En el viaje
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Bajo el motivo-símbolo del viaje se despliega una trama de vidas vulnerables, intrigas y pasiones, metáforas del devenir contemporáneo. Los personajes viajan desde los orígenes judíos al mundo cristiano portando secretos de familia. La doble vida es la constante vital que ocultan tanto en el pasado como en el presente, sus angustias, temores e inclinaciones sexuales. En una osada relación, el autor amalgama Opus Dei y judaísmo en un viaje de connotaciones metafísicas que se manifiesta en un lenguaje pleno de metáforas y visiones poéticas.
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En el viaje - Augusto Sarrocchi
En el viaje
Augusto Sarrocchi
© Copyright 2013, by Augusto Sarrocchi Carreño
Primera edición digital: Diciembre 2014
Colección: Viaje al fin de la noche
Director: Máximo G. Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 236.513
ISBN: 978-956-317-213-3
Diseño y diagramación: Catalina Silva R.
Lectura y revisión: María Jesús Blanche S.
Edición electrónica: Sergio Cruz
Imagen de portada: © Nishanth Jois / flickr.com
Derechos Reservados
PRIMERA PARTE
Mesiá
I
Álvaro no tenía ninguna necesidad de preguntárselo. Sabía perfectamente para qué servían los viajes. No eran para conocer nuevos lugares ni vivir otros acontecimientos, tampoco para llevar sus conocimientos a nadie. Los viajes eran simplemente la afirmación de su identidad. Mediante ellos sabía quién era. En la soledad de un andén o en un aeropuerto estaba él, acompañado de sus seres queridos a los que en cada viaje sabía mejor cuánto los amaba. Álvaro sabía que nunca estaba solo cuando emprendía nuevos rumbos, iban con él su familia, sus ayudantes, sus colegas, todos estaban allí, acompañándolo y empujándolo a nuevos horizontes y nuevas perspectivas.
No era verdad que los viajes eran una caja de sorpresas. No, todo era absolutamente previsible, incluso el accidente que pudiera darle un curso radical a su vida. Inclusive aquello era parte de la aventura lógica de un viaje.
Lo importante de este era saber gozar el trayecto y no estar apurado por llegar. Gozar la aventura del silencio, observar a las personas, ver a la gente pasar e imaginar las diferentes historias de sus vidas. Quizás muchos de ellos tendrían historias parecidas que hicieran de sus existencias un transcurso similar en sus aventuras y desventuras. Descubrir en las personas los diferentes tipos de los que hablaban los profesores de literatura: pícaros, cortesanas, avaros, héroes y villanos, buscar las fusiones e imbricaciones y ver como de héroe se podía a pasar a villano y viceversa.
Los idiomas y las distintas hablas tampoco eran dificultades, la mirada es siempre la mirada, el misterio es siempre el misterio y la evidencia es siempre la evidencia.
También había dejado atrás el temor a perderse. Imaginaba, que de pronto se quedaba ciego como en el libro de Saramago, y tendía las manos en el andén, pensando en que alguien se las tomara y lo guiara. A veces temía tener una ceguera sicológica que, efectivamente lo dejara ciego en el andén, arrastrando ese equipaje que siempre se arrepentía de llevar. En cada viaje pensaba que llevaría menos ropa ¿para qué tanto? Pero, era inútil, el equipaje se acumulaba y él lo arrastraba sometido al bagaje que ahora mandaba en su vida y lo obligaba a cargarlo, independiente de si lo ocuparía totalmente. Era evidente que le pesaba cada vez más.
Álvaro pensaba en los viajes. Los que más le llamaban la atención eran los de huida. Siempre que veía películas de viajeros huyendo le producían un fuerte impacto, principalmente las de judíos huyendo de los alemanes. La huida siempre tenía algo de aterrador y esperanzador a la vez. A la fuga había que ponerle una esperanza, era como la fuga de los días. ¿Qué esperanza le pondría? ¿La vida eterna? ¿Volver a ver a sus seres queridos que ya habían partido? ¿Un premio junto a Dios Padre? Nada de eso convencía a Álvaro. Ni siquiera ver a sus seres queridos tenía mucho sentido, si total, siempre estaban con él, ahí, muy adentro de su mente y en sus acciones y deseos. Los sentía parte del mismo viaje.
¿La fuga de los días? ¿Significaba esto que el viaje estaba llegando a su fin o la pregunta era como en «La casa de Asterión»: «Ojalá me lleve a un lugar con menos puertas y menos galerías»? ¿Sería acaso este viaje sólo para ingresar a una puerta que conducía a otro viaje, en otra dimensión?
Así era el viaje. A veces el tiempo traía nubarrones y no se sabía cuánto se adelantaría en esa jornada. Tal vez la tormenta traería una sorpresa, quizás esta vez el rayo liberador caería cerca.
II
Mi abuela me contó que mi abuelo se definía como un aeropuerto. Viajó mucho y tuvo una buena vida, fue profesor universitario, mi abuela comentaba que él siempre decía que las personas jóvenes llegaban a su vida, aterrizaban en ella, cargaban combustible, se nutrían, pasaban un tiempo muy apegados a él (dos o tres años, algunos algo más) y después despegaban, se iban, volaban con sus propias alas, nutridos con los conocimientos y las nuevas experiencias vividas con mi abuelo. Cómo sería lo que le gustaba viajar a él que no le bastaba con sus propios viajes. Sabía que también volaba en las alas de sus discípulos, sus alumnos, sus amigos. Era un aeropuerto, aunque yo creo que él, sin darse cuenta, proyectaba en ellos sus propias ansias de volar, de vivir otras vidas y albergarse en otros sueños.
Cuando nació, sus abuelos llevaban años en la Argentina y se habían forjado una situación económica que no sólo le permitió estudiar con tranquilidad sino también gozar de un patrimonio familiar que le posibilitaba vivir con gran soltura. Su padre había sido marino y no había aportado mayormente al patrimonio familiar, había dedicado su vida a viajar y despertar incógnitas sobre sus andanzas, por ello recordaba más a sus abuelos que a su padre, ellos habían ocupado el rol paterno. Su madre aceptaba sumisa los viajes del padre y sólo se la veía algo alegre cuando el barco recalaba en el puerto.
Esther, mi abuela, pasaba la mayor parte del tiempo en la finca, era retraída y el campo le gustaba, estaba siempre leyendo o bordando al lado de la chimenea en el invierno, y en verano en el corredor de la antigua casa patronal bajo las madreselvas y buganvillas de colores intensos. A veces se entretenía cocinando antiguas recetas judías, principalmente turcas, o conversando con las mujeres de la casa, la vieja Eduvigis estaba casi ciega, pero aún hacían las mermeladas bajo su supervisión. Ella daba vida a la mermelada de albaricoques, de cabellos de ángel, de tomates, de porotos, de los frutos más exóticos y su hija Margarita le seguía los pasos. Nathan las recordaba desde siempre en su casa, enquistadas a su familia.
Pobres mujeres siempre en casa guardando mi secreto, ¿se habrán dado cuenta? Si es así supongo que se quedarán calladas, no les conviene hablar, mal que mal toda su vida es esto y si hablan no sólo se viene abajo mi mundo sino también el de ellas, estoy atado a ellas y ellas a mí.
III
Cuando Nathan, desde la ventanilla, veía el árbol, grande, enorme, resistente al viento y a las inclemencias del tiempo gracias a las profundas raíces enclavadas en la tierra, pensaba en todo lo que había viajado ese árbol, un viaje constante hacia la altura, emergiendo desde la tierra. Se fue elevando, la semilla germinó y la savia fue llevando las nutrientes que lo llevaron a crecer, a viajar en el tiempo, a ser viajado por miles de seres regocijados con su grandeza. Desde su propio espacio el árbol se multiplica en un periplo hacia el recuerdo, hacia la némesis. Se sentía como un gran árbol, con inmensas raíces, sin embargo, viajando y viajando y, a la vez, solo en el medio del camino.
Se dirigía a la gran estancia familiar que sus abuelos, inmigrantes primitivamente de Rusia, habían comprado hacía años, aunque en algún momento de su niñez escuchó decir a la vieja Eduvigis que el judío la había ganado en el juego. Su madre le había dicho muchas veces que no hiciera caso a habladurías, como judíos despertaban constantemente la envidia, estaban sometidos a ella y a vivir en constante zozobra. Nathan no había entendido pues su vida había transcurrido plácidamente, sus bisabuelos habían ganado mucho dinero como peleteros y tenían esa finca, varios pisos y locales comerciales para rentar, su abuela se había casado con un marino mercante del que no tenía mucho conocimiento aunque siempre había sobre él un halo de misterio, su madre había sido siempre sumisa y enfermiza y su padre psicólogo, docente de la universidad. Para él todo había sido fácil y ahora volvía a casa para el gran evento, el cumpleaños de su padre.
Llevaba mucho tiempo fuera de casa y aunque nunca buscó una explicación a su decisión de irse a Europa, sentía que en el fondo de su alma había una explicación que no quería aceptar.
Fue esa noche cuando los oí hablar, en susurros para que nadie los escuchara, hablaban de la tumba, de llevarse el secreto, del goic, de que nadie jamás lo debería saber y que de ser así, lo negarían para siempre, hasta la muerte.
Desde ahí comencé a alejarme, desde ahí el rechazo, la huida…
IV
A mis muertos no los dejo tranquilos, comentaba Cristóbal, los hago viajar. No me gusta que se duerman. Desde muy pequeño he tenido la costumbre de llevarlos conmigo a todas partes, les pedía ayuda en los momentos de aflicción.
Cuando nació mi hermano Cristián y mi padre emprendió su viaje antes de que Cristián naciera, le pedía constantemente que lo cuidara. Cuando se volvió bohemio, por lo menos por un tiempo, siempre le pedí que lo acompañara, me imagino lo feliz que habrá sido. La de aventuras que habrán corrido los dos.
Ahora que han pasado los años, cada día es peor para ellos si quieren descansar. Los llevo conmigo en este viaje que no es sólo mío. Bueno, nunca lo fue, siempre fue el viaje de mis muertos o de mis recuerdos, a veces pienso que mi viaje ha sido siempre de huida.
Claro está que como en todo viaje el transcurso no es lineal, la vida tiene sus momentos de clímax, los horarios punta, los momentos picos, como se suelen llamar, tantas maneras para señalar que el transcurso pasa por instantes de mayor tensión. Así ha sido también el trabajo de mis muertos. Principalmente le cargué la mano a mi padre, mal que mal siempre fue el pater familias, por lo tanto, protector de todos, el responsable de la comodidad familiar. Aunque se marchó relativamente pronto, mi hermano fue hijo póstumo y me quedó la responsabilidad de asumir su rol. Pero mi padre siempre estuvo aunque yo tardé años en