Crying Star, Parte 3: Crying Star
Por Kane Banway
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Crying Star, Parte 3
"El espíritu lleva sus propias cadenas: su egoísmo y su amor. La única pregunta es saber si dichas cadenas están entre sus manos o alrededor de su cuello. »
Alphonse Requet, 1260 PGS.
La hora de enfrentarse a las consecuencias de sus actos se acerca y la humanidad al igual que Perseo seran puestos a prueba..
Kane Banway
Né à Paris le 3 avril 1980, son père décide pour ses 12 ans de balancer sa collection de BD pour les remplacer par l'intégrale de Sherlock Holmes, ainsi qu'un curieux livre contant les aventures d'un nabot aux pieds velu nommé Bilbo. De ce jour est né un grand amour pour l'imaginaire, l'évasion, le fantastique et les causes perdues(retrouver ses BD). Verne, Tolkien, Doyle, Zelazny sont rapidement devenu ses compagnons, bien plus que ses pauvres livres scolaires délaissés. Pour des raisons indépendantes de sa volonté, un grand nombre de mondes sont restés emprisonnés, derrière les barreaux de ses multiples boulots liés à l'informatique. Jusqu'au jour où la nécessité de laisser sortir ses prisonniers s'imposa...
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Crying Star, Parte 3 - Kane Banway
Crying Star, Parte 3
Kane Banway
1. Condena
"Una idea nunca muere en prisión. Sufre. Sangra, llora, se alimenta de su propia sangre y eventualmente se transforma en monstruo. Pero no muere. »
Merlin Beaumont, La resistencia en Centauri
1265 PGS
Perseo movió la cabeza intentando orientarse. Los rayos de luz que deslumbraban su dolorido rostro le indicaban que estaba siendo arrastrado por un pasillo. Le sentaron violentamente en una silla frente a un escritorio de metal. Creyó que estaba en la sala de reuniones, en el Vulcano.
Pero no estaba allí.
Atenea no estaba detrás del escritorio. Le hablaba un hombre de uniforme azul de Europa, calvo y con ojos pequeños y brillantes. Tenía una tablet en la mano. Pero sus palabras no tenían ningún sentido. En sus oídos resonaba un zumbido incesante, su mente divagaba, tenía el cuerpo magullado. Perseo bajó la mirada hacia el suelo. Se vio las piernas todavía con el uniforme de vuelo. Sobre los muslos caían unas gotas color escarlata. Se llevó las manos esposadas a la cara y sintió la piel hinchada, húmeda, dolorida. Se miró los dedos sucios y manchados de sangre, con unos cuantos arañazos. No se acordaba de nada. Lo levantaron de nuevo. Poco importaba lo que el hombre le hubiera dicho, se lo llevaban a otra parte. Algo le golpeó la cabeza y el mundo se volvió oscuro. No todo la vez, no. Lentamente, lo suficiente para que se preguntara sobre aquella sensación de alivio que sintió ante la idea de perder el conocimiento.
Se despertó atado en la parte trasera de un transportador. A través de la cúpula vio una brillante luna roja (parecida a Kazra pero sin anillo orbital). Pudo comprender algo de lo que decía la radio a pesar de las interferencias. La Prisión de Erioch le preguntaba al transportador. Le llevó un tiempo a su cerebro asociar ese nombre a un recuerdo.
¿Acaso no había escoltado él a dos transportadores a esa prisión? Un aluvión de preguntas asaltó su mente. ¿Por qué se dirigía a una prisión de la Coalición? ¿El hombre con el uniforme de Europa lo había liberado y enviado a la prisión para que lo recogieran? ¿Por qué seguía esposado? ¿Y cómo había acabado allí?
Al aterrizar, algunas preguntas obtuvieron su respuesta.
Los hombres de la Coalición estaban allí.
Alineados en dos filas, de rodillas y con las manos detrás de la cabeza. Vio a un soldado de Europa caminar despacio entre los prisioneros... Se detuvo detrás de uno de ellos y sacó un arma. Apuntó con el arma la parte de atrás de la cabeza de uno de los hombres arrodillados. El ruido seco del disparo hizo que el joven piloto se sobresaltara. Vio que le atravesaba la cabeza como si fuera un papel.
Como un caza atravesado por proyectiles.
Tan frágil. Tan quebradizo.
Perseo apartó la mirada de los transportadores alineados en el hangar. Todos lucían los colores de Europa. Uno de ellos abrió su escotilla y salió un grupo de prisioneros, soldados de la Coalición. Se dio cuenta de que esta prisión probablemente no había permanecido mucho tiempo en el bando de la Coalición. El hombre detrás de él lo empujó, despertando bruscamente numerosos dolores en su espalda y en su cara en cuanto hizo un gesto de dolor.
Fue arrastrado lejos de los muelles y de su plataforma de ejecución. Un hombre se paró frente a él y le golpeó en la cara. El golpe seco y brusco hizo que se estremeciera a la vez que el dolor invadía su mejilla derecha. Le dieron arcadas al sentir su sangre en la boca. Entonces el hombre cogió algo de atrás y se lo puso alrededor del cuello del piloto.
Lo empujaron violentamente a un lado. Perseo se giró despacio y vio a otro guardia que llevaba una cadena de metal en su puño cerrado. Siguió con la mirada aquella cadena y comprendió que su cuello estaba ahora adornado con un collar. Parecía un perro al que se saca de paseo. El hombre le dio un tirón para hacerle salir de la plataforma.
No pudo evitar negarse a ser empujado como un animal. Tensó la nuca y dio un paso atrás. El hombre paró y se volvió enfadado hacia Perseo.
Este lo desafió con la mirada. Como respuesta el hombre sonrió y sacó lentamente de su cinturón una porra. Deslizó la pequeña correa por su mano con una calculada lentitud mientras miraba al joven piloto que apretaba los dientes pero ya no se movía. La porra voló hacia su sien. Trató de esquivarla pero a pesar de todo le impactó en la parte superior de la cabeza. Se tambaleó. El hombre aprovechó para golpearle en el estómago, obligándole a doblarse cuando el dolor se extendió por todos sus miembros. Sin embargo el hombre no se detuvo ahí y le golpeó la cabeza directamente. Perseo se desplomó. El guardia aprovechó para patearle en el suelo. El joven trató de hacerse un ovillo para protegerse pero el guardia golpeó inmediatamente las manos de Perseo en cuanto las levantó para protegerse el rostro.
Cuando cesaron los golpes, Perseo notó que los hombres le estaban mirando. Algunos se veían cansados, otros llenos de odio. Otros lo contemplaban con una aterradora mirada de indiferencia. Entonces su guardia se inclinó sobre él y tiró de la cadena estrangulándole despacio. Se levantó sacudido por el dolor (agarrándose el costado, magullado por los golpes) para poder respirar. Agarró la cadena del cuello con ambas manos para intentar tirar de ella sin encontrar una hebilla o un sistema de apertura. La superficie era lisa, como una sola pieza de metal, excepto por la hebilla donde se fijaba la cadena. El guardia tiró violentamente de él provocando que cayera de rodillas. Perseo se levantó rápidamente para evitar caer de cabeza sobre el suelo metálico. El guardia agitó la porra y no tuvo más remedio que seguirlo, tropezándose, apretando sus dientes con dolor cada vez que perdía el equilibrio.
Algunos hombres le escupían a su paso. A veces a su lado, casi siempre sobre él. Se abrieron dos puertas metálicas que conducían a un ascensor en el que su guardia lo empujó sin miramientos antes de entrar él mismo. El hombre señaló con un dedo las puertas abiertas y dijo unas palabras en voz baja. A Perseo le llevó algunos segundos el poder encontrar el sentido de las palabras en su cerebro adormecido y bloqueado por el dolor. Las puertas no tenían seguridad. Si alguien se encontraba en medio en el momento de su cierre sería aplastado. El guardia le había dado esta información con una leve sonrisa que provocó que Perseo apretara los dientes.
El ascensor comenzó inmediatamente un largo descenso. Poco a poco empezó a recuperar la memoria. Pero no siguió por ahí. Luchando por no pensar en nada. Permanecer vacío. Sabía que era lo mejor. Mucho mejor que la otra alternativa.
Con un ruidoso silbido hidráulico, las puertas se volvieron a abrir y Perseo fue arrastrado por un pasillo de acero y de algo que parecía roca. El hombre le pasó la correa de metal a otro guardia.
Perseo miró a su nuevo propietario. Llevaba un uniforme abrochado hasta arriba que le cubría todo el cuello. En su día debió de ser azul. Pero ahora era gris y estaba descolorido. El hombre tenía una mirada inexpresiva, la piel lechosa de quien no había visto el sol desde hacía años y una corona de pelo negro que contrastaba con el tono pajizo de su cara. Como el anterior guardia, el hombre tiró de la cadena sin miramientos y por poco le hace caer. Perseo se levantó y tiró ligeramente en dirección opuesta. Apenas un instante.
Ocho segundos más tarde yacía en el suelo encogido, tenso y retorcido de dolor, rojo de tanto ahogar sus gritos de odio y sufrimiento. El guardia limpió meticulosamente su porra. Luego tiró nuevamente de la cadena. Perseo obedeció despacio y con dificultad, no sin alzar una mirada llena de odio hacia el hombre. Vio su cara fría e implacable... Le vio hacer el gesto de no
con la cabeza mientras su porra describía una elegante curva antes de estrellarse con violencia contra su mandíbula. Volvió a caer, cegado por el sufrimiento que se extendía por todo su cráneo. Su cuerpo no era más que una herida sanguinolenta. El hombre empezó de nuevo: tiró de la cadena. Despacio.
Lentamente, Perseo se levantó. Esta vez sin alzar la mirada. Escuchó una única palabra que le hizo estremecerse entero... De odio y de vergüenza a partes iguales.
-Bien.
Lo arrastraron por un laberinto de largos pasillos. La piedra, el metal, todo parecía de tono rojo apagado La luz en sí misma también parecía estar compuesta por tonalidades anaranjadas. Lentamente y entre una mezcla de crujido de engranajes bloqueados y el chisporroteo de antiguos circuitos se abrió una esclusa ante ellos. El hombre que lo agarraba saludó a otro guardia en una garita de cristal. Su uniforme estaba abrochado hasta arriba, cubriéndole el cuello.
Descubrió el pozo número seis. Un gran foso de unos 20 metros de profundidad. En las paredes, excavadas en la misma roca, una sucesión de celdas con barrotes y calabozos oscuros formaban una espiral que extendía sus anillos de puertas metálicas hasta el suelo. Los niveles se hallaban comunicados entre sí por caminos y escaleras metálicas oxidadas y desvencijadas. El hombre tiró de la cadena, arrastrándola por los escalones chirriantes. El prisionero echó un vistazo a la barandilla metálica de color naranja. Abajo, un espacio circular con mesas y sillas ancladas al suelo, una polvorienta losa de cemento. Levantó la mirada hacia el cielo
de ese lugar. Dominándolo todo, suspendida del techo rocoso, una cúpula proporcionaba la única luz del lugar, inundando el pozo con una luz pálida. Bajó un nivel y después el hombre que tiraba de su cadena abrió una pequeña puerta de metal sin barrotes, mostrando un cuadrado de oscuridad. Empujó al joven dentro