14 microrrelatos fantásticos y otros relatos
Por Mark Debrest
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«La magia es un puente que te permite ir del mundo visible hacia el invisible. Y aprender las lecciones de ambos mundos».
Paulo Coelho
Este libro está formado por 14 microrrelatos fantásticos -los siete primeros son tristes, íntimos y profundos; los otro siete, divertidos y originales-, dos relatos en los que encontraremos dos misteriosos juegos de cartas -con la baraja española y francesa, respectivamente- y, para finalizar, con un tercer relato de intriga y miedo con un final sorprendente e inesperado.
Mark Debrest
Mark Debrest nació en Barcelona en 1965, donde reside. La música -trabaja en una prestigiosa y gran escuela de música- y la literatura han sido para él, desde siempre, muy importantes. Sobre todo, la literatura de autores ingleses y americanos como Dickens, las hermanas Brönte, Edgar Allan Poe, Sir Arthur Conan Doyle y Daphne Du Maurier. Sin olvidar a la gran escritora de novelas de misterio Agatha Christie. En 2018 publicó dos libros: Las muñecas: Tres narraciones breves fantásticas y Soledades: Cuatro narraciones breves fantásticas.
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14 microrrelatos fantásticos y otros relatos - Mark Debrest
14 microrrelatos fantásticos y otros relatos
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417856458
ISBN eBook: 9788417856953
© del texto:
Mark Debrest
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Dedico este libro a mi hermana
—sin su ayuda no hubiera podido publicar mis libros—,
a mi cuñado y a mis tres sobrinos.
Gracias por todo.
SIETE MICRORRELATOS TRISTES
Pecoso
Cuando era pequeño, todos los sábados por la mañana, mi madre y yo íbamos a comprar el pan a una bonita y pequeña panadería muy cerca de casa. Para mí era un día muy feliz, ya que no había colegio y podía estar más tiempo con mi madre, a quien adoraba. Y allí, en el mostrador de la panadería, siempre veía con optimismo y simpatía a la dueña, la señora Emilia, a la que mi madre y yo apodábamos la Quiénesquémás, pues siempre y con rapidez preguntaba a quién le tocaba y qué más quería comprar. Cuando llegaba el turno a mi madre, la guapa y recia señora Emilia me miraba también a mí con sus grandes y expresivos ojos azules, como los míos. Y me miraba con atención por varios motivos: porque yo siempre tenía una contagiosa sonrisa y brillo en los ojos; era pelirrojo y tenía muchísimas pecas en mi rostro, algo que yo detestaba. Después de comprar el pan, me daba casi siempre un cromo para mi colección, diciéndome: «Ten este cromo, Pecoso», y yo le respondía con un tímido «gracias».
Después de muchísimos años, en 2004 se celebró una fiesta con motivo de su centenario, y mucha gente fue a verla para saludarla y hablar con ella. La señora Emilia, afortunadamente, se encontraba muy bien de salud, lúcida y con buena memoria. Cuando llegó mi turno en la aglomeración que había en la tienda, la miré con ternura y le dije flojito: «Señora Emilia, ¿sabe quién soy? ¿Se acuerda usted de mí?». Y ella, con aquellos ojos tan bellos de color azul, pero ya muy pequeños, se me quedó mirando extrañada, como ausente, pero de repente dijo con fuerza: «Pecoso». Me reconoció y me dio un fuerte beso en la mejilla y yo, a ella. Me emocioné. Lo que me sorprendió fue que me dijera, a continuación y con lentitud, que cómo iba mi trabajo como científico.
—¿Y cómo sabe que lo soy? —le dije, muy asombrado.
—Nunca te gustaron tus pecas, querías borrarlas de tu rostro y alguna vez me dijiste que lo conseguirías.
—Sí, y al final conseguí borrar muchas que me afeaban.
—Ya lo veo, ya…, pero, con la desaparición de las pecas, también ha cambiado tu expresión y veo que no eres feliz.
Al decir aquello, se me humedecieron los ojos, pues me dijo la verdad.
—A su edad, ¿cómo lo adivinó?
—Ay, Pecoso —dijo finalmente—, con lo guapo que eras con tantas pecas y ahora, con menos, eres otro.
El ascensor
El ascensor de nuestro bello, señorial y antiguo edificio ya no funciona; y no tiene arreglo posible. El ascensor, que conoció a tantos y variados vecinos tantísimos años, y que era el nexo entre ellos, con sus charlas alegres, algunas tristes y otras monótonas, ya no estará con nosotros. Tenía noventa años, como yo, que nací en 1925.
El ascensor, de madera clara y acero brillante, bellamente decorado por fuera y por dentro, un poco oscuro en su interior y que bajaba y subía con lentitud, con majestuosidad, se ha ido para siempre y sin hacer ruido.
Para mí ha sido un disgusto enorme, pues lo vi y utilicé toda mi vida: con mis padres, hermanos y abuelos, y luego, con mi mujer, mis hijos, nietos y biznietos. Hizo un gran servicio a la comunidad de tantísimos vecinos durante muchos años, no estropeándose casi nunca. Era casi como un milagro que durara tanto tiempo, aunque no era de extrañar, pues era uno de los mejores y de los más caros de la ciudad. Pero todo tiene su final, todos lo tenemos, sin llegar nunca a acostumbrarnos a su ausencia.
El ascensor será reemplazado por otro. ¿Por otro? No quiero, no. Mi ascensor no puede reemplazarse. Debe quedarse ahí, pues forma parte de la historia del edificio, de mi edificio. Y que no, que no lo toquen, por favor. ¡Que no lo toquen!
El ascensor ha muerto.
Sí, ha muerto.
Y yo…
Un poco con él.
El largo viaje
—Pero, Irene, ¿todavía estás aquí con zapatillas? Debes prepararte. Ya ves que han venido también Juana y Claudia.
—Sí, ya lo veo —le contestó un poco impaciente, aunque de buen humor—. Hola, chicas. Solo tardaré unos minutos.
—Es un lugar maravilloso y te están esperando con mucha alegría —dijo Claudia, también muy contenta.
—Ya me lo imagino y espero pasar mucho tiempo. Pero ¿sabéis qué os digo? Que ojalá sea para siempre.
—Yo creo que sería una gran idea. Creo que ya debes cambiar de lugar. Yo creo que es el momento, no debes esperar más —dijo entonces Juana con dulzura.
—Sí, creo que será lo mejor.
Entonces, una guapa mujer de cabellos rubios de unos cuarenta años abrió la puerta de la habitación después de dar unos golpecitos en ella y le dijo con suavidad:
—Señora Irene, ¿cómo se encuentra hoy? ¿Todo bien?
—Sí, gracias, estupendamente. Mis hermanas han venido a buscarme para realizar un largo viaje. Quizá me quede con ellas.
—Sí, señora. Cuídese mucho —dijo con ternura al verla tan contenta.
Entonces, la mujer cerró la puerta de aquella bonita habitación en la que solamente había una guapa mujer nonagenaria inválida, con el cabello largo y blanquísimo, y que había nacido con el siglo, postrada en la cama.
—Sí —dijo para sí la anciana con un brillo especial en los ojos—. Debo prepararme con rapidez. Como ve, han venido mis hermanas para acompañarme. Estoy muy contenta y emocionada porque voy a realizar el largo viaje. Soy la última de la familia. El reencuentro con todos será muy emotivo. Ya tengo muchas ganas de verlos, abrazarlos y hablar con todos ellos. Sobre todo, con los papás. ¡Después de tantísimos años! —exclamó la anciana mujer muy emocionada y como si volviera a la niñez—. Será un viaje maravilloso.
La anciana del metro
Ocurrió el año pasado, en 2017, y me acuerdo tan vivamente que a veces, por las noches, lloro de la emoción al recodarlo. Son hechos que no se olvidan jamás.
Regresaba de una reunión de trabajo, muy cansado y cogí uno de los últimos metros de la ciudad, el de la una de la madrugada. Cuando iba a subir las escaleras que daban a la calle, vi a mi derecha, al pie de la escalera, a una anciana