Somnis Obitus: Guajars, #2021
Por Dan Guajars
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Información de este libro electrónico
Esta es una colección de cuentos especial. Porque contiene mis historias publicadas en los libros de Poliedro 3 (2008), Poliedro 4 (2011) y Poliedro 5 (2014). Estos son libros casi imposibles de encontrar en librerías. Y no quiero que desaparezcan en el catálogo de un coleccionista. Son míos y acá están, otra vez.
Atte: Dan Guajars.
Dan Guajars
Dan Guajars = Daniel Guajardo Santiago, 1977. Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providencia, Chile. Periodista de profesión, lector y autor de fantasía y ciencia ficción desde muy joven. Trabaja en una agencia de marketing online y hace clases de Internet para periodistas y de Analítica Web para profesionales. Felizmente casado con Lucía Gabriela y orgulloso padre de Amanda y Margarita.
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Somnis Obitus - Dan Guajars
Corcho Loco Mata una Vaca
Pablo se alistaba para escribir. El computador encendido. Una caña con tinto de caja a un costado del teclado. Al otro costado un plato con tres tipos de queso. Y debajo del monitor un puñado de tabaco para cuando terminara.
—¿Y sobre qué escribiré esta vez? —dijo Pablo. Le picaba el rostro allí donde crecía la barba. Quería rascarse. Pero si lo hacía se podía caer un avión en el Caribe y no iba a permitir más muertes por un simple prurito.
—¡Tengo que escribir!
Saltó de la silla y trepó con sus brazos de gibón las lianas que pendían del árbol en medio de su habitación. Entonces recordó que no había ningún árbol allí y se desplomó de espaldas sobre su cama.
Pero aún se sentía como un mono y ahora le picaba todo el cuerpo.
Cerró los ojos. Debía relajarse. Las alucinaciones se irían cuando llegara la calma. Caminó por praderas, entre la nieve de la cordillera, bajo las olas y sobre las nubes. Atravesó muros de roca y despertó en medio de su otro cuarto. Con interminables estantes de libros en vez de paredes.
Aún sentía algo de primate, pero la comezón había cesado.
Trepó al estante sur y sacó el libro de cuentos ajenos. Había buen material allí, buenas lágrimas para derramar de pena y de rabia.
—No tengo tema —dijo Pablo—. Tengo mil imágenes para explotar y ninguna huele a cuento. Quizá algo simple resulte. Antes de los mundos yo tenía un duende que escribía en los recreos y sus cuentos tenían buen sabor. Pero ahora no. ¡Tantas brutalidades! Tres carillas para describir el protón de huevo y cómo podía destruir a la humanidad. Más un párrafo al final explicando que bastaba con una buena fritura para terminar con la amenaza…
«¿Protón de huevo?» La idea no venía de sus recuerdos, era algo nuevo en su cabeza y al fin tenía algo sobre qué trabajar.
Entró al libro y encontró a Matilda. Siempre la encontraba. Estaba en todos los libros. Era la señora de los índices, cómplice del lápiz y la pluma salvaje.
—Buen día Pablov —dijo Matilda. Tenía una coqueta sonrisa que iluminaba las letras danzantes en su aura—. Te noto algo peludo hoy. ¿Estuviste masticando tabaco otra vez?
—No —dijo Pablo—. La culpa es del protón de huevo.
—¿Y qué hace este… como se llame?
—Flota en la atmósfera amenazando la vida en la Tierra —dijo Pablo.
—¡Oh! Eso es grave —dijo Matilda—. ¿Y qué lo hace tan apocalíptico?
—Causa dolorosas mutaciones al escroto.
Matilda escupió una carcajada y el libro se cerró riendo hasta que se encajó de regreso en su estante.
«¿Mutaciones al escroto?» Pablo abrió los ojos y estaba de regreso en su habitación, sobre su cama, a un lado del escritorio donde lo esperaban el computador y la caña de tinto. Pero aún no podía escribir. Faltaba la historia.
Salió de su habitación al pasillo y su madre lo regañó por decir groserías.
—Se me salen sin querer —dijo Pablo y escapó a la calle.
No recordaba haber dicho nada indigno, pero probablemente sí lo hizo. No lo regañaban por lavar su plato después de comer.
La vecina de enfrente regaba el pasto y miraba de reojo al hijo de su vieja amiga.
—Señora, soy una bendición —dijo Pablo con una sonrisa de mucho tabaco. La vecina dejó de regar para esconderse en su casa.
Esa mañana había dos soles en el cielo y la estación espacial giraba a medio camino entre las nubes y la Luna. Allá estaban los científicos. Las mejores mentes del planeta, intentando descubrir una cura para el escroto mutante.
¡En menos de dos generaciones ya no habría más generaciones si no hacían algo! Los dolores impedían la procreación. Con suerte sobrevivirían algunos tipos de caracoles abisales que no requieren contacto sexual para engendrar.
Pero el protón de huevo no era un simple químico en la atmósfera. Tenía inteligencia y la mentalidad de un niño de cuatro años que sólo quiere jugar. Eso explicaría los extraños episodios de huevos quebrados en las avícolas del mundo. El chicoco era un tanto juguetón.
Pablo cavilaba sobre estas cuestiones y la densidad de la yema cuando una mano suave se posó sobre su hombro derecho. Ante la idea de otra alucinación, decidió ignorar el gesto.
—No te vas a librar de mí tan fácilmente —dijo una voz junto a su oído.
Sonaba como Matilda. Olía como ella y la mano se sentía como suya. ¿Será Matilda? Pablo dio