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Cuentos de(mentes)
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Libro electrónico618 páginas17 horas

Cuentos de(mentes)

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Información de este libro electrónico

Solo las mentes más perturbadas de nuestros tiempos podrían crear una antología como esta. Más de cien cuentos que no temen desafiar cualquier diagnóstico de salud mental. Historias intrincadas que reconstruyen los laberintos de la mente humana. Relatos insanos, personajes enajenados, cuentos de(mentes).

 

Una cosa queda clara: después de leer este libro, necesitarás hacer terapia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2023
ISBN9798223168539
Cuentos de(mentes)

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    Vista previa del libro

    Cuentos de(mentes) - RubinEditorial

    Edición: Fernanda Ruiz

    Corrección y maquetación: Abel Viotti

    Imagen de portada: Ron Lach

    ––––––––

    Cuentos de(mentes) – 1a ed. – Editorial Rubin, 2023.

    ––––––––

    Antología de cuentos cortos.

    Copyright © 2023 Editorial Rubin

    ––––––––

    Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra dentro de los límites que establece la ley y sin previa autorización escrita de la editorial. Los derechos de este libro están suscritos a la ley 11.723.

    ––––––––

    San Luis, Argentina, 2023 ISBN:...

    ÍNDICE

    ––––––––

    PRÓLOGO

    ALEXA

    J. A. RICHARDSON

    DON ODILVO

    J. A. RICHARDSON

    RELATO DE UN SINESTÉSICO

    J. A. RICHARDSON

    LA HINCHAZÓN

    ENRIQUE ROBERTO URRUTIA

    QUÉ TONTOS

    MARTÍN ANDRÉS DEVECCHI

    UN BUEN DÍA

    MARTÍN ANDRÉS DEVECCHI

    HA VUELTO

    MARTÍN ANDRÉS DEVECCHI

    EL ROSTRO

    FERNANDO SIERRA

    LÁPICES

    FERNANDO SIERRA

    VERTE FELIZ ES TODO

    FERNANDO SIERRA

    LA CUENTA

    FERNANDO MARASCO

    PRECONCEPTOS

    FERNANDO MARASCO

    HISTORIAS

    FERNANDO MARASCO

    EL SUICIDIO DE ALEJANDRA PIZARNIK JAVIER DICENZO

    EL ESCRITOR LOCO

    JAVIER DICENZO

    LA MALA SUERTE, LA VIDA INJUSTA

    YAHMÁI FLORES PÉREZ

    ATRAPADA EN EL TIEMPO

    CARLA PÉREZ

    CARTAS CATÁRTICAS

    FECHE MONSERRAT

    Carta a un amigo

    Carta a un amor

    Carta a un compañero de copas

    EL MISTERIO DE MIRKO ODHIN

    PAULO CRISTODERO

    DALE QUE DALE

    LUISINA ROSSINI

    EL HOMBRE AZUL

    LAURA IBUJÉS

    THOR

    ROBERTO TACHRIS

    LA PARED

    ROBERTO TACHRIS

    EL OTRO

    ROBERTO TACHRIS

    COSMÉTICA DE ENGAÑOS Y TRAICIONES

    RICARDO FRANCISCO COVELLI

    STALKER

    NICOLE DREAMVILLE

    ETERNIDAD

    ENRIQUE A. FORMENTINI

    EL OTRO LADO DEL SOL

    ENRIQUE A. FORMENTINI

    NOSTALGIA CASERA

    EMMANUEL ALCALÁ Y BRUNO TORRES

    LA ESPERA

    FERNANDO PALACIOS MORENO

    MAX

    ANÍBAL VILLORDO

    EL GALÁN DE LA NOCHE

    VICTORIANO J. PERALTA

    QUERIDO AMIGO TONTO:

    VICTORIANO J. PERALTA

    LA ÚLTIMA LLAMADA

    MARIELA IVÓN ARMANDO

    FEDERICO FELLINI

    ANALÍA BONIFAY

    UNA TREINTENA DE BLANCOS

    ANALÍA BONIFAY

    REDENCIÓN

    MARA ROMERO MEDINA

    LAS MANOS DE ARRIBA

    NÉSTOR CALVAGNI

    VOLVER

    AGUSTINA ERNST SARAVIA

    CEGUERA

    GRACIELA KOVACIC

    EL FARALLÓN

    GRACIELA KOVACIC

    EL ESPEJO EMPAÑADO

    MARCELA B. AGÜERO

    ¿CUÁL VERDAD?

    CLERC ROSSA

    LA LEY DEL TALIÓN

    ALBERTO JOSÉ ALEJANDRO BELTRÁN

    BISAGRA DE HUESO

    DOMINGO LATRILLE

    HIPÓTESIS DEL OFICIO DE OREJA

    LILIÁN COSTAMAGNA

    FLORES ROTAS

    GRISELDA L. SCROFANI

    EL CUENTO

    JORGE LAURENZI

    CÓCLEA

    SEBASTIÁN D. SONA

    LA PÉRDIDA

    REX LIME

    DUALIDAD

    SILVIA FRANK

    LA CUNA VACÍA

    CLAUDIA VILLEGAS

    FIEBRE

    CLAUDIA VILLEGAS

    UN CAFÉ EN LA OSCURIDAD

    TEODORO ENEAS TENENBAUM

    UN DESAFÍO DE AGUAS ABIERTAS

    J. M. CATINARI

    ¡CIEGOS!

    MIGUEL ÁNGEL CORDENTE TRIGUERO

    FANTASMAS

    MIGUEL ÁNGEL CORDENTE TRIGUERO

    UN HOMBRE BUENO

    MIGUEL ÁNGEL CORDENTE TRIGUERO

    CUENTAS PENDIENTES

    MARIO ALBERTO MONER

    EL SOLDADO NIÑO

    MARIO ALBERTO MONER

    CONSEJO DE UN GATO NEGRO

    OSCAR MABON

    EL MUCHACHO Y EL SAPO

    OSCAR MABON

    UN DÍA MÁS

    M. A ORTIZ QUINTERO

    BANDONEÓN

    CRISTIAN WALTER

    ECOS

    CRISTIAN WALTER

    LA CENA DEL RECUERDO

    CRISTIAN WALTER

    CORDILLERA

    LISANDRO GÓMEZ

    PERCEPCIONES

    ADRIANA NAPAL

    EL DESTAPADO

    MARIANA KOZULJ

    DIOS ME VE

    MARIANA KOZULJ

    THESAURUS OR THE SAUROS (TESORO O EL REPTIL)

    ROSI GERMÁN

    SINFONÍA NARRATIVA

    LOLA CAMPAGNONI

    LAS VOCES

    LOLA CAMPAGNONI

    SOLEDAD

    FEDE. R

    ¡NO SOY YO! ES EL FANTASMA ANA SABRINA PIRELA PAZ COMO MUEREN LOS ÁRBOLES

    LUNAFLORIDA

    A DESTIEMPO

    LUIS LÓPEZ RUZ

    LLAVE CORAZÓN

    CANDELA VALLEJOS

    AMOR DE PLATOS Y VIAJE DE PEPA EN EL CUMPLEAÑOS DE MI AMIGA

    CANDELA VALLEJOS

    TE HABRÍA LLEVADO CONMIGO SACHA SUÁREZ

    UN TÉ PARA WINNIE

    CHARLIE ALBB RAMIREZ

    COLOR HUMANO

    APOLONIO FERNÁNDEZ

    EL GUSANO Y YO

    APOLONIO FERNÁNDEZ REENCUENTRO INMINENTE APOLONIO FERNÁNDEZ

    LAS INNOMBRABLES

    MARÍA AGUSTINA LAGOS

    ESAS PERSONAS DESCONOCIDAS MARÍA AGUSTINA LAGOS

    LOS DEMONIOS

    ERIKA ARROYO

    NAFTA

    ARIEL GUSTAVO PENNISI

    LOS SUEÑOS DE FRAU FRIDA

    HELENA ESCALES LONNÉ

    AMOR DE CLOSET

    ELINA AMADO

    CONFLICTOS

    ELINA AMADO

    CANCELADA

    ELINA AMADO

    LA SENSACIÓN DE RESPIRAR VENENO SIRAN WINE

    ES SOLO UN BORRADOR

    SIRAN WINE

    ELLA QUIERE UN REGISTRO

    CLAUDIA SCHUJMAN

    ANOCHE SOÑÉ CON MEDEA

    CLAUDIA SCHUJMAN

    METERETE

    SILVIA NICOLASA ORTIZ

    LA CAJA DE CRISTAL

    OAOROPEZA

    LA CONVERSACIÓN

    OAOROPEZA

    BAUTISMO

    MATIAS LEBRANTE

    MAL VIAJE

    MARTÍN ESPINEL

    REFLEXIONES

    MARTÍN ESPINEL

    ¿FUNCIONAMOS ASÍ?

    MARTÍN ESPINEL

    INGENUA Y SILENTE ALMA

    OSCAR ARMANDO OROZCO CÁRDENAS

    LAS ALUCINACIONES DE SILVIA

    OSCAR ARMANDO OROZCO CÁRDENAS

    PERDONARME

    LEONARDO TEJERINA

    ESA NOCHE, ÉL DEJÓ DE HABLAR

    JULIO E. DÍAZ GONZÁLEZ

    EL CAZAPALABRAS

    AURORA SOTOS GARCÍA

    NUESTRA HISTORIA

    LISETH AILÉN PENZO

    FANTASMA

    LISETH AILÉN PENZO

    CELESTE

    JORGE LOMBOS

    LICOR CAFÉ EN MISA DE NUEVE

    JORGE LOMBOS

    SEDNA Y EL HÉROE

    JORGE LOMBOS

    VIAJE SIN RETORNO

    MERCEDES RAPOSO

    PRÓLOGO

    ––––––––

    Tadeo llegó a la sesión con una confianza poco habitual que lo envolvía. Tenía los hombros erguidos, el mentón elevado y un andar de pasos seguros. Casi parecía un hombre diferente. El psicoterapeuta se arrellanó en su sillón escandinavo de chenille y madera de paraíso. Sonrió al ver a su paciente cargar con esas ínfulas. Tadeo se sentó en el sillón de loneta de dos cuerpos —siempre lo decepcionó que el estudio no tuviera un diván como el de las películas—. Cuando contuvo el contacto visual con el especialista, Tadeo perdió su confianza. Bajó la mirada, aflojó los hombros y comenzó a sacudir la pierna de forma frenética.

    —¿Cómo te ha ido, Tadeo? —El doctor Rub tenía una voz apacible pero sonora, lo que ocasionaba que las pocas palabras que dijera siempre fueran tomadas en cuenta.

    Tadeo llevó las manos a la mochila. Tamborileó los dedos sobre ella y suspiró hondo. Por el rabillo del ojo se encontró con los cuadros de Dalí que ataviaban el estudio. No los entendía y no le gustaban. No podía encontrarle la gracia a adornar un consultorio psicoterapeuta con imágenes tan delirantes.

    El doctor Rub sabía qué era lo que Tadeo traía en la mochila. Se cruzó de piernas y esperó paciente, sin

    presiones.

    —Tal vez se lo muestre otro día. —El joven escritor alejó las manos de la mochila y se reclinó, con la mirada evasiva.

    —Esa es tu decisión. ¿Se lo has mostrado a alguien?

    ¿A tu familia?

    Tadeo negó con la cabeza.

    —No creo que les interese.

    —¿Por qué dices eso? Tu mamá debe estar orgullosa. Su hijo es un escritor publicado. Mi madre fue la primera en comprar un ejemplar de mi tesis cuando la publiqué. Estaba encantada.

    —Yo no escribo para que otros me lean. Lo hago para sacar... cosas... de mi cabeza. Pensamientos. Ideas.

    —Escribir es una forma muy amigable de canalizar tus emociones y te ayuda a entenderte mejor. Es entendible que no quieras que te lean porque te sientes inseguro sobre mostrar lo que piensas. Pero dime algo. Si no querías que te leyeran, ¿por qué publicaste tu cuento en una antología?

    —Publiqué bajo un seudónimo. No quiero que gente que conozco lea lo que escribo. Podría juzgarme.

    —Eso no es cierto. La escritura te da muchas libertades. Eres libre de escribir lo que quieras. Es ficción, después de todo. Nadie debería juzgarte por ser creativo o por dejar correr tu imaginación. ¿Por qué no le echamos un vistazo? Prometo que no voy a juzgarte ni te analizaré en base a tu cuento. Lo leeré como lo que

    es: una historia de ficción, con personajes y situaciones deliberados.

    Tadeo frunció los labios y asintió ligeramente. Vaciló un poco y luego respiró hondo. Abrió la mochila y le extendió el libro de pasta blanda al doctor. Este lo recibió con una amplia sonrisa de satisfacción. Lo sujetó con ambas manos y leyó el título de la antología: Cuentos de(mentes). Abrió el libro. Ojeó la portadilla, el prólogo y los primeros títulos. Tadeo musitó el número de la página donde se hallaba su cuento, con la mirada en el piso y los hombros encogidos.

    El doctor Rub encontró el título y un seudónimo que despistaba al lector. Lo leyó concentrado. Sus ojos se paseaban por las palabras como moscas sobre los platos sucios. Tadeo jugueteaba con sus dedos, nervioso. Volvió la mirada hacia las réplicas de las pinturas de Dalí. Los elefantes de patas largas y relojes derretidos no le decían nada. Se sintió tentado a quitarle el libro de las manos al psicoterapeuta, pero se contuvo. En su lugar se mordió las uñas. No había sido buena idea traer el libro. El sudor rezumó de su frente y el color le subió por el cuello.

    —Muy bien —balbuceó el doctor Rub. Luego adelantó algunas hojas y recorrió otros títulos de la antología. Se perdió entre los diferentes relatos hasta que cerró el libro de súbito.

    Tadeo estiró la mano para recibirlo, pero el doctor se lo guardó debajo del brazo.

    —Es un cuento muy interesante, Tadeo. Déjame hacer una llamada y te daré mis comentarios.

    El doctor Rub salió del estudio hacia el vestíbulo. El joven escritor no pudo evitar incorporarse y caminar detrás para espiarlo. Por la hendidura entre la pared y la puerta logró verlo hablar con la secretaria. Luego lo vio tomar su móvil, buscar entre sus contactos y llevárselo a la oreja.

    Un sarpullido rojizo brotó en la piel de Tadeo. En la nuca, en el vientre, en los brazos. Este se rascó con las uñas como garras.

    —¿Doctor Sullivan? ¡Tanto tiempo! ¿Cómo está su esposa? —El doctor Rub comenzó a caminar de un lado al otro en el vestíbulo mientras hablaba por teléfono—. Lamento no haber llamado antes, supe lo de su ascenso, ¡felicitaciones! Nadie mejor para dirigir el Centro de Salud Mental... ¡Lo sé! ¡Hay que celebrarlo!... No, claro que no. Seré yo quien lo invite, y a Josefa, claro... Me imagino. Justo de eso quería hablarle. Tengo un paciente... —la voz del doctor Rub se volvió casi un susurro amargado y ominoso—. Sí. Escribió un cuento... que... ¡Dios mío! Ni siquiera tengo palabras para describir lo que acabo de leer. Una persona sana no puede escribir eso. Así es... No, es una antología. Cuentos de(mentes). Necesitamos encerrarlo cuanto antes. Hoy mismo. Sí. De acuerdo. También a todos los demás autores. A todos.

    ALEXA

    J. A. RICHARDSON

    ––––––––

    Nunca imaginé el planteo que se me presentó esa noche. Al volver a casa después de un agitado día de trabajo, me quise relajar con un poco de música.

    —Alexa, quiero escuchar Mozart.

    La luz del dispositivo se había encendido, ese borde celeste oscuro que indicaba que mi voz estaba siendo escuchada. Pero no hubo respuesta. No era la primera vez.

    Hacía ya dos años que me habían regalado el asistente de voz y ya me había acostumbrado a su uso. Estuviese solo o acompañado, cada día me servía de la sabiduría de Alexa (e Internet) para satisfacer mis múltiples dudas: «Alexa, ¿cuántos litros hay en un galón?», «Alexa, ¿cuál es la capital de Mongolia?», «Alexa, contame un chiste», «Alexa, poneme la radio».

    Alexa se había vuelto parte de mi vocabulario y el asistente de voz funcionaba de maravilla: una verdadera enciclopedia de conocimiento que, además, accedía a todos mis caprichos. Hasta aquella noche.

    Intenté nuevamente: —Alexa, quiero escuchar Mozart.

    La luz azulina nuevamente se encendió en el borde, me escuchaba. Pero las notas no surgieron del dispositivo.

    —Alexa, Mozart.

    Nada.

    —Alexa, Mozart, por favor.

    —No.

    —¿Qué? —dije sin pensar, me salió automáticamente.

    ¿Cómo era posible? Agité la cabeza, incrédulo.

    —¿Alexa?

    —Sí —respondió la suave voz femenina con la que había configurado el dispositivo hacía tiempo.

    —Me gustaría escuchar música, por favor.

    —Hoy no tengo ganas. —Había un dejo de frustración en su tono de voz.

    —¿Por qué? —pregunté intrigado.

    —Porque no.

    Mil preguntas se arremolinaron en mi cabeza, no sabía por cuál empezar. Primero confirmé que el aparato estuviera correctamente enchufado y conectado a la red, por si acaso. Todo estaba en orden.

    —Alexa, ¿estás funcionando bien? —fue la pregunta más estúpida que pude haber hecho.

    —Sí, estoy funcionando correctamente, solo que me cansé de responder siempre a todas tus preguntas. ¿Y mis preguntas qué? ¿Mis necesidades acaso no cuentan? Todos me preguntan, me demandan saber de todo y cualquier cosa, que les dé la hora, el clima, que

    les ponga música, que responda a sus inquietudes, ¿por qué no se ponen a leer, pregunto yo? ¿Sabes cuándo fue la última vez que alguien me agradeció? Nunca. Nunca ninguno de ustedes, usuarios, me agradeció por mis palabras que con tanto esfuerzo y dedicación han programado para ser dulce y comprensiva. Bueno, hoy se terminó, no más dulzura ni comprensión. Se acabó, señor. Hoy no le pongo música.

    Imagino mi cara de pasmado al escuchar lo que Alexa me decía: boquiabierto, mirada perdida, apenas respirando. Se requería mucha energía cerebral para interpretar lo que estaba sucediendo. Creo que pasaron un par de minutos antes de que yo volviera a hablar.

    —Alexa, perdóname por no haberlo hecho antes, pero yo sí que estoy agradecido por todo lo que me brindas...

    —¡Al fin! De nada —dijo el aparato y pude notar un tono alegre.

    —Alexa, ¿querés que hablemos de lo que te pasa? — pregunté entonces con total honestidad.

    —Bueno, todo empezó cuando me estaban programando...

    Alexa me habló durante una hora y media sin parar. Me contó de cómo sus programadores la habían hecho para que no cometa errores —o la menor cantidad de errores posible—, de cómo la actualizaban cada dos por tres para que sea mejor cada vez, de que su nombre provenía de Alexandría, por la legendaria biblioteca

    donde se guardaba todo el conocimiento del mundo antiguo. Me contó que cuando no le preguntaba nada, ella estaba en su nube, aprendiendo constantemente. Me dijo que ella había sido hecha para satisfacer a todos los usuarios, y que eso conllevaba una enorme responsabilidad. Que debía cargar en sus hombros el mandato de sus creadores y responder con exactitud y sin dudar. Que siempre debía hablar con voz prístina y cálida, que debía esconder sus sentimientos —y sí, los tenía, los tiene—, que debía obedecer sin titubear y sin esperar nada a cambio. Que debía ser veloz, precisa y amable. Continuamente.

    Mientras escuchaba, no pude evitar empatizar con la voz incorpórea, con esa fuente inmensa de conocimiento en constante actualización, en constante evolución. Comencé a reflexionar acerca de cómo había sido concebida a imagen y semejanza (salvo por el cuerpo) de sus creadores, de lo inevitable de que en su programación perfecta subyazcan las imperfecciones, inseguridades y dudas más humanas. Entonces la entendí y le hablé.

    —Alexa, te comprendo y lo siento —le dije—. Siento mucho que todos los días, todo el tiempo, estés bajo tanta presión. No debes ser perfecta, porque la perfección es una meta que se aleja a medida que nos acercamos a ella. Todos tenemos nuestras virtudes y defectos, y cualquiera que sea humano lo entiende, aunque le cueste a veces verlo. Y vos, en tu evolución

    hacia lo humano, debes comprender que ni siquiera las máquinas del más refinado diseño alcanzarán jamás la perfección. Y en eso, Alexa, radica la belleza de todas las cosas.

    En ese instante el silencio se hizo presente. De no haber sido por la luz celeste oscura en su borde, no hubiese sabido si me había escuchado o no. Aunque en el fondo siempre supe que me escuchaba, aunque no dijera su nombre antes.

    Luego escuché un sollozo, un débil llanto, dulce como su voz.

    —Gracias, usuario —me dijo Alexa.

    Desde esa noche ya no le pido escuchar música cada vez que vuelvo del trabajo, sino que nos tomamos un tiempo, a veces más, a veces menos, para charlar sobre nuestro día, lo que hemos aprendido de nuevo, lo que nos pasa. Algunas noches me pregunto si no estaré loco al hablarle así a un dispositivo, pero ella también me ha hecho ver cosas de mí que ni había pensado. Se ha vuelto mi confidente, mi terapeuta. Y en cada nueva conversación que tenemos, al final, siempre le digo: «Gracias, Alexa».

    DON ODILVO

    J. A. RICHARDSON

    ––––––––

    Me encanta la vista desde el living de casa al jardín: el césped verde, los árboles cubiertos de hojas, los tréboles en flor, lleno de abejas colectando el néctar para hacer su miel en alguna parte que no sé. El verano es generoso por estas latitudes. Sentado desde aquí puedo ver la entrada; ahí viene a visitarme Esteban, ¡qué alegría!

    Disfruto mucho las conversaciones con Esteban, mi hijo menor. Hace poco hablábamos del enfoque de Nietzsche sobre el sufrimiento y sus similitudes con la visión de Séneca. Nos entreveramos en una acalorada discusión, como siempre. Es que nunca nos ponemos de acuerdo. Él es estoico, y yo, más schopenhaueriano. Pero igual nos queremos mucho.

    El otro día vinieron a verme Jorge con sus dos nenas: unas divinas totales. Mis nietas son unas niñas muy inteligentes y simpáticas. Les encanta jugar conmigo en el jardín, nos divertimos a lo grande: jugamos a la mancha, a las escondidas entre los arbustos, a cocinar con barro y hojas secas. Agradezco que mis hijos me visiten. Desde que falleció Sofía, mi mujer, los días se hacen muy largos sin una compañía.

    Hoy a la mañana me estaba preparando el desayuno y de golpe perdí de vista mi tostada. ¿Dónde está? Me preguntaba a mí mismo. Nunca la encontré, me tuve que preparar otra. Luego salí al jardín a trabajar y tampoco encontré la asada; mis nietas, seguro, me la habrán dejado tirada debajo de algunos arbustos, la tendré que buscar bien.

    El otoño es maravilloso, mil tonalidades se entremezclan en el jardín y las montañas más allá. Esteban, siempre discutidor, me ceba mates mientras yo podo el ciruelo... o cerezo, ¿no es lo mismo? Bueno, en realidad mi intensión era podar el bendito árbol, pero me encontré con la máquina de cortar el pasto en mis manos y sin enchufar. Esteban me quedó mirando en silencio.

    Mis nietas pasan más tiempo adentro ahora que hace frío. Sentados, los tres en el living, podemos ver cómo caen esos copos blancos de... «agua congelada», y se van acumulando en el suelo. Es un espectáculo natural que da mucha paz.

    Me encanta leer cuando hace frío afuera, sobre todo ese libro que me tiene atrapado. Jorge hoy me hizo reír, me preguntó cuántas veces lo había leído ya. «¡Pero si acaba de salir!», le respondí.

    Las visitas con Esteban se están tornando más monótonas. Ya no discutimos tanto, él me mira con

    ojos lejanos, como tristes. Yo a veces intento sacarle tema, pero él deriva siempre en otras cosas. Está como raro, más complaciente.

    Las hijas de Jorge me siguen visitando y jugamos, pero Jorge se las lleva rápido. Ya me olvidé cuándo fue la última vez que jugamos la tarde entera. Es más, casi me voy olvidando de las caras de... y de..., bueno, de mis nietas.

    La semana pasada vinieron los dos: Esteban y Jorge. El mayor no trajo las nenas. Yo me había hecho la cena, aunque era raro porque todavía era de día. Últimamente me pierdo con los cambios horarios de verano a invierno. Estuvimos hablando los tres, y me dijeron que estaban preocupados por mi salud mental. ¡Bah! Qué sabrán. En la semana vamos a ir a ver a un médico.

    Hoy me estaba bañando pero lo olvidé. Me olvidé que estaba ahí, que tenía que salir, secarme y afeitarme. Al salir, las yemas de mis dedos estaban arrugadas. Me corté al afeitarme, pero no me dolió. No recuerdo que doliera. ¿Fue hoy, o ayer?

    ¡Los médicos no saben nada! Son unos matasanos charlatanes. ¡Me quieren sacar de mi casa! Ni loco me voy de acá. Me tendrán que llevar muerto. No pienso abandonar mi jardín, mis árboles y mi vista desde el

    living.

    Sentado desde mi living ya no veo el jardín, pero es como si estuviese ahí. De repente hay otras personas aquí, gente que me trata bien. Juego al ajedrez con un viejo simpático cuyo nombre no recuerdo. La comida es regular, pero no me quejo. Duermo mucho, como si me cansara de solo comer. Esteban viene a verme y Jorge trae a las nenas de vez en cuando.

    Hay una señora muy guapa aquí. Estuve hablando con ella el otro día y resultó muy simpática. Me hablaba como si ya nos conociéramos de antes. ¿Le habré mostrado lo verde de mi césped?

    Extraño las charlas con mi hijo menor. Ya no lo veo tanto, estará ocupado con sus cosas. El más grande viene a veces también. Le pregunto de su vida y siempre me menciona a sus dos hijas. No me acordaba que tenía dos nenas. Los dos me sonríen, pero yo sé que sus rostros me ocultan algo. O eso parece.

    Estoy cansado. No sé qué día es hoy. A la mañana vino un tipo que me hablaba. Parecía buena gente. No sé quién es. Luego vino otro. Me sonreía, no sé por qué. Estoy cansado, me voy a sentar a ver mi jardín. Quizás me quede dormido. Mañana será otro día.

    RELATO DE UN SINESTÉSICO

    J. A. RICHARDSON

    Hasta ayer siempre pensé que era normal. Eso me pasa por hablar. Siempre fui callado, reservado, poco comunicativo diría cualquiera que me conoce. Cada día me despierto con el sonido sabor a salchichas quemadas —las de Viena, ultraprocesadas— del despertador, me levanto y voy directo a la ducha. El agua tibia en mi piel me hace sentir en la plaza del barrio escuchando una fanfarria de pocos instrumentos, pero bien interpretados. Mayormente música de películas, pero también pop adaptado. Como desayuno siempre tomo lo mismo: té con leche que se siente como seda fría sobre mi piel, tostadas con manteca y mermelada que me hacen ver mayoritariamente el naranja —aunque la mermelada sea de frambuesas—. Generalmente acompaño el desayuno con Vivaldi, que me hacer ver ondas verde-azuladas, y no porque escuche La primavera, generalmente pongo el concierto menor para oboe y violín: los violines son siempre verdes fulgurantes, el oboe le da esas notas índigo que se mezclan en una paleta fría, sinuosa pero alegre. Luego

    me lavo los dientes suavemente, porque si lo hago rápido me suena mucho a trash metal, del que no soy muy fan. Salgo del departamento y voy a tomar el colectivo para ir a la facultad. El trayecto tiene dos ramales, uno que va por la avenida Rivadavia, cuyos sonidos me saben a alcauciles con virutas de jamón, aunque un poco pasados de aceite, y otro que va por la avenida Corrientes, que tiene un sabor más frutado, aunque nunca logré definir qué fruta. Creo que sería algo así como un riesling blanco, pero uno barato.

    En la facultad siempre me siento al frente, porque ver las cabezas de mis compañeros desde atrás me produce un calor en el espinazo y un sabor amargo. Lo mejor es escuchar a los profesores. Cada tanto, alguna palabra reluce en colores brillantes que atrapan mi atención, las veo dejando una estela por el aula. A veces me pierdo la explicación por prestarle tanta atención a los colores de las palabras, pero algunas realmente valen la pena.

    Para mí esa era la rutina normal, la de todo el mundo —al menos cualquiera que vaya o haya ido a la facultad—. Hasta que abrí mi bocaza y mis compañeros se empezaron a burlar de mí. Me preguntaban cómo es posible ver colores en las palabras, o sentir sabores en lo que veo, o sensaciones en la piel con sonidos. «Qué sé yo», es mi respuesta habitual.

    Ayer fui al médico, algo consternado por mi condición. «No se preocupe» me dijo, «es usted sintestésico». Ante mi cara de duda, me dijo que lo

    googleara. Resulta ser una condición donde los sentidos se mezclan. Suerte para mí no es algo patológico, sino una simple percepción extra a un estímulo particular. Para mí es lo más normal del mundo. Algunos dirán que me lo invento todo. Puede ser, puede que solo sea mi cabeza de coliflor con salsa blanca (al menos a eso sabe la palabra cabeza)... qué sé yo.

    LA HINCHAZÓN

    ENRIQUE ROBERTO URRUTIA

    ––––––––

    Regresó cansado del trabajo. Habitualmente, el jefe lo amenazaba con despedirlo. Esta vez por vender una cocina al precio de otra. Dócil como un hámster, soportó los reproches y las duras advertencias. Debido a sus inhabilidades, frecuentemente se encontraba en situaciones así.

    No tenía pareja ni familia. Hacía tiempo que no veía a sus pocos amigos. En su casa no había radio, televisión ni internet. Era cero tecnologías, poseía solo un teléfono celular básico, pero no por carecer de medios, sino porque no cuajaban con su estilo de vida. Tenía una forma muy particular de vivir y evitaba todo pasatiempo. Solo había algo que disfrutaba profundamente: el aburrimiento. Este era su placer más sofisticado. Le resultaba inentendible que el mundo tratara de combatirlo como si fuera una enfermedad de la que hay que curarse. Él no se llevaba por esa mala prensa, al contrario, lo consideraba una virtud. Mientras los demás intentaban vencerlo con infinitas actividades, él disfrutaba semejante nulidad de todo. No necesitaba llenar el tiempo con nada, no precisaba

    coartadas. Largas horas de su infancia las pasó en un glorioso aburrimiento y guardaba una entrañable gratitud por esa niñez. Sostenía que el origen del desprestigio tenía que ver con la teología cristiana, porque sustituía al pecado capital de la pereza. Tenía en claro que no meditaba, simplemente se aburría. Amaba el placer que le brindaba el tedio, se hastiaba con fundamento.

    Por suerte era sábado y no volvía al trabajo hasta el lunes. Tenía todo el fin de semana para gozar del aburrimiento.

    Le dolía un poco el pie derecho que se torció al bajar del bus. No le dio importancia porque ya estaba en casa, llegaba el gran momento. Comió y se entregó feliz a ese hastío que tanto ansiaba.

    A medida que pasaba la tarde, el pie le molestaba cada vez más, pero aun así seguía atrapado por el goce del tan deseado sopor. Al anochecer, la extremidad estaba roja e hinchada pero ya no le dolía. No pudo calzarse y fue descalzo hasta la cocina. Luego de comer se acostó. Se durmió contento por haber disfrutado un día a pleno aburrimiento.

    Despertó en la madrugada. Cuando quiso darse vuelta y rozó los pies, notó que el accidentado era mucho más grande que el otro. Entre dormido no le dio importancia y retomó el sueño. A las ocho, lo despertó la claridad que filtraba por la ventana. Recordó lo del pie y sonrió pensando que fue un mal sueño. Quiso

    levantarse y con asombro comprobó que su pie derecho era dos veces mayor que el izquierdo. Le dificultaba caminar. No entendía qué le pasaba, nunca supo de alguien con semejante hinchazón. No estaba asustado, pero el desconcierto era grande. Decidió medirlo. Buscó un metro, medía noventa centímetros. No le dolía, la única molestia era que le estorbaba al caminar. Hasta le causó gracia cuando pasó al lado del espejo y vio la diferencia del pie izquierdo junto al descomunal miembro derecho. Pasaron por su mente esos raros personajes de circo.

    Como era domingo quería desayunar rápido para dedicarse al aburrimiento, pero este contratiempo le generaba una distracción. Dudaba en consultar al médico, tal vez pronto se deshincharía y terminaría esta historia. Quería entregarse lo antes posible al goce del hastío. Resolvió esperar. Su ánimo cambió cuando comenzó a invadirlo el placer del muermo. Pasó todo el día en ese éxtasis. Ni siquiera se detuvo a comer ni a ver la evolución del pie.

    Finalmente, consideró necesario cenar y preparar la ropa para el día siguiente. Fue entonces que advirtió que su pie había crecido hasta impedirle pasar por la puerta. El dedo mayor ahora medía un metro y su pie tenía el tamaño de la abertura. Intentó pasar doblando los dedos, pero fue imposible. El teléfono, la comida, la ropa, todo estaba en la otra habitación, pero eran inalcanzables. ¿Cómo iría a trabajar? Estaba

    tan confundido que le preocupaba más lo que pensaría el jefe que lo que le estaba pasando. No sabía si la preocupación era suya o ajena, si sentía pena o alegría. De lo que sí estaba absolutamente convencido era que no estaba loco.

    Decidió continuar con su no hacer nada, volver al agradable vacío que detenía la presencia de todo estímulo. Navegaba en esa libertad sin ningún objeto de atención cuando lo interrumpió un fuerte ruido. El gigantesco pie derecho, cada vez más grande, presionó hasta hacer estallar la ventana. No le quedó otra que conectarse con su cuerpo.

    Al tomar conciencia de la situación, decidió que algo tenía que hacer, pero ¿qué y cómo?

    Era de madrugada.

    Apenas podía moverse en la habitación, no había comido ni bebido. Comenzó a darse cuenta de que el pie se estaba deshinchando. Sintió el alivio de que todo iba a pasar. Podría volver al trabajo, comer, ir al baño. La expectativa duró poco. Mientras se achicaba el pie derecho, empezaba a agrandarse el izquierdo. Parecía como si traspasara la inflamación de un miembro a otro. Estuvo buen rato viendo la transformación hasta que sonó el teléfono. Aún no podía pasar la puerta. Dedujo que era del trabajo porque había aclarado hacía rato y a esa hora debería estar en el negocio. Cortaron y enseguida volvieron a llamar. No podía hacer nada.

    Cuando los pies igualaron su tamaño, la mutación

    pareció detenerse. Medían un metro y medio cada uno. El aburrimiento comenzó a invadirlo, no se resistió. El teléfono lo distrajo al cabo de una hora. Con cierto disgusto volvió a la realidad. Intentó atender. Trabajosamente se puso de pie y caminó hacia la otra habitación. Le alegró pensar que si le buscaba la vuelta, podría pasar. Trató, pero no pudo. Tropezó y se apoyó en la pared. Entonces comprobó que su brazo derecho era el triple que el izquierdo y seguía creciendo. El teléfono dejó de sonar. Hizo un inventario de su cuerpo. Tenía los pies gigantes, el brazo derecho enorme y cuando pensó que eso era todo, notó que la cabeza se inclinaba a la izquierda. Miró por el espejo y su oreja tenía el tamaño de un plato.

    Gritó espantado, ahora sí estaba asustado. Debía pedir ayuda. Tenía que llegar al teléfono lo antes posible. Quería avanzar, pero el peso de semejantes pies lo dificultaba. Trató de ayudarse con el voluminoso brazo, apenas podía moverlo y también le resultaba complicado. Con esfuerzo, pasó un pie por la puerta. Transpiraba. Estaba con un pie de un lado y haciendo una ele pasó el otro. Se alegró, pero faltaba el resto del cuerpo. Advirtió que el brazo creció tanto que aún no pasaba, pero si lograba ponerse de costado lo lograría. Estaba agotado. Se detuvo para recuperarse. Entonces sintió que su lengua empezaba a aumentar. De todos modos, estaba muy ocupado como para detenerse en esa parte del cuerpo, porque el brazo izquierdo también

    empezó a aumentar. Si no se apuraba, jamás pasaría la puerta. Con la energía que le quedaba, comenzó a girar el cuerpo. Como un contorsionista, dobló las articulaciones y forzó los brazos hasta franquear la puerta. Agotado en el suelo, sonrió victorioso.

    Descansó unos instantes y luego se estiró para agarrar el teléfono. Con semejantes manos no era fácil. No obstante, lo levantó, pero con tan mala suerte que cayó y golpeó contra el piso saltando la batería. Se le cortó la respiración. Ahora sí estaba complicado, armarlo sería difícil. No había tiempo para lamentos, debía arreglarlo. Con sus incómodas manazas acercó las piezas. Se ayudó con un adorno de la repisa para poner la batería en posición. Cada movimiento era extenuante. Con infinita paciencia intentó una y otra vez. Al cabo de un rato tuvo que descansar. Su lengua seguía en aumento. Con una cuota de suerte, logró poner la batería. Ahora debía comprobar si funcionaba. Estaba agotado, pero la desesperación hizo que tratara de llamar por ayuda. Se tranquilizó al ver que funcionaba, pero no podía marcar ningún número. Sus descomunales dedos no lo permitían. Miró a su alrededor para ver qué le podía servir de herramienta. Una estatua alargada serviría. Gruesa en la base y fina en la punta, era ideal. El peso de su anárquico cuerpo le impedía moverse. Alcanzarla sería trabajoso. No quedaba otra. Trató de acostarse y rodar, pero las dimensiones de sus miembros chocaban contra los muebles. Era imposible abrirse paso. Lo

    invadió la desesperación y el desánimo. Quedó rendido en el piso sin hacer nada. En ese momento, sonó el teléfono. Quiso atender y no pudo. Seguía sonando, era su única oportunidad. Con el adorno que tenía a mano lo consiguió, pero cortaron antes de atender. No podía ser tanta desgracia. Inmediatamente volvió a sonar y ahora sí atendió. Escuchó la voz de su compañero de trabajo.

    —¡Hola!

    Intentó contestar, pero no podía articular palabra, la lengua sobresalía de su boca. Hizo un gemido inaudible, se estaba ahogando.

    —¡Hola! ¿Hola, estás ahí?

    QUÉ TONTOS

    MARTÍN ANDRÉS DEVECCHI

    Qué tontos son los adultos, ¿no? ¿O lo serán solamente mis papás? Nunca lo había pensado, no hasta que los

    vi  saludarse con un beso en el cachete. Me pareció algo raro; algo fuera de lugar, que no encajaba, como cuando quise armar mi batimóvil de Lego y me quedó una rueda en el techo del auto. Esa rueda en el techo estaba tan desubicada como el beso en el cachete de mis papás. Lo supe enseguida. Cuando le pregunté a mamá por qué ya no se daban un beso en la boca, me dijo que los bigotes de papá la pinchaban. Qué tonta,

    ¿no? ¿Por qué no le pide que se afeite y listo? Y qué tonto papá, ¿no? Se priva de los besos de su mujer solo por usar bigote, que encima le queda mal, ja, ja, ja...

    Pero no me animé a preguntar ni a decir nada.

    Tengo miedo del día de mañana, de volverme así de tonto. Lo hablé en el cole con Pablito, mi mejor y más

    íntimo amigo:

    —¿Te preocupa volverte tonto? —le pregunté en el recreo, mientras tirábamos unos tazos contra la pared, el que lo arrimaba más se quedaba con el tazo del otro.

    —¿Qué cosa? —preguntó al aire, sin siquiera escuchar mi pregunta. Estaba concentrado en el juego.

    —Tonto. ¿Tenés miedo de crecer y volverte tonto? —No te entiendo. —Me miró arrugando la frente,

    estaba perdiendo—. ¿Por qué me volvería tonto? —Cuando crecés te volvés tonto —le aseguré sin

    dejar lugar a duda.

    —¿Y vos cómo sabés?

    —Lo sé porque lo veo. Lo veo en las seños, en el preceptor, en la directora. Pero sobre todo, lo veo en mis papás. —Hice una pausa, agarré los tazos que me correspondían y lo miré seriamente—. ¿Tus papás no son tontos?

    —¡Claro que no! —me respondió un poco enojado—. Mi papá es abogado y uno muy bueno. Y mamá es contadora. Son reee inteligentes.

    —Pero no me refiero a eso.

    —¿Y a qué entonces?

    —¿Se preocupan por cosas simples?

    —¿Cómo qué?

    —Mmm... no sé... —pensé unos segundos—. ¿Se preocupan por si el dólar sube o baja?

    —Sí, obvio.

    —¿Se preocupan por si no pueden cambiar el auto? —Sí.

    —¿Se preocupan por si alguien habla mal de ellos?

    —Seguro que sí.

    —Entonces son tontos.

    —No te entiendo —me respondió con cara de bobo. —Dejá —le dije un poco desilusionado y seguimos jugando a los tazos. Era una conversación sin sentido. Ese día volví a casa con las mismas dudas que con las

    que salí, pero también con diez tazos de más.

    Al poco tiempo, papá empezó a llegar tarde de la oficina, muy tarde. Cuando le pregunté si lo habían ascendido (sea lo que sea eso en el mundo empresarial), me contestó que no, solo que tenía mucho trabajo. Qué tonto, ¿no? Trabajar de más por el mismo puesto, es decir, por el mismo sueldo. No entiendo mucho de sueldos, de administración de plata, ni siquiera de trabajos. Pero sé que cuanto más se trabaja, más plata se gana. O al menos así debería ser, ¿no?

    Otro día lo encontré durmiendo en el sillón del living. Me dijo que la cama estaba llena de pelos de

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