Los perros
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Todo el mundo, por proletario u honrado que sea, por hambriento que esté hasta del estómago, necesita de un perro. Lo que pasa es que nadie lo dijo hasta que Sade, hasta que Diderot…
Román Carrasco, el protagonista de esta novela, zigzagueará entre una mujer y otra, a las cuales, de manera casi siempre inconsciente, intentará someter… como a los perros.
Jesús Jank Curbelo
Jesús Jank Curbelo (La Habana, 1991). Narrador y periodista. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2015 y de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de La Habana en 2016. Obtuvo mención en el concurso de cuento César Galeano (2015) y el premio de crónica Miguel Ángel de la Torre (2016). Actualmente trabaja como reportero en el diario Granma (órgano oficial del Partido Comunista de Cuba), colabora con medios nacionales como La Jiribilla y El Caimán Barbudo, y escribe los blogs Suite y Casi Cayéndose. Ha trabajado como guionista de espacios radiales dramatizados y publicado textos en antologías y revistas en Cuba, España y México.
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Los perros - Jesús Jank Curbelo
ajedrez
La rotonda del parque
Si ahora yo cojo mi anillo de bodas y lo cambio de mano, tú asumes como que ya está quitado. Pero no está quitado. Está en otro dedo. Tomando en cuenta esto, es necesario acuñar que hay un llanto de niño parado en la ventana. Siete años de llanto, y una correa dura que entra y sale de la carne enfermiza de sus muslos, me imagino, porque ese llanturreo lamentable ha estado puesto sin agujas siempre del lado más allá de la ventana, y los oídos escuchan hasta lo que no quieren escuchar. Supuse, y tú supón lo que creas si acaso llegas a ser más imaginativa, que la madre superior, superiora, es una gorda negra. Fetiche. Ahora se calla. Gracias al cinto de todos los santos se calla el niño, o respira, se contonea y vuelve con tal de molestar a su pobre madre, mujer que ha quedado con un costurón en cada esquina genital como una pelota de poli usada, de esas que el pitcher cambia supongo que porque, sencillamente, ha dejado de gustarle. Así con las mujeres, con los niños. Así los negros borrachos, toletes, vivos, que hacen llevaderas a las negras gordas en ropa de cama, asoladas por el llanto que sale de la cabeza del niño, con la cabeza vuelta un problema matemático porque si no menstrúa después del toletazo es probable que del bollo vuelva a brotarle otro niño llorón.
He aquí el anillo. Tu sonrisa ha dejado de gustarme. Saliste del incendio acechada por unos zapatos de suela negra y un muñeco. Has bajado de peso de una hora para otra. Diez libras, doce. Yo, sin embargo, lo único que tengo de distinto de una hora para otra es que se me ha puesto oblicua la nariz, los sentimientos, luzco como una cosa propedéutica. Ahora, sin embargo, supón, y yo supongo, haré contigo el ejercicio, que la negra gorda también grita por el puro, el más tántrico placer de creerse que en la camilla del hospital quedan todas las responsabilidades consabidas, en el latón de la basura con el bombillo y las pinzas. Pero ella grita porque su pequeña casa de la que es ama, sin función social, le ha sido incendiada raramente por dos esquizofrénicos. Y el llanto aborigen del chiquito que me tiene al borde del espanto, al borde de lanzarme como de un trampolín desde el cabo ardiente del cigarro en que yacemos sentados el otro junto al uno, crece, y crece, y se regodea de vernos a lo lejos, si es que nos ve, atados, compartiendo la misma maldita jeringa blanca con el mismo líquido punzando las sabrá dios cuántas venas que tiene uno alrededor del cuerpo, como en el cinto, en el tolete prieto, en la garganta del niño. Cualquier sitio es idóneo para clavar unos cecés de amnesia, una náusea.
Sin embargo, estoy rígido, no sé si embelesado. Siento tu mano que ya no me gusta bordearme la cintura, preguntarme, ofrecerme más cigarro. Más cigarro. Si pudiera fumar más, fumaría, pero no puedo, estoy embelesado. El quejido se cuela por la ventana en un tono agudísimo, sin coto. Y tú siquiera llegas a darte cuenta de la gorda que ahora le consuela con rulos y las orejas ganchudas, un narigón, le dice: ya, mi niño, cállate, por favor. Después le grita. Un semitono y medio por debajo, así que empastan las dos voces como la instrumentación de una orquesta. Y tú me estás hablando del cigarro. Me tienes tomado por la cintura, o por los hombros, y me estás arrastrando por la acera del frente de mi casa, la casa de mi abuela, hasta un túnel, en el asiento de una guagua en que vamos de espaldas: todo lo que sucede nos sucede de espaldas, como a las jicoteas. Me pasan estupores por la mente, y el alarido de la voz del nene no me ha dejado quieto, me soborna, me pide fósforos, o la explicación de por qué nos dio el jeringuillazo por incendiar una casa de familia.
¿Nunca has visto cuando me pongo turulato? Este pedazo de mi cuerpo es limpio. Puedes tomarlo y llevarlo hasta el médico, dejarlo en la terapia, meterle una pecera a la redonda o meterle una pastilla nueva porque, simple, te ha dado por creer que no respondo cuando yo sí respondo. Lo he hecho todo el tiempo. Pero tú no me escuchas como mismo no escuchas a Ringo Starr. Todo pudiera haber sido perfecto: la luz, los gorriones, la salsa para pastas, flautas impresionantes que se meten dos o tres gordas y muchas blanquitas flacas, decentes, así, como tú. Tendido como un dios sobre la yerba un perro convulsiona. Como un dios tísico. Se me hace hermosa la agonía de un animal con dientes, ajeno y quejumbroso, como tú.
Tengo varios tatuajes en la espalda que no recuerdo cómo me los hice. Así en ambas muñecas, en los brazos. Dibujitos rupestres, rasponazos como lanzados por la hoja filosa de un sacapuntas escolar. ¿Has visto? También tú tienes algunos tatuajes pero están todos debajo del blúmer. El chiquillo se aleja. Se me aleja, como si hubieran cogido su llanto para meterlo en un closet oscuro con puerta, un hueco de metal como los huecos de metal donde guardan, envueltos en un paño, los sopletes, las caretas cuadradas de soldar. Entonces sí que va a sentirse solo, y es probable que un día, fumándose un tabaco o una alergia, termine conociendo a una mujer hedionda y salgan a hacer fuegos artificiales hogareños. Además, dentro de más o menos tres minutos va a sonar un teléfono, y voy a tener que bajar nuevamente no sé qué escaleras para recoger unos objetos vivos: una mujer de carey, un coche, un cuerpecito enano con un globo que balbucea y se levanta solo, que me tiene hecho un hombre responsable. Pero eso será luego, más adelante, mientras, ahora mismo, todavía no he visto la idiotez. Aunque me siento un poco compungido puedo sentir perfectamente el frío que se mete en mi ingle, como si la nieve de un país donde nieva le royera la piel. Puedo sentir cómo atenúa el frío el sabor de tu boca: la punta, los costados de la lengua, tus quinientas papilas gustativas, apretado y acuoso como siempre es