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La vida vivida
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Libro electrónico224 páginas3 horas

La vida vivida

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Una historia de vida que invita a recibir las dificultades como oportunidades y siempre con gratitud.

Esta es la historia real de una mujer como cualquiera, que alberga la ilusión de vivir una vida plena. Manuela crece en Colombia moldeada por la disciplina deportiva del esquí acuático, que la lleva a recorrer el mundo compitiendo. Pero un accidente cambia el orden de su vida. Ese infortunio se convierte en la puerta que la lleva a descubrir un mundo nuevo en su interior: encuentra las enseñanzas del yoga con las que empieza una búsqueda espiritual, viaja a India el mismo día en que caen las Torres Gemelas y en aquel país descubre la meditación que le dará la paz necesaria para entender que una dificultad alberga una oportunidad. Allí vive siete años en un ashram, en donde nacen sus dos hijos, y cuando el mayor cumple siete años, lo diagnostican con autismo. En la medida en la que la protagonista aprende cómo entender mejor a su pequeño, descubre que, con una cierta actitud, todos los acontecimientos de su vida son aliados de su propio progreso. El deporte, el yoga, la maternidad y el autismo se entrelazan en esta historia que llevará al lector a entender la vida con todos sus matices como un regalo cuyo gozo es inaplazable.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 may 2021
ISBN9788418608216
La vida vivida
Autor

Manuela Jaramillo Vélez

Manuela Jaramillo Vélez nació un día de abril de 1977 en Cali (Colombia). Gravitando en torno al agua, ha sido medallista latinoamericana, panamericana y mundial de esquí náutico. Estudió Filosofía y Física en Estados Unidos. Vivió en un ashram en India durante siete años y en el 2005 fundó Atma, un centro de estudio de yoga integral. Vive en Colombia con sus dos hijos y su esposo, con quienes comparte su amor por el esquí, la apicultura y el autoconocimiento.

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    La vida vivida - Manuela Jaramillo Vélez

    La vida vivida

    Manuela Jaramillo Vélez

    La vida vivida

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608711

    ISBN eBook: 9788418608216

    © del texto:

    Manuela Jaramillo Vélez

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A lo divino, que es el común denominador.

    En la divina providencia de las cosas,

    nuestras máximas dificultades son

    nuestras mejores oportunidades.

    Sri Aurobindo

    Hoy

    Me levanté a las cinco y media de la mañana. Preparé un café y desmoldé los quesos que puse a hacer la víspera. Saqué un poco de miel de la cosecha del 2013, que aún se conserva deliciosa, al clima. Se llama «la miel de mi vida». Es una crema casi blanca, y cuando la pruebo con los ojos cerrados, es como si visitara el bosque de la casa. Todos los olores de las flores del páramo se convierten en sabores y esos sabores, en comunión con este entorno. Su dulzura es el resumen de mi vida. Amo este lugar.

    Recogí los huevos y calenté unas arepas. Corté papaya y saqué el yogur del cuarto temperado donde lo hago a diario. Esperé.

    A las seis y media llegaron mi papá, Tina, que es otra madre para mí, y unos amigos con quienes recorren Colombia a caballo, para unirse al calor de la cocina. Desayunaron sin afán, pero sin pausas para emprender su tercer día de cabalgata desde un lugar en las montañas orientales de Bogotá hasta llegar al desierto de la Candelaria, donde tienen una sencilla y cómoda casa de fin de semana. Hoy los esperaba una jornada de treinta kilómetros no más, pero sumarían ochenta sobre el lomo de un caballo en menos de tres días y más de doscientos en las últimas dos semanas. Así es que debían ir bien alimentados. Y a mí me encanta alimentar a la gente.

    Mientras desayunábamos, pensaba en la fortuna de estar sentada en esa mesa junto a mi padre y su adorable esposa y esos amigos que no reparten sino buenos momentos. Mientras tomábamos la última taza de café, mi madre llamó a Tina para pedirle el favor de hospedarla esa noche en su casa del desierto. Tanto Tina como mi padre le aseguraron a mi madre que las puertas estaban abiertas y que podía quedarse el tiempo que quisiera. De paso, le propusieron que los esperara para compartir un rato juntos.

    Después de despedirnos, busco este momento en el que, en las montañas de Colombia, en el lugar que hemos llamado hogar desde hace seis años, escribo con un sentimiento de gratitud que llena cada rincón de lo que reconozco es mi ser.

    Bhai duerme arrullado por el sonido de los vientos de agosto; mientras, en su enorme sabiduría física de niño de diez años, se mejora de una gripa descansando. Seguramente, cuando se levante, preparará la nueva receta que repetirá al menos veinte veces seguidas antes de pasar a la siguiente. La de ahora es ensalada de tomate, queso y albahaca. Irá a la huerta, cogerá algunos tomates rojos y dulces y arrancará unas hojas de albahaca y rúcula que él mismo sembró hace unos meses. Llegará a la cocina para buscar la tabla que siempre usa, el cuchillo de mango amarillo, la sal, la pimienta y el aceite de oliva. Cortará todo finamente, me pedirá que le alcance un tazón y mezclará los ingredientes con movimientos torpes y delicados hasta que considere que está listo. Se sentará sin tener en cuenta el tiempo y comerá con los ojos cerrados para oír sin interrupciones la explosión de los tomates frescos en su boca. Luego se tomará dos vasos de agua pura o tal vez un agua aromática si está más flexible que de costumbre. Siempre es igual por estos días. Cuando termine, me agarrará por sorpresa desde atrás —siempre me sorprende, así siempre lo haga igual— para darme un abrazo y decirme que me ama. Terminará con su apasionado beso y, sin afán, irá a pasar toda la mañana al gallinero donde mima a los pollos que está criando. Ahora son pollos, pero en otro momento fueron conejos, gatos y perros, ovejas y cabras y también abejas. Ahora son pollos y serán pollos hasta que haya satisfecho su necesidad de cuidarlos y de aprender de ellos a cabalidad. Y será ensalada de tomate, queso y albahaca hasta que logre ser un maestro en su preparación. Y serán el abrazo, el te amo y el beso siempre que pueda, porque es el ser más genuino en su cariño que conozco.

    Noé, inquieto, busca libros de pesca con mosca, una afición que, como si hubiera heredado en los genes de su familia paterna, lo apasiona desde hace tres años, cuando tenía cinco. Con el tiempo de su lado, busca entre los nidos de las gallinas algunas plumas sueltas porque sabe que flotan bien y que son un buen engaño para las truchas de las lagunas cercanas. En medio de su búsqueda, me propone cosechar lavanda para destilar en la tarde. En algún momento, saldrá a jugar con los niños de la vereda y a enseñarle a la más pequeña, de dos años, a correr y a hablar como él. Buscará a su hermano, que, aunque es mayor casi tres años, él cuida con mucho esmero. Se pondrá a su nivel y le propondrá jugar a los vaqueros o al torero, siempre accediendo él a ser el caballo sobre el cual su hermano corpulento monta, o el toro, que Bhai, gritando «ole» hasta el cansancio, torea con una capa roja imaginaria. Noé hace cualquier cosa con tal de jugar con su hermano.

    Juanca se fue al tiempo con los jinetes a escalar las rocas, convirtiendo en meditación activa su deporte favorito. Seguramente, cuando vuelva en la tarde, después del esfuerzo, llegará sin hambre y cansado, sonriente y cariñoso, para seguir sus labores con las abejas y el cuidado de la casa antigua con siglo y cuarto de edad, que exige empeño constante. Cuando caiga el sol y el frío del páramo se deslice sobre la montaña para hacernos entrar, me acompañarán los tres a cocinar mientras se ríen el uno con el otro. Nos reímos juntos después de que un día Noé, sospechando un tono de burla, nos preguntó: «¿Se ríen conmigo o se ríen de mí?».

    Yo me dispongo a salir, una vez pase la lluvia, a buscar una ensalada en la huerta y a cosechar la lavanda que Noé me propuso podar para hacer el aceite esencial de las siguientes dos semanas que usaremos como parte del botiquín de primeros auxilios. Para el mareo, el de menta; para la ansiedad, el de lavanda, y el de tomillo en el pecho cuando llega la tos.

    Mañana se acaba el fin de semana y debemos regresar a la casa donde vivimos desde hace tres años, que también llamamos, con fortuna infinita, hogar. Allá no estamos tan aislados como aquí en la montaña y los recursos para complementar la educación de cada miembro de la familia están más a la mano. Allí Noé va al colegio, Juanca trabaja para poder mantener estos dos hogares, Bhai se educa en casa con un programa diseñado para él y yo, aparte de dirigir y poner en marcha esa escuela personalizada y de buscar los momentos para avivar el fuego de vida de mis dos hijos, esquío y escribo.

    Los fines de semana volvemos siempre a la montaña a trabajar con las manos en la huerta, la fabricación de los quesos y el yogur, el apiario y el laboratorio de aceites esenciales, no porque esas labores produzcan lo que necesitamos para vivir a manera de dinero, sino porque satisfacen una necesidad esencial de la familia entera: la de trabajar para producir nosotros mismos, tanto como podamos, lo que consumimos. En ese intercambio encontramos una recompensa de bienestar que es invaluable. La apreciamos y la añoramos semanalmente y se ha convertido en parte fundamental de la salud familiar. Mientras estamos aquí, en el campo, durante los fines de semana, la rutina bien establecida de la semana se cambia por un paso fluido del tiempo que no tiene rupturas más que las determinadas por el hambre. Los niños, al no tener nada programado, buscan con su imaginación cómo ocupar las horas, o se aburren, algo que hace falta en las carreras de la vida apresurada, que está llena de recompensas inmediatas pero superficiales.

    Es en esos momentos de silencio, lejos de una fuente de entretención que me distraiga de la sencillez de la vida, en los que puedo hacerme las preguntas más importantes de la existencia y en los que aspiro a que ellos, al tenerlos regularmente, puedan también hacérselas.

    Así pues, en esta ceremonia semanal en el campo, nutrimos el cuerpo con los alimentos que recogemos y que hacemos, y el alma con la paz y la ausencia del tictac del reloj.

    En ese tiempo sin interrupciones de las rutinas, me siento a escribir.

    Este año cumplo cuarenta. Y aunque la edad me sugiere poco, la naturaleza me ha llevado a un estado de maduración que me impulsa a dejar plasmadas algunas experiencias y el aprendizaje que me han legado.

    Escribo, pues, sobre mi vida. Simple y llana.

    Empiezo tomándome el tiempo de revisar cada momento y dejarlo grabado para que mis hijos y los hijos de mis hijos revivan la vida de sus padres y sus abuelos, no por nada distinto a construir mejor las suyas mismas.

    Tengo cuatro décadas en el planeta, dos hijos, un esposo que es mi mejor amigo y una vida deliciosa. Todas las experiencias que hemos vivido como familia y que viví antes de mis hijos me trajeron a este buen lugar.

    Noé tiene una perspicacia que le permitiría a su corta edad valerse por sí solo si fuera necesario. Es gracioso, lleva el pelo largo y busca la manera de evitar lo que debe hacer para dedicarse a lo que quiere. Cuida a su hermano con un paternalismo extraño para un niño de su edad y quiere enseñarle lo que aún no sabe y él sí.

    Bhai es el mayor. Su figura fina y hermosa me hace pensar en Dorian Gray, de la novela de Oscar Wilde. Es esbelto, de cabellera desordenada, rasgos finos, espontáneo y tiene la mirada brillante. Nos enseña todos los días cómo no acostumbrarnos a ver siempre lo mismo o a interpretar lo que vemos de la misma manera.

    Juanca sostiene todo este relato. Es el padre de mis hijos, mi confidente, mi mejor amigo y un gran maestro. Sin él no habría tenido el tiempo ni el eco para mirar atrás y escribir este recuento.

    La primera vida y el esquí

    Nací en Cali, una ciudad calurosa en el sur de Colombia. Con tres hermanos y unos papás abiertos y cultos, crecí en Bogotá en los años en que los disturbios en las ciudades colombianas eran comunes. Mi madre es bibliotecaria, una mujer práctica y ordenada y con una sabiduría de la vida cotidiana que es esclarecedora y refrescante para una persona que, como yo, está haciéndose preguntas existenciales con frecuencia. Es positiva y muy activa y nunca se deja limitar por las nociones acerca de lo que se debe hacer a cierta edad. A los sesenta años decidió cursar una maestría en Lingüística y se convirtió en traductora y profesora de Español en la universidad. Es desinhibida, emprendedora y audaz. Eso la hace joven, independientemente de la edad. Vive fuera de Colombia desde hace muchos años; pero, a pesar de la distancia geográfica, siempre busca la manera de estar presente en los eventos más importantes, antes incluso de que yo sepa que van a serlo.

    Ella y mi padre se separaron hace veintidós años, pero fueron capaces de mantener una relación de amigos y socios de empresa familiar de tan buena calidad que pasamos Navidades y fechas importantes juntos, ella con Harry, su esposo, y mi papá con Tina, la suya. Somos todos una gran familia, y Tina y Harry también han sido abuelos para nuestros hijos.

    Mi papá es académico, empresario y muy buen consejero. Es ingeniero de profesión y matemático de vocación. Se graduó de una escuela católica en un pueblo en Colombia y, por mérito propio, hizo un posgrado en el Massachusetts Institute of Technology en Boston. Fue docente y decano de la Facultad de Ingeniería de la Universidad de los Andes en Bogotá. Y, entre tanto, creó varias empresas para mantener a su prolífica familia. A los sesenta años, hizo una maestría en Derecho y puede hablar con conocimiento de causa y con la claridad necesaria para enseñarle a cualquiera economía, matemáticas, leyes, ingeniería, geografía y política. También es poeta, jinete y escritor. Pero, sobre todo, es un padre y miembro de familia incansable. Su capacidad de disfrutar la vida en medio de una inmensa responsabilidad es digna de imitar.

    Mis hermanos son tiernos, callados y justos. Los tres son dulces y tienen todos un don de gentes irresistible. Pipe, el mayor, es muy analítico y muy, pero muy familiar. Además, es imparable: matemático, hombre de negocios, padre de tres adultos y dos niños, atleta y escritor. Tato es economista, calculador y procura no emitir juicios sobre nadie. Tampoco se le escapa detalle. Tiene la capacidad de saber cómo se encuentran los demás. Personifica el cuidado, el respeto y la prudencia. Daniel es tierno, gracioso, positivo y optimista. Matemático, esquiador, aviador y un padre ejemplar. El que entra en su vida lo adora. Tengo también una hermana que es prima de sangre, pero con quien he podido satisfacer las necesidades de complicidad femenina desde muy temprano en la infancia. Se llama Verónica. Ahora, al tener nuestros propios hijos, nos hemos propuesto que crezcan juntos para que, en el afán de la vida actual, no se pierdan la experiencia fantástica de tener primos muy cercanos.

    Mi familia extendida es grande y está llena de gente maravillosa.

    Los recuerdos de infancia me llevan con frecuencia a la finca de mi abuela en el Valle del Cauca, recorriendo los potreros a caballo con mis primos —Ángela, Juanma y Jose— y mis hermanos, comiendo caña de azúcar y experimentando los riesgos de vivir con inmensa libertad. Era una finca ganadera, y el olor a boñiga me lleva directamente a sus establos y a la casa grande, donde, muy de vez en cuando, mi abuela rompía su habitual silencio para contar alguna historia sobre cómo fue la primera bombera de Colombia, o cómo se fue a la selva cuando tenía dieciséis años, o cómo, en una época en la que estaba prohibido para las mujeres montar en bicicleta, se las arreglaba para conseguirse un novio que se robaba la bicicleta de su padre para prestársela a esta niña inquieta de quince años que había aprendido a coser para hacerse una falda pantalón y poder darle, a toda velocidad, la vuelta en bicicleta a la ciudad de Buga.

    Las vacaciones con mi abuela en su finca siempre eran especiales. Una vez, a los ocho o nueve años, estábamos mis hermanos y yo solos con ella. Era una tarde caliente y brumosa, y el silencio era interrumpido por ecos lejanos y graves. A mi abuela le informaron por un radioteléfono que la guerrilla se había tomado el puente que pasaba por encima del río Cauca, sobre el que estaba el límite de la finca. Nos encerramos en la casa. La recuerdo asegurando todos los postigos de las puertas y las ventanas y rezando frente a una imagen de la Virgen.

    Ya cuando caía el sol, tocaron desesperadamente a la puerta. Eran dos mujeres con la voz quebrada que pedían auxilio. Estaban en su carro cuando la guerrilla se tomó el puente y lograron arrastrarse y meterse a los cultivos de caña sin que las vieran. Recorrieron los más de cuatro kilómetros que había desde el río hasta la casa por entre los cañaduzales con los tacones en la mano y dando las zancadas más largas que sus minifaldas les permitieron. Mi abuela las recibió y les ofreció comida y cuidado —no he conocido a nadie más hospitalario y auténticamente generoso que ella—. Mientras las mujeres contaban las historias de los tanques de gasolina quemados sobre el puente, de la gente en pánico, de los hombres encapuchados, yo solo pensaba en mi papá. Ese día estaba viajando para llegar a encontrarnos. Y no teníamos cómo saber dónde estaba. Mi abuela no mostraba su preocupación para que nosotros, de ocho, nueve, quince y dieciséis años, no nos angustiáramos, pero su mirada estaba más recia que nunca. Esa noche hospedó a las dos mujeres y no durmió en toda la noche. Yo tampoco.

    Al día siguiente llegó mi papá. Lo habían avisado de la toma antes de salir de Cali hacia la finca y esperó allí, sin poder comunicarse con mi abuela. Finalmente, repeticiones similares de esta misma situación hicieron que mi abuela se fuera de esa tierra mágica que nos crio a mis hermanos, a mis tres primos y a mí.

    La inseguridad en todo el país duró mucho tiempo. Recuerdo los estallidos de las bombas en las noches en Bogotá y recuerdo también que a los doce años pensaba en la posibilidad de no estar la semana siguiente para presentar las tareas en las que trabajaba ese día. Una de esas semanas, dejé de dedicarle tiempo a estudiar en casa para entregarme a conciencia a pasarla bien, para que si uno de esos días llegaba a estar en medio de un estallido y me encontrara la muerte, me sorprendiera riendo.

    Recuerdo, desde esa edad, e incluso más temprano, levantarme con un sentimiento de gratitud por estar viva y preguntarme cosas como «¿por qué yo, de todos los espíritus, habité este cuerpo?». Me pellizcaba a veces para indagar más sobre ese «yo» que sentía y el «yo» que pensaba y la diferencia entre el uno y el otro.

    Fue por esos años cuando empecé a esquiar. Mis padres, en la búsqueda de un mejor ambiente de crecimiento para nosotros, y dado que las calles de Bogotá no eran el lugar más seguro, extendieron al límite la economía familiar de

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