Dioses inmutables, amores, piedras
Por Lolita Bosch
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"Imágenes que se desdibujan, gotean, se escurren durante todo el día por este agujero inestable que ahora soy. Y que caen en algún lugar donde se quedan como dioses inmutables, amores, piedras." Así describe la narradora de uno de estos relatos cómo se pierden nuestros recuerdos más preciados. En este ambicioso libro de prosa breve, Lolita Bosch indaga simultáneamente la ficción autobiográfica, la indagación histórica como pretexto para hurgar en la psique, el poema en prosa y la reflexión sobre la escritura misma y su relación con la memoria y la identidad. El conjunto reafirma a la autora como una de las voces más originales de la literatura en lengua hispana.
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Dioses inmutables, amores, piedras - Lolita Bosch
muerto.
LA NIÑA SARA
En el pueblo en el que veranea hay un búnker enterrado debajo de la plaza de la iglesia y el suelo de su primera escuela era de color azul. Éstos son dos datos que la Niña Sara nunca cuenta porque le parecen detalles sin importancia. Aunque más adelante entenderá que cobran sentido si se contextualizan, involuntariamente, dentro de una historia.
Ahora.
Y, sin embargo, ahora la Niña Sara hace cosas. No las piensa. Y va a la escuela en un autobús al que acaba de subir tras despedirse de su madre frente a la portería de su casa. Ha puesto un pie en el escalón de hierro, ha escuchado Niña Sara, se ha detenido, ha mirado hacia atrás, ha cogido el bocadillo envuelto en papel de aluminio que le ha acercado su madre y ha sonreído al decir:
—Gracias, mamá.
Luego ha subido a este vehículo amarillo, contornos redondeados, chofer amable y asientos forrados en terciopelo color marrón.
O café, o brown, que son sinónimos que aprenderá mucho más tarde.
Ahora la Niña Sara se sienta en un asiento en la parte trasera del autobús, junto a Hermana: las dos con la misma bata de cuadritos blancos y fondo rosa. Hermano no. Hermano viste una bata azul y se ha sentado más adelante, con Su Mejor Amigo. Juntos han convencido al resto de alumnos de su clase de que griten EH OH detrás de cada uno de los nombres que dicen en voz alta los maestros cuando pasan lista. De modo que el aula de Hermano, que está pegada a la de la Niña Sara, empieza cada mañana con un grito que parece militar, festivo y entusiasta. Todo a la vez. Hasta que hoy, como cada día, como si fuera un ritual incómodo con el que empezar la jornada escolar, el director de la escuela entra en el aula, pide a los alumnos que dejen de gritar con entusiasmo y mira con saña a Hermano y a Su Mejor Amigo, porque sospecha que han sido ellos los instigadores de este grito de guerra. De resistencia, de valentía. Casi de sublevación. Pero el director no puede demostrar sus sospechas y se limita a mirarlos con ojo cuadrado, retador, alerta. Luego, abandona el aula con pisadas de hierro, Hermano se ríe, Su Mejor Amigo se ríe.
Y la Niña Sara en su clase se ríe también. Porque imagina la escena de júbilo y tensión al escuchar los gritos de los compañeros de Hermano y las carcajadas contenidas cuando entra el director y todos se sienten obligados a callar súbitamente. E imagina también al director caminando con pisadas de hierro hasta el centro de la clase, ordenando silencio, mirando con sospecha a Hermano y a Su Mejor Amigo y saliendo resignado del aula. Sabe que mañana volverá a suceder lo mismo. Y la Niña Sara lo sabe también. Después escucha con atención a su maestra, que le enseña cosas como geografía, cálculo o historia moderna mientras la Niña Sara espera que sea la hora del patio para pelearse con Eulalia. Aunque no entiende la razón de ese enojo, porque Eulalia, en verdad, no le cae mal. Su agresiva relación es casi una costumbre. Pero hoy todavía es temprano y además, como si fuera un día especial, los alumnos de primero, segundo, tercer y cuarto grado van a hacer un concurso. La Niña Sara sólo recordará un trozo de esta escena que ahora está a punto de suceder. Y lo recordará un día de verano mientras busca el búnker que sabe que está enterrado en algún lugar de su pueblo, cerca de la iglesia. Entonces se detendrá unos segundos y recordará, con precisión, este momento en el que, sentada de espaldas a la pizarra en una mesa con patas de metal y rodeada de un grupo de compañeros (batas rosas, batas azules), trata de resolver sin calculadora una complicada suma de muchas cifras. Sin papel, sin lápiz. De memoria. Y luego recordará haber ganado y que la hagan pasar al frente y multiplicar, delante del resto de la clase, una difícil operación que contiene el número seis. Eso es todo. Aunque ese día, cuando regrese a su casa sin haber encontrado el búnker y quiera contarlo a su familia, alguien le dirá: Aunque seguro sí recuerdas lo que sucedió con la bolsa de limones, ¿verdad? Y ella dirá que no porque le gusta escucharlo. Aunque también porque es cierto: no lo recuerda. Y no obstante lo ha escuchado tantas veces que es como si ya le hubiera vuelto a ocurrir. Lo construye y de nuevo está en aquel recuerdo que los demás tienen y que hace que ella cada vez que lo escucha reviva la emocionante sensación de que está a punto, a punto, de recuperarlo.
—Cuando eras pequeña –dice Tío.
—Muy pequeña –puntualiza Abuela.
—Eso: una vez, cuando tenías apenas tres años –dice Tío– te trajeron una bolsa con tres limones.
—No es así –se ríe Abuela–. Es al revés.
Y de nuevo comienzan a explicar esta historia:
En una ocasión la Niña Sara estaba en el jardín de Abuela y alguien le dio una bolsa con muchos limones. No como un regalo. Sino tal vez para que la llevara a la cocina, para que la sujetara un momento mientras quien se la había dado hacía algo como abrocharse los cordones, o para que ayudara a alguien que iba muy cargado. Nadie se acuerda de eso. Dicen que no es lo importante. Que de lo que sí se acuerdan todos, y lo que ya casi casi recuerda también la Niña Sara, es que no devolvió la bolsa de limones. Sino que se sentó en el pasto, desparramó los limones enfrente de ella y los observó durante un largo rato. Sólo sabía contar hasta tres: porque ésos eran los años que tenía.
—Ah, claro –exclama Tío–. Tenía tres años, no tres limones.
Y Abuela se ríe, Tío se ríe y la Niña Sara se ríe también.
—¿Qué pasó entonces? –pregunta la Niña Sara.
—Que aprendiste a multiplicar –responde Tío.
—¿Cómo? –pregunta la Niña Sara.
—Haciendo montones de tres limones y luego montones de montones de tres limones y de nuevo más montones de más montones de tres limones.
—¿Y? –pregunta la Niña Sara divertida con esa historia que reconstruye con emoción siempre que se la cuentan. Con premura.
Lo sabe, pero quiere volver a escucharlo.
—Que apareciste a la hora de comer y dijiste: hay tres montones de tres montones de tres limones.
—O sea 27 limones –dice la Niña Sara.
—Sí –sonríe Tío–, pero tú antes no sabías contar tanto.
Y llega el otoño, la Niña Sara vuelve a la escuela, gana el concurso de cálculo y sale a multiplicar una operación que contiene el número seis enfrente de todos sus compañeros de primero, segundo, tercer y cuarto grado. En el aula de al lado Hermano y Su Mejor Amigo ya están callados. El director hace un rato que se ha ido. Y la Niña Sara cuenta mentalmente.