arbusto, ya sobre una piedra. Los trinos y gorjeos de jilgueros y chamarices, con los de otros pájaros, celebraban jubilosos la gloria del día, en mayor número por la parte del camino de las huertas y de la alameda. El sordo rumor innumerable de los insectos era el fondo sonoro...

    Segundo

    En sus correrías por el campo Quique recalaba a veces en la huerta de Feliciano. Había manzanos, perales, higueras, cerezos, membrilleros, nogales, granados, ciruelos, melocotoneros, y tablas de tomate, lechuga, coles, pepinos, pimientos y otras hortalizas. Y en las ramas de los árboles cantaban jilgueros, mirlos y chamarices, y piaban a todo piar los gorriones. Era una gloria estar allí, en medio de la Naturaleza.

    La huerta se encontraba en un campo llamado genéricamente La Vaquera. Feliciano vivía con su familia en la casa de la huerta.

    Feliciano Donaire Rodríguez, que era su nombre completo, era un hombre que había aprendido a leer y a escribir él solo. Pero tenía una caligrafía y una ortografía que quisieran para sí muchos universitarios. Y se expresaba como muchos que han tenido estudios no saben hacerlo. Feliciano tenía una sabiduría que le venía de los ancestros, de los libros que había podido hallar a su alcance y de la observación y el contacto, día a día, con la Naturaleza que le circundaba. El Diccionario de la Academia de la Lengua define: «Trovador.–Que trova». «Trovar.– Hacer versos». Pues bien, Feliciano era un trovador. Los versos le salían como quien habla. Repentizaba siempre. Pero jamás se tomaba el cuidado de escribirlos ni de confiarlos a la memoria, que la tenía muy lozana. Él los decía con ocasión de lo que quiera que fuese, y no volvía a ocuparse de ello. Pero uno de sus hijos, que cuando Quique era un niño, él era ya un mozalbete, solía aprendérselos de memoria y luego los escribía en un papel cualquiera para conservarlos. Quique sabía que Feliciano hacía versos porque se lo había dicho su hijo, y le pedía a éste que le dijera algunos. El mozo accedía gustoso y complacido, mientras que Feliciano, si estaba presente, se sonreía como no dándole la menor importancia al asunto. En una de las composiciones que el hijo de Feliciano le dijo a Quique, Feliciano mezclaba donosamente el canto del jilguero con el de dos figuras de la copla de aquel tiempo. Decía:

    El chico de La Vaquera

    tiene un bonito jilguero

    que canta por la Paquera:

    «Yo tuve un novio barbero»...

    El Luis de que se entera

    coge otro de su nido

    y poniendo todo empeño

    le hace cantar El niño perdido

    por Manolo el Malagueño.

    Otra de las composiciones se le había ocurrido a Feliciano al picarle en el labio una abeja a una hija cuando era pequeña, a quien entonces llamaba, cariñosamente, la Morena. Feliciano repentizó:

    Un día que la Morena

    tenía gana de enredar

    se fue para la colmena

    y un zángano quiso matar.

    Una abeja el aguijón

    en el labio le hincó a fondo

    y el dolor y la hinchazón

    le hicieron cantar cante jondo...

    En otra composición Feliciano soñaba con un largo viaje a través del mar, pero siéndole imposible emprenderlo, se resignaba estoicamente a continuar sin moverse de La Vaquera:

    Yo quisiera ir a Mallorca,

    a Ibiza y a Menorca,

    pero es tan largo el camino

    que temo perder el tino

    y extraviarme en los mares,

    y en vez de ir a Baleares

    ir a parar al quinto pino.

    Por eso yo a mi sobrino

    le digo: «Vana quimera».

    Y me quedo en La Vaquera

    con mis coles y pepinos...

    El hijo de Feliciano le copió a Quique con lápiz en un papel las tres composiciones, y dándoselo, le dijo:

    —Como te gustan, toma, para que las tengas.

    Dándole vueltas al tema del problemático viaje de Feliciano a las Baleares, Quique escribió por su cuenta una variante, en décima:

    Yo quisiera ir a Mallorca,

    a Ibiza y a Menorca,

    y me preguntó cómo iré,

    si no tengo un barco ni sé

    navegar, ni tengo de aquí

    para un viaje mallorquí...

    Esto es un quiero y no puedo,

    y por eso yo me quedo

    quietecito en La Vaquera

    con mis sueños y quimeras...

    Tercero

    Quique juega en la plaza del pueblo al marro con los niños de su edad.

    La quieta tarde de junio se diría detenida, cual si embebecida en la contemplación de sí misma, parándose un momento, se le hubiera ido el santo al cielo y no reanudase su rodar hacia el ocaso.

    Los gritos de los niños y sus pisadas al correr rebotaban en los muros de la torre y de las casas circundantes.

    De vez en vez se oía a las cigüeñas del nido de la torre, un

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