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Los Guardianes
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Libro electrónico324 páginas4 horas

Los Guardianes

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Frente a todo sin rendirse.

Primero fue Europa, después África, Asia y Oceanía, respectivamente; América fue el último en caer. Todos los países del mundo desaparecieron después de que la Tercera Guerra Mundial devastara cada rincón del planeta Tierra, dejando una Era de Cenizas en la que la sociedad no existe y aparentemente ningún ser humano.

Doce chicos tuvieron la oportunidad de sobrevivir al desastre en que el mundo se sometió, enfrentándose a una vida desolada, sacrificada y parcialmente primitiva, en la cual la caza les provee el alimento y su hogar es una antigua bodega que por nombre lleva «la Guarida».

Después de que los más jóvenes del grupo consiguen una caja con un símbolo extraño, el secreto más grande de la naturaleza de los doce chicos es revelado. Lo que no conocen es que podría estar relacionado con la destrucción del pasado y unos extraños hombres que deambulan por los bosques que rodean la ciudad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento5 sept 2019
ISBN9788417887933
Los Guardianes
Autor

Geraldine Falconette

Geraldine Falconette, comúnmente llamada por su apodo, Geral, nació en Aragua (Venezuela) el 9 de abril del 2001. Su amor por la literatura nació junto a ella ese día gracias a las lecturas que su padre le relataba aun cuando no había nacido. Amante de las historias fantásticas desde pequeña, creaba relatos y mundos fantásticos llenos de magia todo el tiempo. Su primera obra fue un cuento corto a la edad de once años. Pero la verdadera gran historia que, con esfuerzo ha querido contarle al mundo, llegó a su cabeza un día de noviembre del 2012 y, desde esa fecha, ha luchado por transmitirle al mundo a través de sus libros que «la fantasía es la escapatoria, el remedio que a menudo el ser humano necesita para entender la vida y disfrutarla. Todo reside en creer en la magia». En la actualidad reside en Ecuador y es estudiante de Cine. Tiene otras pasiones tales como el mundo de las películas y la música.

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    Los Guardianes - Geraldine Falconette

    Los Guardianes

    Los Guardianes

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417915032

    ISBN eBook: 9788417887933

    © del texto:

    Geraldine Falconette

    © de esta edición:

    Caligrama, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Para mi abuela, que fue la primera

    en apreciar mis historias.

    Para Shadys, quien inspiró mis días en tan poco tiempo y dejó un gran legado en este mundo.

    Para Alex, el que mejor me leyó, como persona y como escritora. El mejor lector del mundo y de su edad.

    Para Chris, mi hermano del alma. ¡Vuela alto!

    Para mi padre, gracias por todo el apoyo y tu fe en lo que amo hacer.

    Y para ti, por atreverte a abrir la primera página de este libro. Bienvenido a mi mundo.

    Bienvenido, Guardián.

    Frente a todo

    sin rendirse

    1

    El comienzo

    Cenizas, cenizas. El resultado del comienzo de un final. Una guerra que se llevó mucho consigo y dejó poco, incluyendo a doce jóvenes supervivientes, lo que resulta extraño.

    Solos, sin nada, sin esperanza, donde los años han sido capaces de hacer que nada se vea tan vacío como parece. El sacrificio los define, pero la valentía los ha hecho sobrevivir.

    • • •

    Cuatro jóvenes se encontraban en medio de un bosque muy desolado, portando armas de caza y con la guardia en alto, sin intención de hacer el papel de tonto, de distraído o desobediente. Conformaban el grupo dos hombres y dos mujeres que aparentaban haber pasado los diecinueve años, pero que no alcanzaban aún los treinta. Sus rostros se veían tan cansados que podrían caer de manera violenta al suelo y limitarse tan solo a reposar.

    Actuaban con sigilo, cuidando cada paso que daban en aquel verdoso, plano y evidentemente ruidoso suelo, lleno de plantas y enredaderas que, a medida que avanzaban, aparecían.

    —¡Nada! —Uno de los chicos del grupo se atrevió a alzar la voz. Estaba harto, y su paciencia siempre había sido mínima—. ¡Preferiría comer tierra!

    —Eso te haremos comer si no te calmas —repuso una de las chicas, que había decidido bajar la guardia, reposando en una gran roca que había encontrado.

    —Es mejor optar por la paciencia —dijo la otra muchacha, que comenzó a relajarse con respecto a la caza que esperaban conseguir.

    La misma abandonó la postura atenta que mantenía, acercándose a su compañera.

    El cuarto chico les lanzó una mirada fulminante, llena de desacuerdo por las acciones que realizaban, las cuales no convenían por el lugar y la circunstancia.

    —Monique tiene razón, Yerick —replicó la chica sobre la roca, decidida a seguir descansando, aunque fuera unos segundos—. Tal vez, algunos animales no se hayan extinguido.

    —Eso espero. Ya no soporto los guisantes de Saoul —repuso aquel chico.

    El grupo de jóvenes, finalmente, optó por relajarse, pues la suerte no los acompañó en aquella oportunidad, como en muchas otras.

    El bosque se encontraba en completa tranquilidad. El aire, aquella brisa que pasaba con intención de refrescarlos, provocaba que la ilusión de una vida más sencilla llegara a sus mentes; aquella existencia deseada donde la facilidad de alimento y de vivir estuviera con ellos, pero solo era una pequeña realidad en sus imaginaciones. Habitaban entre escombros, y la comida escaseaba hasta tal punto que las raciones debían ser reducidas cada cierto tiempo.

    El viento continuó con su tranquilizante ruido. Movía los árboles en una danza admirable. Los chicos se veían exhaustos no por lo que debían encontrar, sino por la forma en que vivían. Al principio, se trataba de una aventura, pero, después de ciertos sucesos, se convirtió en una pesadilla permanente.

    —Ojalá.

    —¡Sssh! —interrumpió la chica que estaba sobre la roca, completamente alerta—. He escuchado algo.

    —¿Acaso ha sido el viento, Kathe? —dijo de forma sarcástica el muchacho que antes había alzado la voz cuando la regla era mantener el silencio. Era alto, de tez morena, con ciertas características asiáticas en su rostro.

    —¡Hablo en serio, Yerick! —replicó esta, de nombre Kathe, alarmada y en forma de protesta—. He escuchado pasos.

    Guardaron silencio para intentar captar lo que ella había escuchado antes, aunque en el caso de Yerick se tratase más de inercia.

    El sonido del tranquilo viento parecía decirles que no había ningún peligro, que todo había sido una falsa alarma, pero no fue así. Se escuchó un pequeño golpe a lo lejos y el suelo se movió levemente, lo que Monique logró captar, a diferencia de sus compañeros. Solo los más atentos se hubiesen dado cuenta; los distraídos, como Yerick, quien se concentró más en los pensamientos propios, lo dejarían pasar.

    —Ella tiene razón —murmuró la chica morena, cuyos ojos, de color marrón, parecidos al color de su piel, hacían juego con su cabello, que era rizado. Sus puntas apenas alcanzaban a traspasar sus hombros.

    —Es hora de que preparen sus armas —ordenó Raoul, el cuarto y último joven, después de la confirmación de Monique, aceptando por completo las suposiciones.

    Todos llevaban consigo un cinturón especial. En su caso, lo completaban una lanza y un cuchillo.

    Prontamente abandonaron la posición de descanso en que se encontraban, tomando una de las armas que portaban. Estaban completamente listos para lo que fuera que ocurriera.

    —Muy bien, acertaste de nuevo, erudita —comentó Yerick en un murmullo y con aquel tono que irritaba mucho a Kathe.

    Abandonando por un momento la nueva posición, ella lo miró de manera desafiante, fulminante, pues la boca de Yerick, en ocasiones, colmaba la paciencia de la joven.

    —¿Qué? —preguntó rápidamente él, demostrando ahora seriedad—. Saben que la mayoría del tiempo mienten.

    —¡Sssshh! ¡Calla ya, Yerick! —dijo Raoul, interviniendo en la pequeña charla, evidentemente harto de tanto parloteo.

    Sin más, todos guardaron silencio absoluto, dándole a la naturaleza permiso total para hacer cualquier ruido posible. Solo se escuchaban aún el viento y sus respiraciones, pues las ansias de que aquellas posibles pisadas fueran de un animal los envolvían más que el cansancio, que la hambruna y que otra cosa.

    Pero aquel ruido dejó de escucharse. Por más que lo aceptaran, la resignación no era una opción; nunca lo había sido.

    Permanecieron un momento prestando atención, preparados para cualquier cosa, a excepción de Kathe. Aquella chica de cabellos largos y castaños, casi de un tono negro azabache, de tez blanca y ojos hipnóticos de color verde, decidió mirar hacia el cielo, notando que el tiempo se les acababa, que debían regresar ya a donde fuese.

    —Está oscureciendo —murmuró, concentrada en el color rosado y anaranjado que comenzaba a pintar el cielo como si fuera un gran lienzo para admirar.

    —Es cierto —asintió Monique de inmediato, llevando sus ojos hacia el cielo, ahora admirándolo también—. Debemos volver.

    Raoul se volvió hacia ellas. Se veía perturbado, harto de que hablaran tanto y desecharan la seriedad que podría tener el asunto.

    Ellas, que conocían las reglas dictadas para la supervivencia años atrás, lo miraron con cierto aire de sensatez. Él detestaba sus miradas, pues sabía que tenían razón.

    —Conozco las reglas, pero si se trata de un animal... —comenzó, seguro de cada palabra, como si no las pensara—. No puedo. Regresen si les place.

    —Bromeas, ¿no? —El tono serio de Kathe se tornó en irónico apenas abrió la boca. Era algo que podría esperarse de él, pero solo en una fantasía—. Que seas el líder no implica que sigamos esa orden, si es que lo es, y abandonarte por una regla o un animal tonto si se trata de eso.

    La voz de la verdad y la sabiduría de aquel grupo de jóvenes había hablado. «Ahora somos una familia, hermanos. Debemos protegernos unos a otros. Por RC». Ese había sido su juramento en el pasado y, como promesa, no debía ser rota.

    No hubo otra palabra, puesto que aquel sonido retomaba su lugar en aquel bosque y en el par de oídos de cada visitante. Era fuerte, pero, a la vez, algo sutil, como si no tratara de despertar a alguien que estuviese durmiendo. También tomaba una o dos pausas entre cada pisada.

    Comenzó a notarse el sol, que finalmente se escondía, y la conciencia de cada uno siguiéndolo. No podían permanecer ahí, aun cuando la ley entre ellos fuese quebrada. Aquellas pisadas continuaban escuchándose, ahora muy lejos. No parecían de algún animal que ellos conocieran, como si un ser vivo tuviera intención de parar en intervalos de varios segundos.

    —No son pisadas normales —comentó Yerick, cuyos ojos marrones trataban de seguir el sonido sin recurrir al sentido especial para ello.

    —¡Bien! —bufó el líder, completamente cansado de las palabras de su compañero—. Dramáticos. ¡Miren el cielo! Ni siquiera da señales de ser tan tarde.

    El líder, presuntamente, comenzó su regreso por un camino aleatorio de aquel bosque. Si no conociera el lugar, posiblemente se habría perdido, pues los grandes árboles crecían hasta una altura realmente admirable, que provocaba que la luz del sol, ahora escasa, no entrara por completo y diera la impresión de tener más humedad. Entonces, se habría equivocado de dirección o, simplemente, lo habría olvidado.

    Sus compañeros comenzaron a seguirle el paso, más relajados en lo que respectaba al cumplimiento de las reglas. Era algo fundamental para ellos.

    El silencio tomó el lugar. No tenían nada más que decir, y Raoul simplemente odiaba por completo una palabra en el aire cuando sus molestias salían a flote. Ellos lo conocían y sabían perfectamente que las llamas de rabia crecían en su interior; no querían formar un problema en pleno regreso hacia su hogar.

    En algunas ocasiones, se les ocurrió romper el silencio con cualquier cosa que se les venía a la mente, pero prefirieron disfrutar del sereno y tranquilo sonido del bosque; las pequeñas avecillas que, de pronto, aparecían y desaparecían al siguiente minuto. El notable viento ululaba como si de ninfas amistosas se tratase, pero como en el pasado se les había inculcado, era lo último que pensarían. Ya no creían en esos viejos cuentos de hadas.

    También disfrutaban del simple paisaje natural: árboles por doquier, la humedad de la zona y aquel sentimiento de aventura que sentían cada vez que se adentraban en el corazón del mismo.

    No se distrajeron tanto esta vez, dejándose llevar por el bosque, pues debían apresurar el paso.

    Prontamente, luego de cierto tiempo de haber caminado sin reducir la velocidad, notaban que el bosque comenzaba a llegar a su fin. Su espesura y natural tenuidad se disipaban rápidamente. El sol comenzó a resplandecer en sus rostros, lo que provocó que llevaran sus manos o brazos cerca de su cara para apartarlo un poco. Su aviso perfecto dictaba: «Bienvenidos de vuelta».

    Un peculiar camino de rocas se abría paso enfrente de ellos, una vez encontraron un lugar en el que el sol ya no exigiera la obligatoria protección del rostro.

    Lo que era más curioso de todo el asunto es que se trataba de un camino. Las rocas, de grandes tamaños y distintas formas, se encontraban adornadas a los lados de un sendero específico, como si las mismas dieran una apropiada bienvenida a cualquiera que, si quisiera entrar o salir del bosque, se paseara dentro de ese carril.

    No tardaron en atravesar el camino de grandes rocas como lo hacían de costumbre, sin dudarlo dos veces. No era largo, por lo que les tomó cinco segundos como mínimo; posteriormente, verían lo que realmente era la primera atracción de impresión.

    La ciudad, un gran espacio lleno de estructuras completamente caídas, autos destrozados, una esperanza perdida. Ese lugar era su día a día, y ellos lo comprendían perfectamente. Vivían con ello, aunque muchas veces sentían ciertas curiosidades que no podían ser saciadas.

    Pisaron el pavimento desgastado y completamente gris en el momento de terminar el recorrido, notando que el atardecer ya comenzaba a tornarse en clara oscuridad. Apresuraron más el paso, aunque los escombros de la ciudad provocaban que se retrasaran más de lo debido.

    —Desearía que el bosque no estuviera tan lejos de la Guarida —comentó Kathe con cierto aire cansado, aunque no por la caminata, sino por la circunstancia.

    La Guarida era aquel lugar que había sido su hogar desde hacía algún tiempo y al que debían volver antes de que el cielo se encontrara negro y las estrellas adornaran con su brillante luz cada espacio del gran lienzo.

    —Yo también —replicó Monique en un murmullo muy convincente, con el mismo sentimiento.

    Raoul evitó mirarlas por alguna razón, pero no tardó en intervenir:

    —Si no fuera el único lugar más seguro de toda esta mierda que alguna vez fue una ciudad, les aseguro que ya nos hubiésemos ido de aquí hace un siglo —escupió las palabras como si no quedaran más esperanzas ni opciones, aún con la mirada puesta en lo que pisaba o apartaba.

    —Nombras un siglo y apenas has vivido dos décadas —repuso Kathe, que sería capaz de replicarle al líder con el peor genio de todos, sin pensarlo—. No te alteres, esta paz restante disminuye cada vez más.

    Él decidió guardar silencio, pues lo que más quería era que desapareciera aquel blablablá que, en ocasiones, alteraba sus nervios, y más ahora, puesto que debían ser habilidosos para cruzar una gran ciudad llena de escombros.

    Subían, pues había restos de metal que impedían la circulación al caminar, y bajaban, ya que había estructuras, como edificios y algunos locales altos, que estaban a punto de tocar el suelo, aunque, por alguna razón, permanecían en un estado donde la gravedad no existía. En algunas ocasiones se arrastraban, ya que alguna otra opción para atravesar cualquier escombro era imposible. El líder echó un vistazo. Se hacía más tarde, y la gran tanda de camino que quedaba comenzaba a ponerle los pelos de punta.

    Pensó en varias posibilidades, y la única yacía a su lado derecho, cerca de ellos.

    Los demás se preguntaban qué pensaría él. Cuando miró la única salida, ellos no captaban por completo su idea. Raoul no tardó en movilizarse hacia aquel lugar con seguridad, aunque sabía perfectamente que tomar ese camino sería un suicidio automático.

    El resto de los chicos observó el lugar al que se acercaba. Curiosos, comenzaron a seguirle y tuvieron una idea de lo que su compañero estaba pensando.

    Al concluir la travesía hacia el punto antes pensado, Raoul tocó aquella columna y la examinó de arriba abajo. Era gruesa, con una buena base para sostener algo muy pesado. Parecía fuerte y estable y contaba con unas escaleras.

    Raoul pensó un poco, aunque su conclusión final sería la misma desde que vio la columna como única salida. Acomodó el cinturón que rodeaba su cintura, que contenía armas de caza. Posteriormente, no dudó en colocar un pie en el primer escalón y, con ayuda de sus manos, en los que se encontraban más arriba.

    —¿Están seguros de esto? —preguntó Yerick, que se encontraba tras las chicas.

    La mayoría de ellos ignoraba las alturas como algo con lo que enemistarse, pero, en el caso de Yerick, hubo cierto suceso que le obligó a plantearse que las alturas no jugaban a la par con él.

    Observó a las chicas, nervioso. Se preparaban para subir, al igual que Raoul.

    —Tal vez sea el camino más peligroso, pero, al menos, es el que más nos conviene ahora —dijo Raoul, alzando la voz en dirección al chico que odiaba lo que estaban haciendo—. ¡Vamos! No seas un maldito cobarde.

    —¡No soy cobarde! —respondió él, completamente orgulloso.

    —¡Más te vale apresurar el trasero, no quiero tardar tanto en volver!

    Continuó observando durante un momento la escalera. Las chicas y el líder ya estaban ascendiendo por ella.

    Dudó totalmente si haría aquello, cosa que le llevó a mirar la ciudad caída una vez más. Notó que era completamente imposible cruzar todos aquellos escombros, y más cuando la noche comenzaba a caer deprisa.

    —¿Por qué no vuelven sin mí? —volvió a hablar él, ahora alzando la voz en dirección hacia Raoul, que se hallaba a gran altura.

    —¡Las reglas son las reglas, amigo mío! —concluyó el líder, sabiendo que a él no lo desobedecería.

    Debía apresurarse ahora, aun cuando estuviese cohibido por completo.

    Decidió hacerlo, pese a que su terquedad, en su interior, le dijera que todo iría mal. Yerick no tardó en colocar sus manos en uno de los escalones superiores, y sus pies, en los inferiores, cerca del suelo. Respiró profundamente después de aquello.

    —No mires hacia abajo —se repitió un par de veces, asegurándose de que nadie pudiera escucharlo.

    Comenzó a subir. Todavía estaba dudoso, pero se concentró en que pronto estaría descansando en la Guarida.

    Continuó repitiéndose aquellas palabras de apoyo moral hacia sí mismo mientras subía, explicando aquella peculiar cualidad del chico más orgulloso. Yerick temía no a las alturas, sino al terror que recorría su piel con tan solo pensar en caer desde un lugar muy alto.

    El líder y las chicas, que momentos atrás habían tomado sin dudar aquel camino alternativo, habían pisado aquella estructura que daba fin a su escalada. Era una estación de tren que alguna vez tuvo la ciudad en las alturas; estaba intacta. Se dieron el lujo de observarla, alimentando la curiosidad que rondaba en ellos. Percibieron, extrañados, que los rieles de las vías estaban en perfecto estado. Sobre ellas había un tren que, al parecer, había sido abandonado y ni siquiera parecía tocado desde que todo sucedió.

    Se sorprendieron por completo, mirándose a la cara unos a otros, permitiendo que varias preguntas entrasen en su cabeza.

    —¿Creen que funcione? —preguntó Monique sin apartar su mirada del tren, rompiendo el silencio que la impresión de aquel medio de transporte había dejado en ellos.

    —No lo creo. Quiero decir… La electricidad se extinguió hace mucho —le respondió Raoul al instante.

    Kathe, que estaba en medio de sus compañeros, dio unos pasos hacia adelante, hasta quedar enfrente de la estructura, que antes transportaba a cientos de personas, pero que ahora se hallaba detenida y con solo dos vagones.

    Sonrió, evidentemente, teniendo una idea en mente.

    —¿Quién ha dicho que funciona solo con electricidad? —habló, manteniendo aquella curva en los labios, demostrando una pronta victoria.

    —Echaré un vistazo —se apresuró a replicar Raoul, quien tuvo la misma idea que Kathe, aunque cuestionándola por completo; para él, absolutamente todo estaba ya perdido—. Mientras, esperen al tonto.

    No tardó en dirigirse hacia la única entrada que permitía atravesar el tren hacia su interior, dejando atrás a las chicas. Ellas tomaron un lugar en el suelo de la estación, sentándose, más que para descansar, para aguardar a que ambos compañeros regresaran.

    Se quedaron contemplando el hermoso atardecer, que, con esfuerzo, lograron notar. Les inspiró aquella tranquilidad y paz que un cielo colorido podía provocar. Esos sentimientos aún no los abandonaban desde su retirada del bosque.

    Los mismos se vieron interrumpidos minutos después por un fuerte sonido de agitación que opacó todo lo tranquilo. Yerick, finalmente, apareció frente a ellas, completamente sudoroso y con poco aliento. Su cabeza comenzó a visualizarse; después lo hizo su rostro. Sus brazos estaban haciendo un esfuerzo mayor del que normalmente haría al subir una escalera, pero esa forma de aferrarse provocó que Kathe sonriera. Sabía sobre lo que temía con mucha certeza. Terminó pronto de escalar, dejándose caer al suelo sin pensarlo dos veces.

    —¿Cansado? —preguntó Kathe irónicamente, demostrándolo con una sonrisa.

    —Yo diría que estoy muerto. Pero estoy perfecto —le respondió con cierta arrogancia. Pudo captar la ironía que su compañera, como usualmente lo hacía, había utilizado.

    Otros cuantos minutos pasaron mientras ellos aguardaban. El silencio invadió por completo el lugar. El ensordecimiento del mismo era agradable, pues daba ese pequeño espacio de reflexión que, por desgracia, poco poseían.

    Raoul apareció un momento después con una expresión que ninguno hubiera esperado: estaba serio, más de lo habitual. Era una seriedad que indicaba lo jodidos que podían estar según lo asumido por Yerick. Kathe percibió la decepción que escondían los ojos del líder.

    El tercio se levantó casi de golpe. Estaban ansiosos por conocer las noticias, aunque tuviesen una idea personal de lo que realmente habían averiguado.

    —¿Entonces…? —se apresuró a preguntar Kathe acerca de las novedades que el rostro de Raoul no podía esconder.

    —Está muerto —respondió sin más.

    —Como todo lo demás —comentó Monique de antemano, dando a entender un poco la pérdida de su esperanza.

    Yerick los observó sin reprimir aquella expresión que, de pronto, tomó forma en su rostro: era ironía al ver un tren casi entero.

    —¿Saben qué? Yo no me preocuparía por si funciona o no el tren —comenzó, cruzando sus brazos a la altura del pecho y con aquel tono irritante que a veces empleaba—. Me inquietaría por un tren que está en buen estado, al igual que las vías donde se encuentra.

    En una nueva oportunidad, todos cruzaron miradas. Sus pensamientos se recreaban en el hecho de que no era momento de un debate de razonamiento, sino que debían llegar a su hogar antes de que el sol cayera.

    —Ya nada me sorprende. Aunque debo aclarar que quería intentar encontrar algo que nos fuese útil, y más ahora que vamos retrasados —dijo Raoul sin ninguna intención de discutir con el chico.

    —Si tan solo no existieran esas tontas reglas... Solo piénsalo, amigo —le replicó, buscando razones para discutir.

    —Las reglas son las reglas. Fueron creadas por una razón, para protegernos, así que deja de insistir cada vez que creas tener la oportunidad y respira lo suficiente.

    Con lo último que dijo Raoul, Yerick sintió total curiosidad.

    —¿Qué tramas?

    —Cruzaremos por las vías del tren.

    El pensamiento de que el encargado de velar por las vidas de todos comenzaba a perder la cabeza atrapó a los tres restantes, que habían escuchado su anuncio. ¿Cruzar las vías del tren? Todos empezaban a probar el amargo sabor del suicidio.

    —¿Hablas de caminar por esas vías tan estrechas? —preguntó Kathe, abriendo sus ojos como platos en protesta por la sorpresa provocada por las palabras de Raoul—. ¿¡Te has vuelto loco!?

    —Alguien alguna vez

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