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La raíz de la furia
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Libro electrónico108 páginas1 hora

La raíz de la furia

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Información de este libro electrónico

Este primer libro de Sebastián Miguez Conde es, sin proponérselo, además de una vertiginosa colección de cuentos y microcuentos, un manifiesto contra la almidonada literatura academicista y una rebelión contra las tendencias de moda. Es la voz del Otro en estado puro, la de la verdad de la calle imponiéndose a los regodeos de las bellas letras. Es la voz del pibe de los mandados de un boliche de la Ciudad Vieja, la de un stripper en Buenos Aires, pero también la de una anciana que no soporta la crueldad contra los animales, la de un niño algo desamparado, la de Piedad —que antes se llamaba Plinio— y la de los personajes de fábula que vienen a aliviar, con una delicadeza casi naif, ahí donde las drogas han dejado espacio, a los olvidados narradores de estos cuentos.

La raíz de la furia son diez cuentos sucios, llenos de sustancias y fluidos, sobre todo sangre, sangre que corre para alimentar un organismo vivo, la pulsión original de la literatura. Un libro valiente y feroz, un corazón que late en un puño.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 ene 2016
ISBN9789974863361
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    La raíz de la furia - Sebastián Miguez Conde

    Índice

    Cubierta

    La raíz de la furia

    El pasajero perverso

    Amor de hojalata

    Las mujeres del diablo

    Crueldad animal

    Purnata

    Piedad para enseñarnos

    Humo

    Princesa estúpida

    Ángel del Claustro

    Créditos

    Contratapa

    La raíz de la furia

    El ruido del boliche siempre me pareció ensordecedor. Es difícil pensar si uno no puede escuchar ni sus propias palabras. Por eso pensaba gritando, para que los gritos de la voz del pensamiento se oyeran sobre la música, el humo de cigarro, sobre las luces titilantes, sobre los silbidos, los jadeos, los gemidos.

    De alguna manera siempre busqué la luz, tal vez por eso me subía al escenario. El único lugar casi continuamente iluminado con esos focos baratos, amarillentos. El volumen del pensamiento era más fuerte ahí que en cualquier lado. La voz de mi mente tomaba un tono más grave, profundo, ineludible.

    Pensaba que era una suerte tener el pelo largo, porque me tapaba la cara, y recuerdo que me imaginaba que mi padre estaría avergonzado de mí, de haberle importado. Pero lo que más recuerdo, lo que más presente tengo cuando revivo los momentos en el escenario es lo mucho que quería que se me parara el pito, el deseo de que, de alguna forma, la lujuria me invadiera, venciendo a la droga y al alcohol. Recuerdo la desesperación cuando eso no pasaba, cuando la mujer que se retorcía de gozo mal fingido se separaba de mí y dejaba mi fracaso expuesto. Recuerdo la rabia. Recuerdo la risa de los hombres que habían pagado por ver un espectáculo; estaban contentos, todos sabían del juego perverso, todos sabían lo que pasaba si no me la cogía en vivo, todos festejaban que no se me parara, sin disimulo, con silbidos y gritos. Todos sabían lo que venía después. Si me cogía a la mina estaba salvado, pero cada vez podía menos, cada vez subía más drogado, más duro en los músculos que no contaban.

    El acto de coger a la puta en el escenario era el preámbulo, después ella se iba con las lesbianas y las tocaba, y se dejaba tocar. Yo quedaba ahí, derrotado, mi derrumbe era parte del show, ahora lo sé. Entraba él. Mientras tanto yo pensaba con claridad, con el volumen del pensamiento encima de todo. Pensaba en la plata, pensaba en la merca, pensaba en cómo tantos hombres pagaban con gusto el carísimo precio que se les cobraba por ver a otro hombre humillado frente a ellos.

    Cuando él entraba al escenario ya casi no quedaba nada de mí. Franco, la puta madre. Ese tipo disfrutaba con mi sufrimiento, realmente disfrutaba. Por algún misterio de las estructuras de razonamiento, alguna vez sentí lástima por él. Yo, el más chico de los dos, el que hacía arcadas con la cara embestida frente a miradas siniestras y lujuriosas. Yo, el infeliz que vendía la dignidad que ya no tenía por un poco más de droga, yo, o lo que quedaba de mí, sentía lástima por el pobre sádico hijo de mil putas.

    Llegaba el momento de interactuar con el público. Nos bajábamos del escenario de madera sucia. Las sombras tomaban forma a medida que nos acercábamos a ellas. Yo siempre elegía los viejos, pagaban mucho más. Franco iba por los jóvenes, que eran pocos, pero él no lo hacía por la plata, él disfrutaba el morbo. Yo disfrutaba el después, cuando solo en el cuarto de la pensión me dejaba invadir por la merca.

    La última noche que estuve en el boliche no fue diferente de ninguna otra, hasta el momento en el que nos acercamos a los clientes. Íbamos de uno en otro, montados en los regazos, sintiendo las entrepiernas duras, los dedos desesperados recorriéndonos. Les acercábamos el bulto a la cara, unos minutos por cliente. Tomábamos la propina que el tipo nos daba y pasábamos a otro.

    Era el último de la noche, la segunda canción estaba por terminar. Me monté al regazo del tipo y, como cada vez, empecé a moverme rítmicamente. El hombre me corrió el pelo de la cara con un billete de veinte dólares, me agarró de la nuca y acercó su boca a mi oreja:

    —A mí no me gustan los hombres —susurró.

    Tomé los veinte dólares, los guardé en el eslip y contesté en el mismo tono:

    —A mí tampoco.

    Cuando me desmonté de él, me agarró el brazo y volvió a acercarse.

    —¿Puedo verte después? —Y me mostró veinte dólares más.

    Tomé el dinero y contesté:

    —No, no podés.

    El final del show era lo peor. Volvíamos al escenario. A esa altura, eran muy pocos los que no se masturbaban explícitamente, siguiendo el ritmo del sádico hijo de puta. La consigna era acabar frente a todos, y todos iban a hacer un esfuerzo para hacerlo al mismo tiempo que él. La realidad era que yo no exageraba cuando decía que el stripper era un sádico. Él no eyaculaba, a menos que quien lo estuviera acompañando sufriera dolor de algún tipo. Esa última vez me agarró el cuello con la mano izquierda, la que tenía libre. Yo sabía que si me defendía iba a demorar más.

    Sentía las venas de la cara hirviendo, tenía ganas de toser, ya no me entraba nada de aire a los pulmones, se me aflojaron las piernas y caí. Hubo gemidos más fuertes. Tuve, en el suelo, un momento para respirar, pero Franco me pisó el cuello con el pie descalzo. Casi en la inconciencia, lo golpeé con el codo atrás de la rodilla y cayó con ruido. Se dio cuenta de que lo hice por el dolor, eso lo excitó más. Llegó hasta donde yo estaba tosiendo, sin dejar de masturbarse, me clavó las rodillas en la espalda y caí apoyando el pecho en la tierra mugrienta del escenario. Casi ciego de furia, estiré la mano para alcanzar una botella de whisky vacía para pegarle con ella, pero mi amigo Plinio, ya vestido de mujer para actuar después de nosotros, la sacó de mi alcance y me mostró, en su lugar, una bolsita con una poquita merca. Lo miré un momento a los ojos, y me aguanté el dolor hasta que sentí el líquido caliente en mi espalda. Muchos acabaron al mismo tiempo, en un siniestro gemido que inundó el lugar de olor a semen. Lo que más me destruye es que se podía oler, por encima de todos los inmundos aromas, el hedor de mi propia tristeza.

    Cuando terminaba el espectáculo, Natalia, la puta que se supone que yo tenía que cogerme en vivo, nos hacía, a mí y a Plinio, el favor de ir a comprar la merca a lo del Turco. Plinio seguía vestido de mujer lo que quedaba de la noche. Franco se volteaba a alguno en el cuarto oscuro por algunos pesos más. La piecita minúscula que hacía las veces de camarín en ese club mugriento la compartíamos todos los strippers, las putas y mi amigo Plinio.

    Yo empezaba a fisurarme minutos después de que Natalia dejara el «camarín», mi cuerpo entendía que en un rato iba a acceder a la dosis. Plinio se retocaba el maquillaje, se estaba acomodando las pestañas postizas cuando entró Franco. Yo descansaba tenso sentado en unos cajones de cerveza, con la cabeza entre las manos, tratando de aguantarme hasta que volviera Natalia con lo mío. Franco se agachó para sacar una botella del cajón.

    —Están calientes —dijo Plinio, sin dejar de arreglarse las pestañas postizas frente al espejo roto—. Pedile al barman que te dé una de la barra.

    —¡Ah, no, muchacho! Si le pido al barman, me la hace pagar. Esta está caliente pero es gratis. —Y se rio. Me miró. Yo lo odiaba, visceralmente.

    —Y vos, chabón se acercó—, ¿vos querés algo caliente? —Se agarró el bulto—. Mirá que tengo lechita calentita para rato, y para vos es gratis. —Se rio más fuerte y buscó la complicidad de Plinio, que casi no tuvo tiempo para reaccionar.

    Agarré una botella de whisky, creo que la misma que separó de mi alcance Plinio en el escenario. Con toda la fuerza que me ofrecía el odio, le di un golpe vertical ascendente en el mentón que lo tiró de espaldas. Cayó haciendo un ruido sordo, con las manos hacia los lados y duro como si además de un golpe le hubiera metido un palo en el culo. Plinio me detuvo para que no le partiera la cabeza mientras estaba inconsciente.

    Menos de un minuto después, Natalia abría la puerta. El sádico hijo de puta se levantó ayudado por Plinio, que estaba más preocupado por el paquete que traía mi amiga, la puta, que por el convaleciente. Nos olvidamos de Franco. Sentí en todos los huesos del cuerpo que no iba a poder apaciguar la necesidad de

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