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Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto.
Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto.
Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto.
Libro electrónico141 páginas2 horas

Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto.

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Información de este libro electrónico

"Fui un peregrino en busca de salud mental por todos los lados menos en uno, dentro de mí mismo.

En este libro hablo de buena parte de la historia de mi vida, de un tiempo vivido entre penumbras y confusión. Hablo de un recorrido vital y de lo que he aprendido transitándolo.

El acceso a la información, y la intención de informarnos, son el primer paso que tenemos que dar para adentrarnos en un sendero que puede conducirnos a darnos cuenta de que, hasta ese momento, hemos llevado una venda cubriendo nuestros ojos.

Este libro, autobiográfico y didáctico al mismo tiempo, tiene como objetivo describir unos estados y unas circunstancia vitales, pero también unos procedimientos y unos conocimientos surgidos de las búsquedas y enseñanzas que propiciaron.

Es una historia y son unas vivencias personales, pero estoy seguro de que muchos lectores se sentirán cercanos a ellas y podrán obtener información que les será útil en su propia vida".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2022
ISBN9781005248512
Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto.

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    Memorias de un expaciente psiquiátrico. La salida del laberinto. - Constantino Paniagua

    PRÓLOGO

      Fui un paciente psiquiátrico durante muchos años. Este hecho puede ser asimilado a permanecer dentro de un laberinto del que no se conoce la salida. Sin embargo, yo logré salir de él. Por eso el título de este libro.

       Mi tiempo pasado como paciente fue oscuro, confuso, trémulo, doloroso, infeliz… Fueron tiempos vividos sin vivir en los que mi existencia se asemejaba a la de un barco sin brújula en medio del océano.

       Con el transcurrir del tiempo y, quizás también gra-cias a alguna casualidad, mi vida fue dando un giro que desembocó en una toma de conciencia de mi situación que me llevó a hacerme cargo de mi propia existencia li-berándome, de esta manera, de mi anterior faceta como paciente psiquiátrico. Es este proceso, este viaje desde la enfermedad hacia la salud el que he querido compartir con los lectores.

       No soy médico ni psicólogo. Soy un ciudadano de a pie que no ha tenido mayor ambición que la de escribir su propia experiencia, de la cual soy, sin duda, el mejor co-nocedor.  

       En la primera parte expongo este proceso propiamente dicho y, en la segunda, expongo los que he llamado Mis compañeros de viaje, que no son otros que esos métodos, procedimientos, ideas etc..., con los que salí del laberinto.

       Deseo expresar mi más efusivo agradecimiento a los autores, psicólogos y estudiosos de quienes aprendí, a través de sus libros, o personalmente, todos esos procedimientos e ideas que me han sido de tanta ayuda.

       He de advertir que lo que expongo en este libro ha si-do una experiencia personal. Es mi experiencia y, por lo tanto, así ha de tenerse en cuenta a la hora de cuestio-narse su posible aplicación en cualquier otra persona aquejada de alguna enfermedad. Creo, sin embargo, que mi experiencia puede servir para encender esa lamparita que todos llevamos en nuestro interior y haga que el lector comience a preguntarse cosas, a indagar dentro de sí mismo, y se lance, también, en busca de mayor información hasta que se vea con la confianza suficiente para poner lo aprendido en práctica.

       La información es poder, y es posible que este poder nunca sea tan necesario ejercerlo como cuando se trata de nuestra propia salud.

       He evitado los nombres de las personas y los lugares para preservar el anonimato. Esta es mi historia. Así logré salír del laberinto. Espero que algo de lo que aquí digo sea de ayuda.

     El autor.

    PRIMERA PARTE

    Ningún viento sopla a favor de quien no sabe a dónde va.

    PRIMEROS PASOS, PRIMEROS PSIQUIATRAS.

    Hasta donde puedo recordar, yo era un niño introvertido, temeroso de las visitas que otras personas hacían a mi casa. Cuando, por el contrario, eran mis padres los que me llevaban a visitar la casa de algún pariente, el miedo se apoderaba de mí y, ahora lo sé, de una forma totalmente irracional, sin causa. Solía estar solo la mayor parte del tiempo.

    Mi educación académica comenzó cuando tenía unos cuatro años y fue en un colegio de monjas. A la hora de comprender y aprender era uno de los más avanzados, y recuerdo que las monjas me daban una especie de estampas religiosas como premio y estímulo. Sin embargo, no todo era tan positivo hacia los niños por parte de las religiosas. Recuerdo que las monjas nos decían que al lado había un cuarto oscuro lleno de culebras, a donde iban a parar aquellos de nosotros que no se portaban bien. Podemos imaginarnos el efecto que estos procedimientos pueden causar en la mente de algunos niños de cuatro años. Por lo que a mí respecta, comencé a padecer terrores nocturnos y mis padres hicieron algo que luego sería clave en mi vida por su reiteración: me llevaron al médico.

    Comencé a tomar mis primeros medicamentos y, además, a menudo tenían que ponerme inyecciones y recuerdo bien el pánico que le tenía al lugar donde estaba el practicante y mis abundantes sollozos.

    En la escuela primaria solía integrarme bien con el resto de los chicos y jugábamos mucho en el recreo, pero eran frecuentes los días que tenía que abandonar la clase y marcharme para casa a causa de vómitos y otros malestares. Uno de los maestros les dijo a mis padres que yo era raquítico. La verdad es que siempre fui raro y escrupuloso a la hora de comer, y siempre he estado delgado, pero creo que sí me alimentaba bien.

    Recuerdo con mucho agrado los juegos infantiles con el resto de niños a la salida de la escuela. Las bolas (o canicas), los chapetes (realizados con las chapas de las latas de cerveza), las vistas (utilizando las ilustraciones de las cajas de cerillas)... Eran juegos que nos mantenían ocupados hasta bien entrada la noche.

    Hacía poco que me habían diagnosticado miopía en una revisión de oficio que nos hicieron a todos los alumnos, y llevar gafas no fue nunca algo que me gustase. Solía ponérmelas en los estrictos momentos en que las necesitaba solamente. Los médicos me recetaban abundantes cantidades de vitamina A para ayudar a la vista. Sin embargo, mucho tiempo más tarde vi en un programa de televisión que la ingesta importante de esta vitamina estaba relacionada con enfermedad y debilidad en los huesos. ¿Se debió a la ingesta de vitamina A la debilidad en mis huesos que las abundantes fracturas pusieron más tarde de manifiesto?

    En casa solía quejarme a mis padres de lo mucho que sufría. Todo ello hizo que, a los once años, me llevasen por primera vez a visitar a un psiquiatra. Era un hombre mayor, bien conocido en la ciudad,  de la Seguridad Social.

    Con esta primera visita al especialista en enfermedades mentales, comenzó una especie de odisea para mí, pues, desde entonces, las medicinas, los análisis, los médicos, los curanderos etc..., llegarían a formar una importante y triste parte de mi existencia. Mi mente comenzó a programarse de manera que consideraba a los especialistas de la salud como la fuente de la felicidad. En mi mente, mi salud y mi felicidad dependían de esos señores que se ganan la vida con la enfermedad… es decir, se juntaron el hambre con las ganas de comer. Yo los buscaba a ellos y ellos me recibían con los brazos abiertos.

    Me hicieron electroencefalogramas, y en uno de ellos el resultado fue algo acerca de una actividad no normal en uno de los lóbulos temporales del cráneo.

    Una de las características que menos me gusta de los profesionales de le medicina es la capacidad que tienen de crear sentencias catastróficas avaladas por la supuesta autoridad de su oficio. El cerebro humano tiende a hacer verdad aquello que se le dice cuando considera que viene de una fuente con autoridad. Así, los médicos suelen hacer profecías del estilo: Siento decirle que le quedan cuatro meses de vida, con las que anulan toda esperanza y pueden sumir al paciente en un estado de derrota. Sin embargo, es bien conocida la importancia, en lo que a salud se refiere, de la esperanza, la lucha, la expectativa positiva, el deseo de vivir… Una sentencia negativa de un médico puede dejar una huella imborrable en la mente de una persona.

    Años más tarde me hicieron más electroencefalogramas. En uno de ellos cometieron un error y decidieron repetirlo, pero recuerdo que el médico acabó diciendo que mejor era no volver a hacerlo, pues el tema de los electros iba a terminar contribuyendo a crear en mí la conciencia de que algo no estaba bien en mi cerebro. Creo que este médico tuvo un buen criterio.

    Cuando hice la Primera Comunión, no me atrevía a salir vestido de aquella manera a la calle y decía que saldría cuando viese a otro niño vestido igual que yo. Al final me convencieron y todo salió normalmente. La tarde de ese mismo día la pasé con mis hermanos en la calle, vestido con mi atuendo de la ceremonia.

    Mi madre estaba también tomando medicinas desde hacía años a las que se solía referir como: para los nervios Más tarde, algún psiquiatra tuvo en consideración los trastornos depresivos de ella y los relacionó con mi trastorno.

    LA ROTURA DEL BRAZO, UN GRAN CAMBIO.

    Continué yendo al colegio, y lo más bonito que recuerdo de aquellos momentos es las clases de dibujo, de lectura, y, por supuesto, el recreo, los partidos de fútbol que montábamos. Cuando el balón se salía por encima de un gran muro que rodeaba el colegio, mi respiración se agitaba por la ansiedad y el deseo de poder volver a estar jugando lo antes posible. Se me daba bien jugar al fútbol y era popular entre los compañeros.

       El único mal momento del recreo era cuando se dejaba oír la campana para que volviésemos al aula. Yo era un buen alumno y obtenía buenas notas pero temblaba cada vez que el maestro apuntaba con su dedo en busca de uno de nosotros para que saliese a la pizarra, especialmente si el asunto iba de matemáticas, que era lo que peor se me daba.

       Por entonces, aunque ya estaba tomando medicamentos, llevaba una vida más o menos satisfactoria. Iba al colegio y jugaba con los amigos, pero quiso el azar que mi vida diese un vuelco en aquellos momentos. Un día, jugando, me caí de tan mala suerte que se me partió el brazo izquierdo por el codo. Un disgusto más para para mis padres y para mí. Pasé unas semanas en el hospital, donde me operaron y me escayolaron el brazo.

       En la habitación del hospital solía jugar con un niño seis años menor que yo, que ocupaba la cama de al lado. Al rememorar esos juegos infantiles con mi compañero de habitación, me doy cuenta de que, entonces, yo era todavía una persona espontánea que se perdía jugando en el momento presente sin más consideraciones, lo que es, sin duda, lo más natural en un niño.

    Después de la intervención experimenté mucha sed pero me tenían prohibido beber líquidos. En una ocasión, perdí el conocimiento cayendo al suelo. Cuando me desperté estaba rodeado de enfermeras que trataban de reanimarme.

    La rotura del brazo y mi estancia en el hospital me cambiaron. Hicieron que me volviese huraño y casi no saliese de casa.

    Siempre

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