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Esta novela está mal escrita: Guajars, #2022
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Esta novela está mal escrita: Guajars, #2022
Libro electrónico220 páginas3 horas

Esta novela está mal escrita: Guajars, #2022

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En el verano de 1998 escribí una novela de fantasía. La edité durante dos años, solo para guardarla en un cajón. 

En 2011 decidí reescribir la misma novela, desde cero; pero no la terminé.
Ahora, terminado 2022, relato esa travesía de 24 años llena de autoengaño, boicots malogrados y mucha esperanza. 
Una memoir, junto a la novela terminada de 1998, y la novela que no logré terminar en 2011.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 nov 2022
ISBN9798215830055
Esta novela está mal escrita: Guajars, #2022
Autor

Dan Guajars

Dan Guajars = Daniel Guajardo Santiago, 1977. Dan Guajars escribe las historias y su otro yo, el tenebroso, las disfruta. Se lo puede encontrar con el nombre de Daniel Guajardo en Providencia, Chile. Periodista de profesión, lector y autor de fantasía y ciencia ficción desde muy joven. Trabaja en una agencia de marketing online y hace clases de Internet para periodistas y de Analítica Web para profesionales. Felizmente casado con Lucía Gabriela y orgulloso padre de Amanda y Margarita.

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    Esta novela está mal escrita - Dan Guajars

    Memoir: Deke, una historia de 32 años

    Escribí una novela entre enero y febrero de 1998.

    No recuerdo qué día comencé, sí recuerdo estar sentado ante el computador todo el día, todos los días, saltándome comidas y trasnochando mientras escribía. Hacía calor y la pantalla del computador se volvía azul cada media hora, destruyendo el trabajo que no alcanzaba a guardar.

    Yo escribía a pesar de la pantalla azul, encerrado en mi habitación al final de una larga galería en la casa de San Joaquín, especialmente de noche. Nadie me interrumpía. Nadie me llamaba por teléfono, ni siquiera mis amigos. No tenía polola. No tenía panoramas. Tenía 20 años.

    Era el momento perfecto para escribir.

    Recuerdo la satisfacción que sentí cuando terminé de escribir el primer borrador de mi primera novela, en apenas dos meses. Fueron alrededor de 35 mil palabras. Nunca pensé que podía escribir tanto y, sin embargo, durante los años anteriores escribí muchas veces más que eso. Pero nunca una novela.

    La historia no era original. Ocho años antes escribí un cuento, a mediados de 1990, tenía 12 años y vivía en Puente Alto, paradero 27 de Vicuña Mackenna. Ya había escrito cuentos antes, pero esta historia era especial. Porque este cuento tenía un final. Y once años después, en 2011, intenté reescribir la novela, pero la abandoné al alcanzar el primer tercio. A continuación les explico, con muchos desvíos, los porqués.

    El germen.

    LA HISTORIA TRATABA de un adolescente llamado Deke. Sí, ese era su nombre. Yo era un niño todavía y lo inventé. Deke. Sonaba bien.

    Deke sufría un accidente en una casa abandonada, caía en un pozo durante una travesura de colegio y al igual que Alicia, despertaba en un mundo de maravillas. En ese otro mundo aprendía cosas que ninguno de nosotros puede imaginar. Y regresaba a nuestro mundo un día antes de haberse marchado, pero un año después para él, cargado de sabiduría y con poderes.

    Así es, tal como se lee: fantasía de mundo secundario Y viajes en el tiempo.

    Pero Deke no regresaba solo. En su lucha por liberar el pasadizo de regreso a casa, trajo consigo a una criatura obsesiva y criminal, un insecto gigante, inteligente e indestructible que le perseguía por toda la ciudad asesinando a sus amigos. Deke entonces urdía un plan magistral, acorralaba al ser, usaba sus nuevos poderes —podía lanzar bolas de fuego con alto poder destructivo—, lograba arrojar al bicho de vuelta a su mundo y sellaba el pasadizo. Fin.

    Un tremendo héroe de acción.

    Escribí ese cuento en una noche calurosa de 1990. Estaba feliz y ansioso. Tal vez esperaba que ocurriera algo increíble una vez que escribiera la palabra fin, algún evento fantástico y fabuloso que en realidad nunca ocurrió.

    Lo escribí en hojas de cuaderno que se extraviaron en 1991, cuando nos cambiamos de casa a San Joaquín, al paradero quince de Santa Rosa. Aunque en los últimos años ha crecido en mí la hipótesis del (nombre que no diré) boicoteador. No ahondaré en esa hipótesis, la verdad, porque me lleva hacia lugares negativos.

    Al final de la moraleja, no importó que se perdiera el cuento, porque los detalles de la historia estaban grabados en mi cabeza y no había manera de que se me olvidaran.

    La adolescencia.

    ENTRE 1991 Y 1994 CURSÉ la enseñanza media en el liceo Chilean Eagles College de La Florida. Liceo que ya no existe, porque lo demolieron a comienzos de 2022 para montar un proyecto inmobiliario.

    Tuve una típica adolescencia atormentada por mi imaginación desbocada, amores platónicos y la más pésima capacidad para socializar.

    Tenía buenos amigos, pocos, pero excelentes. Fumábamos Life sueltos a la salida del colegio, en el bandejón de Vicuña Mackenna. Bandejón que ya no existe, porque fue demolido en 1995 durante la construcción de la línea 5 del Metro.

    A veces nos emborrachábamos con estos amigos, yo a mis 15, 16 y 17, tragando coñac sin diluir y escuchando Metallica, Misfits y Ramones, en la casa de mi compadre Seba. Allá soñábamos con ser músicos punk y nos dañábamos el sistema nervioso con cabeceos absurdos. Sin jamás mirar hacia el futuro.

    Mi mundo era ese, pequeñito: la casa, el viaje en micro de ida y vuelta al colegio en la Recoleta Lira, el liceo, algún pique para ir a ver a algún familiar, y algún carrete donde me emborrachaba temprano; la mayoría eran cumpleaños reales o ficticios. Eso sería todo.

    Cuando me aburría en clases, escribía poemas que no eran tales y cuentos que a veces lograba terminar, cientos de cuentos, miles de poemas, en hojas de cuaderno que conservo almacenadas en cajas de zapatos. No sé si quiero mirarlas, me produce nostalgia el solo pensar en ellas. Una nostalgia espinosa.

    En 1993 estaba muy claro que quería ser escritor. Aunque tenía el mejor promedio de mi curso, en matemáticas, física, química, biología, y la peor ortografía. No importaba nada, porque quería ser escritor.

    No sabía lo que sé ahora, que para escribir no es necesario cursar una carrera relacionada con el mundo de las letras. Pude ser cualquier cosa, pude estudiar cualquier carrera... Nah, yo quería ser escritor.

    Mi mundo era pequeñito, ya lo dije. Si pudiera hablar con mi yo de 1991-1994, le diría que estudie. Idiota, estudia. ¡Estudia embarao! Pero sobre todo le diría que todo mejora después, que no tiene que ahogarse en un vaso de agua cuando le toca hablar en frente del curso. Tranquilo, toda esa angustia inútil va a pasar.

    La universidad.

    ASÍ QUE ENTRÉ A ESTUDIAR periodismo en la Universidad Andrés Bello en 1995. Era lo que me hacía más sentido a la hora de escoger una carrera que me permitiera cumplir mi sueño de ser escritor, y además podría trabajar en un diario o una revista.

    La universidad Andrés Bello era la única que me aceptaba con el penoso puntaje que obtuve en la Prueba de Aptitud Académica.

    No me fue tan bien al principio. O mejor dicho, me fue como el orto, especialmente el primer año. Reprobé casi todas las asignaturas. No me echaron de la universidad porque mi papá pagaba el año completo por adelantado.

    Al terminar ese primer año, comprendí todo lo que había hecho mal el año anterior, partiendo por el método de estudio que traía del colegio y que consistía en no estudiar.

    En segundo y tercero me fue mejor, pasé los ramos de redacción con dificultad, no me fue tan bien en gramática, pero al menos aprendí a acentuar correctamente. Aprendí fotografía, entrevista, edición analógica de video. Hice grandes amigos y sufrí contundentes amores platónicos, como siempre.

    En 1997 descubrí Internet y aprendí a hacer páginas Web con HTML, por mi cuenta. Ese pequeño conocimiento y las posibilidades que presentaba la red, forjaron mi carrera a partir de entonces.

    Pero convengamos en que yo quería ser escritor. Así que estaba todo bien. Ni idea de qué iba a hacer después de la universidad.

    Primera resurrección.

    A PRINCIPIOS DE 1998 me agarró la locura.

    En enero fuimos de vacaciones con la familia completa a algún lugar hermoso, la playa o el campo, tal vez a un lago en el sur de Chile. No lo recuerdo, aunque sé que sí ocurrió. Y esos paseos siempre me llenaban de imágenes nostálgicas y fantaseos ruidosos que no me permitían dormir por las noches. Es un tipo de ansiedad dolorosa, la del creativo que quiere crear, la del escritor que no logra expulsar el exceso de imágenes acumuladas luego de años de ensoñación.

    Era el momento adecuado, supongo. Me senté frente al computador, un PC Acer Aspire One color verde esmeralda con Windows 95, 1.2 GB de disco duro y 16MB de RAM. Me puse los audífonos y di play al Ok Computer de Radiohead. Escribí toda la novela escuchando ese disco, más el The Bends y Pablo Honey, que tenía en casete.

    Recuerdo a mi madre avisándome que era hora de almorzar, o que era tiempo que tomara un baño porque olía rancio. Tal vez son memorias de otro tiempo, pero en mi cabeza están asociadas a ese periodo, a esos meses en particular cuando desencadené mis obsesiones y me dejé llevar por la necesidad biológica de traducir una historia revuelta en capítulos y escenas, personajes, situaciones y conflictos.

    Era la misma historia que escribí en 1990, pero remasterizada. Influenciada por imágenes de mis vacaciones, mis miedos románticos, los amores platónicos, el recuerdo nostálgico de los amigos del colegio y las ausencias tangibles de mi vida. Tenía 20 años, pero todavía me sentía como el chiquillo de 12 que escribía en hojas de cuaderno, lleno de sueños y fantasías que nunca podrían realizarse, excepto como historias transcritas al papel.

    Una historia que llevaba ocho años madurando.

    Tomó forma orgánicamente, sin que yo pusiera mucha atención al porqué de las decisiones que tomaba mientras escribía.

    Simplemente, escribí. Lo que ocurriría en la escena siguiente se me ocurría en la medida que terminaba de escribir la escena presente, y mi mente saltaba entre lo que ya se escribió y lo que podría escribir.

    Fue un proceso de descubrimiento. De verdad, descubrí la historia que quería contar mientras la escribía.

    Ahora ocurría en otro planeta, una colonia olvidada de la humanidad y agobiada por la escasez. Deke estaba enamorado y toda su historia y decisiones se justificaban por ese amor imposible, platónico, por supuesto, con una chica de su edad perteneciente a otra casta, enigmática y aterradora en su secretismo. No necesito ser sicólogo para saber que ella era la representación literaria de la chica de la que estaba enamorado por ese entonces.

    Deke estaba invitado a la fiesta de Félax, en la que el festejado iba a recibir el tatuaje ritual que lo convertía en adulto. Allí Deke cometía muchos errores estúpidos por culpa del alcohol, y logró que las hermanas de Félax, que siempre fueron un poco psicópatas, quisieran asesinarlo. Entre medio obtuvo la atención de su amor platónico, Kee, y el romance inmediato se desató mientras Deke buscaba la manera de salir de su embrollo. Pero sucedió la tragedia, Kee acabó muerta al proteger a Deke. Y las hermanas de Félax lo arrojaron a un pozo ritual del que nunca podría salir con vida. Efectos especiales, y Deke caía por el pozo hacia otro mundo...

    Terminé de escribir la novela, la imprimí, la leí y la corregí en el papel. Aquí falta esto, acá sobra esto otro, esta escena puede ir antes, acá falta otra escena que justifique todo lo demás. Me pasé varias semanas trabajando, editando en las noches sobre el mismo borrador original.

    La obsesión con la épica.

    EN ESE PROCESO DE EDICIÓN maniática, el universo de la novela se amplió y la picadura de la épica innecesaria me infectó con su parásito trascendental.

    Ahora todo tenía que ver con todo. La novela «Deke» estaba íntimamente relacionada con otras historias gestadas en años anteriores. No podía escribir o pensar en nada que no fuera esta novela, lo que ocurrió antes, lo que ocurrirá después y cómo podía justificarlo.

    El Universo Deke necesitaba una precuela, antes de continuar con las secuelas. Supongo que la mayoría los escritores fantásticos sufrimos de la misma enfermedad. Todo tiene que ser épico, todo se relaciona con algo más en un universo en constante expansión.

    O tal vez era una manifestación más de mi trastorno obsesivo-compulsivo particular.

    Con el pasar del tiempo y la madurez de la experiencia comprendí que podía crear historias autoconclusivas que se justificaran en su propio contexto, que no necesitaba una base conceptual más amplia para crear algo dentro de ella. Fin.

    Pero estamos hablando de 1998. Tenía 20 años, cursaba cuarto año de periodismo, tenía mucho tiempo libre para fantasear y soñar con mi propio monstruo de Frankenstein. No conocía otros escritores. No sabía que podía encontrar otros escritores de fantasía y ciencia ficción en mi ciudad. Tampoco los necesitaba entonces, para qué me voy a engañar. El concepto de taller literario no formaba parte de mi vocabulario.

    Yo y mi yo escritor habitábamos en una burbuja autocomplaciente y hasta mis pedos eran sublimes.

    El borrador e Deke, que tenía alrededor de 35 mil palabras, creció y se infló con grasa contextual, hasta llegar a 45 mil palabras. Encontré esa versión, editada por última vez el 30 de abril de 1999. Todas las versiones anteriores a esa se perdieron bajo muchas capas de reescritura. No hay respaldo de la original, porque no teníamos grabador de CD en el Acer y los disquetes se vencieron, junto con toda la información que tenía almacenada en ellos.

    Y además está el asunto del (nombre que no diré) boicoteador.

    El boicot.

    ESTO OCURRIÓ EN 1999, creo.

    El computador Acer yo lo usaba para escribir y hacer mis trabajos de la universidad. Tenía mi carpetita con todos mis archivitos, entre ellos Deke.doc, documento de trabajo. Ese equipo lo utilizaba toda mi familia, y todo bien.

    Pero a veces, demasiadas veces, venía de visita (nombre que no diré) y también usaba el computador, para sus trabajos, o qué sé yo.

    Un día fui a abrir mi documento Deke.doc para seguir trabajando en la novela, y me pidió una contraseña.

    Yo no le ponía contraseña a mis cosas, no había razón para hacerlo. Quién se iba a meter en mi carpeta y me iba a boicotear el trabajo de meses. Pues resulta que a (nombre que no diré) le pareció una broma de lo más cómica. Tan cómica, que la clave que dijo que le había puesto era «tonto». Hilarante. Pero esa clave no funcionaba, en ninguna de sus variantes. El archivo era basura y nadie, ni siquiera (nombre que no diré) boicoteador supo cómo destrabarlo. O no quiso hacerlo.

    Se metió al computador. Indagó en mis carpetas, en búsqueda de quién sabe qué. Boicoteó mi documento. Y luego como si nada. Fue una broma, dijo.

    La buena noticia es que Office dejaba muchos rastros y basura oculta. Y había un archivo Deke.bak, que databa de algunos meses atrás. La mala noticia es que perdí varios meses de trabajo de edición y corrección.

    Creo que a partir de entonces dejé de dirigirle la palabra a (nombre que no diré). Esto coincidió con que (nombre que no diré) llevaba demasiado tiempo generando conflictos irrelevantes. Y en algún momento dejó de aparecer.

    Ese evento me obligó a tener más cuidado con mis cosas y a mantener respaldos, en disquetes poco fiables. Recién en 2002 pude respaldar por primera vez mis cachureos en CD y ya no importó tanto que el PC muriera por causa de los virus o que se quemara el disco duro.

    Lo más valioso, mi creación literaria, estaba a salvo. Y era a prueba de intrusos.

    La precuela.

    EN ENERO Y FEBRERO de 1999 escribí la precuela. Estaba ambientada en nuestros días y relataba el Apocalipsis en 52 mil palabras, y cómo los sobrevivientes fueron expulsados del planeta Tierra para pagar por los pecados de la humanidad.

    Terminar otra novela me llenó de nuevas fantasías que no tenían nada que ver con la escritura. Soñaba con publicar el libro y acto seguido lo hacían película y ganaba el Óscar. No es un sueño terrible, pero una parte de mí se chaló, me volví soberbio, era escritor, disculpa que te lo repita cada cinco minutos, porque tú sabes, escribí dos novelas, ahora ríndeme pleitesía.

    La soberbia del escritor es una enfermedad rancia que ahuyenta a los amigos y la familia y solo se puede tratar con una caída dolorosa.

    En cierta forma, escribir la precuela me llenó con muchas expectativas irreales sobre mi entorno y la manera en que otras personas percibían lo que escribo y quién soy. Comprendí que a nadie le interesaba en realidad lo que había escrito, yo no era un escritor a los ojos de mis amigos y conocidos. Era simplemente el compañero que insistía que escribió dos novelas.

    Hay extractos de esta precuela en algún lugar. No recuerdo ´como se llama ese sitio Web. Y no me interesa tanto tampoco, compartirlas acá. Este sería un libro demasiado grande. Si Deke está mal escrito, luego de editarlo en paralelo con el borrador de la precuela... pues la precuela es aún peor.

    Déjala ir.

    CON EL PASAR DE LOS meses revisité Deke muchas veces. Intenté corregir lo que no podía ser corregido. Quité la grasa que con tanto ahínco injerté quirúrgicamente. Y en cada repaso encontré nuevos problemas que necesitaban corrección inmediata.

    Hasta que me aburrí. Decidí que ya era tiempo de exponerla y dejar que la humanidad se deleitara con mi obra. Aquí venía el heredero natural de Tolkien.

    Publiqué Deke en una

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