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La raíz podrida
La raíz podrida
La raíz podrida
Libro electrónico234 páginas4 horas

La raíz podrida

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Información de este libro electrónico

Cuando la vida deja de taponar las palabras, suena a esto.

Un hombre justifica su vida egoísta, zafia, y en ocasiones brutal, justo antes de su muerte. Con lucidez y mucha crudeza hace balance tratando de alcanzar la comprensión de su hija. El libro intenta responder a una vieja pregunta, si la persona es realmente dueña de su destino o si, por el contrario, se ve irremediablemente arrastrada por un nacimiento mezquino y una vida rodeada de vileza.

Raúl Rubio actualiza la «leyenda negra» de la España rural, centrándose en la segunda mitad del siglo XX. Presentándonos, de una forma implacable, un mundo libre ya de caciques, más instruido, siempre agrícola y sacrificado, que se moderniza lentamente, se despuebla, que lucha consigo mismo, que no logra desprenderse de sus viejos fantasmas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento20 may 2021
ISBN9788418608445
La raíz podrida
Autor

Raúl Rubio Escudero

Raúl Rubio Escudero (Palencia, 1971) es licenciado en Derecho por la Universidad de Valladolid, compagina su vida profesional en la Administración local con su afición a la escritura. Es autor de dos libros de relatos: Cuentos del Ramal del Norte, ambientado en el Canal de Castilla, donde retrata el lado humano de la gran obra de ingeniería de la Ilustración (2014), y 99 historiasde verdad y una de mentira (2018), de temática variada e invitación constante a la reflexión, siempre desde puntos de vista no exentos de ironía. La raíz podrida es su primera novela o, mejor dicho, su primer relato largo, como le gusta decir, en el que de nuevo mezcla sus dos grandes pasiones: la Castilla interior y la lucha constante del hombre con la vida y consigo mismo.

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    La raíz podrida - Raúl Rubio Escudero

    La raíz podrida

    Raúl Rubio Escudero

    La raíz podrida

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418608933

    ISBN eBook: 9788418608445

    © del texto:

    Raúl Rubio Escudero

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis padres, Socorro y Emiliano

    «¿Cómo podrá hacer cosa enteramente limpia quien de su nacimiento sale afeado y sucio? ¿Y de raíz podrida cómo nacerán frutos sanos?».

    Fray Luis de León, Exposición del libro de Job

    I

    Estoy en el hospital. Mi padre está muy enfermo. Se muere. Cáncer. En los últimos días no he dejado de llorar. Cuando no me ve, lloro. En la sala de espera que hay en la planta, en el pasillo, en el baño, no dejo de llorar. Él mira el televisor. Mira la ventana. Me mira a mí. No dice nada. Lo sabe. Sabe que se va a morir. Lo acepta.

    He bajado a cenar a la cafetería, hoy ha tenido un buen día. Miro con desinterés mi plato combinado. Miro los ojos azules de Mónica, que me acompaña, son de un azul indeterminado en medio de unas cuencas almendradas, unos ojos honestos. Toda ella destila honestidad, desde aquel día que la conocí en la residencia. Ambas íbamos a estudiar Medicina. Ella era moderna, resuelta, lista; y yo, yo solo tenía mi inteligencia. Toma café con leche con un par de churros, tiene guardia, es mi amiga desde entonces. Hicimos la residencia en este hospital, ella se quedó. Yo no soportaba el olor a desinfectante, así que opté por ser médico rural. Estos días me saca de la habitación e intenta que mi cabeza se mantenga alejada del dolor que me produce ver cómo se muere mi padre.

    —Se queda vacante la plaza de Alberto —dice Mónica.

    —¿Se va? —pregunto.

    —A la privada.

    —Otro más.

    —No se le puede reprochar nada. Seguirá operando retinas. Le van a pagar cuatro veces más por hacer menos operaciones. Alberto Retinas, ahí lo tienes, se nos va a Madrid.

    —¡Qué malos erais en la carrera!

    —Él se lo buscó, se empeñó en saberlo todo sobre la retina, nos lo puso fácil. ¿Quién quiere saberlo todo sobre retinas a los veinte años? Alberto Retinas. Tú le gustabas.

    —Siempre dices lo mismo. Nunca me dijo nada.

    —Bueno. Una vez te dijo que quería mirarte la tensión del ojo. Eso es mucho más de lo que le ha dicho a ninguna otra.

    —Pobre. Le irá bien operando desprendimientos.

    —Por cierto, ¿sabes algo de tu ex?

    —Hace meses que no sé nada.

    —Me dice Pilar Acosta que lo están buscando.

    —Ni idea.

    —Se habrá metido en otro lío.

    —No quiero saber nada, Mónica.

    —Haces bien.

    Subo a la habitación. Más tranquila. Mónica siempre tranquiliza. Hay personas así, allí donde están generan confianza, tranquilidad. Entro. Esta noche no duerme. Yo tampoco voy a poder dormir. Hoy por la mañana han sacado de la habitación al compañero de mi padre. Susana, la enfermera, ha dicho que le tenían que volver a operar. Mi padre no se fía. «Ese no vuelve», ha dicho. Estamos solos. Despiertos. Él y yo. Muy despiertos. Demasiado conscientes el uno del otro. Demasiado cerca el uno del otro. Son las doce de la noche.

    —¿No duermes? —pregunto.

    —No —dice él.

    —¿Te ha vuelto el dolor?

    —No —dice él. Miente.

    —Entonces, ¿qué ocurre?

    —Quiero hablarte.

    —¿De qué?

    —De mí. De mi vida. De mis vidas.

    Mi padre nunca habla de sí mismo, de su vida. Mi padre nunca habla. Por eso da más miedo lo que pueda decir, pero tengo que oírlo, quiero oírlo, quiero escuchar a mi padre, lo que tiene que decir, quiero recordar la voz de mi padre, así que digo:

    —Háblame.

    Y entonces empieza, de una manera tranquila, sorprendentemente clara.

    ***

    Mi primera vida comenzó cuando nací. Aunque antes de nacer ya estaba condenado a padecer. Mi padre murió. Mi madre me quería. Solo sé eso de mi madre y no sé por qué lo digo, porque no la recuerdo. Siempre me han dicho que nací el 3 de febrero, Día de San Blas, así lo dicen también los papeles. Nací en el pueblo, hacía frío. Cuando uno nace, no se puede recordar si hace frío o calor, a no ser que se te meta en el cuerpo al nacer, entonces lo sabes, porque arrastras durante toda la vida ese frío o ese calor. Cuando yo nací, hacía frío y el frío se me metió en el cuerpo. Cuando eso ocurre, aunque haga calor, siempre sientes el frío del nacimiento, yo nunca he sido friolero, pero siempre he sentido ese frío que sentí al nacer. Mi madre murió cuando tenía dos años. No la recuerdo, pero me quería, lo sé. Mis tíos pasaron a ser mis padres, pero no eran mis padres. Siempre fui para ellos una carga molesta. «¡Zoquete! —me repetía mi-padre-que-no-era-mi-padre, una y otra vez—. ¡Eres un zoquete!». Siempre me tenía limpiando las cuadras, dando de comer a los mulos, limpiando los gallineros, ayudándole en el campo, desde que tengo recuerdo, siempre hozando en la tierra, en el estiércol. Mi primer recuerdo es limpiando la cuadra. Muchas veces he intentado determinar cuál es el recuerdo más antiguo que tengo; yo me esfuerzo por que sea de mi madre. Pienso y pienso, me devano la cabeza, busco en mi interior una imagen de mi madre, pero no llega, nunca es el recuerdo de mi madre, es el de un niño, yo, limpiando una cuadra, yo con una horca en la mano, sacando excrementos de vaca a un patio, amontonándolos. A veces pienso que el olor también puede servir como primer recuerdo, y entonces pienso en mi madre, pero no me llega ningún olor más que el de excremento de vaca, así que ya no lo intento, ya no intento hacer un esfuerzo por que mi primer pensamiento esté relacionado con mi madre, ya no insisto, mi primer recuerdo es… mierda.

    Aquel hombre, mi tío, el hermano de mi madre, el-que-no-era-mi-padre, brutal, despiadado y mezquino, me humillaba continuamente, me recordaba que si comía era gracias a él, si bebía era gracias a él, si «vivía» era gracias a él. Yo era un esclavo del-que-no-era-mi-padre. Me pegaba con el cinturón, con el zurriago con el que pegaba a la burra me pegaba a mí también. Cuando íbamos la burra, él y yo, un zurriagazo iba para la burra y otro para mí, con idéntica naturalidad. La burra no había hecho nada y yo tampoco, pero recibíamos un paletazo ambos para recordarnos que los dos éramos animales, al mismo nivel. Pero, en mi caso, a diferencia de la burra, había un componente de demolición, porque, en mi caso, esa forma de proceder buscaba la extirpación de la voluntad, de la capacidad de sentir, de la esperanza, de la ilusión, de la humanidad. La liquidación de la niñez.

    La casa en la que vivíamos era grande. Las casas de los agricultores suelen ser grandes porque tienen que vivir junto con los cereales, los animales de labor, los de ganadería, los aperos, la paja y la leña; por eso se necesitan casas grandes. Recuerdo que dormía en un cuartucho orientado al oeste de la casa. Era frío, solo cabía una pequeña cama desvencijada con un colchón de paja en la que yo dormía. En la habitación había un pequeño ventanuco. La cama estaba pegada a la pared por uno de sus lados y por el otro solo quedaba una estrechez en la que apenas había hueco para una silla que me servía para dejar la ropa. Debajo de la cama tenía un orinal de porcelana saltada por muchos golpes ya oxidados que yo mismo tenía que limpiar cada día. No tengo muchos recuerdos de la niñez, no recuerdo abuelos ni visitas a la casa, solo recuerdo suciedad, miseria, desorden, voces, gritos, golpes sobre mí. Recuerdo a los-que-no-eran-mis-hermanos peleándose entre ellos, poco más. También he buscado mucho entre mis recuerdos, he sondeado muchas veces en mi mente buscando un buen recuerdo de la niñez, pero no me llega ninguno.

    El-que-no-era-mi-padre muy pronto me negó la posibilidad de ir a la escuela. Porque yo era un «zoquete». No recuerdo bien cuánto tiempo estuve en la escuela, pero sí recuerdo que yo aprendía rápido y el maestro me pegaba, pero no porque no aprendiera, sino porque yo pegaba a «los otros». Pegaba a los hijos de los ricos. Por placer. Yo era fuerte, ellos débiles y melindrosos. Iban bien vestidos, bien peinados, bien comidos y perfumados. Llevaban ropas nuevas de lanas suaves y zapatos finos, algunos de charol. Yo olía a animal, hedía. Mis ropas raídas, usadas, ajadas, desprendían ese olor a rancio, a la suciedad en la que me criaba, olían a esa animalidad que el-que-no-era-mi-padre fomentaba con tanto ahínco. El maestro se enfadaba. A veces le advertía a la-que-no-era-mi-madre que no podía llevarme así a la escuela y ella se escudaba: «Es un animal, está asalvajado, va como van los animales». Resultaba especialmente retorcido poner como excusa ante el maestro que yo era un animal, cuando quienes lo alentaban eran los-que-no-eran-mis-padres, cuando era precisamente eso y no otra cosa lo que buscaban, cuando me igualaban a la burra, cuando me apaleaban, cuando me humillaban. Era eso precisamente lo que pretendían: animalizarme. Y el maestro, en vez de preguntar qué hacían ellos para evitar que yo me convirtiera en un animal, en vez de preguntar qué remedios, qué esfuerzos estaban haciendo ellos para evitar mi animalidad, en vez de eso, se mostraba comprensivo con la desgracia que les había tocado, con la carga que soportaban. Cuántas veces los-que-no-eran-mis-padres me tiraron sobre el fiemo, cuántas palizas me llevé antes de acabar en un montón de estiércol, arrojado, humillado. Cuántas veces el-que-no-era-mi-padre me cogió como se coge un saco de harina y me arrojó al estercolero; y la-que-no-era-mi-madre se negaba a cambiarme de ropa, a lavar mi ropa, porque yo «era culpable». ¿Cuál era mi culpa? Y como castigo debía llevar la ropa sucia, oliendo a excremento. El castigo debía llegar hasta la humillación de ir con esa ropa a la escuela, donde todos se reían, me insultaban llamándome piojoso; y el maestro se quejaba no porque le pareciera mal el castigo, sino porque le dejaba mal olor en el aula, porque los otros niños se quejaban de mi mal olor, porque los padres de los otros se quejaban de mi mal olor, porque tenían derecho a quejarse, porque eran alguien, no podía concebirse que alguien que no era nadie llenase de mal olor el aula y provocase la incomodidad de los otros, los llamados a no soportar desdichas, ni mucho menos malos olores, a lo largo de sus vidas dignas, unas vidas que debían transcurrir sin sobresaltos. La escuela era un lugar idóneo para aprender que los otros no debían tener excesivas molestias y la «institución», la escuela, no debía permitir comportamientos que sobresaltasen el bienestar de los que algún día serían alguien.

    La escuela es una institución hecha para el dolor y el sufrimiento de las personas. El dolor físico era tolerable, soportable, con el que se aprendía a convivir. Yo lo conocía bien, me iba acostumbrando a su sabor, pero el dolor psíquico es más difícil de soportar. La vejación sistemática hace más mella en la cabeza del niño que el dolor físico. Si alguien se reía de mí, yo le esperaba y le golpeaba. Entonces, como él no podía golpearme, se lo decía al maestro y el maestro me golpeaba a mí por él. Así funcionaba aquel sistema educativo que no podía tolerar que se golpease a los otros, a los favorecidos de cuna, por su condición, por su procedencia. Delante de todos, para escarnio público, el maestro me pegaba. Con violencia desmedida. Me pegaba. El maestro tenía un bastón, la igualdad lo llamaban; era un palo de avellano que no se partía. La igualdad era dura, era aplicada en mis manos o en mis costillas de manera alternativa, con toda la fuerza del maestro, sin ninguna piedad ni vacilación, con la única intención de dañar, con toda la contumacia, para herir cuanto más, mejor, para mortificar, porque «lo que no duele no mortifica y lo que no mortifica no sana», según sus propias palabras. Así que aquellos bastonazos no solo tenían que doler, tenían que dañar, que mortificar, porque de esa manera el cuerpo, pero sobre todo el alma, aprendería. Aprendería el respeto, aprendería que a los niños bien, a los hijos del médico, del prestamista, del terrateniente o del alcalde no se les pega, aunque ellos te provoquen, aunque se rían de ti y te insulten. No se les pega. Se toleran sus mezquinas vejaciones, su soberbia, su arrogancia, porque han nacido para administrar la vileza, la hipocresía del mundo y, por supuesto, el patrimonio familiar. Están destinados a ocupar cargos importantes en el pueblo y algunos, los más instruidos, los más tenaces, en la misma sociedad, que no sé qué será eso de «la sociedad», pero que es algo en lo que ellos tienen un destino, un futuro y deben llegar a él con los menos palos en las costillas posibles, ellos no necesitan sanación, porque están ya en el buen camino, porque nacieron sanos y, aunque ellos sí sean unos zoquetes, no pasa nada, porque tendrán siempre profesores particulares que les ayudarán, que les enseñarán con técnicas más humanas, los librarán de la depravación de la institución, de la ignominia, de la igualdad. La devastación personal era el gran objetivo de la escuela y del maestro. Lo conseguían. Yo podía aprender, yo aprendía, pero una y otra vez las circunstancias me hacían caer al pozo de la humillación. Yo veía a mis compañeros y distinguía, como lo hacía el maestro, a los espabilados de los torpes, a los inteligentes de los tontos, como se distingue a un niño alto de uno bajo o a uno gordo de uno flaco, pero eso no se trasladaba a las notas, ni a la igualdad. Yo iba aprendiendo que había cosas contra las que era muy difícil luchar, yo ya veía que no siempre los mejores saldrían adelante, sino los mejor posicionados; y por muchos intentos que uno haga de «igualar», no va a ser posible, porque la igualdad no se aplica a todos por igual. Un día decidí no ir a la institución. No sé lo que hice, posiblemente nada, ir al río a ver las truchas. Siempre me ha tranquilizado ver truchas y peces, en general me tranquiliza nadar por el río junto a los peces que nadan libres de instituciones, de maestros, pensando solo en no ser comidos por otro o en no ser pescados, en procurarse alimento y procrear, pero no pensando que una y otra vez serán dañados, vejados con la única intención de su destrucción como animales, para la destrucción de su libertad. Por eso me gustaba ver los peces y anhelaba ser uno de aquellos seres libres. Junto a ellos en el río me sentía, por unos momentos, libre. Estuve varios días hasta que el maestro se lo dijo a los-que-no-eran-mis-padres, y me fueron a buscar. Me encontraron en una calle. El maestro llevaba la igualdad en la mano, el-que-no-era-mi-padre el cinto fuera del pantalón. Entonces me acorralaron, intenté zafarme, pero no pude, me arrojaron al suelo y me molieron a palos, a cintazos entre los dos. Me refugié como pude en el portal de la señora Juliana, pero entraron los dos allí y siguieron abatanándome. Daban golpes con todas sus fuerzas. El maestro, que ya había reventado un geranio de la Juliana, intentó darme, pero esquivé el golpe, que fue a dar contra un quicio de hierro que tenía la puerta y rompió la igualdad. Entonces salió la señora Juliana y empezó a dar gritos. Los hombres pararon de darme golpes. Yo sangraba. Allí terminó todo. El maestro miraba la igualdad, sorprendido. Estaba sorprendido de que la igualdad pudiera quebrarse; el símbolo de la institución podía quebrar. Buena lección para el maestro: la igualdad puede romperse. El-que-no-era-mi-padre tenía la cabeza gacha, con el cinturón en la mano. Recuerdo la expresión de su cara, la expresión de cobardía, del inculto que no mide lo que hace, yo podía haber muerto ese día de un mal golpe. Algo me dice que ese día pude morir. Muchas veces me habían pegado antes, muchas veces me pegaron después, pero nunca, ni antes ni después, tuve la sensación de que mi vida podía acabar de un mal golpe. Aquel día la muerte me rondó, lo sé. Después nunca lo he vuelto a sentir, hasta hoy. La señora Juliana me recogió, me metió en casa, me curó, no dijo nada, no me regañó, no me preguntó qué había pasado, solo me curó, me dio un trozo de queso, recogió el geranio y lo plantó en otro tiesto. Yo vi cómo lo trasplantaba a otra maceta, con una expresión maternal, sin resentimiento, mientras yo me comía el queso y entonces dijo: «¿Ves? Ya está. Solo necesita otra maceta, y a vivir, como tú». Y me dejó salir. Siempre, a pesar de todo, ha aparecido alguien que me ha ayudado, sin que yo sepa por qué, sin pedir nada, sin hacer ruido, sin presumir de ayudar, de forma silenciosa, como la señora Juliana. También he aprendido que hay personas que andan por la vida ayudando a otros y he aprendido que suelen hacerlo sin que apenas se perciba, sin que nadie se entere, no quieren honores ni reconocimientos, solo hacen por ayudar a otros, sin pedir nada, sin recibir nada, y lo mismo ocurre con el trabajo, he visto a muchos trabajadores que parece que no hacen nada porque no vociferan, no aúllan, no protestan, pero hacen mucha labor, mucho trabajo, en silencio. Y esas personas suelen ser honestas y responsables y son las que sustentan la sociedad, que no sé bien qué será eso, porque son las que lo sustentan todo, son las que más desprotegidas y olvidadas están. Todo esto me ha venido a la cabeza porque cuando íbamos a entresacar remolachas, cuando el-que-no-era-mi-padre contrataba a un grupo de personas para entresacar, solían ser los mismos cada año, había algunos que nunca se quejaban, que nunca protestaban, pero que hacían una gran labor. Siempre iban por delante en los surcos, siempre concentrados, no dejaban ni una mala hierba sin cortar, ni una remolacha a otra distancia que no fuera a la que debía dejarse, todo de la forma más silenciosa. Sin embargo, había otros que se quejaban de todo, de la sequedad del terreno, del calor del día, de lo poco que cobraban, siempre pidiendo más, más trabajo, más dinero, y estos solían ser malos trabajadores, no se merecían el trabajo que se les daba, rendían bastante menos, pero aun así presumían de lo que habían hecho, del trabajo que sacaban, de lo poco que hacían los demás; sabían venderse, vender humo, y había que estar muy alerta con este tipo de sujetos, porque hacen poco o nada, y parece que hacen demasiado y que su valía es mucha, pero a la larga se les conoce fácil, porque el trabajo todos lo ven y el amo más, solo pueden engañar durante un tiempo, luego su incompetencia y su mal hacer se ven, se notan y a la larga resultan molestos, y este tipo de seres abunda y son los que derriban la sociedad. Y no eché en el olvido lo que dijo la señora Juliana, yo podía vivir y florecer, pero en otra maceta, no donde vivía, que era un tiesto roto, yo podía ser como la señora Juliana, vivir de manera silenciosa, trabajando en mi propio provecho. Y algún día cuando se diera la circunstancia lo haría, me iría sin hacer ruido, trabajaría como esos trabajadores que yo veía en la remolacha, con el lomo inclinado horas y horas haciendo bien su trabajo, porque yo veía que a la larga eran los más apreciados independientemente de su carácter, de sus rarezas, eran los más apreciados y yo decidí aquel día que sería uno de esos seres.

    Después de aquella gran paliza, en la que vislumbré la muerte, no como ahora, que se manifiesta con absoluta claridad, aquel día simplemente noté su presencia cerca, volví a la escuela,

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