En Vuelo Como las Aves
Por Felix Manuel
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Felix Manuel
Félix Manuel Cruz Martínez, hijo de padres puertorriqueños, nació en Staten Island, N.Y., el 16 de octubre de 1968. A pocos días de nacido fallece su padre, lo que causa que llegue a Puerto Rico. Vivió hasta la adultez en el pueblo de Salinas, P.R. Escribe desde los 19 años. En el 1988 cursó estudios en el Instituto de Banca y Comercio de Guayama, P.R., donde obtuvo un título técnico en turismo; en el 1992 comenzó estudios en la Universidad del Turabo, extramuros en Salinas, P.R., con concentración en Criminología; en el año 1993 se traslada a la Universidad Politécnica de Hato Rey, P.R., donde optó por las ciencias de ingeniería. Allí participó en certámenes literarios logrando primeros lugares en los géneros de ensayo y poesía. Dos años después fallece su madre, lo cual detiene sus estudios. Fuera del sistema académico por más de una década reinicia estudios en Caribbean University Collage, campus en Bayamón, P.R., donde en el año 2019 obtiene un bachillerato como ingeniero civil. Actualmente reside en Massachusetts, USA.
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En Vuelo Como las Aves - Felix Manuel
Copyright © 2023 por Félix Manuel.
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Fecha de revisión: 12/10/2023
Palibrio
1663 Liberty Drive
Suite 200
Bloomington, IN 47403
658071
ÍNDICE
Capítulo 1 Nacimiento
Capítulo 2 La fiesta
Preocupación por Joaquín
Busca respuesta en su esposa
Capítulo 3 El primer amor
Inseguridad ante el suceso
La serenata
Se hacen novios
Enojo y reconciliación
Se casan
El coma
Ayuda psicológica
Cuadro clínico
Medidas con Raspaldo
Entrampa a Raspaldo
Infancia con Marcelino
Facundo
Experimenta con el alcohol
Renuncia de Raspaldo
Obelio
Capítulo 4 Cáncer
Estragos de la enfermedad
El Tribunal
Salida del alcoholismo
Muerte
CAPÍTULO 1
Nacimiento
E N UN PUEBLO pequeño de una isla antillana llega al mundo Anabel. Hija de padres humildes no es de oro su cuna, pero sí acomodada por estar algo distanciada de las dificultades que caracterizan el estrato social al que pertenece; uno, de muchas limitaciones.
—COMADRONA, COMADRONA, CORRA, QUE LA HIJA DE DOÑA CARI ESTÁ PARTURIENTA.
—¡Voy ya! ¡Vayan gerviendo’ agua, pero bien gervia’ en lo que me pongo los endilgues y salgo pa’ lla’! Consigan una bacinilla grande, también paños limpios y agua bendita. Déjenla senta’ pa’ que se acomode bien en lo que llego.
Sale a toda prisa de regreso el mensajero y llega dejando saber las instrucciones. Ya en la casa grande, luego de realizados los preparativos, llega la comadrona…
—Mi ‘ja ya viene la criatura. Puja con ganas, pa’ lante’ y ábrete bien pa’ que se salve.
—Yo sentí que ya salió —responde la madre agotada—, pero tengo dolor otra vez.
—Cálmate mi ‘ja que estoy contigo, estamos las dos aquí, yo te ayudo. Esa es la membrana. Aguanta que yo la saco poco a poco.
Terminado el parto la comadrona asea a la madre y la acuesta para que descanse. Volviendo a la recién nacida procede a darle una limpieza. Con un hilo negro amarra el ombligo por abajo, junto a la barriga y arriba, en la parte extrema alta, sellándolo con un poco de yodo.
—Salió hembra. Aquí le dejo a la muchacha el ombligo bien puesto. Que no se olvide raspar la yagua de la palma real, que eso mezclao’ con aceite de palo es lo que lleva ahí pa’ curarlo.
Entonces, tomando una vela en la mano, humedece la otra en agua bendita y procede a hacer la señal de la cruz en la frente de la recién nacida (para bautizarla). Luego le pregunta a la madre:
—¿Cómo se llamará?
—Anabel. Ese será su nombre.
Humedeciendo otra vez su mano en el agua bendita, hace otra señal de la cruz en su frente y dice:
—Anabel te pongo agua en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.
Procede entonces con un Padre nuestro.
—Padre nuestro que estás en el cielo…
Y luego termina con un Credo.
—Creo en Dios, Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra…
Poco después fue llevada a la iglesia para ser bautizada de acuerdo con la fe católica. Así comienza la vida de Anabel.
Su núcleo familiar es irregular. No es de un padre, madre y hermanos únicamente. Llega a una familia numerosa integrada por tres generaciones. Son abuelos, hijos, nietos y primos, todos bajo la tutela de los padres mayores. En esa cuantía de individuos su integración es compleja. Una complejidad que se acentúa en el hecho de que Anabel es la mayor de cuatro hermanos plenos y única fémina; por igual, en cuanto a que vive y crece en ausencia de una guía adecuada que la conduzca en estos primeros años. La madre vive bajo los padecimientos de múltiples condiciones de salud y no participa en la formación y educación de sus hijos. Su padre, quien es un bebedor habitual, amante de la baraja y dado a la bronca callejera, les abandonó. Todos son dirigidos con las normas familiares con las que se vive aquí.
Unos años después de su nacimiento su madre fallece, justo cuando Anabel cursa la tierna edad de ocho años. No hay cambios drásticos en su vida por este evento. Sus abuelos maternos: Antonio y Encarnación, continúan con ella. Así, junto a la colaboración de sus tíos y primos, dispuestos al cuidado y bienestar de toda la familia, le permiten vivir en la armonía y el calor de un hogar bajo la seguridad de los cuidados parentales.
La comunidad en la que crece vive de forma sosegada, aunque laboriosa. Aquí se vive con altos valores humanos, con respeto y amor por el prójimo. Algunos de los pobladores se ganan la vida dedicándose a ocupaciones de servicio como la reparación de planchas de carbón y el afilado de cuchillos de cocina, pero la mayoría se ha movido hacia el área industrial, llamada industria liviana, que consta de fábricas de ropa, textiles y productos enlatados, aunque para muchos el servicio militar es la mejor opción de progreso y bienestar. La casa de su infancia se ubica sobre un terreno plano. Está hecha en madera, es una de las más grandes del poblado y la más grande de esa zona. Por eso se le llama la casa grande. Colocada sobre pilotes de árbol de roble luce imponente. El sencillo diseño rectangular de amplio ancho y largo fondo, la convierte en una casa espaciosa y fresca. Ventanas de doble tapa le bordean. La cubre un techo construido por planchas de zinc dispuestas en posición triangular que hacen el faldón del tejado por el cual se desliza el agua en días de lluvia produciendo un murmullo resonante. Aunque no por ser espaciosa y fresca siempre puede combatir la asfixiante solana, aquella que le impone al Caribe la autoridad del sol cuando intensifica.
Antonio es quien cuida la casa, los animales y es el director de obra en los quehaceres de la familia. Asigna tareas y supervisa a todos con el fin de satisfacer las necesidades en el hogar. Siempre se le ve junto a su esposa, Encarnación, abuela de algunos y madre de otros en la nutrida familia.
—CARI, CARI
—Dime Toño.
—¿‘Onde está Anabel? Ya son las 7:00 de la mañana y todavía no ha sacao’ las cabras a pastar.
—¡‘Onde estará esa muchacha! Yo no sé. Debe estar en la quebra’.
—¡A esta hora! ¡¿Pero qué está haciendo esa muchacha a esta hora allí?!
—Debe estar mojándose los pies como lo hacía la madre.
—Mire eso. ¡Qué fenómeno! Con tanto que hay que hacer aquí y esa muchacha se fue a mojar los pies.
—Yo te la busco, Toño. Y no me le digas na’, que no es delito nace’ con lo que carga la sangre. Lo que se hereda no se hurta.
Encarnación se dirige a la cocina, que ubica casi al final del largo pasillo central de la casa, antes del baño que está al costado y justo al lado de la puerta que finaliza el pasillo y da al patio trasero. Toma su cajetilla de cigarrillos del primer estante de la alacena y se dirige a la puerta.
—¡ANIII! ¡ANIII!
—¡VOOOY!, —contesta Anabel—.
—¡Muchacha, sal de la quebra’ y vete a pastar las cabras que tu abuelo vio que siguen en el corral!
La madre de Anabel falleció hace pocas semanas. En su mente de niña permanece la idea de que pronto regresará. En su corazón lo espera, pero su mente la lleva a chocar con la realidad de su irremediable partida, llevándola a una inseguridad que acentúa la rebeldía de su ser. La voz dulce y amorosa de su abuela, que trae palabras de resguardo y protección, llega a sus oídos como un mensaje severo de mando que toma como amenaza. Siente que Antonio es su opresor, que desaprueba su deseo de permanecer allí a la espera del regreso de su madre ya que su estancia en la quebrada tiene el anhelo de verla llegar entre el susurro del paso de la corriente, delicada y cristalina, donde tantas veces la vio acudir a humedecer sus pies, a sentir su frescura.
—¡YA VOY!, —en tono agresivo y mal humorado—.
Anabel saca bruscamente sus pies de la quebrada ante los ojos vigilantes de Encarnación y se incorpora para salir corriendo a toda prisa directo hacia el corral de las cabras. Pasa frente a ella con los ojos llorosos, sin mediar palabra, sin cruzar mirada. Corre llevando el rostro compungido y una mezcla de confusión con dolor interno, como si al correr pudiera descargar el peso del conflicto que lleva. Su frustración es visible. Encarnación la observa y resiente su conducta tomándola por irrespetuosa. Se sorprende por su mal humorada reacción ajena a las razones que la motivan y le habla fuerte.
—¡Muchachita del carrizo esta!, que poco me falta pa’ darte un buen sopapo y ponerte en tu sitio. Termina con eso y sube a prepararte pa’ ir a la escuela que se te va a hacer tarde.
Antonio escucha los tonos altos de voz entre abuela y nieta, pero no logra entender lo que dicen ya que se encuentra a cierta distancia en el cercado, talando la hierba, machete en mano, mameluco a cuesta y con su ancho sombrero de paja para el resguardo del sol. Se acerca a su señora y pregunta:
—¿Y Anabel? ¿Apareció?
—Sí. Ya la mandé pa’ lla’.
—¿Fue tranquila?
—Sí. Bueno… está un poco inquieta, pero no es na’ serio.
Antonio baja la cabeza y reflexiona mientras el ala del amplio sombrero de paja le hace sombra hasta los pies…
—Tranquila está esa muchacha pa’ haber perdio’ a su madre tan jovencita. Se me hace más fácil sacar el matojo en la empaliza’ que a esos muchachos de mi mente. Más que ninguno a ella, que es la hembra.
—No digas eso Toño, que aquí estamos nosotros. Se nos fue una hija, pero Dios nos dejó otra. Yo soy su madre ahora.
Antonio da media vuelta, empuña su machete y se sacude el mameluco buscando refrescarse. Con paso lento se dirige nuevamente a la jornada mientras se le escucha decir…
—No e’ lo mismo Cari, no e’ lo mismo. Madre e’ solo una.
Mientras, no muy distante de allí, en una barriada del poblado, Nacho, el padre biológico de Anabel, prepara el caballo y la carreta de forma enérgica y decidida. Saca el costal de heno que ganó jugando baraja, un saco de chinas que cambió por media cesta de jabones para lavar ropa y la azada que lleva para el arado de la tierra, pero no así el Casanga Chica (machete curvo). A ese lo colocó de forma oculta entre la abertura de la telera y el tapial de la carreta. El puñal tipo daga lo lleva encima, entre el tobillo y la bota, yendo armado para lo que pretende, para lo que venga. Es un hombre robusto, de raza negra y de mediana estatura, a quien se le identifica por las múltiples y llamativas cicatrices que tiene en varias partes de su cuerpo producto de viejas trifulcas callejeras resueltas a navaja y machete. Un hombre temerario, de frío semblante e indolente corazón, que mantiene una mirada áspera y el ceño constantemente fruncido. De nariz ancha y ojos pequeños, intimidantes, de color café. Es de esos hombres que no le tiembla el pulso para usar el cuchillo ni titubea ante nadie para imponer su razón. Nacho, el de la barriada, como suelen decirle, esa mañana va sin haber conciliado el sueño. Pasó la noche entre amigos, el juego y el ron. Algo ebrio aún, decidió que ese día iría en busca de sus hijos: Anabel y sus hermanos, enfrentando a quien fuera. Enterado de la muerte de la madre de los muchachos considera que nadie tiene más derecho que él con ellos, puesto que es su padre. Lista la carreta ajusta la hociquera al potro, el petral y la retranca, para luego subir de un salto al pescante y antes de empuñar los ramales se pone el sombrero negro de ala ancha, ese que le infunde confianza y seguridad antes de la batalla. Entonces, se encomienda a la providencia y tras un respiro hondo sale al trote del caballo de la barriada a la casa grande. Los que lo ven pasar advierten y presagian diciendo:
—Ahí va Nacho y lleva puesto el sombrero negro. Eso es señal de que a nada bueno va.
En la casa grande se vive un día normal. Los hijos mayores de Antonio y Encarnación como todos los miembros del hogar están en sus quehaceres. En la tienda que hay en la casa se venden víveres y artículos de primera necesidad. El prado, húmedo y verde, de cinco hectáreas que queda justo frente a la entrada de la casa, tiene varios arbustos, pero escasa arboleda. La brisa fresca que pasea libremente por allí gusta de acariciar la piel acompañada de un silbido que se percibe al oído, que llega junto al avizor canto del pitirre o el virtuoso del ruiseñor, regularmente. Manolo, que es el segundo hijo de Antonio y Encarnación, permanece en el mostrador de la tienda acomodando las canastas de mercancía y tiene la vista puesta hacia el prado. Es quien primero lo ve llegar.
—Mamá, aquella parece la carreta de Nacho.
Encarnación se acerca al mostrador, fija la mirada a la distancia y responde:
—Sí. Esa es la de Nacho y viene pa’ ca’. ¿A qué vendrá tan temprano?
Manolo observa si quedan jabones de lavar ropa considerando que Nacho se encuentre vendiéndolos, cosa que acostumbra, pero no es por la venta la razón de su llegada a la casa en aquella mañana. La carreta se detiene próxima donde Anabel había dejado las cabras pastando. Nacho deja ver por su conducta que algo no anda bien. Manolo lo reconoce y toma acción.
—Mamá, métase pa’ dentro. Déjeme ir a ver que quiere Nacho.
—¡Pero muchacho, déjalo qué llegue!, —contesta en desacuerdo—.
—No mamá. Métase pa’ dentro. Vaya a ver allá detrás, en los barriles sin tapa, pa’ ver si hay más jabones porque no busqué allí —intenta distraerla y alejarla—.
Llevada por el pedido acude a la trastienda y queda lejos de la vista hacia al prado. Manolo sale y se dirige cautelosamente al encuentro con Nacho, quien amarra las riendas del caballo a un arbusto.
—¡Buenos días, Nacho! ¿Qué lo trae por acá tan temprano?
—¡Buenos los tuyos! Y de ti queda que sigan siendo buenos —responde en tono agresivo y grosero—. Vine a llevame’ a mis sijos’. No salgo de aquí sin ellos. ¡Y por las uñas e’ las mil bestias qué me llevo al qué se pare e’ frente y venga a parame’!
Acto seguido da un paso atrás para quedar al alcance de la carreta. Busca en la rendija, aquella entre la telera y el tapial, el machete curvo, sacándolo con tanta fuerza que rechinaron las tablas enclavadas al cajón. Manolo retrocede y Nacho se quita la camisa, luego empuña el machete y emprende el paso camino a la casa. La gente en los alrededores comienza a percibir el encuentro. La tensión se establece, los murmullos inician, los curiosos se arremolinan.
—¡Salte el’ medio, Manolo, qué voy por mis sijos’!
—Nacho, piense las cosas. En la casa no están todos los muchachos, pero los viejos sí. Mire que me los puede matar del mal rato.
—¡Me importa un carrizo! ¿Dónde están mis sijos’?
La gente desconocedora de la situación cae en confusión e incertidumbre. Unos queriendo ayudar sin saber a quien y otros pensando si meterse o no en asuntos de familia. Sin embargo, no faltan los provocadores.
—¡Eche pa’ lante Manolo qué usted es de aquí! No se deje amedrentar.
—¡Oiga, no sea abusador qué ese hombre está desarmao’!, —le gritan a Nacho—.
—¡Qué alguien pare eso! ¡Mira, qué lo mata!
—¡Denle con qué defenderse a Manolo!
—¡Dios mío pon tu santa mano! ¡Mira qué los dos son tus hijos!
Nacho continúa hacia la casa. A su paso grita al gentío mientras va rasgando la hierba con fuertes lances de machete que levanta pequeñas ráfagas de agua del rocío:
—¡Aquí nadie se meta por qué me lo llevo e’ frente!
Manolo va en retroceso manteniendo una distancia prudente. En la casa se oyen los gritos y dan aviso de lo que pasa. Encarnación ha salido de la trastienda, ya puede ver el gentío arremolinado, pero no alcanza a ver con quien es el asunto. Una corazonada la hace temer que algún ser querido pueda estar entre los integrantes y grita con desespero a la casa.
—¡ESTEBAN, ESTEBAN!
Esteban, el tercero de sus hijos, había salido a primera hora al mercado por algunos artículos que hacían falta en la tienda por lo que no se encuentra allí. A su llamado responde Esther, la mayor de las hembras, saliendo a toda prisa de la casa a la tienda.
—Esteban salió, mamá. ¿Qué le pasa? ¿Por qué grita así?
—¡Ay, Esther!, siento que alguno de los muchachos anda metio’ en ese pleito.
—No, mamá, no. Que cosas piensa usted. Usted sabe que los muchachos son tranquilos.
—Pues yo no sé, pero tengo una mala sensación.
De repente Consuelo, una vecina del lugar que presenciaba la escaramuza, entra de súbito y con sobresalto a la tienda...
—¡DOÑA CARI LE MATAN A MANOLO!
De la impresión Encarnación cae al suelo como muerta, quedando a los pies de Esther, víctima de un desmayo.
—¡MAMÁÁÁ!
Consuelo se mueve de un salto colocándose junto a ambas hecha un mar de nervios. Casi inconsciente de lo que hace ayuda a Esther con Encarnación y la acomodan en un espacio accesible en el suelo. Esther queda sumida en una repentina y pasmosa tranquilidad a la vez que sostiene con ambas manos el cuerpo desplomado de su madre. Segundos después Encarnación recupera el sentido…
—¿Qué pasó?
—No hable doña Cari. Quédese ahí tranquila y repose.
Esther reacciona saliendo del espasmo...
—Pero ¡cómo tú entras así con eso!, —le recrimina a Consuelo—. ¡Mira cómo se puso mamá!
—Perdona. No pensé. Es que Manolo...
—¿Qué pasa con Manolo? —Encarnación interrumpe—.
—Nacho, el de la barriada, está con machete en mano buscando a sus hijos y Manolo le ha hecho frente, pero desarmao’. Yo pensé lo peor y vine corriendo a avisar.
Esther, aún inestable, cae nuevamente en un trance, pero esta vez de indignación. Teme lo peor por su hermano y su familia, pero le resulta inaceptable el proceder de Nacho. Sus ojos se transforman. Aquellos glóbulos irisados color castaño ahora son dos brasas de fuego incandescentes. Como autómata, incorpora su delgado cuerpo del suelo. El total de su baja estatura lo yergue y se dirige decidida hacia afuera de la tienda, hacia la reyerta, ciega de ira. Llega al claro del prado buscando la figura de Nacho y moviéndose entre la gente se hace espacio. Manolo se echó a un lado, nadie le hace frente a Nacho, pero Esther no detiene el paso. Ante la vista incrédula del gentío y pese a los gritos amenazantes de Nacho, Esther se