Bajo la sombra del eucalipto
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Bajo la sombra del eucalipto - Mario Encalada Castro
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Capítulo 1
La ciudad se veía con pequeños progresos, aunque aún la pobreza en algunos sectores era notable. Los mismos vecinos, las tiendas y los vendedores ambulantes que desde temprano pregonaban sus mercancías. Las mismas escuelas, sus docentes ya viejos, gastados por el tiempo, aunque algunos habían dejado el planeta para siempre. Había dos mundos diferentes en ese pueblo, y la gente los llamaba los de la periferia y los del centro, el primero por su extrema pobreza y los segundos porque tenían buenos trabajos y bien pagados en empresas grandes. Lo curioso es que pese a todas estas diferencias la gente no dejaba la ciudad donde habían nacido y morían sin haber conocido otros lugares de su país.
Las mismas empresas con sus jefes y capataces que se jubilaban y se quedaban en el cementerio del pueblo. Todo era inmensamente triste, donde la alegría más grande era esperar la misa de la mañana del domingo y la retreta en la plaza en el centro del pueblo, amenizada por una banda de músicos, que eran bomberos también. Quizás algún músico de una orquesta que probó suerte en la capital que volvió a su tierra, y su director Don Oscar que pese a sus años, unos sesenta y siete, dirigió y bailó al compás de las canciones viejas y algunas de moda, naturalmente desafinados, pero que entretenían a la gente que se paseaba alrededor de la pequeña plaza en el centro del puerto. Aún existían calles sin pavimentar en muchos sectores, y por más que se esforzaba el alcalde de la ciudad en lograr algún beneficio de parte del gobierno, quedaron solo en proyectos futuros y con el tiempo olvidados. La rutina era la misma, los hombres a la fábrica, las niñas y niños a la escuela y las mujeres adultas como dueñas de casa. Lo que más sobresalía en ese pueblo, era un pequeño monumento de un héroe nacional, al cual se le rendían honores marchando en las fiestas de independencia del país, el discurso de todos los años del alcalde y la banda, orgullo de la ciudad que al compás de sus viejos himnos marciales, marchaban orgullosamente las y los estudiantes, profesores, las autoridades, uniformados de las diferentes ramas de la ciudad, la Cruz Roja, bomberos, y centros deportivos como trabajadores de las empresas. Pero la gente se sentía feliz, sobre todo las madres que se esforzaban por coser el mejor uniforme a sus hijos para esa oportunidad, y los zapateros tenían sus mejores días remendando el calzado, porque para comprar un par nuevo, había que esperar a la navidad o el año nuevo, si es que se podía.
En fin, un pueblo pintoresco, agradable, progresista y felizmente ubicado en la costa. Así es que el pescado y el marisco eran abundantes para deleite de sus habitantes y turistas. En la ciudad había una agencia de buses, algunos destartalados, y eran tan viejos que no tocaban la bocina para no perder una parte del carro. A los chóferes, a la vez mecánicos, se les olía el alcohol y el tabaco hasta en sus ropas, pero tan buenos vecinos, que muchas veces no cobraban a los más conocidos y de escasos recursos. En todo caso, la ciudad crecía y al pasar los años, su población aumentaba a pasos agigantados en varios sectores, gracias a las nuevas empresas metalúrgicas y constructoras, que venían a instalarse.
La rutina, a las 05:30 a.m. empezaba a sonar la sirena de la fábrica, las jornadas eran por turnos, desde las 07:00 a.m. hasta las 03:00 p.m., desde las 03:00 p.m. hasta las 11:00 de la noche y desde las 11:00 de la noche, hasta las 07:00 a.m. Muchas veces los trabajadores doblaban un turno por la enfermedad de alguno o porque había demasiado trabajo, y muchos trabajaban los festivos porque se pagaba el doble de sus salarios diarios, sobre todo los que trabajaban en el puerto cargando los barcos, con las riquezas del país con rumbo a otros países. Algunos extranjeros con visiones comerciales, yugoslavos, chinos, italianos, turcos y criollos que venían del sur del país, lograron instalarse con alguna tienda de frutas y cereales y otros con carnicerías. Por entonces existía mucho el fiado y más de la mitad de los sueldos de los trabajadores, quedaban ahí, aunque a veces con una pequeña cuenta pendiente para el próximo pago. Las panaderías, que eran unas cinco, pertenecían a unos yugoslavos y criollos, el pan se empezaba a vender desde temprano, a las 05:00 a.m. Se podía oler el pan fresco y era la delicia de los pueblerinos, el más apetecible era el pan con chicharrones o de manteca. El pueblo era ideal con su clima, las temperaturas no variaban mucho durante el año y las celebraciones de fechas importantes, como la fiesta de la primavera con su reina y la entrada del verano, eran celebradas con gran regocijo. Aunque aparentemente tranquilo, el cuchicheo de las vecinas en el almacén de la señora Marina estaba a la orden del día. Lo extraño era que una de ellas no salía, pero se enteraba de todo lo que ocurría en el barrio donde vivía. Había otra señora, la apodaban doña Treme. Era muy misteriosa y no se metía con nadie, las malas lenguas decían que practicaba la brujería. Se hacía llamar Carmen, aunque su nombre era otro y nunca lo dio a conocer. Cuentan que esta señora, era una de las más antiguas en el pueblo y llegó muy joven a la ciudad. Su esposo trabajó gran parte de su vida, en una de las empresas del lugar, y nunca hizo uso de sus vacaciones. Cuando doña Treme quedó viuda, recibió como herencia una casita a medio terminar y una pensión de su cónyuge, aparte de unos pequeños ahorros, pero estaba cómoda, la pareja no tuvo hijos. Bueno, lo que se dice también es que la vieja se dedicaba a la magia negra y por esto muchos por temor, preferían tenerla como conocida antes de enemiga.
Más de alguna comentó que doña Treme fue la causante de la muerte de su marido y de otras personas del pueblo, haciéndoles un mal, ya sea con muñecos pinchados con alfileres en lugares sensibles del cuerpo o haciendo un pacto con el diablo para que sus enemigos no se curaran de sus enfermedades, pero no había prueba de ello. Dicen que un día la escucharon hablar con el perro y que éste aullaba lastimosamente al oír a su dueña. Los vecinos dormían intranquilos y los niños de estos sentían un miedo atroz ante esos ruidos infernales y raros. La verdad era que doña Treme, se ganaba el apodo que tenía, según las malas lenguas del sector donde vivía.
Aún se podían ver rastros de un diluvio en el pueblo, y si se escarba en los cerros, se encuentran especies marinas, cortezas de roca de mar y osamentas humanas, así como arenilla. El puerto también sufrió un terremoto, lo que causó el destrozo de las viviendas construidas con material ligero, quedaron agrietados algunos caminos que aún pueden verse así, pero la ciudad se levantó y sus habitantes trabajaron incansablemente para reconstruir el puerto que los vio nacer; felizmente, no hubo víctimas fatales, aunque sí heridos leves y un gran susto.
A las seis de la mañana, cuando el sol da sus primeros vestigios de vida, aparece detrás de un cerro, y sus rayos cubren casi la totalidad del pueblo, los gallos anuncian cantando el nuevo amanecer y la vida se reanuda con las rutinas de siempre. Las bocinas de las empresas pitan con intervalos y los trabajadores marchan apresurados hacia sus labores.
Pero… vamos a lo sucedido en ese pequeño puerto.
Es un día de verano, las temperaturas llegaban a los treinta o treinta y cinco grados centígrados, las escuelas habían cerrado por vacaciones.
La playa se inundaba de gente, unos a bañarse, otros jugaban con una pelota. Niñas y niños corrían y sus padres llevaban una pequeña merienda para pasar una tarde placentera frente al mar. Algunas parejas de enamorados, esperaban que llegara el atardecer para sellar sus promesas de amor, mientras la brisa los envuelve y solamente la luna llena reinante, era testigo de ello. Un día, en uno de esos días calurosos de verano y que llegaba la temperatura a treinta y ocho grados Celsius, se vio una silueta sentada en una roca, pequeñas olas golpean suavemente, dejando rastros de espuma al recogerse. Era una mujer, tenía sus piernas cruzadas y los brazos descansaban en sus rodillas. Estaba como ausente, miraba el océano, hacia la línea horizontal de éste que se juntaba con el cielo. Un barco se fue perdiendo en la lejanía y las gaviotas merodeaban en busca de su alimento que era bastante abundante en el mar y se podían ver las manchas de cardúmenes de anchoas, que las aves las sacaban fácilmente.
Ella, la chica