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La incapacidad
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Libro electrónico151 páginas2 horas

La incapacidad

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Rodrigo es hijo de un exiliado político y Antonia, de un empresario dedicado a la fabricación de explosivos. Ambos tienen historias muy distintas y el relato describe cómo, no obstante, logran protegerse mutuamente de culpas de sus respectivos padres: remordimientos que marcaron realidades familiares llenas de tabúes y violencias. La incapacidad es una novela sobre la actual generación veinteañera chilena que descubre y asimila las fracturas sociales ocurridas en los años setenta y ochenta y que hurga en sus temores haciéndose cargo de sus propias fragilidades y experiencias.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento30 jul 2015
ISBN9789560003386
La incapacidad

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    La incapacidad - Daniel Campusano

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2012

    Portada: Fotografía original de Claudio Ponce Orellana

    ISBN: 978-956-00-0338-6

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Daniel Campusano

    La incapacidad

    No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse

    por quiénes fueron sus padres antes de conocerlos (…),

    sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna y a callar sobre sí mismos ante sus vástagos,

    a silenciar quiénes fueron.

    Javier Marías, Corazón tan blanco

    El padre es una dirección, una proyección, una perspectiva.

    Yo creo que en esta historia hay efectivamente culpas y también hay muchos conflictos. Las culpas hay que recogerlas

    en la medida que haya verdad detrás.

    Francisco Mouat, El empampado Riquelme

    Pero después se me ocurría que quizás fuese una generación más compleja, más sofisticada que la nuestra; una generación

    que encontró las formas de mezclar el placer y el dolor:

    de poner en escena la impureza. Nosotros creíamos que podíamos conseguir valores perfectos, absolutos: todo el placer, sin mácula. El placer de definir el curso de la historia, por supuesto (…)

    Ellos, en cambio, saben que no existe la pureza e intentan manejarlo: hacer de esa impureza, de esa incompletud no un error sino un modo de vida. Su astucia consiste en saber

    que son imperfectos.

    Martín Caparrós, A quien corresponda

    I. El faro

    II. El padre

    III. El poeta

    IV. El motivo

    V. La repercusión

    VI. La incapacidad

    I. El faro

    Conocí a Antonia ocho años atrás. Jugaba pool en casa de César, mi mejor amigo hasta hoy y que ese día cumplía diecinueve años. Antonia no sabía tomar el taco y recién entendía los puntos donde ubicar las bolas, por lo que se reía mucho y soltaba el taco sospechando que algún invitado de la fiesta esperaba jugar de verdad. César me la presentó y yo la encontré parecida a algo, quizás a un gato, quizás a una lechuza, de ojos fijos y redondos. Le pregunté si era compañera de César en la universidad y le ofrecí pisco o ron cola. Aunque Antonia me respondía en detalles, por seguir una pluma naranja que colgaba de su aro izquierdo, casi no la pude escuchar.

    Un amigo de ella apareció en la fiesta e interrumpió la conversación. Abrazó efusivamente a Antonia, y al conocerme palmoteó mi espalda preguntándome dónde estaba el baño y quién era el cumpleañero. Mientras me alejaba de la escena para buscar hielo, consideré ofuscado que este amigo no debía palmotearme la espalda y que su abrazo a Antonia había sido más grosero que cordial. Repasando este fastidio, me pregunto hoy si podremos intuir a primera o segunda vista si una persona será a largo plazo definitiva. Y pensándolo cinco segundos, los escalofríos me dicen que la idea puede ser tan absurda como probable. Lo cierto es que esa noche, Antonia tuvo que atender a su amigo y ya no hubo tiempo para conocernos. De ella alcancé a saber que no tomaba ron y que iba en Tercero Medio, en un colegio de monjas que nunca había escuchado. Yo había egresado recién del colegio y por entonces estudiaba inglés y dos ramos en un preuniversitario. Quería estudiar Teatro o Literatura, aunque en el preuniversitario asistía a un curso de biología. Seis meses después de esa noche, César me preguntó si me acordaba de Antonia y con cara de extrañeza le mentí que no exactamente, que tal vez se me confundía con otra niña que esa noche intentaba jugar pool. No volví a verla en más de un año. Era abril del año 2000. No se había acabado el mundo. El hecho de un nuevo milenio era para todos indiferente.

    Ese año –donde hubo cientos de días en que Antonia ni se asomó en algún sueño o borrachera– pasó tan rápido que no resolví mis dudas universitarias. Teatro quedó descartado porque olvidé inscribirme a las pruebas especiales, y hasta hoy, siempre me ha sido cómodo negar que, por días o meses, me imaginé estudiando Teatro. La posibilidad de estudiar Literatura quedó flotando en mi desconcentración hasta tratarla como un sueño y verla como un globo de jabón: perfecta, brillosa, transparente, pero que asumía mejor no tomarla porque se reventaría y, desde luego, me salpicaría jabón a la cara. Volví a ver a Antonia, como ya dije, más de un año después de conocerla en casa de César, en mayo o junio del año 2001. Fue también en un cumpleaños, en el Parque Intercomunal de la Reina. No recuerdo exactamente quién cumplía años, pero sí recuerdo la música electrónica que animaba el asado, también la fiesta de esa noche en que derivó todo y entonces dudo si la celebración era por dos o más cumpleaños. Ubiqué el quincho donde ocurría la celebración por ver a César desde lejos: el gordo bailaba, a la vez volteaba chorizos y tutos de pollo en una parrilla. Después de saludar a muchas personas vi a Antonia. Estaba sentada, sostenía un vaso de plástico, afirmaba un globo amarillo y escuchaba al mismo amigo que me palmoteaba la espalda donde César. Al enfrentarnos Antonia acomodó su pelo detrás de su oreja izquierda y moduló mi nombre en silencio. Yo sufría un incipiente asco porque el amigo de Antonia –abrazando mi cabeza con impertinencia– me pinchaba con sus mechones rastas y olía a chorizos carbonizados. Antonia, en cambio, olía casi igual como huele ahora: a un perfume de frutas indefinidas o a una mezcla de muchas flores. Digo casi igual porque ahora, pensándolo bien, Antonia huele además a una crema para rizos hidratados. Ordenándome el pelo le dije: ¿Antonia, cierto?

    Esa misma noche Antonia me contó que en su casa vivía el diablo, que lo veía a diario, e incluso la divertía mucho.

    Del parque habíamos llegado a una casa cercana. Todos los que atiborraban el living, bailaban o cantaban abrazados mientras Antonia y yo nos acomodábamos en un sofá. César organizaba comprar marihuana y otros sugerían partir a una discoteca con los pases libres que ofrecía una gorda de pelo calipso y uñas rosadas. Antonia decía sentirse mareada, y atándose en la cabeza un paño azul que en el parque llevaba como cinturón, ubicó sus pies arriba de una mesa donde reposaba una manada de elefantes de cristal, de lapislázuli, de porcelana.

    ¿Cómo es el diablo?, le pregunté cortésmente, ¿con cachos y cola, o como todo el mundo?

    No como todo el mundo, me respondió Antonia, acariciando uno de los elefantes; es un poco más feo que la media de la gente, y eso que el mundo, es cosa de verlo, está lleno de gente fea… El diablo se llama Francis, agregó Antonia, trabaja en mi casa hace más de diez años.

    ¿Francis o Francisco?, le pregunté yo.

    Francis, me respondió Antonia, o sea, al llegar a casa pidió ser llamado así; pero ¿quién sabe en verdad cómo se llama el diablo?, me argumentó con seriedad.

    Antonia ya para ese entonces tomaba ron cola, o al menos aceptaba un vaso después de algunas latas de cervezas. Le quedaban meses para egresar del colegio y, como aun postergaba su decisión de qué estudiar en la universidad, para frenar las preguntas de algún familiar o pretendiente sin imaginación, le acomodaba decir que estudiaría Arqueología, aclarando que de niña veía documentales de pirámides y faraones, que su sueño permanente, a propósito, era conocer Machupicchu.

    Esa noche, cuando yo le comentaba mis planes de estudiar Literatura, arrugando su frente me preguntó la diferencia entre un arqueólogo y un paleontólogo. Yo le dije que no sabía y que mi sueño permanente, en tanto, era estar en un safari, que de niño me había imaginado en uno, usando un gorrito de safari. En ese momento Antonia posicionó en hilera los elefantes de la mesa: sin mirarme, los alineó del más grande al más pequeño.

    ¿Podrán algunas personas, por provocarnos una inexplicable demanda de protección, convertirse en un faro que advierta, que encamine o detenga el resto de nuestras relaciones?

    Me repito esta pregunta mirándome en el ventanal del Metro.

    Estamos en abril del 2008. Debí haber bajado una estación atrás y no lo hice porque me sentía cómodo buscando algo en mi cara, fijándome en los granos de la punta de mi nariz, definiendo el color de mis ojos en los vidrios del tren. Noto incipientes arrugas en mi frente que me incitan, por alguna angustia pasajera, a considerar válido seguir aproximándome a esa pregunta cruel, incómoda, más que nada incierta, llena y vacía como cualquier recuerdo que rebota alguna mañana de insomnio, donde no sabemos si el despertador va a chillar en dos horas o en treinta segundos.

    Me bajo en Moneda, la estación siguiente, compro chicles de menta y una bolsa de maní confitado. Caminando, cantando en pleno centro de Santiago, tarareando alguna canción que entremezclo con otra más estúpida, decido a destapar la memoria para revisar mi vida con Antonia, mi encuentro con El Diablo. Si la memoria es una pared llena de clavos salidos, sin saber a quién podría importarle, considero adecuado colgar los cuadros que monten una historia, cuadros, como todo recuerdo, pintados por la estructura inestable, por el humor blanco y sobre todo negro de la vida.

    Entro al Paseo Ahumada y la aceleración de este abril del año 2008 no deja de reproducirme ocho años pasados, ocho años, desde luego, de paréntesis a destiempo, de imágenes fragmentadas. Me pregunto, esperando la luz verde de peatones, si a veces esperamos que el recuerdo sea validado por el tiempo para asegurarnos la utilidad de leerlo, o incluso, en un acto supremo de valentía, de releerlo para saltar un acantilado presente, usando la experiencia, el miedo de uno pasado.

    Iba a estudiar Kinesiología, lo tenía decidido. Pero minutos antes de que yo saliera de casa a rendir la Prueba de Aptitud Académica, Zidane estrenaba su alimento para perros adultos con el pastel de mierda más blando de sus seis meses de vida. Cuando escobillaba las suelas, e incluso los cordones de mis zapatillas, mis jeans se marcaron en el borde del lavadero con polvos de anilina verde que mi hermana había mezclado para teñir camisetas. Y no me di cuenta sino hasta dos horas más tarde, cuando comenzaron a aparecer manchas verdes en mi hoja de respuestas que, por gastar minutos en borrarlas, me quitaron el tiempo para contestar el resto de las preguntas y alcanzar el puntaje que exigía la matrícula de Kinesiología. Desde luego nadie entendió, en su magnitud, las definitivas consecuencias de haber pisado la mierda de Zidane esa mañana, y debí guardarme –cuando me preguntaron el primer día de universidad– la verdadera razón de haber estudiado Terapia Ocupacional, la carrera que sí permitió mi puntaje de ingreso. Pero ¿cómo aguanté un año en una carrera que no entendía? En las mañanas faltando a clases, en las tardes tomando cerveza barata en la calle República y, en los últimos meses del año, asistiendo a los talleres narrativos de la facultad en los mismos horarios de mis seminarios obligatorios. El año pasaba y, entre la duda o la tentación de resignarme, comenzaba, además, a escribir poemas en clases de Anatomía y Neurofisiología. En el primer módulo

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