¿Auriedi? ¡Diez!
Por Héctor Gremico
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Héctor Gremico
Hctor Gremico naci en Argentina en 1938. Trabaj en varios oficios y ocupaciones, en tanto estudiaba magisterio, periodismo, cine y materias humansticas en la Universidad de Buenos Aires. En su pas, en Espaa y en Nueva Zelanda, ejerci la docencia, el periodismo e incursion en realizaciones cinematogrficas y radiales. Viaj por Amrica del Sur, Europa, Oceana y Estados Unidos. Auriedi? Diez!, es su primera novela, escrita durante su larga residencia en Nueva Zelanda, pas donde fue corresponsal extranjero por ms de 20 aos.
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¿Auriedi? ¡Diez! - Héctor Gremico
Copyright © 1996, 2015 por Héctor Gremico.
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Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.
Fecha de revisión: 11/02/2015
El texto Bíblico ha sido tomado de la versión Reina-Valera © 1960 Sociedades Bíblicas en América Latina; © renovado 1988 Sociedades Bíblicas Unidas. Utilizado con permiso. Reina-Valera 1960™ es una marca registrada de la American Bible Society, y puede ser usada solamente bajo licencia.
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704662
Contents
Capitulo 1
Capitulo 2
Capitulo 3
Capitulo 4
Capitulo 5
Capitulo 6
Capitulo 7
Capitulo 8
Capitulo 9
Capitulo 10
Capitulo 11
Capitulo 12
Capitulo 13
Capitulo 14
Capitulo 15
Capitulo 16
Capitulo 17
Capitulo 18
Capitulo 19
Capitulo 20
Capitulo 21
Capitulo 22
y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Mateo, 18: 3
CAPITULO 1
Allí se estaba seguro.
Se había estado a salvo de la guerra que había arrasado medio planeta. Y se estaba lejos de la que, en ese momento, destrozaba a Corea con impunidad.
Sí: allí se estaba bien. ¿No era acaso una tierra elegida? ¿No era donde se cumplían los sueños de millones de inmigrantes? Sí: era el país de la promesa.
Los que buscaban, los que huían, los que esperaban, llegaban aún a esa nación de nombre legendario: una tierra de esperanza.
Una llanura verde que baja hacia el océano, grandes ríos color de cuero, bosques y montañas inauditos. Sucesión de inmensidades.
En una encrucijada de horizontes desmesurados, agua, pampa y cielo, había brotado la ciudad. De lejos, sus bordes se esfuman como una constelación vaporosa. Pero, de cerca, pueden distinguirse formas y colores. Incluso sus arrabales se tornan precisos y pueden verse sus contornos agrestes de frontera en movimiento.
La ciudad, segura de su poder, crece fagocitando el aire dorado de las mañanas. La pampa parece retroceder, abandonando campos, montes, lagunas a esa voracidad petrificante que extiende escorias y ruidos. Es una lucha desigual: de un lado la eternidad, del otro… relojes.
En medio, en equilibrio inestable, se agita el suburbio, tierra de nadie del tiempo. Allí, pese a las plagas que expande la ciudad, aún puede oírse cantar a benteveos, calandrias y horneros; más allá del roncar de las topadoras que imponen carreteras, todavía aparecen el lerdo traqueteo de carros y hasta el rumor múltiple de una tropilla, que desaparece en la polvareda con sensación de irrealidad.
La pampa, si en apariencia cede, se mantiene con obstinación: en el pasto que crece entre los adoquines, en los yuyales que llenan el costado de las vías, en los pájaros que regresan con la tarde. La pampa sigue allí, esperando cada oportunidad para mostrar su ley: seguir siendo libre, sin dueños ni alambrados; una, abierta a todos los vientos.
Cuando Guido despertó, pudo escuchar al gallo. A sus pies, Micho aún dormía enroscado sobre la colcha. Salió al patio, y pudo ver restos de niebla en los árboles del fondo.
Al entrar en la tibieza de la cocina, vio a Micho acicalándose con su patita gris en el primer lavado del día. En otro rito matinal, alcanzó a despedir a su padre que salía, empujando la bicicleta:
-¡Chau, Güido!
-¡Chau, papá!
Su madre, de pie frente al calentador de querosén, vigilaba que no se derramara la leche:
-¿Hiciste todos los deberes anoche?
La madre habló en friulano, el idioma de la casa. Pero Guido y sus hermanas eran argentinos, .nacidos en una colonia cerca de Rosario, un paisaje con el que él todavía soñaba.
Camino a la escuela, se encuentra con Gómez, que está en otro grado. Andando, juegan y, a veces sin necesidad, saltan los zanjones anchos y de agua obscura que bordean las calles; corren entre los pastos de los baldíos, espantando los últimos retazos de niebla, mientras los lápices repican al sacudirse dentro de las carteras. En la escuela se separan, yendo cada uno a un aula distinta. A la salida, se reunirán para regresar, disfrutando, esos dos kilómetros de adoquines, pavimento y tierra.
Allí están las casitas. Parecen fuera del tiempo: perdidas en la bruma de junio o calcinadas bajo el sol de enero, cuando el grito blanco de los heladeros perfora la siesta. Están ahí como si fueran todo el universo. Casitas y calles en inevitable damero, donde sobreviven, con obstinación, algún baldío, alguna quinta.
Por la mañana, se abren los portoncitos de calle, con melodía de bisagras oxidadas saludando el alba; de noche, crujen al cerrarse, mientras se encienden las ventanas; por las veredas quietas se expande el aroma a churrasco y de las radios sale un tango que ocupa toda la calle: parece que empezara una fiesta.
Casitas de jardines con jazmines y malvones; tras la glicina, deambulan las gallinas y, bajo los brazos abiertos de la higuera, germina el huerto.
La noche del sábado se llena con la música del club de barrio tiñendo el aire: rancheras verdes, pasodobles amarillos, tangos azules. Los domingos, la tarde es fútbol; pero, al anochecer, la inminencia del lunes se condensa en melancolía, penetrante como llovizna.
Y está la gente: exiliados de dentro y de fuera, asentando sus vidas en ese flanco de la ciudad, de engañoso aspecto quieto. Sus hijos van a la escuela: allí conviven, juegan y aprenden hijos de criollos y turcos, de alemanes y polacos, de gallegos y napolitanos. Hijos del mundo, crecen en la escuela, con un guardapolvo blanco que lleva todos los colores y bajo una bandera que tiene los del cielo. Muchos de sus padres sienten que han triunfado sólo por estar ahí. Los que llegaron de las provincias pobres o mal administradas, saben que vencieron sequías e inundaciones y que dejaron atrás trabajos injustos o falta de trabajo. Los que vinieron de fuera, trayendo sólo esperanza, están contentos de haber abandonado hambre, guerras y persecuciones. Entre esas casitas, muchos sienten que han encontrado el Paraíso.
CAPITULO 2
Llueve. Cuando en la mañana salió hacia la escuela, Guido no encontró a Gómez e hizo el camino solo. Llueve con la monotonía de Buenos Aires, pero, él recuerda la lluvia del campo.
La maestra ha faltado y él y sus compañeros fueron repartidos a otros grados. Le tocó ir a Sexto. Copió una lectura y ahora, mientras escucha caer el agua por las canaletas que desembocan en el patio, hace un dibujo: casa con molino, arboleda, campo. Levanta la vista del papel y mira la lluvia caer del otro lado de los vidrios. Se alegra de estar allí, en ese rincón tibio, abrigadito, a cobijo, igual que Micho, cuando por las noches, se acurruca y duerme a sus pies. Sigue lloviendo. Pero él, por encima del campo y la casita con molino, pinta un sol de rayos bien amarillos.
A la tarde sigue cayendo esa lluvia de principios de otoño. En la escuela, los del turno de la tarde están bien dentro de las aulas. Hay menos chicos, más intimidad y una sensación de aventura creada por movimientos inusitados: alguna gotera inesperada que había escapado a la vigilancia de don Luis, el portero, obliga a mudanzas urgentes, pero divertidas; la ausencia de una maestra promueve la distribución alborotada, por otros grados, de alumnos súbitamente huérfanos. De las aulas sale un rumor incesante, como si el día de lluvia los llenara a todos de inquietud y energía extra. Los recreos no serán de mucha ayuda: impedidos de salir a correr al patio exterior, los chicos se desahogan a medias en el patio cubierto. Gritan, juegan, se empujan, atronando las viejas paredes con sus voces y desesperando a las maestras. Los próceres, inmutables, observan desde sus retratos ese incomprensible futuro que se estremece a sus pies y, desde el fondo de la gran sala, las Tres Carabelas avanzan sobre el mar de guardapolvos blancos que ruge y se agita ante ellas.
Una campanada está a punto de poner fin a aquel festín de cachorros. El portero está cruzando el patio en dirección a la campana. Pero, la mayoría no sólo no advierte el paso del portero, sino que tampoco presta atención cuando suena el campanazo. Para que reaccionen, la campana es golpeada otra vez, ahora por la joven maestra de Primero Inferior, que está de turno:
-¡Niños! - Grita- ¿Qué pasa aquí?
Un silencio asombrado se extiende por el patio cubierto, mientras dos viejas maestras condenan en voz alta la insolencia de algunos alumnos.
Nadie se mueve ni habla: están expectantes.
La maestra de primero inferior, por un momento, siente su propio poder: todos están inmóviles, esperando sus órdenes. Ella aprovecha para advertir:
-Cuando suene la siguiente campanada van a formar…¡Y en silencio!
Después, golpea la campana.
Un murmullo suave se alza cuando los chicos comienzan a moverse hacia distintas posiciones.
-¡Ni una palabra, señores! - previene otra maestra.
Las hileras de grados se estiran con lentitud, hasta colmar el recinto: las filas forman dos grandes bloques enfrentados, que dejan un angosto espacio por donde las maestras puedan desplazarse.
Se ordena pasar a las aulas y los grados empiezan a moverse, abandonando el patio cubierto.
Beatriz Quesada y Aldo Migliacio, los primeros de Quinto grado B, comienzan a andar, seguidos por sus compañeros. Aldo no puede evitar mirar hacia el patio exterior y suspira al verlo cubierto de charcos.
-¡Jovencitos!, ¿Adónde van?
Sorprendidos, Beatriz y Aldo vuelven la cabeza: el maestro está mirándolos, serio y divertido:
-¿Quién les dijo que se movieran?… - dice - ¡Ahora tienen Música!…
Aldo se toca la frente: no se acordaba. Retroceden a la posición anterior y quedan con la profesora de canto. Su maestro, tras dar una mirada de comprobación, va al aula: seguro que irá a corregir cuadernos.
El gran salón ha quedado casi despejado: sólo tres grados y con pocos alumnos, por el día de lluvia, no ocupan mucho espacio, menos aún si se los acomoda sobre las gradas de madera de la pared del fondo, bajo el cuadro de las Carabelas. La profesora de canto y el par de maestras que está allí, toman una decisión: envían un emisario a otros grados para invitarlos a unirse a la clase y concentrar el trabajo.
Los chicos se acomodan sobre las gradas donde, durante los siguientes minutos, serán llevados desde la somnolencia hasta la exaltación, al compás de lo que sugiera la profesora en el viejo piano. A las primeras notas reconocen La Canción del carretero
:
"En las cuchillas se pone el sol…
Y por las sendas del campo verde…"
El piano deja de sonar y la profesora corrige la entonación:
- …DEL camm……..poverde…
- A ver…-agrega-…Repitan eso sólo…
Vuelve a sonar las notas y los chicos la siguen:
-…DEL camm………poverde…
-¡Muy bien ! -aprueba la profesora.
En ese momento, Piñeiro, el emisario, vuelve de su misión:
- Ya vienen, señorita. - informa.
Una de las maestras se acerca a las gradas y hace que los chicos se agrupen más a un costado, para dejar espacio a los que lleguen.
Piñeiro trepa al primer peldaño para reintegrarse, gradas arriba, a su posición habitual. Pero apenas si logra poner un sólo pie en el segundo escalón: Alberto Tossi está ahí, impidiéndole ascender:
-¡Salí de acá! - ordena amenazador a Piñeiro.
Este protesta:
- ¿Por qué ? Yo siempre me pongo aquí…
- Ahora estoy yo. - dice Tossi concluyente. Y viendo que Piñeiro aún insiste en subir, lo empuja con el codo:
- ¡Tomatelá!
Piñeiro se enoja:
-¡No, pibe! Este es mi lugar.- y, apoyándose en un sólo pie, trata de resistir a Tossi quien, empujándolo otra vez, bisbisea:
-¡Ma, que lugar!
Piñeiro hace una extraña pirueta para no caer, y volcándose sobre Tossi consigue afirmar también el otro pie sobre el peldaño.
Tossi está desconcertado: siente que su poder y espacio se reducen; arremete decidido contra Piñeiro para obligarlo a retroceder:
- Te dije que te bajés…¡Y-te-vas-a-ba-jar!…-remarca las sílabas con furia mientras empuja. Piñeiro aguanta, pero recibe un fuerte puntapié:
-¿Te vas a bajar o no? – intima Tossi.
Piñeiro, pálido de dolor y rabia, lanza el puño derecho a la cara de Tossi, con ruido de castañas que se quiebran.
El piano deja de sonar y las dos maestras interrumpen la charla que mantenían. Todos miran hacia los dos contendientes que, hasta entonces, habían mantenido en sigilo su forcejeo.
- Pero, ¡Vos mirá ! - dice escandalizada una de las maestras.
La otra, acercándose a las gradas, obliga a los dos a bajar:
- ¡Vengan para acá!…Pero…¡Miren un poco a los dos señores!…
Trastabillando mientras baja, Tossi amenaza a su oponente:
- ¡Te voy a reventar! - susurra.
- Vamos a ver…- reta Piñeiro, por encima del relámpago de temor que ha cruzado su estómago.
El desafío queda anunciado: nadie aceptará la mención del miedo.
Los dos están ahora junto al piano, ruborizados y mirando el suelo. Sin duda no escuchan a la maestra que los sermonea agitando un dedo.
¡Bandera de la Patria, celeste y blanca, símbolo de la unión y de la fuerza con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad…!
Es el recitado en la formación de salida. Son las cinco de la tarde y ha dejado de llover. Afuera, están arriando la bandera.
…Y sea, para todos los hombres, mensajera de libertad, signo de civilización y garantía de justicia.
Quedan en silencio, inmóviles. Las palabras, que acaban de pronunciar con unción de profecía, salen hacia un cielo que está volviéndose rosado. El abanderado y los escoltas, con el paño plegado, pasan, frente a las filas silenciosas, hacia la Dirección.
La Vicedirectora se adelanta para saludar: