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Puertas a la Atlántida
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Libro electrónico504 páginas7 horas

Puertas a la Atlántida

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Oliver Leal, un hombre envuelto en un halo de misterio, desea recuperar su pasado perdido una eternidad atrás. Lluvia Martínez, una escritora abrumada por el éxito de su primera novela, ansía resolver el enigma que ha condicionado su vida y descubrir la verdad sobre el mundo que la rodea. El destino unirá sus caminos.
Mientras descifran juntos las claves ocultas en un diario antiguo, serán perseguidos por poderes ancestrales que escapan a su control. Un mundo oculto se abrirá ante ellos y tendrán que luchar para conseguir sus objetivos.
Los mitos, la magia y el misterio se unen en esta aventura para encontrar las puertas a la Atlántida.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 nov 2021
ISBN9788412394887
Puertas a la Atlántida
Autor

Escocia Figno

Escocia Figno nació en Madrid en las últimas décadas del siglo XX. Perdida en una generación de crisis y cambios incesantes, se decantó por la fantasía como medio de expresión y evasión. Ha escrito decenas de novelas y relatos relacionados con el mundo de los Clanes Sumergidos, además de otras realidades, la mayoría inéditos. Todo el multiverso de su obra se relaciona a través de un portal intermundos reflejado en el libro El Nexo. Toda la información relacionada con el submundo y sus habitantes se puede encontrar en: www.clanessumergidos.com Ofrece a sus lectores la oportunidad de participar activamente en la creación de sus novelas a través de su Patreon, donde publica las continuaciones y spinoffs de algunas de las historias más aclamadas.

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    Puertas a la Atlántida - Escocia Figno

    1

    Recordaba con nitidez aquel momento, ya que solía regresar a su mente una y otra vez. Las demás muertes rara vez volvían a atormentarle, por lo que en su corazón y en su memoria aquella había sido, en realidad, la única.

    Después de una vida más larga de lo esperado, de entrenar y aprender todas las formas posibles de dar muerte al convivir con los asesinos más refinados y despiadados —auténticas bestias y extraordinarios estrategas—, su última batalla podría haberse calificado de épica.

    Recordaba la luz del atardecer colándose entre las enormes columnas del ya ruinoso templo. Recordaba la brisa que traía un fuerte aroma de aquella costa casi virgen, poblada de criaturas insólitas, y se llevaba hacia las cimas el humo y los sonidos metálicos del fondo del patio. Recordaba el tacto del mármol y la piedra y el color azulado que adquirían en las sombras… Era extraño poder rememorar con tanto detalle aquel instante y apenas guardar recuerdos de tantos otros.

    Su adversario, el más bravo de los conquistadores del norte, olvidado ahora por la historia, culminó la larga escalinata sin apenas inmutarse y sonrió al encontrarse de nuevo con aquel al que consideraba un enemigo digno. Ese sería su tercer combate y ambos estaban decididos a convertirlo en el último.

    Hakkon había arribado a la isla apenas media docena de lunas atrás. Sus hombres habían causado estragos y el Consejo de Sabios puso en marcha todos los mecanismos posibles de defensa, entre ellos reclamar viejas deudas de sangre, como la que le unía a él a la causa de los isleños. El mismo día que pisó tierra, en compañía del sumo sacerdote y la estratega mayor, Hakkon cayó sobre ellos como una tempestad. Entonces, aun estando en funesta minoría, le dejó claro que se enfrentaba a algo más preparado que los eruditos y monjes de la colonia del mar; y, tras poner a salvo a los miembros del consejo, tuvieron un enfrentamiento de lo más interesante.

    Su segundo encuentro tuvo lugar en el campamento de los invasores. Había herido de muerte al nórdico, pero el gigantón siguió luchando hasta que sus hombres intervinieron y obligaron a los guardianes de la isla a retirarse.

    Y, tras las últimas escaramuzas y una flamante batalla a las puertas de la ciudadela, Hakkon había logrado ascender hasta la colina donde el consejo se reunía y custodiaba la entrada al tesoro que el bárbaro anhelaba con tanto fervor. Solo él se interponía en su camino. Muchos metros bajo ellos, la encarnizada contienda por la ciudadela y sus tesoros continuaba, ajena al desenlace que tendría lugar allí arriba.

    Recordaba la aparición del regente nórdico y su mirada feroz y determinada. Recordaba la sonrisa torcida en aquel rostro surcado de pinturas y heridas de guerra. Una vida dedicada a la conquista y la masacre; incansable, inconformista, irrebatible…

    De la pelea recordaba retazos, momentos en que había estado a punto de vencerlo y otros en los que había estado próximo a morir. El duelo se prolongó una eternidad. Hakkon, bien repuesto de sus últimas heridas y embebido de una sed de sangre extraordinaria, arremetía como un berserker —con furia, pero a la vez con destreza—, buscando destrozar sus puntos débiles. Al final del enfrentamiento ni siquiera se molestaba en esquivar, absorbía los golpes con el convencimiento pleno de su victoria, pero su adversario tampoco se mostraba dispuesto a ceder.

    Recordaba la sensación de alivio que le había invadido al lograr atravesar al inmenso guerrero con su propia hacha de doble filo y punta de lanza. Casi le había partido al medio al aprovechar el impulso del nórdico para incrustar con elegancia la hoja en su abdomen. Respiró hondo y dio un paso atrás, dejándole espacio al gigante para caer de rodillas. Recogió su espada del suelo y se dispuso a decapitarle, cuando Hakkon se arrancó el arma del vientre y, con un rápido giro, le abrió el pecho y la garganta, sacando la hoja por detrás de su oreja izquierda. Aun así, espada en mano, hundió la hoja en la garganta del bárbaro con la fuerza que le quedaba y el peso de su cuerpo. Y así se quedó un instante, apoyada la punta ensangrentada de su acero en el suelo, tras el cuerpo quebrado del nórdico. Recordaba haber pensado que su sangre empaparía al hombre que yacía bajo él, rígido como una montaña, bien apuntalado entre la hoja inclinada y su cuerpo apoyado sobre el de su enemigo.

    Sintió unas manos firmes que tiraron de él, apartándolo del cadáver. Sabía que había ruido alrededor, pero lo recordaba como un oleaje pastoso. Algunos encapuchados, guardianes o miembros del consejo, se movían aceleradamente en torno a él y sintió cómo lo tendían con suavidad en el suelo de piedra, frío, sólido y amigable. Sentía la herida abierta y la sangre fluir; le encharcaba la garganta y la boca, rebosaba entre sus dientes. Ella estaba allí y sentía su rostro muy cerca, podía sentir su respiración en la mejilla. No recordaba sus palabras, pero sí la respuesta satisfecha y definitiva que le había dado: la deuda estaba saldada. Hakkon había caído y sus hombres no tardarían en huir cuando les fuera entregada su cabeza… Todo estaba bien. Por fin una larga vida de batallas, muertes y armas variopintas llegaba a su fin.

    Y entonces despertó.

    Qué terribles habían sido aquellos tiempos. Asimilar que, a pesar de la gravedad de sus heridas, había logrado sobrevivir le resultó difícil de encajar; más aún cuando las sacerdotisas le insistieron con vehemencia que había estado muerto realmente. Los sabios de la isla consideraron su resurrección un milagro loable, pero él no estaba tan seguro de querer una segunda oportunidad. Había cumplido su deber, cerrado un ciclo; una vida dura y solitaria dedicada a dar muerte a otros; una vida al servicio de causas ajenas… Merecía un descanso después de haber atado todos los cabos sueltos y luchado a muerte contra el más letal de sus adversarios.

    Ella lo había acogido como si fuera una buena noticia, pero aquello estaba mal. Era un error. Los sabios trataron de hacerle entender, de ayudarle a sanar, pues, decían, su mente había sufrido un daño mayor que su maltrecho cuerpo, ahora con nuevas cicatrices.

    Guardaba recuerdos turbios de aquella época. Después de muchas luchas internas y de echar a perder aliados y amigos, se había rendido a la desesperación; había decidido cortar por lo sano y rechazar aquella oportunidad que algún espíritu cruel había decidido otorgarle sin consultarlo. Se había cortado las venas en un baño caliente… y había despertado en el mismo lugar, abofeteado por el último amigo que le quedaba en la isla. Ella ni siquiera quiso verle después de aquello y lo que él vio en el intervalo le quitó las ganas de repetirlo.

    Pero fuera del amparo de la isla las cosas no mejoraron. Nadie en el mundo exterior entendió su miseria. Tuvo que morir y resucitar varias veces más hasta comprender que no alcanzaría el descanso, al menos no el que esperaba con la muerte definitiva de su cuerpo y su conciencia; a pesar de contar con una parca excepcional que aguardaba su último aliento.

    Cuando por fin asimiló su condición y quiso volver a la isla donde todo empezó, a disculparse con los sabios y sacerdotes que le habían considerado un milagro andante (y a pedirle perdón a Ella, pues había comprendido al fin su alegría…), descubrió que la isla había desaparecido. Como si el mar o la misma tierra la hubieran engullido y nadie recordara su existencia allí donde él aseguraba que había estado.

    Aquel golpe supuso otra larga temporada de oscuridad y preguntas sin respuesta. Otra espiral de autodestrucción inútil que acabó con él enterrado vivo durante un tiempo ignoto que nunca se molestó en calcular. La tierra misma lo expulsó de su seno y solo entonces empezó a prestar atención al mundo que le rodeaba. Y escuchó por vez primera las leyendas de aquel lugar mítico que aseguraban había sido poblado por seres superiores.

    Durante años persiguió aquellas leyendas, tratando de encontrar un camino de vuelta, una puerta secreta, un pasadizo, un acceso… Había visto suficientes cosas en su vida como para creer en la magia y en las posibilidades de ocultar cosas, incluso una isla tan grande como aquella en la que había perdido la vida por vez primera. Pero no logró regresar a Ella.

    Sus pasos le llevaron más lejos de lo que ningún hombre había estado jamás y, como el miedo a la muerte no era una barrera para él, vivió aventuras extraordinarias en su loco anhelo de regresar. Pasaron tantos años que la esperanza de encontrar con vida a aquellos que alguna vez le habían ayudado se perdió para siempre.

    Durante mucho tiempo se encerró en un hermetismo frío y seco en el que no dejaba entrar a ningún ser vivo. El mundo cambiaba a su alrededor, pero él se mantenía inmutable, anclado en el recuerdo de su primera vida. No le incomodó seguir empleando sus bien desarrolladas habilidades para sobrevivir y acabó acostumbrándose a los encuentros fortuitos con su parca, siempre tras sus pasos, siempre a la espera. Fue mercenario, marino, cazador, asesino a sueldo, gladiador imbatible… Hasta que decidió poner fin a esa etapa y dejarse matar para poder empezar de cero.

    Su imposibilidad para morir le hizo migrar con frecuencia y rechazar todo contacto estrecho con cualquiera que pudiera incrementar su dolor llegado el momento. Los años se convirtieron en siglos y los siglos en milenios, y cada vez que cedía al impulso de intimar con alguien, la herida abierta en su corazón le afligía más que todas las heridas recibidas en todas las guerras y batallas de su larga y miserable historia. Y su parca, cada vez más presente, se burlaba de su hermetismo y le maldecía por desperdiciar su suerte, pero él nunca lo escuchaba.

    Estaba cansado; harto de sobrevivir, aunque hacía siglos que había tomado la determinación de acomodar en la medida de lo posible los años que estuvieran por llegar. Los ricos sobrellevaban sus miserias con más comodidades que los pobres y, aunque su origen y su corazón seguían siendo modestos, se dedicó a amasar grandes fortunas y repartirlas por distintos bancos y bajo diferentes identidades para hacer más llevadera esa eternidad que se avecinaba. Reunió un pequeño equipo para gestionar sus posesiones y sus investigaciones y, con el tiempo, el pequeño equipo fue creciendo, pero nunca tuvo contacto estrecho con ninguno de ellos.

    En los tiempos que corrían cada vez le resultaban más complicados los cambios de identidad y explicar según qué cosas, pero el dinero tenía poder allá donde la razón humana perdía el norte, por lo que se sentía relajado y a salvo de toda persecución en su vida cotidiana. Aun así, estaba muy hastiado. Cada vez que dejaba la mente vagar, volvía a la isla, a las batallas libradas por su deuda de sangre y al momento de su muerte, la que consideraba su muerte verdadera; seguía tratando de explicarse cómo había podido suceder aquello. Volvía a Ella, convencido de su intervención en la maldición que le había condenado a la soledad eterna y rechazaba todo análisis o explicación del evento. Volvía a su parca, deseosa como él de que llegara el final en que su cuerpo descansara por fin y pudiera cumplir con su destino…

    Había estado desconectado durante siglos del mundo que le rodeaba, pero en la última década, con la vertiginosa expansión de la era de la información y el maravilloso mundo de Internet, retornó al mundo de los hombres. Se vio obligado a integrarse para aprender a desenvolverse y, con tanta información a su alcance y tantas nuevas posibilidades, obtener algún cambio, algún motivo para vivir, ya que los siglos de vacío a sus espaldas pesaban como enormes losas de piedra.

    No tenía la necesidad de trabajar, pero viajaba por el mundo con el discurso de estar de viaje de negocios y evitando profundizar más de la cuenta. De su equipo le llegaban a menudo informes sobre inversiones, adquisiciones de antigüedades y rumores de hallazgos. Él nunca contestaba a esos informes, aunque su gente, leal y servicial, continuaba trabajando para él, amparados por generosas nóminas. Había llegado a hacerse un experto en conversaciones superfluas y corteses con toda clase de atentos y educados camareros, azafatos, recepcionistas y demás personal de servicios. Pero sus relaciones sociales acababan cuando el servicio tocaba a su fin y el vacío retornaba a sus días, a sus horas, a su vida infinitamente larga y hueca.

    A veces, algún encuentro desafortunado mantenía entrenadas sus habilidades; un intento de robo, un comportamiento reprochable… Entonces, su tiempo parecía cobrar algún tipo de sentido; aunque esa hueca sensación de justiciero, en el fondo, le hacía sentir hipócrita y sucio y lo condenaba a largas jornadas de meditación y retiro social, en las que su incansable compañero espiritual, anhelante de una derrota definitiva, solía importunarle. La meditación había traído un nuevo reposo a su fatigada mente, pero nunca lograba desconectar lo suficiente ni alejarse de su inmensa vejez mental. Las distracciones apenas le permitían algunos instantes de calma…

    Mientras se acomodaba en el asiento del AVE, sumido como era habitual en oscuros recuerdos y reflexiones, el viajero que tenía al lado dejó caer un periódico con un anuncio que llamó su atención. «Puertas a la Atlántida, libro revelación de la doctora en Arqueología Lluvia Martínez», leyó de soslayo. Se quedó con la fecha y el lugar de la presentación. Iba a estar en Madrid algunos días, así que podría asistir.

    Sacó el móvil y dedicó el resto del trayecto a investigar más cosas sobre esa tal Dra. Martínez y su libro, sin permitirse el más mínimo atisbo de ilusión sobre el manido tema de la ciudad perdida. Al parecer se trataba de una autora controvertida, obsesionada con el mito de la Atlántida, cuya tesis hablaba de la existencia de atlantes «y otros seres extraños» entre la gente corriente, y de que, de alguna forma, debían poder volver a «casa» en tiempo real, por lo que en alguna parte tenían que existir «puntos de acceso al continente perdido».

    La temática de la tesis y los frecuentes entrecomillados que, en los distintos artículos, poblaban las referencias a sus textos le hicieron sonreír amargamente. ¿Y si tenía razón? Podía ser una chiflada o realmente tener alguna noción de lo que hablaba. No perdía nada por acercarse; al menos tendría algo concreto que hacer en su paso por la urbe.

    Envió un email a sus gestores para solicitar información detallada, que obtuvo de inmediato, pero nada de más interés que lo conseguido en sus pesquisas.

    Cuando desembarcó en Madrid con su elegante maleta de mano y su bandolera de piel se sintió un poco estúpido. ¿Qué iba a decirle? Lo más habitual sería no tener siquiera que dirigirle la palabra, pero, llegado el caso, ¿desmentirle las opciones de volver? ¿Y si realmente existían esos puntos de acceso?

    La presentación del libro sería al día siguiente en un hotel cercano a la estación de Chamartín, al norte de la ciudad. Llamó para comprobar si quedaban plazas libres y no le sorprendió descubrir que podía elegir sin problemas. De las conferencias que esperaban esos días, al parecer, ninguna había provocado un completo.

    Adquirió el tomo en una librería cercana al hotel y subió a la habitación a asearse. No tendría tiempo de leerlo entero, pero al menos sabría a lo que se enfrentaba antes de acudir a la ponencia.

    Mientras se desvestía para meterse en la ducha contempló su reflejo en el espejo del baño. No solo su cuerpo lucía poblado de horrendas cicatrices, también su rostro resultaba a menudo inquietante por las marcas y señales de viejas heridas. La barba de pocos días crecía entre calvas evidentes de piel reconstruida y el pelo, algo despeinado, contribuía a darle cierto aspecto de presidiario peligroso. También por eso aborrecía los eventos sociales. A pesar de estar más que acostumbrado a las miradas entre hostiles y despectivas del común de los mortales, y resultarle por norma poco influyentes las opiniones de terceros, no solía ser plato de buen gusto mezclarse entre ellos y sentir su temor y su resentimiento constantemente. Por suerte, el aspecto elegante y poco asequible de sus ropas marcaban una distancia respetuosa con la mayoría de las personas a las que se enfrentaba.

    No llevaba cuchilla de afeitar ni tijeras para arreglarse el cabello, y aunque habría podido solicitar un servicio de peluquería sin preocuparse del coste, volver a vestirse o afeitarse después de la ducha eran perspectivas que en su cabeza parecían muy innecesarias y absurdas; así que se metió bajo el agua y decidió no pensar más en la opinión que su aspecto pudiera despertar.

    «Puertas a la Atlántida…». Mientras se enjabonaba, recorriendo desapasionadamente las viejas cicatrices, mil veces revisadas, sus dedos se detuvieron en la larga línea que descendía desde su oreja izquierda al abdomen y su mente voló de nuevo a aquellos días aciagos. Si esas puertas pudieran conducirle, no solo a la Atlántida, sino a la época de entonces… Qué distinto podría ser todo. De ninguna otra decisión de su vida se arrepentía tanto como de abandonar la isla por el miedo atroz que sentía hacia sí mismo. Había sido, con creces, su mayor error.

    Después de muchos años dando tumbos por la Tierra, por fin había llegado a la conclusión de que allí le comprendían y apreciaban a pesar de su extraña condición, pero lo había entendido muy tarde y la isla se había perdido… Si aquella doctora chiflada tenía un ápice de razón en sus teorías, quizá hubiera alguna esperanza todavía.

    2

    Terminó de vestirse a regañadientes, mientras su editora supervisaba sus movimientos y las prendas elegidas, daba órdenes por teléfono y seleccionaba los colores adecuados de un enorme estuche de maquillaje que le ofrecía una maquilladora de unos dieciocho años, tímida y aparentemente sobrepasada por el ajetreo infernal de aquella habitación. Parecía la preparación de una rueda de prensa presidencial sobre un hecho de interés nacional en lugar de una mísera presentación de un libro. Uno tan alterado y retocado por la editorial que la autora no sentía ninguna afinidad ni lazo real con él y defenderlo ante un público, por minoritario que fuera, no la satisfacía en absoluto.

    Su tesis había sido una auténtica y apasionante odisea de investigación y desarrollo arqueológico, un ensayo bien documentado y perfectamente detallado, lleno de interesantes giros históricos. Pero los tiburones editoriales habían convertido su magnífico estudio en un edulcorado y novelesco viaje a una Atlántida imaginaria que producía náuseas a la supuesta autora, cuyo nombre y vinculación profesional con la arqueología se tambaleaban avergonzados ante la esperpéntica farsa que iba a tener lugar en la presentación de aquella basura. En situaciones económicas más holgadas habría mandado a paseo a esos lobos llenos de ideas de marketing y éxito editorial, pero necesitaba el dinero y el libro, ciertamente, había sido un bombazo. No le quedaba otra que continuar soportando la prostitución de su trabajo y exponerlo librería tras librería y evento tras evento mientras la editorial se lo exigiera. Una vez terminada aquella amarga danza macabra, podría dedicar las ganancias a montar una expedición en condiciones en lo que ahora consideraba que podría ser, por fin, la dirección correcta. Por suerte había frenado a tiempo y no había revelado sus planes a su voraz editora, que habría sugerido sin dudarlo financiar parte del proceso a cambio de una segunda parte de aquel atroz espécimen literario y alguna tontería como publicidad, programas televisivos o algo similar.

    Desde el principio había quedado patente el escaso orgullo creativo que el libro inspiraba en su supuesta autora, por lo que la editora acostumbraba a llevar la voz cantante en las presentaciones, llevándola como una muñequita boba que firmaba ejemplares con su estilográfica de tinta violeta.

    Recogió la pluma de encima de su cuaderno de notas antes de echar un último vistazo anhelante a la habitación del hotel. Acabada la farsa, el equipo se iría a celebrarlo mientras ella volvía allí a tachar los días en el calendario que la mantendría atada dos semanas más a esa pantomima ridícula. Deseaba con todas sus fuerzas que la tarde pasara rápido para retornar, cerrar la puerta, darse un buen baño y olvidar todo aquello. El cuarto estaba pagado una noche más y luego tendría un par de días antes de la siguiente presentación en Oviedo. Todos esos días se le antojaban como una penitencia necesaria para conseguir el dinero y la libertad de volver a salir a explorar como realmente quería.

    Había unas ochenta o cien personas en la inmensa sala de conferencias. Su sitio, en el centro de la mesa, frente a todos ellos, se le asimilaba a un siniestro patíbulo. Subió al estrado con resignación y saludó de manera educada al público, que aplaudía su llegada. Le costaba mantener su sonrisa fingida durante toda la presentación, pero una vez más hizo de tripas corazón y sobrellevó lo mejor que pudo el discurso de la editorial, la lluvia de preguntas —siempre iguales— y la gratitud y enhorabuena de un público enamorado de un texto que nada tenía que ver con su afamada tesis. Puertas a la Atlántida tenía en su cabeza de sobretítulo «La profanación de una tesis» y pensar en la ironía de que aquella novelucha hubiera tenido más éxito que un trabajo bien elaborado y meticuloso como había sido su investigación, la hacía sonreír amargamente, pero sonreír, al fin y al cabo.

    Mientras la editora cerraba la rueda con otro de sus discursos y organizaba a los fotógrafos y la mesa de firmas, Lluvia recorrió distraída los rostros de los presentes. Por supuesto, debía agradecerles —y les agradecía— el interés por su libro, por haberlo comprado y por desear una firma de su autora, aunque quería gritarles que la obra no tenía nada que ver con ella ni con su estudio, y que todas aquellas escenas ñoñas y romanticonas desvirtuaban la esencia de su investigación. Era poco probable que alguno de aquellos ávidos lectores estuviera allí por la verdadera Atlántida y la posibilidad de encontrarla. Eso era lo que más la entristecía.

    Le llamó la atención un hombre de rostro siniestro y serio que la escrutaba de vez en cuando desde un lateral del auditorio. Le habría parecido algún tipo de delincuente de no ser por su impecable vestimenta, cual lord inglés, y por la forma despectiva con la que hojeaba el libro, ignorando deliberadamente el discurso de la editora. Tenía un semblante anguloso, fino, que podría haber resultado atractivo de no estar surcado de marcas grotescas. Quizá era boxeador o algún tipo de luchador retirado. Le pareció que tenía los ojos claros y penetrantes, pero estaba demasiado lejos para acertar con el color. La expresión de su cara saltaba entre el desprecio y la decepción, por lo que quedaba claramente fuera de lugar en aquella charla de forofos anhelantes de souvenirs de autor.

    Cuando comenzó la ronda de firmas, el tipo se mantuvo un rato de pie, pegado a la pared, como si dudara si acercarse o no. Había algo llamativo en él, algo que le impedía apartar la mirada y la obligaba a buscarlo cuando la distraía algún fan con algún comentario o petición de hacerse una foto. Finalmente, el hombre se puso el último de la fila, pero al llegar por fin junto a la mesa, en lugar de extenderle el libro abierto por la primera página, como hacían todos, le entregó una tarjeta con solo un número de teléfono y una dirección de e-mail. El tomo permanecía cerrado en su mano, bajo el abrigo sobriamente recogido en el antebrazo.

    —¿No quiere que le firme el libro?

    —Lo cierto es que no lo he leído. Estaba interesado en su tesis. Si fuera tan amable de enviarla a la dirección que figura en la tarjeta, se lo agradecería más que un garabato en la solapa de una novelucha.

    —¿Novelucha? Vaya… y eso que no la ha leído. —Por algún motivo, aquella crítica cruel sobre su libro la encendió y divirtió en lugar de ofenderla, como debería de haber sucedido si no compartiera la opinión del desconocido.

    —He leído lo suficiente. El concepto y la descripción de las pistas son coherentes, pero el argumento novelesco desvirtúa el verdadero interés del libro. Preferiría conocer su tesis, tan afamada. Si no es posible, dígamelo ya y nos ahorramos tiempo mutuamente.

    Eloisa, la editora, había oído parte de la conversación y saltó enseguida, ofendida por el comentario tan despectivo y embravecida por el éxito de la conferencia. Despotricó un par de cosas y el hombre de las cicatrices sonrió de medio lado, se disculpó elegante —sin perder la compostura— e hizo una reverencia casi burlona. Su sonrisa había resultado temible y seductora a la vez. Casi parecía encerrar una amenaza silenciosa y cruel; sin embargo, había suavizado ese rostro severo y deformado. En la mente soñadora de Lluvia se lo imaginó asaltando a la editora en mitad de la noche y degollándola con elegancia en su propio dormitorio, como un ninja; un ninja elegante y letal.

    No pudo evitar sonreír para sí misma.

    El tipo, que ya se marchaba, reaccionó ligeramente a su sonrisa, entrecerrando los ojos y volviéndose a toda prisa hacia las puertas abiertas de la sala.

    Más tarde, cuando por fin estuvo sola en la habitación, tumbada en la cama y aliviada por haber podido tachar una presentación más en su calendario de penitencias, sostuvo la tarjeta en sus manos y la escrutó con interés. ¿Por qué no? Le enviaría la tesis. La última copia previa a su exposición todavía permanecía en la nube para poder revisarla llegado el caso. Enviársela le permitiría entablar una conversación con aquel tipo singular.

    ***

    Tres días después cerraba tras de sí la puerta de otra habitación de hotel, en la verde Asturias, sin siquiera el consuelo de las frondosas montañas o el bravío mar, puesto que la ventana daba a la plaza mayor y no a la plazoleta orientada al puerto deportivo.

    Apenas había terminado de abrir la maleta cuando sonó su teléfono, atronador y molesto. Lo cogió con desgana; no conocía el número, pero seguramente tendría que ver con la editorial y los preparativos de la siguiente presentación.

    —Buenas tardes, Lluvia.

    —¿Con quién hablo?

    —Mi nombre es Oliver Leal, nos conocimos en la última presentación de su libro.

    —¡Ah, sí! Le recuerdo por su e-mail. ¿Leyó ya la novelucha, señor Leal?

    —El libro es innecesario, pero la tesis tiene fuerza y sentido. Me gustaría poder consultar sus fuentes. En la copia que me envió no figuraba bibliografía suficiente, me temo.

    —Verá, mis fuentes son confidenciales.

    —¿Está segura?

    —¿Perdón?

    —Pregunto si está segura de no querer compartir esas fuentes. Podríamos poner en común bastante información de interés.

    —¿Qué información?

    El hombre rio suavemente.

    —De eso se trata. Una información por otra.

    —¡Yo ya le he mandado mi tesis!

    —No discutiré ese hecho irrefutable, pero la información por la que estoy dispuesto a negociar va más allá de su estupendamente estructurada investigación.

    Lluvia permaneció callada un instante.

    —Quizá deberíamos vernos, ¿dónde está usted ahora?

    —Puedo llegar a su hotel cuando termine su apasionado discurso de presentación del libro de mañana por la tarde.

    —Bien, pues… nos vemos allí cuando termine el evento. Supongo que no querrá hacer cola otra vez para que le firme la tesis. Hay una cafetería en el hotel, podemos vernos allí.

    —Allí estaré.

    El hombre colgó el teléfono antes de que pudiera despedirse. Lluvia se frotó la cara con ambas manos, tratando de volver a la realidad. Había sido raro. Llevaba tres días pensando en aquel tipo y en la locura de haberle enviado su valiosa tesis a un perfecto desconocido por el artículo treinta y tres. Solo pensaba en qué podría pensar al leerla y en si le llegaría alguna opinión tan hostil como aquel punzante «novelucha» que le había soltado apenas conocerse; si es que podía decirse que se hubieran conocido en su fugaz encuentro en Madrid.

    «El libro es innecesario». Aquel tipo no se cortaba un pelo a la hora de soltar verdades a la cara, eso era un hecho. No podía sentirse ofendida, al fin y al cabo, tenía razón; sin embargo, su abrupta opinión discrepaba con el ejército de lameculos que Eloisa procuraba tener siempre cerca de ella para tratar de convencerla de continuar la novela y convertirla en una saga romántica. Lo peor era que el libro se estaba vendiendo estupendamente. Era malo y era bueno; bueno para el bolsillo, sobre todo. Aunque lamentaba que su seria y profesional imagen de Doctora en Arqueología e investigadora se viera eclipsada por la de escritora de noveluchas romanticonas…, siempre podría dejar atrás esa identidad y reconstruir su imagen llegado el momento.

    3

    Oliver Leal caminó largo rato por el Cerro de Santa Catalina y su magnífico paseo al borde del acantilado antes de dirigirse sin prisa a la plaza Mayor de Gijón, donde se encontraba el hotel de cuatro estrellas en el que se alojaba la arqueóloga.

    Gijón, como todas las poblaciones cantábricas, le resultaba agradable de recorrer. No solía prestar mucha atención a la gente, pero sí a la arquitectura, a la configuración de las urbes, a la consecución de generaciones que habían superpuesto sus huellas en aquellas calles y recodos, casi imperceptibles. Qué viejas eran las ciudades del viejo mundo. Algunas tanto como él. Aunque tan cambiadas…

    Bajó derecho hasta la plaza de Jovellanos, la atravesó y enfiló una calleja, con una acogedora terraza, hasta la plaza Mayor. Llevaría a la arqueóloga a aquel local, tenía mucha más intimidad que la cafetería del hotel.

    Dobló la esquina y entró. La tarde era cálida y el aire acondicionado refrescaba casi en exceso la estancia. Pidió una infusión y se sentó a esperar. Como siempre mientras aguardaba algún acontecimiento destacable, su mente voló de nuevo, siguiendo un rayo de sol que entraba a través del cristal, a otro rayo de sol que se filtraba entre las esbeltas columnas de piedra situadas a la entrada de un templo en una isla lejana… Había acudido a la petición de socorro porque Ella estaba en el consejo. También por la deuda contraída cuando le curaron y ayudaron a reponerse de sus heridas, después de la primera misión bajo su mando; pero especialmente porque Ella le había hecho llamar.

    Apenas recordaba sus encuentros antes de morir, pero tenía grabados con profunda amargura los posteriores. Ella había hecho todo lo posible para que él entendiera, para que aceptara el regalo que se le había otorgado y celebrara, como Ella, su nueva condición.

    «Ahora podremos estar juntos», le dijo, pero él no supo agradecer aquel regalo, no supo apreciarlo hasta que fue demasiado tarde… Después, la isla desapareció y poco importó que hubiera llegado a entenderlo. Ella nunca lo supo y los años siguieron corriendo en la más angustiosa soledad, hasta que el recuerdo dejó de resultar doloroso y se convirtió tan solo en un hecho del pasado, parte de la historia universal; solo un capítulo más, frío e indiferente, como todas las grandes hazañas de su vida desde entonces.

    4

    Había estado especialmente nerviosa durante toda la presentación. Eloisa lo notó y trató de sonsacarle información, pero Lluvia se cerró en banda. Tampoco era para tanto. Quedaría con aquel extraño y hablarían de su libro.

    Eloisa insistió en acompañarla donde quiera que fuese después del acto y le fue imposible darle esquinazo. Había esperado que el misterioso señor Leal asistiera a su ponencia para poder ir a algún sitio distinto de la cafetería del hotel, donde también se alojaba su editora, pero no apareció.

    Al final llegaron juntas al hotel. Lluvia se despidió alegando una llamada mientras la mujer subía hacia las habitaciones. Él ya estaba allí. Antes de que se sentara o pudiese disculparse, el tipo se levantó y le señaló la salida.

    —He visto cerca de aquí una terraza más adecuada para nuestra charla.

    —Pues… vamos.

    Al salir del hotel miró por encima del hombro, deseando que Eloisa no hubiera bajado a espiarla. Por suerte no la vio, aunque seguro que se asomaría corriendo a alguna ventana para controlar su inversión. El hombre, aparentemente consciente de su preocupación, la mantuvo pegada a la fachada hasta doblar la primera esquina, donde se encontraba el café que había mencionado.

    —Vaya. Pensaba que iríamos algo más lejos.

    —No hay necesidad. Aquí estamos bien.

    —Claro.

    El camarero, solícito, acudió a tomarles nota. Lluvia casi agradeció su presencia, pues ayudaba a romper el hielo. Oliver Leal no había vuelto a pronunciar palabra desde que se sentaron y, aunque solo habían pasado un par de minutos, a ella el silencio se le hizo eterno.

    Allí estaban, dos personas elegantes en una terraza estrecha con mesas y sillas de madera al fresco de los edificios. Con la tarde de calor que habían tenido, se agradecía el reposo, aunque pronto se quedarían fríos allí. No había nadie más.

    —Bueno, ¿de qué quiere hablar? ¿Qué información es esa por la que vamos a negociar?

    Leal sonrió levemente. Sin cicatrices, su rostro habría sido hermoso, pero no podía obviar las marcas tan atroces que lo surcaban. Sus ojos grises parecían viejos y cansados, condescendientes. Y su expresión en general resultaba insondable.

    —He leído la tesis. Es interesante. Hay muchos puntos que parecen muy bien documentados… ¿Ha participado personalmente en alguna expedición de las que se mencionan?

    Demasiado pronto para esa pregunta. Lluvia respondió en automático, aunque algo dentro de ella parecía vibrar, como una alarma silenciosa, previniéndola sobre los giros que podría tomar aquella conversación.

    —Mi investigación ha sido puramente teórica. La mayoría de las expediciones en busca de la Atlántida son del siglo pasado. No todas están documentadas adecuadamente. Se llevaron a cabo muchas expediciones a nivel particular reseñadas en diarios y documentos anónimos.

    —¿Y no preferiría hacer trabajo de campo y comprobar sus teorías?

    —Por supuesto, pero estoy comprometida con mi trabajo y…

    —Presentando el libro. Claro. La fortuna y la gloria siempre van primero…

    —¿Cómo dice?

    —No se ofenda. Por el tono de sus letras hubiera creído que buscaba con fervor esas teóricas puertas a la Atlántida, pero veo que su novela ha cobrado un protagonismo superior. Una pena no haberla conocido antes de

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