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Este audiolibro está narrado en castellano.Reza Pahlevi es ferozmente perseguido para ser liquidado, en unión de Farah diva. Se hace cargo de esta persecución el tristemente famoso guerrillero internacional "Carlos", el cual lleva a cabo algunos atentados en este sentido, que resultan fallidos. Pero ¿cuántos Reza Pahlevi y Farah Diva hay? ¿Quiénes son los verdaderos y quién es capaz de identificarlos?. Porque el Sha urde un plan audaz para librarse de sus despiadados perseguidores. El matrimonio imperial sufre una nueva crisis de identidad al tener que romper completamente con su pasado y verse separados de sus hijos. Detrás de toda la agitada e impresionante trama se halla Mustafá Omar, antiguo hombre de confianza del Sha, que tiene aspiraciones de poder y tira de los hilos de muchas cosas que suceden...-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento25 feb 2022
ISBN9788726468229
Autor

Alberto Vázquez Figueroa

Nació el 11 de noviembre de 1936 en Santa Cruz de Tenerife. Antes de haber cumplido un año fue enviado a África con su tío, donde pasó toda su infancia y adolescencia. Desde su juventud, en pleno Sahara, no ha dejado de escribir. Cursó estudios en la Escuela Oficial de Periodismo de Madrid y a partir de 1962 empezó a trabajar como corresponsal de guerra en La Vanguardia y, posteriormente, para Televisión Española. Como corresponsal asistió a acontecimientos clave del momento, así como a las guerras y revoluciones de países como Chad, Congo, Guinea, República Dominicana, Bolivia, Guatemala, etc. A la par que ejercía su labor periodística no dejó nunca de escribir ficción y su primer éxito le llegó en 1975 con Ébano, tras haber publicado ya numerosas obras. Entre su extensa producción (93 libros y más de 30 millones de ejemplares vendidos) destacan: Tuareg, Ébano, El perro, la ambiciosa saga de Cienfuegos, Bora Bora, Manaos, Piratas o La sultana roja, muchas de ellas llevadas a la gran pantalla. Muchas de sus novelas han sido llevadas al cine y hoy en día es uno de los autores más leídos del panorama literario español.

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    Sha - Alberto Vázquez Figueroa

    Sha

    Original title: Sha

    Original language: Castilian Spanish

    Copyright © 2019, 2022 Alberto Vázquez-Figueroa and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726468229

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Reza Pahlevi es ferozmente perseguido para ser liquidado, en unión de Farah diva.

    Se hace cargo de esta persecución el tristemente famoso guerrillero internacional Carlos, el cual lleva a cabo algunos atentados en este sentido, que resultan fallidos.

    Pero, ¿cuántos Reza Pahlevi y Farah Diva hay?, ¿Quiénes son los verdaderos y quién es capaz de identificarlos?.

    Porque el Sha urde un plan audaz para librarse de sus despiadados perseguidores.

    El matrimonio imperial sufre una nueva crisis de identidad al tener que romper completamente con su pasado y verse separados de sus hijos.

    Detrás de toda la agitada e impresionante trama se halla Mustafá Omar, antiguo hombre de confianza del Sha, que tiene aspiraciones de poder y tira de los hilos de muchas cosas que suceden…

    A Julio Jordán

    «culpable» de que

    escribiera esta novela.

    A. V. F.

    El bosque estaba en calma, aunque se escuchaban, muy lejos, risas humanas, voces, y algún grito de niños que se perseguían entre la espesura, pero que no llegaban a asustar al tímido conejo gris y blanco que ramoneaba entre las matas, ajeno a cuanto no fueran los tallos tiernos y las últimas briznas de hierbas jugosa.

    Algunos pájaros revoloteaban, somnolientos por el calor del mediodía, y las hormigas, indiferentes a ese calor y a todo cuanto no fuera acaparar, incansables, se perseguían las unas a las otras, histéricas cuando perdían el paso o se desorientaban de su ruta habitual.

    Cantaban las primeras chicharras precursoras de la canícula que se avecinaba, y todo permanecía en calma, invitando a la siesta, el sopor y la dejadez.

    Pero súbitamente, el tímido conejo alzó la cabeza y olfateó el aire asustado, los polluelos en los nidos comenzaron a chillar de terror, una diminuta serpiente cruzó, veloz como un látigo enloquecido, y una bocanada de humo espeso y negro, caliente y electrizante se paseó por el bosque, predecesor del miedo y de la muerte que llegaron más tarde en forma de muro de altas llamas que avanzaba arrasándolo todo.

    Las risas y las voces se convirtieron en llantos, llamadas, y alaridos de terror. La gente corrió de un lado a otro escapando del fuego, pero ese fuego parecía llegar de todas partes; del norte, del sur, del este y del oeste; de la colina y de la cañada; del valle y del barranco, pues no era un fuego propio de la sequedad del estío sino un incendio provocado por media docena de hombres de rostro cetrino que armados de teas y latas de gasolina, respondían con ciega obediencia órdenes muy concretas, recibidas de antemano.

    Como un rebaño, hombres, mujeres y niños fueron conducidos por el fuego hacia el barranco, gritando, aullando de terror y desesperación, tosiendo y llorando, mientras una densa cortina de humo se elevaba hacia un cielo muy azul y muy limpio.

    Y de entre ese humo, como extraños seres de otro planeta, negros y tétricos, con el rostro cubierto de amenazantes caretas antigás, surgieron de improviso cuatro hombres que buscaron entre los que huían, empujando y pegando, corriendo y llamándose, hasta dar con lo que al parecer buscaban: una mujer casi inconsciente ya, a la que alzaron sacándola del infierno en que ellos mismos habían convertido el bosque.

    Una hora después, ese bosque semejaba un decorado daliniano, con negros muñones de lo que fueran pinos alzándose en solitario, y una negra capa de ceniza cubriendo la tierra aún caliente.

    En el fondo del barranco, una veintena de seres humanos se habían convertido en pedazos de carbón, retorcidos, hinchados e irreconocibles.

    El desierto se extendía ante el vehículo, pedregoso, rojizo, infinito y monótono, igual siempre a sí mismo, creado por Dios en un día de hastío, soporífero y denso, insoportable para quien, como él, había nacido al pie del monte Avila, verde, altivo y siempre diferente según le diera la luz de la mañana entrando por el valle de Catia, del mediodía cuando la dudad se extendía a sus pies como una blanca alfombra dotada de vida y movimiento, o las rojizas tardes en que el sol iba a ocultarse allá por Maiquetía, envolviendo al Avila en una luz irreal y serena, pues los atardeceres de Caracas no tenían comparación con los de ninguna otra ciudad del mundo.

    Caracas era verde y blanca, y Venezuela entera plena de contrastes, con montañas nevadas, selvas impenetrables, playas azules, llanos infinitos y ríos que se precipitaban en las más altas cataratas conocidas, y por eso odiaba aquel desierto pedregoso y sin vida, polvoriento y sin relieves, en el que había pasado los más duros años de su vida.

    Nunca le tuvieron simpatía los locos fanáticos de «Septiembre Negro» y necesitó mucho valor y muchos sacrificios para convencerlos de que él, un joven revolucionario venezolano, podía llegar a ser tan fanático y loco como ellos sin necesidad de haber nacido en la desesperación del exilio y la lejanía de la tierra de origen.

    Y ahora, tantos años después, volvía. Volvía precedido por su fama y acompañado por aquel respeto y aquel miedo que su solo nombre de guerra, Carlos, infundía ya en el ánimo de millones y millones de seres humanos.

    Él era Carlos, al que los policías de cien países buscaban y que ahora recorría al volante de un jeep el inexistente camino del desierto que nueve años antes atravesó en compañía de otros cuatro aspirantes a convertirse un día en lo que únicamente él, Carlos, se había convertido: una leyenda.

    Los demás habían muerto y a uno, Michel, tuvo que matarlo él mismo. Eran amigos y, sin embargo, tuvo que matarlo. Un amigo que traiciona debe morir, sin que valga la pena preguntarse el porqué de los motivos de su traición.

    Al fin, allá al fondo, al otro lado de la quebrada desde la que una vez tendieron una emboscada a las tropas jordanas, hicieron su aparición las negras cúpulas de las tiendas nómadas, y pudo distinguir, a su derecha, los primeros vigías de avanzada que le dejaron el paso libre prevenidos de su llegada.

    Se detuvo ante la mayor de las jaimas de pelo de camello, saltó a tierra, estiró las piernas, y penetró en la amplia tienda, en la que encontró, nueve años más viejo, pero sentado en idéntica posición y en el mismo sitio, al mismo Almalarik que nueve años antes les recibiera sentado en idéntica posición y en el mismo lugar.

    Aselam aleikum —le saludó—. Me alegra verte.

    Aselam aleikum —replicó el palestino—. También a mí me alegra. Te has hecho todo un hombre… y famoso.

    Tomó asiento frente a él, de igual manera, con las piernas recogidas y el cuerpo levemente inclinado hacia delante, se despojó de las pesadas gafas oscuras, y contempló con detenimiento el rostro delgado y marcado por la vida y las penalidades del viejo luchador.

    Luego, sus ojos fueron, uno tras otro, a los tres hombres que acompañaban a Almalarik, dos de los cuales habían sido también sus maestros, y el tercero, Turky, compañero de lucha en cien correrías por el desierto a la caza de israelíes o jordanos.

    No le agradaba Turky. Kabir y Mubarrak seguían siendo duros y difíciles, pero estaban ya gastados por la lucha y los años, y el tiempo había acabado por ablandar su férreo fanatismo. Pero Turky no, y lo sabía. Turky era el más salvaje entre todos los salvajes del terrorismo activo, y le incomodaba verlo allí, frente a él, a la derecha del gran Almalarik, con sus negros ojos inmóviles, observándole como el halcón mira a su presa.

    Los saludó con un leve movimiento de cabeza y su atención se centró luego en el negro café y los pringosos dátiles.

    —Mataste a Michel —comentó Almalarik con voz fría, como si se refiriese a la remota posibilidad de que lloviera dentro de un mes sobre el desierto—. Era sobrino de Kabir.

    Sonrió muy levemente al beduino de la barba de chivo.

    —Deberías seleccionar mejor a tus sobrinos… —le aconsejó.

    —Michel está bien muerto —admitió Kabir—. Mi hermana fue la única en llorarle. No te culpo por ello…

    Tomaron el café despacio, observándose, conscientes de que iban a discutir algo importante y no valía la pena precipitarse.

    Por último, mientras servía la segunda taza, Almalarik inquirió:

    —¿Imaginas para qué te mandé llamar…?

    Carlos asintió con un leve gesto de cabeza.

    —El Emperador —supongo.

    —La Revolución le ha condenado a muerte.

    —Algo he oído…

    —Y nosotros nos hemos comprometido a hacer cumplir la sentencia…

    —… Pero a tus hombres se les nota que van a matarle en cuanto ponen el pie en el aeropuerto… —Carlos terminó la frase de Almalarik—. Su apariencia los delata.

    —Y el idioma —puntualizó Almalarik—. Ninguno habla español.

    —Entiendo.

    —¿Puedes hacerte cargo del trabajo…?

    Carlos afirmó convencido de su propia capacidad.

    —Desde luego.

    —¿Cuánto?

    Se podría decir que Carlos tenía su precio fijado de antemano, que iba sobre seguro, y así era en realidad. Desde que recibió en París la noticia de que Almalarik deseaba verle con urgencia, imaginó para qué le quería y calculó su precio.

    —Un millón. La mitad ahora. La otra mitad al acabar el trabajo.

    —¿De dólares? —se asombró Turky con un patente tono de indignación en la voz.

    —Naturalmente —puntualizó Carlos—. Y no he venido aquí a vender camellos ni a regatear mi precio. Es tomarlo o dejarlo. Me juego la vida.

    Turky abrió la boca con intención de protestar, pero Almalarik le interrumpió alzando la mano apaciguador.

    —Está bien. De acuerdo. Al fin y al cabo el dinero no es nuestro —extendió la mano—. ¡Mubarrak!

    El viejo Mubarrak abrió una arqueta de plata que descansaba a su lado, sacó cinco fajos de billetes muy nuevos y se los entregó a Almalarik que los depositó ante él y Carlos, junto a la taza de café y las bandejas de dátiles.

    —¿Cuándo lo harás?

    El terrorista negó con un casi imperceptible movimiento de cabeza.

    —Cuando pueda hacerlo —apuntó—. Está bien protegido. Los hombres de la «Sawak» son fieles.

    —¡Mercenarios! —Escupió Turky con desprecio.

    —No —replicó convencido—. No son mercenarios. ¡Ojalá lo fueran! Son fanáticos. Juraron dar su vida por él, y lo cumplen. Y su jefe es listo… Muy listo… Por algo le llaman R’Orab

    —Cuando hayas acabado con el Emperador, yo acabaré con el Cuervo —prometió Turky.

    Carlos extendió la mano, tomó tranquilamente los fajos de billetes y se puso en pie.

    —Tengo la impresión de que, para acabar con el Emperador, tendré que haber acabado antes con el Cuervo —sentenció—. Aselam aleikum.

    Aselam aleikum —replicó Almalarik.

    Se encaminó a la salida, pero cuando el sol del desierto le daba de pleno en el rostro, se colocó de nuevo las gafas oscuras y se volvió señalando acusadoramente a Turky.

    —¡Y tened algo muy presente! —advirtió—. No quiero fanáticos enloquecidos intentándolo por su cuenta y echando a perder mis planes. O trabajo solo, o doblo el precio.

    No esperó respuesta. Subió al jeep y se alejó, sin prisas, llanura adelante por aquel desierto pedregoso y monótono que siempre había odiado.

    El inmenso salón aparecía vacío.

    Y en penumbras.

    Los pesados cortinajes, los cuadros de grandes maestros, las gruesas alfombras, las lámparas y los costosos muebles de estilo; muebles firmados; muebles buscados por expertos anticuarios en los más nobles palacios y viejas iglesias, hablaban de buen gusto, dinero y clase en cada detalle de la estancia, iluminada ahora apenas por un tímido rayo de luz que penetraba como partiendo en dos la gran sala, permitiendo que minúsculas motas de polvo flotaran inmersas en él como dotándole de vida.

    Una nube de humo azulado pareció invadir de improviso la blanca cuchilla que se filtraba por entre los cortinajes, obligando a reparar en la figura humana hundida en un sillón de cuero, que fumaba, absorta, contemplando las sombras y el haz de luz por el que trepaba caprichosamente el humo, retorciéndose como si necesitara aferrarse a sí mismo para ascender hacia el techo.

    Era un hombre de unos sesenta años, cabello blanco, ojos vencidos por el cansancio y el insomnio, y un rostro delgado y macilento surcado de arrugas y marcado por profundísimas ojeras azuladas.

    Todo era silencio y paz; un silencio en el que el hombre parecía sentirse relajado, en calma por primera vez, quizás, en mucho tiempo, agradeciendo la penumbra y aquel rayo de luz que le proporcionaba, sin embargo, la sensación de sentirse vivo.

    Porque la muerte era, desde meses atrás, el único pensamiento que rondaba su mente, atormentándole, impidiéndole concentrarse en nada que no fuera esa muerte que le había dado ya una cita concreta; que le esperaba, implacable y horrenda, ataviada con el más espantoso y temible de sus atuendos.

    No sería la muerte súbita y agradecida del infarto que le apuntillara cuando menos lo esperase, ni la muerte ensangrentada de un accidente fortuito. No sería tampoco la muerte tranquila y natural de la vejez, o el desesperado grito de protesta del suicidio. Sería la más aborrecida y dolorosa de las muertes, aquella que se llevó a su padre tras convertirlo de fuerte roble en esqueleto andante; la muerte innombrable en la familia, a la que había perseguido con saña inexplicable.

    —Linfoma —había sido el veredicto inapelable de los médicos—. Un año. Dos tal vez, si se cuida y tenemos suerte.

    ¡Suerte! Qué amarga ironía pronunciar semejante palabra en la misma frase en que se mencionaba el cáncer. La suerte le había abandonado hacía ya tiempo, cuando el imperio que levantó con tanto esfuerzo comenzó a derrumbarse a su alrededor con un estrépito capaz de ensordecer en la tumba a su abuelo, creador

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