El largo aliento del león
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El largo aliento del león - José Rodríguez Chaves
El largo aliento del león
Copyright © 2005, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728374092
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Pourquoi je l’amais: parce que c’étais lui, parce que c’étais moi.
Montaigne
PRIMERA ÉPOCA
SONIA
Recién llegado a Madrid para estudiar la carrera, conoció a una chica que tenía novio.
—Yo me llamo León. ¿Y tú?
—Yo, Sonia.
Y fue la segunda vez que se vieron cuando Sonia le dijo que tenía novio, y que por lo tanto, no podían verse más.
—Perdóname que te haya sido engañosa –se disculpó.
—No hay de qué. He tenido la mala suerte de conocerte tarde, qué se le va a hacer.
—Ha sido una chiquillada por mi parte –dijo Sonia–. ¡Si mi novio sospechara lo que he hecho!
—Pues tampoco es una cosa tan grave, chica –repuso León–. Pero no te preocupes, que no va a sospecharlo.
—Perdóname tú.
—¿Yo? ¿Y qué es lo que tengo que perdonarte?
Y por fin, se despidieron con un apretón de manos de amigos que no volverían a verse más.
León se hizo desde el primer momento a esta idea, aunque la chica le había gustado. Era bonita, simpática y alegre como unas castañuelas, si bien tres años mayor que él, según la edad que ella le había dicho que tenía. Y aunque le había causado, por lo tanto, una placentera impresión, se propuso olvidarse de ella, y lo que era todavía más, imaginar que no se habían conocido. La idea de lo contingente solía darle a León, cuando lo había menester, buenos resultados.
Pero no había pasado una semana desde que se habían visto la última vez, cuando en la casa donde León se alojaba le dijeron que una voz de chica al teléfono preguntaba por él. Y tomó el auricular sin idea de quién pudiera ser.
—Diga...
La voz al otro lado del hilo tardó un poco en contestar.
—¿Eres León? –dijo al fin. León no la reconoció.
—Sí, sí, yo mismo.
—Soy Sonia...
—¿Pero no me dijiste que tenías novio y que no volveríamos a vernos ni a hablar por teléfono? –le salió a León con toda espontaneidad.
—Cierto, te lo dije. Pero después he pensado que por qué no podíamos ser amigos.
—Pues bien, seamos amigos –aceptó León encantado, cambiando rápido de actitud.
Y estuvieron hablando un rato.
Pero unos días después a la hora de la comida le dijo a León su patrona que habían estado en la casa dos chicos jóvenes que preguntaban por él.
—¿Y qué querían de mí? ¿No lo han dicho?
—Yo no he dejado de preguntárselo, pero sólo contestaron que querían verte para no sé qué y dejaron el recado de que volverían esta tarde sobre las siete; que hagas el favor de estar aquí.
—Bien, estaré.
A León le intrigó un poco aquella visita, pues por más vueltas que le dio, no caía en quiénes pudieran ser aquellos dos chicos jóvenes. Y quiso salir de dudas.
En efecto, los desconocidos volvieron. Eran dos hombres de unos veintitantos años uno y el otro podía tener treinta y uno o treinta y dos. El más joven llevaba un cuero y era un tipo alto, fornido y de buena facha.
Después de saludar ambos a León, el del cuero se presentó:
—Soy hermano de Sonia.
—Tanto gusto –lo cumplimentó León al instante.
—El gusto es mío... Pues verás, es que resulta que Sonia ha dicho en casa lo de haberos conocido y que después os habéis visto una vez o dos y que habéis hablado varias por teléfono, y la verdad, estamos extrañadísimos, porque Sonia tiene novio y es una chica sensata y muy formal, no sabemos qué pensar de esta ligereza que ha cometido. Por supuesto que Sonia nos ha dicho también que te hizo saber en seguida que tiene novio formal desde hace mucho tiempo y nos ha prometido que no volverá a verte ni a hablar contigo por teléfono. Pero no obstante, yo he determinado venir a hablar contigo sin que lo sepan mis padres ni por supuesto Sonia. Y menos mal que la tontuna no ha llegado a oídos de su novio.
—Yo no la he llamado a ella, ha sido ella la que me ha llamado todas las veces –respondió León sin ambages.
— Ya te digo que nos ha prometido que no volverá a hacerlo.
—Pues por mí no hay cuidado, doy mi palabra.
—Así lo esperamos.
—Pueden esperarlo –remachó León.
Y se despidieron.
El otro que iba con el del cuero ignoraba León qué papel llevaba, si el de testigo o el de refuerzo para caso de necesidad, pues no había despegado los labios quitando las palabras de saludo y de despedida.
A los dos o tres días volvió Sonia a llamarle por teléfono a León.
—Soy Sonia. Hola, ¿cómo estás? –empezó diciendo, como si tal cosa.
—Muy bien, ¿y tú?
—Pues ya ves, chico...
—Oye, Sonia –le dijo en seguida León–, hace unos días vino a buscarme un hermano tuyo, no me dijo su nombre ni yo se lo pregunté, un chico con un cuero, alto, fuerte, bien parecido y tal, al que acompañaba un individuo algo mayor que él. Por lo visto, en tu casa están muy alarmados porque les has contado que nos hemos conocido y demás.
León oyó que Sonia se reía por toda respuesta.
—¿Es que te hace gracia? –le dijo.
—No era mi hermano –contestó entonces Sonia.
—¿No? ¿Y qué sabes tú?
—Pues claro que lo sé, hombre.
—¿Y entonces quién era?
—Pues imagínatelo. Era Alberto, mi novio. En mi casa no he dicho nada, es a Alberto a quien se lo he contado, me remordía la conciencia.
—¡No me digas que era tu novio! ¿Y por qué no tuvo la gallardía, quiero decir la hombría, de presentarse como tal?
—Hombre, le parecería violento.
—¿Pero no era él?
—Ya te digo que sí, es él el único que sabe que nos hemos conocido tú y yo, porque yo no se lo he dicho a ninguna otra persona, y además, por las señas que me has dado sabría que era él, y en fin, que no podía ser nadie más. Pero precisamente por ser él le era violento decirte que lo era, es de comprender.
—Pues qué quieres que te diga, chica, pero vaya calzonazos que está tu novio –le endilgó León–. Y eso que todavía no ha ingresado en la cofradía de los casados.
—Hombre, no le llames eso. Es que Alberto me quiere mucho y es muy celoso.
—Lo comprendo. Pero vamos a dejar de ocuparnos de Alberto, ¿eh, Sonia? Quedamos en que tú y yo podemos ser buenos amigos, pero sin que se lo vuelvas a contar a Alberto, se entiende.
—No te burles, no seas cruel –le reprochó Sonia.
—Tu novio lo merece, ciertamente, pero no es mi intención burlarme–. Y sin transición: –A otra cosa. ¿Cuándo nos vemos, Sonia?
—Alberto trabaja en una fábrica y tiene dos turnos. La semana que viene cambia de turno y podremos salir algunas tardes. Ya te llamaré.
—¿Y no me llamarás antes para hablar otro rato?
—Lo haré si puedo.
Sonia no le había dado a León ningún número de teléfono, sino que era ella quien le llamaba siempre y le decía cuándo podían verse.
Esta chica no quiere a su novio
, pensaba León. Y por lo que a él se refería, Sonia le gustaba, le gustó desde el primer momento y ahora veía que le iba tomando afecto, además de atraerle físicamente. Pero no intentó con ella lo más mínimo, ni siquiera darle un beso, aunque más de una vez le dijo medio en broma:
—Un día no resistiré el impulso de besarte en la boca.
—¡Ni lo intentes! –protestaba Sonia con énfasis–. Como vuelvas a decirme algo así, ni en broma, no nos vemos más.
León la respetaba por el hecho de tener novio, aunque estaba casi claro que el novio le importaba a Sonia más bien poco pese a llevar años en relaciones con él. El comportamiento por parte de León era irreprochable con todo y sentirse fuertemente atraído hacia Sonia. Era una cuestión de escrúpulos morales, y en definitiva, de voluntad, porque León tenía un temperamento algo impetuoso. Por lo demás, León pensaba, con cierto cosquilleo de vanidad: ¿Se estará enamorando esta chica de mí, si es que no está ya enamorada? ¿Pero estaría yo dispuesto, si supiera a ciencia cierta que es así, a romper el noviazgo para reemplazar al tal Alberto?
Y sopesando los pros y los contras, León terminaba contestándose que no estaba seguro de que lo hiciese, por varias razones. Pero tampoco le dejaba frío, ni mucho menos, la perspectiva de alejarse de Sonia.
León le pidió una foto suya y ni corta ni perezosa, Sonia le dio una que, según le dijo, le había tirado su novio en el romántico Aranjuez. En el reverso le puso a León una cariñosa dedicatoria.
Un día le dijo Sonia:
—Me pregunto qué pensarás de mí.
—Nada malo –se apresuró a contestarle León–. Desde un principio pienso, sencillamente, que no estás enamorada de tu novio.
—Hombre, no digas eso. Llevamos de novios desde que era casi una chiquilla, y Alberto es muy bueno y me quiere mucho –Sonia hablaba con aire pensativo.
—Nada de eso convence, sino más bien todo lo contrario –repuso León.
—Alberto me quiere tanto, que si rompiera con él no lo resistiría, estoy segura –argumentó Sonia como quien hace un esfuerzo por persuadirse a sí misma de lo que expresa–. Luego –continuó–, la familia de Alberto me trata como si ya fuera su mujer, y la mía a él como si fuera ya mi marido –Sonia no abandonaba su aire pensativo–. Y mis padres y los de Alberto se tienen ya por familia. Con todo esto quiero decirte que es impensable una ruptura.
—Pues tú misma te estás declarando –le dijo León–, porque está claro que todas esas razones que me das son ajenas a un verdadero sentimiento de amor por tu parte.
—Son muchos años de noviazgo, ya te he dicho que yo era todavía una chiquilla.
—No estás enamorada de Alberto, Sonia.
Y después de unos momentos de silencio, que guardó con la vista baja y con el mismo aire pensativo, Sonia murmuró como para sí misma:
—Es verdad, estoy vacilando entre el deber y el amor.
León no era del todo consciente de su empeño en ponerle de relieve a Sonia que no estaba enamorada de su novio. Y obedecía, de un lado, a un impulso para que Sonia rompiera un compromiso que podía acarrearle la infelicidad en su vida al casarse con un hombre al que no quería lo suficiente como para eso, y de otro, a la vanidad de sentirse preferido por Sonia frente a un hombre con quien aquélla llevaba de novia desde que era casi una niña, con ser él para Sonia casi un perfecto desconocido.
Continuaron saliendo todavía durante un tiempo, siempre que el turno de trabajo del novio de Sonia lo permitía, mas al fin ésta le planteó a León que no podían seguir viéndose, pues dentro de poco iba a casarse. Y una anochecida se despidieron para siempre. Y esta vez Sonia no volvió a llamarle por teléfono.
A León le costó un disgusto la ruptura con todo y hacerse cargo de que aquello no podía prolongarse indefinidamente. Reflexionando sobre el episodio, pensó si no había esperado Sonia de él algo que no le había dado. De lo cual hubo de persuadirle algún tiempo después un encuentro fortuito que tuvo con Sonia. Iba un día por la calle Carretas y se topó de manos a boca con ella. Tanto León como ella iban solos.
—¡Dichosos los ojos, Sonia! –exclamó León al tiempo que le estrechaba la mano, y se le figuró notar un leve estremecimiento en Sonia.
—Vengo de comprar unas cosas –dijo Sonia mostrando instintivamente unas bolsas de plástico que contenían la compra realizada–. Pero qué coincidencia que nos hayamos encontrado casualmente en un Madrid –añadió sonriendo, como repuesta ya de la sorpresa.
—Cierto. Pero por algo dicen que el mundo es un pañuelo –chirigoteó León–. ¿Y cómo estás, Sonia, qué es de tu vida?
—Me casé –repuso Sonia por toda explicación.
—Me lo figuraba. ¿Y por dónde vives? –le salió a León espontáneamente.
—Apúntalo, si quieres.
León sacó su agenda de bolsillo y un bolígrafo y Sonia le dio la calle, el número y el piso y el numero de teléfono. ¿Qué significaba el ofrecimiento de Sonia? Pero León se guardó de marcar aquel número de teléfono, y más aún de hacer a Sonia una visita, y bien que sintió la tentación.
AMELIA
Había pasado un año y pico desde que León dejó de ver a Sonia, cuando conoció a Amelia, de dieciocho años.
Se dirigía León en el metro, solo, a la función de noche del teatro María Guerrero, donde daban El rinoceronte, de Eugenio Ionesco, en el marco de la política teatral decidida en las esferas oficiales, conforme a la cual debía correr a cargo de la compañía titular del teatro Español la reposición de obras del teatro clásico español y de otros países, en tanto que a la del María Guerrero se le encomendaba la representación de obras del teatro extranjero incardinadas en la vertiente más moderna de la escena y algo, asimismo, del teatro llamado de vanguardia.
Amelia era una chica alta, bien formada y de bellas facciones. Pese a su edad, tenía ya un cuerpo de mujer hecha y derecha, aunque en su rostro no dejaban de transparentarse sus dieciocho abriles. León se fijó en ella cuando estaba detenido el tren en la estación de Alonso Martínez. Reparó en su cara y creyó advertir en su semblante un aire de inocencia inconfundible. Estaba cerca de ella en el vagón y se puso a mirarla a los ojos con fijeza. La chica no tardó en percatarse de la tenacidad de su mirada y dirigió hacia él brevemente los ojos. León observó que iba inmutada y un tanto violenta, pero creyó notar que al propio tiempo no le desplacía aquel callado asedio visual. Todo esto sucedió en el trayecto de Alonso Martínez a Colón. León debía bajar en Colón. Pero de pronto decidió seguir a la chica, aun a trueque de perder el dinero de la localidad del teatro. Mas dio la casualidad de que la chica bajó en Colón. Salieron, pues, uno y otro al andén y León echó a andar tras la chica. Y en el primer túnel de paso la abordó.
—Hola –le dijo emparejándosele, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida–. ¿Te importa que te acompañe?
La interpelada no movió la cabeza. Un golpe de sangre afluyó a su rostro, visiblemente, y apretó el paso.
—Bueno, no es para que me tengas miedo o algo así, no te voy a comer ni nada por el estilo –dijo León–. Y tampoco es tan raro el que un chico se dirija a una chica guapa.
Ahora la muchacha volvió ligeramente la cabeza para mirar de soslayo a su pretendido acompañante.
—Vaya, menos mal, me has mirado, ya es algo –bromeó León. Y en seguida: –Me llamo León. ¿Puedo saber yo tú nombre?
—Mi nombre es Amelia –respondió la chica volviendo a mirar fugazmente a León.
—Pues tienes un nombre muy bonito, como tú.
Habían ascendido ya a la calle.
—¿Eres de Madrid?
—No, soy de Escalona, provincia de Toledo.
—Tú dirás que soy un preguntón, y aciertas si es eso lo que estás pensando, porque lo soy. Yo tampoco soy de Madrid, conque ya vamos teniendo algo en común, ¿no te parece?
Los dos se sonrieron.
—¿Vives por esta zona?
—Estoy con una hermana mía casada que vive en la calle de Santa Teresa. Y, por favor, preferiría que me dejaras sola, porque podría verme alguien contigo.
—¿Y qué hay de malo en que alguien vea que te acompaña un chico?
—Preferiría que me dejaras sola, de verdad –rogó Amelia deteniéndose y mirando a León con ojos suplicantes.
—De acuerdo, te voy a dejar, pero con una condición, y es que me digas tu teléfono, pero sin engañarme dándome un número falso.