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Olvidad Mandalay
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Olvidad Mandalay

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¿Resolverá la posesión de un manuscrito shakesperiano inencontrable el feroz enfrentamiento entre potencias globales que se libra en en la jungla Birmana?

Un refinado señor de la guerra y narcotraficante birmano exige la entrega de un manuscrito Shakesperiano inencontrable a quien quiera lograr una concesión para la extracción de un mineral estratégico. Artur da Silva ,operativo de una agencia privada de inteligencia, se enfrentará, después de huir del ejército birmano por haber sido testigo de una razzia contra los Rohinyás, a galeristas berlinesas con experiencia de combate en Fallujah, a filántropas convertidas en sanguinarias reinas antiguas, a monjes ortodoxos dedicados al trafico de sistemas antiaéreos y a viejos Spetznatz enviados por Moscú para evitar perder la concesión.

Una reflexión sobre el poder y la redención en la jungla birmana.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418152900
Olvidad Mandalay
Autor

Antonio Oliver

Antonio Oliver es licenciado en Filosofía y Máster en Filosofía de la Historia por la UAM, MBA por el Instituto de empresa y Global Affairs Certificate por la NYU. Ha sido ejecutivo en el sector privado y consultor de varias administraciones y gobiernos en España, Iberoamérica y en algunos países árabes. Participa y publica en diversos think tanks relacionados con la reflexión sobre política exterior. Creador y editor de revistas relacionadas con la cultura, el pensamiento y la política internacional .Ha organizado o participado en expediciones en diferentes países, entre ellos Borneo, Kyrguizstan, Birmania, Etiopía. y Yemen. Posee experiencia en navegación en barcos históricos. Vive a caballo entre Nueva York y Madrid.

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    Olvidad Mandalay - Antonio Oliver

    Primera parte

    1

    La rabia de Buda

    El monje recogió su túnica, se ciñó un dha muy afilado con un cordón de seda del mismo color de su hábito y saltó al asiento trasero de una motocicleta cuyo estruendo ofendía la serenidad de la mañana. El grito de ataque del piloto, simultáneo a los sucesivos clics del engranaje de la primera marcha, fue secundado por el rugido de la docena de motocicletas que, ocupadas por monjes en sus asientos traseros, se arremolinaban a su alrededor. El número de máquinas y el de las túnicas azafrán que habían acudido a su llamada parecían suficientes para llevar a cabo la misión que el Shangha le había encomendado.

    Se habían sentado formando un cardumen. Todos, mujeres y hombres, se mostraban similares por un atuendo que evidenciaba su renuncia a defenderse, o al menos a no destacarse ante un inminente agresor que, apenas a una manzana de distancia, se agrupaba armado y motorizado. Algunos se habían negado a sentarse y se mantenían erguidos mostrando sus birretes blancos y agitando los puños ante un enemigo que aún no podían ver, otros se estremecían al escuchar el inquietante estruendo de las motocicletas que no habían aparecido todavía. Tocado también con un birrete blanco, un joven alto y de barba rala se separó del grupo e intentó formar una línea para proteger a las mujeres, a los niños y a los ancianos que no osaban levantarse.

    Había algunos bastones en el suelo que Artur no había advertido hasta ese momento y que aparecieron de pronto en las manos de los que habían conseguido formar la línea. Unos los alzaban hasta la frente mientras los sostenían por los extremos, otros los batían en el aire para disfrutar de un sonido que les hacía parecer poderosos. Muy pocos se atrevían a blandirlos manteniéndolos bajo del brazo, como si pertenecieran al extremo de una lanza hoplita; los más los cargaban a la altura del pecho, paralelos al suelo y fuertemente asidos por su centro.

    Pero la formación no acababa de ser creíble y no parecía más dispuesta para un combate —ni para resistirlo siguiendo las enseñanzas de la no violencia— que para asistir a un morabito o a un entierro de algún hombre bueno que hubiera fallecido en su cama después de una vida entera dedicada a recorrer la senda del Profeta.

    Fueron ellos los que pararon los primeros golpes asestados con la hoja de los dhas, golpes planos que hacían gemir a los que intentaban rechazar las temibles motocicletas que rodeaban las mujeres, los niños y los ancianos implorantes que recibían pequeños cortes asestados con las dagas que los agresores ocultaban en sus túnicas.

    Los pilotos retrocedieron para reagruparse. Algunos de los birretes blancos tenían dificultades para levantarse y uno de ellos intentaba secarse la sangre de la cara. Unos pocos intentaron formar una nueva línea de defensa, pero casi todos los que se habían sentado corrían ya en dirección al agua.

    Los monjes se habían puesto de pie sobre los estribos de las motocicletas y hacían girar los dha más grandes sobre sus cabezas. «¡Sacred numbers!», dijo en inglés alguien al lado de Artur mientras las motos, rugiendo como si quisieran devorar la carne que se les ofrecía, se precipitaban contra los que corrían dando la espalda a los monjes armados que las cabalgaban.

    Ya ningún golpe se asestaba manteniendo plana la hoja del dha. Artur se acercó al joven espigado de la barba rala antes de que cayera y vio cómo dos o tres birretes blancos yacían en el suelo, inmóviles y ensangrentados. Los monjes perseguían al cardumen en desbandada e intentaban hacer sangrar a los rezagados, ya sin demasiada convicción. A su señal se detuvieron, dieron la vuelta y abandonaron el lugar dirigiéndose hacia el mercado.

    Se acercó al joven espigado de la barba rala. Tenía una herida en el hombro que todavía sangraba. A su lado otro orgulloso portador del birrete blanco lloraba y se tentaba una pierna ensangrentada e inmóvil. Artur recordó a un viejo guerrero khampa, un veterano de la batalla de Champo que le habían presentado a principios de los noventa en una casa de té de Macleod Ganj mientras esperaba a que le recibiera un consejero del Dalai Lama.

    Los kham habían reclutado monjes budistas como guerrilleros al principio de la década de los cincuenta para resistir la invasión china del Tíbet. Pero estos monjes no eran guerreros, ni siquiera monjes; aunque Artur sabía que acuchillar a niños, mujeres y ancianos vistiendo hábito era en sí mismo un hábito, revestirse de indumentaria religiosa siempre había facilitado la masacre. A pesar de que no era la primera vez que contemplaba algo así, seguía perplejo ante la imagen de monjes budistas motorizados blandiendo dhas de todos los tamaños contra personas indefensas. Los gritos de dolor de los que se desangraban en el suelo acabaron con su perplejidad.

    Artur da Silva no debía estar allí, en Birmania, en Mrauk U, Estado de Rakáin, Myanmar. No daba crédito a lo que decían algunos informantes de La Demeure y había querido comprobar por sí mismo la situación, testigo extranjero e inconveniente en un país que se había odiado a sí mismo desde el momento en el que ya no podía continuar odiando ni a los ingleses ni a los angloíndios, cuyo gobierno había supuesto la humillación suprema de los bamar. Hoy, después de seis décadas desde la independencia, no eran los únicos que odiaban a los rohinyá.

    No eran los únicos, pero eran los que administraban ese odio. Los bamar despreciaban a las minorías, casi la mitad de los habitantes de Birmania, un país al que cambiaron el nombre para ocultar el hecho de que les pertenecía. «Esto es Myanmar, no Birmania», decía la Junta, «cabemos todos en un país que ha sabido derribar al amo europeo de su pedestal». En realidad, querían decir que Myanmar era propiedad del Tatmadaw, el glorioso ejército que organizó el padre de la patria solo con treinta camaradas, el mismo que logró sacudirse el yugo colonial y que había mantenido unido al país durante sesenta años a pesar del odio de muchos, entre ellos los kachin, los shan y los wa. «Y ahora», pensaba la Junta, «de estos sucios musulmanes bengalíes que nunca fueron birmanos y que no tiene sitio en la nueva Myanmar».

    Artur también había visto a Hobeika, el organizador de la matanza de Shabra y Chatila paseando por la Corniche con sus guardaespaldas. Fue durante el primer viaje que hizo con La Demeure, y aunque todavía lo calificaban de sophomore, apenas un estudiante de segundo año en Columbia, sabía de la masacre que acababa de cometer el hombre que se paseaba ante él, impune y ufano como si el asesinato de mujeres, ancianos y niños tuviera que concederle la inmortalidad y la admiración de su pueblo.

    Aún tenía amigos en los campos de refugiados de Jordania y se sentía inmunizado ante lo que había pasado en El Líbano y en Palestina. Por un momento pensó que estos rohinyá eran aún más desgraciados que las víctimas de esa masacre y desde luego que los habitantes de los campos, porque a diferencia de los palestinos, a los rohinyá nadie en el mundo —y eso incluía a La Señora, Nobel de la Paz— reconocía que hubiera un trozo de tierra que les hubiera pertenecido jamás. No existían por eso, a pesar de que estaban en Rakáin desde el siglo viii, jamás serían considerados birmanos. Eran las víctimas perfectas, no es posible condenar el asesinato de los que no existen.

    Artur dejó atrás la sucesión de pensamientos que le llevaban al absurdo y se concentró en taponar la herida del compañero del joven de la barba rala. Sabía que las ambulancias de Médicos Sin Fronteras estarían retenidas en el mercado y que nadie vendría a auxiliar a los heridos. Los restos de los jóvenes de birretes blancos que se esparcían por el suelo no se encontraban mucho mejor, pero pudo detener la hemorragia de la pierna del acompañante del joven de la barba rala cortando la manga de su camisa y empleando como torniquete un trozo de madera que alguien le puso en la mano.

    —Vete, hermano, si la policía te encuentra aquí lo vas a pasar mal.

    Era el joven de la barba rala que había conseguido levantarse apoyándose en su brazo. Aún sangraba, pero podía caminar. Artur intentó sostenerle.

    —Vete, si te encuentran preguntarán quién te ha traído y meterán en la cárcel a cinco inocentes. Eres más útil lejos de aquí.

    Un coche de la policía apareció de pronto seguido de una furgoneta con estrechas ventanas con barrotes. Todos corrieron, pero Artur decidió quedarse cuando vio que le daban el alto de una manera más bien tímida, como si el agente ensayara un gesto que no llegara a ser del todo conminatorio.

    —No tiene autorización para estar aquí. Va a tener que acompañarnos. ¿Puedo ver su pasaporte?

    Artur pensó que el orden de las afirmaciones del policía era un poco confuso, pero entendió que no tenía más remedio que seguir al policía hasta su coche. También sabía que ahora su misión peligraba y que no podía contar con su organización para salir de allí. El que tú Sabes había sido incluso más explícito de lo acostumbrado. Hacía solo siete días estaba con él en La Demeure hablando de Drake, de su futuro y del ron de la Royal Navy, y ahora se enfrentaba a la posibilidad de pasar algún tiempo en una cárcel birmana.

    2

    El gran salón de La Demeure

    Frunció el ceño con fuerza: desde su niñez mantenía la creencia de que la energía aplicada al hueso frontal del cráneo tenía que acabar doliendo para resultar eficaz. A la violencia con la que había arrugado su ceño por la extrema atención que el texto le exigía se unía la expresión de sus labios, entreabiertos de manera poco apropiada para cualquiera que se dedicara a alguna actividad remotamente relacionada con los servicios de inteligencia.

    Es ist nicht der Selbstmord, sondern das Opfer, das die wirkliche Frage ist, die im Denken des Endes unseres Jahrhunderts behandelt werden muss.¹

    —No es tan camusiano como parece, ¿no crees?

    —Seguro que no. No leo alemán. ¿Qué diablos quiere decir?

    Theodor había subrayado con amarillo fosforescente una parte del artículo y se lo mostraba a Artur.

    —El inicio de un artículo para Künstundergrund, una vieja revista berlinesa de arte. Berlinesa, ya sabes…

    —Ya. ¿Y entonces?

    —Fue escrito a mediados de los ochenta del pasado siglo por una persona clave para la misión que te tienen preparada. Parece que la autora ha progresado mucho desde entonces, ahora vende sistemas antiaéreos a los señores de la guerra birmanos.

    Artur da Silva se sentó, relajó el ceño, cerró los labios y extrajo de su reserva de emergencia la mejor de sus sonrisas para dedicársela a Theodor. Recurrían a él para dotar de solvencia intelectual algunas campañas de desinformación dirigidas a los pocos gobernantes a los que la política no había eliminado los reflejos adquiridos durante sus años de universidad. Además, sabía más que nadie de vinos búlgaros y a menudo invitaba a amigos y compañeros a compartir conocimientos y botellas. Artur lo apreciaba.

    Había acudido a La Demeure para comentar con sus superiores sus opciones de retiro, pero alguna información equivocada de la que Theodor se había reído durante toda la jornada lo había puesto en el punto de mira de El que tú Sabes. Por alguna razón el jefe volvía a considerarlo apto para una misión relacionada con alguna nueva guerra cultural. Kulturkampf, esa palabra sí la conocía.

    Se trataba de misiones encargadas por algún espléndido cliente de abisales bolsillos, siempre interesados en hacer que lo que ocurriera y lo que la gente pensaba que ocurría trabajaran para ellos. Lograr resultados dependía casi siempre de disponer de un buen presupuesto de partida, de un plan digno de tal nombre y de contar con un equipo con gente más despierta que erudita, inteligente o intuitiva.

    Sus compañeros decían que Artur poseía alguna de esas cualidades y sus jefes, en especial El que tú Sabes, apreciaban su experiencia. Había resuelto tan brillantemente dos o tres campañas de desinformación y propaganda que su estudio —además de su manual— formaba parte del currículo de cualquier aspirante. Su habilidad para la seducción, la negociación y la bronca en tres o cuatro idiomas era legendaria, tanto como su virtuosismo para la difamación, el insulto y el halago.

    Pero no hablaba alemán y nunca había pensado que algunas de sus acciones de introducción de tendencias políticas, presión sobre políticos o periodistas relevantes, operaciones sobre la opinión pública, elaboración de percepciones sobre asuntos conflictivos o sobre reputaciones de personajes públicos, introducción de convenientes modas culturales y de nuevas perspectivas que orientaran a los que gobernaban —y sobre todo a los gobernados— pudieran calificarse de éxitos rotundos. Además, ahora los procedimientos eran otros y había que contar con un tipo de expertos con los que Artur no acababa de congeniar.

    —«El verdadero problema no es el suicidio, como quería Camus, sino el sacrificio», dice nuestra amiga. ¡Menudo artículo! El sacrificio del otro quiere decir. Quizás por eso se dedica a la venta de sistemas antiaéreos. Creo que deberías ir a ver a El que tú Sabes, de hecho, lleva un rato esperándote. Todos están ya en el gran salón, parece que se celebra algo especial. El año pasado no asististe, ¿no?

    —No, no estaba libre…

    —Ah, ¡es verdad! Acabo con un asunto y te sigo.

    A Artur da Silva le gustaba La Demeure. Había pasado días encerrado en ella sin ninguna posibilidad de contacto con el mundo exterior, había superado pruebas espantosas, soportado broncas de sus jefes e instructores, sufrido con compañeros con los que se había emborrachado, y se había reído con ellos de los mismos chistes. Los había odiado, querido, respetado y visto morir, a uno de ellos en sus brazos. Sus estancias en La Demeure, la sede del servicio, acababan tranquilizándole. Las raras veces que era convocado a ella o que podía asistir a algo así como una convención anual, cada vez menos durante los últimos años, acababa pensando que era lo más parecido a tener un lugar en el mundo: le habían dicho que era su casa, que permanecería abierta para él y que siempre habría soluciones y recursos esperándole. Siempre que obedeciera y atendiera a ciertas normas de seguridad, cuyo cumplimiento se le antojaba cada vez más enojoso.

    Durante esas reuniones se acostumbraba a bromear sobre la antigüedad de los muebles del salón. La profusión de tapices carmesí, inmensas cretonas, sillones confidentes o indiscretos —la diferencia entre uno y otro dependía de si los asientos eran dos o tres, le había dicho Lilou—, parecía poco apropiada para los servicios centrales de la organización a la que servían.

    —Conozco burdeles en Estambul con decoración un poco más sobria que esta.

    —Nos has contado la historia muchas veces, Jean Pierre, ya sabemos que Marilda Natikyan te invitaba a su casa.

    —No, a su casa no, a su palacio sobre el Bósforo.

    Jean Pierre sonreía a Lilou porque era ella la que había apoyado su misión desde La Demeure y conocía todos los detalles.

    —Vale, a su palacio. Cualquiera de las decenas de burdeles que poseía en la calle Terlabasi tenía más estilo que esto.

    —¿Los visitaste todos?

    Gianluca era uno de los mejores amigos de Jean Pierre, pero hacía mucho tiempo que no trabajaban juntos. Se añoraban.

    —Los suficientes para echarla de menos. Además, todos sabemos que tenías cuenta en uno de ellos. No eran malos tiempos. El viejo Turgut…

    Artur retomó la conversación con Lilou. Entendía la función del confidente biplaza. aunque intuía que llamar así a un mueble Segundo Imperio no era lo más adecuado.

    —Nunca he visto uno diseñado especialmente para una multitud.

    —¿Para una multitud?

    —¿No es eso lo que en el fondo siempre acaba siendo un trío?

    —¿Sabes, Artur? En tiempos de Napoleón III los tríos no estaban tan mal vistos, incluso aunque no fueran de ases.

    Lilou, a pesar de un rostro que había permanecido invariablemente aniñado en los últimos veinte años, tenía aspecto de saber de lo que hablaba desde su primer día en La Demeure. Cuando decía —y lo decía cada año que coincidía con ella en el gran salón— que prefería mil veces el Estilo Imperio al Biedermeier, Artur asentía tan complacido como si su amiga hubiera afirmado lo contrario.

    Las ocasiones para reunirse en el gran salón se limitaban casi siempre a la celebración del éxito de una misión, aunque nunca se daba el más mínimo detalle ni de lo que se había obtenido ni de quién se beneficiaría con el triunfo de la actividad de la agencia. El refinado recinto servía también como antesala para que los afectados por el fracaso templaran sus nervios antes de recibir los temidos comentarios de El que tú Sabes, de forma que era imposible no permanecer afectado durante la estancia en la magnífica habitación, bien porque nadie conocía de antemano el motivo de la celebración, bien porque se estaba seguro de que, si a alguno de los presentes se le había encarecido especialmente su asistencia, era posible que el resto no resultara exento de padecer las salpicaduras del fracaso de su misión.

    Por eso la recepción en el gran salón se consideraba un prólogo educado, en el que el operativo que intuía haber caído en desgracia mantenía el tipo recorriendo los corrillos de compañeros como si nadie supiera que él, y quizás algunos otros relacionados con él, serían llamados antes de que se retirara la cristalería y se devolviera al salón a su austeridad habitual.

    Mientras tanto la espera se entretenía en torno a una gran mesa de caoba con incrustaciones de nácar, repleta —decían con una sorna que se incrementaba cada año— de espléndidos licores, aunque no todas las licoreras que les ofrecían albergaban la misma calidad, lo que obligaba a los interesados a intentar conjeturas y a establecer alianzas con aquellos que ya habían probado su contenido. Se animaba a los más puntuales a confesar su parecer sobre el licor degustado para que el compañero recién ingresado al salón escarmentara en cabeza ajena y no acabara sirviéndose algunas mezclas, mayoritarias en las licoreras dispuestas en la mesa, que en otro lugar hubieran podido interpretarse como una afrenta personal si llegaban a ingerirse.

    Ni en estas convocatorias ni en las que se celebraban en Kreuthammer podía aducirse una condición abstemia. Si en el gran salón estaba mal visto, en el caserón alpino donde a veces algunos elegidos se reunían para esquiar, flirtear y comentar los progresos del chef residente que había sido seleccionado personalmente por El que tú Sabes, no se toleraba ninguna excusa o duda sobre el particular.

    Se decía que pocos años más tarde de la adquisición del chalé, Jean Pierre citó en falso a San Juan Crisóstomo haciéndole decir, ya en un momento tardío de la tercera noche de su estancia, que la condición abstemia temporal existía y tenía una función litúrgica y teológica. Por consiguiente —decía—, era posible y recomendable limitar la necesidad de hacer presente el vino en la Eucaristía, lo que implicaba eximirle al menos esa noche, tan lejana de la celebración sacramental, de la ingesta de espirituosos para que pudiera reforzar la de otras sustancias que, sin lugar a dudas, redundarían en su bonhomía y lucidez.

    Esa noche casi todos los presentes acusaban el cansancio provocado por el esquí, el flirteo, los espirituosos y las diferentes sustancias que espontáneamente se habían aportado para amenizar la estancia alpina. Era a ellas a las que quería dedicarse el bravo erudito, y por eso quería prescindir del licor durante un rato.

    —Tranquilo, Jean Pierre, coge las raquetas, date un paseo nocturno por la nieve y vuelve enseguida para que te preparemos más.

    —Me quedaré aquí con vosotros hasta que aceptéis mi magisterio.

    Las carcajadas no desanimaron a Jean Pierre, pero animaron a otros.

    —Ninguno de nosotros puede aceptar una cita falsa o un argumento tan falaz como ese, Jean Pierre. Así que te animo a completar la cita del patriarca de la boca de oro. —Así se llamaba: chrysos, ‘oro’; stomos, ‘boca’.

    —Boquita dorada, como tú, Jean Pierre…

    Todos parecían divertidos por la superchería a la que había recurrido para no tomar la última copa.

    —Puedes retirar la cita ahora mismo y beber un traguito de este divino licor o aceptar el veredicto de tus compañeros, que comprobarán su exactitud.

    No solo no se le perdonó, sino que, excitado todo el aparato de documentación de La Demeure, se le hizo reconocer solemnemente en una cena que se celebró al cabo de tres meses en un reservado de un restaurante del Canal Saint Martin, el Boule de Suif, que la cita era falsa, que no había leído a Juan de Antioquía, boca de oro, y que el recurso a un Patriarca de Constantinopla para encubrir una resaca inapetente no era propio de un caballero como él.

    El otro pasatiempo de las reuniones importantes consistía en intentar adivinar la antigüedad del anacrónico mobiliario del que algunas de las asistentes afirmaban que había albergado las nobles posaderas de la emperatriz Eugenia de Montijo y aun de la misma princesa Adelaida. Cuando la espera se alargaba, siempre había alguien que recurría a una fórmula que había devenido rutinaria y que invariablemente provocaba las sonrisas de los asistentes: «Señoras, señores, calma, la condesa no tardará en llegar». A la mayoría el ritual le enternecía tanto como si fuera un rito de familia, y a menudo se cruzaban apuestas de quién sería el primero en emplear la gastada fórmula.

    En realidad, la ajada expresión era una manera de establecer una jerarquía basada en la veteranía, ya que nadie se atrevería a pronunciarla sin consultar con la mirada a quien la hubiera empleado en la sesión del año anterior, lo que excluía a los recién ingresados de cualquier posibilidad de proferirla. Se tenía como imposible estar legitimado para decir a los presentes que no se impacientaran ante la tardanza de la figurada condesa antes de los diez años de servicio, aunque algunos recordaban a un inquieto joven chipriota que se saltó la regla en su tercer año sin que nadie pudiera comprobar las consecuencias de esta transgresión en su carrera, porque murió al año siguiente en la desastrosa misión de Amman.

    Pero ese día el gran salón solo tenía ojos para su eterno protagonista. El que tú Sabes estaba de pie leyendo un documento que había apoyado en un enorme mueble de ébano con incrustaciones de cobre que refulgían bajo las arañas encendidas propias de una gran recepción. Artur siempre había creído que el anacronismo de La Demeure había sido concebido como una estrategia ingeniosa para camuflar la tecnología que había instalada en las profundidades de un subterráneo al que ni él mismo ni nadie que Artur conociera había bajado nunca. Aunque se beneficiaban constantemente de las informaciones y servicios que se producían en el sótano, nadie conocía a nadie de los que trabajaban en la tecnología que había hecho que La Demeure se convirtiera en una de las agencias más eficaces, respetadas, precisas y discretas de las que operaban en la comunidad global de inteligencia privada.

    El que tú Sabes dejó de leer el documento, lo situó sobre la mesa de caoba junto a las gafas que se había quitado con un gesto brusco, se aproximó a Artur, le cogió de la manga derecha y le miró con la sonrisa que ya le había desarmado en varias ocasiones.

    —Puedes decirnos que no, si quieres, pero nos debes mucho. Si te niegas ahora puede que prescindamos de ti. Para siempre.

    —No quiero que me llaméis más. Ya he tenido bastante. ¿Por qué tendría que deciros otra vez que sí? ¿Por dinero?

    —Una razón tan buena como otra y mejor que muchas. ¿A que no recuerdas la película en la que se dice esto? Parece que no andas muy sobrado últimamente. De dinero, no de películas, sé que has visto demasiadas.

    Artur callaba. Por primera vez se preguntaba por qué tenía que sonreír a El que tú Sabes mientras le mostraba el ingenio displicente que era la marca de los miembros más destacados de La Demeure. Se dirigió a la mesa de caoba y se volvió para sonreír afablemente a Artur.

    —¿Una copa? Como sabíamos que venías, hemos retirado la mayor parte del infame contenido de nuestras bonitas licoreras; al fin y al cabo, no vienes a vernos todos los días.

    Sirvió dos vasos magníficamente tallados mientras continuaba con la legendaria sonrisa que tanto impresionaba a cualquiera que tuviera relaciones con La Demeure.

    —Un regalo de tu doblemente bohemio amigo Krcek, Artur. ¿Te acuerdas de él?

    —¿Cómo olvidarlo? Fue listo y supo cuándo marcharse. Tiene una casita cerca de un lago de nombre impronunciable.

    —¿Una casita, Artur? ¿La has visto? Krcek vive en un castillo renacentista con helipuerto y jardín inglés.

    —Algo me habían dicho. ¿Tan generosos fuisteis con el cheque final?

    —Bueno, no estuvo mal. Además, nuestro amigo se casó bien. El bienaventurado matrimonio utiliza el castillo como sede de varias de sus empresas. Una residencia fiscalmente conveniente. Tienes razón, no era el más tonto del grupo.

    Brindó a Artur uno de los vasos y se dirigió a los sillones situados bajo del gran retrato inspirado en un grabado que habían hecho de Drake a sus cuarenta años. El que tú Sabes se arrellanó en el sillón de cuero y volvió a mirar a Artur a través del vaso esmerilado.

    —Me honras con lo de la mejora de los licores de este año. Alguien me dijo que lo de servir licor dudoso a alumnos, profesores y empleados evidencia un tipo de educación muy concreta.

    —No es muy diferente de lo que se lleva haciendo desde que se conocen las propiedades del vino. Un banquete que reúna al tipo de comensales que elegirías para compartir mesa requiere de ciertos procedimientos para la libación, y esta debe dar siempre más importancia a su ritual que a la calidad del vino o del licor servido.

    —Eso es cierto, el ritual que mantienes es mucho mejor que el licor que se sirve en esta casa. Te felicito.

    —Gracias. Como sabes, era atributo del simposiarca decidir la intensidad de la mezcla. No hay un buen banquete sin una moderada libación, que se garantiza mejor si durante su transcurso se sirven, digamos… algunas calidades disuasorias. Pero te perdiste la última reunión, has vuelto a vernos y haremos una excepción. Mereces gozar de lo que acostumbras cuando vas por el mundo a nuestra costa y sin reparar en gastos. Espero que esta tu casa se encuentre a tu altura.

    Artur renunció a decirle a El que tú Sabes lo que pensaba acerca de los anfitriones que ofrecían vino, whisky y coñac malo en las reuniones recurriendo a figuras que aparecían en los Diálogos de Platón —aunque no en el sentido que a él le hubiera gustado— y aduciendo costumbres que habían sido superadas hacía más de medio siglo. Pero el jefe seguía pensando que mostrarse indiferente a la calidad del licor mostraba un cierto tipo de educación. Afortunadamente, gracias a la moderación de un oscuro responsable de intendencia, no era infrecuente que a veces aparecieran vinos excepcionales que hacían que operativos, analistas y algunos miembros del consejo —que estaban perfectamente familiarizados con brebajes similares desde hacía décadas— le perdonaran una costumbre que todos consideraban que rayaba la

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