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Yo Pecador...: Vida De Un Angel
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Libro electrónico162 páginas2 horas

Yo Pecador...: Vida De Un Angel

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Información de este libro electrónico

La infancia es la etapa de la vida ms hermosa de un individuo. Est llena de inocencia y buenos momentos donde hasta un error cometido causa gracia y es motivo de alegra. Al nio se le protege del calor o del frio, de todo lo que le rodea o puede ser un peligro. Se le llena de besos o frases tiernas cada vez que se le tiene cerca. Se le toma de la mano para que de sus primeros pasos y si se cae no se le reprocha el haber cado sino todo lo contrario, se le pide que lo siga intentando. Se le da confianza, se le tiene fe, aparte de mucho cario.
Pero el mundo de Toito es rspido, agresivo e intolerante. Los abusos de todo tipo a los que est expuesto lo convierten en un nio tmido que nunca protesta, aparte de sensible y muy inseguro de s mismo. Aquellos que deberan protegerle y darle cario son a los que ms les teme.
Toito se siente solo a pesar de tener tantos hermanos. Su mundo es negro y vacio, sin fe ni esperanza, sin maana. Su nica compaa es Palomo, un perro blanco que por cosas del destino le causa la desgracia ms grande de su vida.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento10 dic 2013
ISBN9781463373450
Yo Pecador...: Vida De Un Angel

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    Yo Pecador... - Antonio Barajas

    YO PECADOR…

    VIDA DE UN ANGEL

    Antonio Barajas

    Copyright © 2013 por Antonio Barajas.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 20/11/2013

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    499324

    –Yo pecador, me confieso a dios…a dios todo poderoso… a dios todo poderoso…

    –A chingados pues qué más sigue. Otra vez se me olvidó.

    Mis manos se estrecharon entre sí para ocultar el sudor que empezaba a brotar de las líneas que corrían a través de mis palmas, sudor producto del calor o de los nervios que amenazaban con traicionarme.

    Mi madre me pidió que me confesara y aun no se qué pecados he de confesar al padre Diablo. Todo mundo lo conocía con ese apodo por la forma en que se peinaba y se dejaba su barba. Daba el aspecto del rostro de Satanás. Además su bocho sostenía una imagen del diablo en el vidrio de atrás. La verdad es que aquel hombre me atemorizaba un poco y en vez de hacerme sentir más cerca de dios, como que me alejaba más de Él.

    Hombres y mujeres estábamos esperando hablar con él para limpiar nuestros pecados, para vaciar nuestras almas de las cosas malas y luego volver a pecar. Las mujeres formaban dos líneas pequeñas que llegaban hasta la semioscura cabina donde el sacerdote las esperaba pacientemente, una por el lado derecho y otra por el izquierdo. Nosotros hacíamos una línea frente a la cabina. En los costados de la cabina dos ventanillas se abrían para dejar solo una malla como barrera entre la cara del cura y la del confesante que pasaba desapercibida. Nosotros lo teníamos de frente, mirándonos a la cara, sin poder esconder los pecados, viéndonos la vergüenza y quizás nuestro arrepentimiento. Su cercanía nos hacía vulnerables a un mal gesto, una seña con la mano y muchas veces hasta algo más.

    –Te escucho hijo mío.

    –¡Eh! ¡Ah! Acúseme padre de que he pecado.

    Fijé mi mirada hacia el piso tratando de evadir la del cura.

    –Dime tus pecados.

    Pensé por un momento luego balbuceé tímidamente.

    –Padre… es que no sé si he pecado y …

    –¡Todos tenemos pecados!

    Padre Diablo me interrumpió con cara de enfado.

    –Así que dime tus pecados.

    Por un momento mi mirada se perdió en la infinidad de la noche.

    Allá muy lejos, abajo, junto a la barranca, se vislumbraba una luz, como la de una pequeña estrella perdida en el negro cielo. Conforme la luz se acercó a los linderos de la casa, dejó al descubierto la silueta de una joven adolescente que se aferraba a ella mientras una pequeña vereda se dibujaba bajo aquella titubeante luz. La sangre entró de golpe a mi cerebro al mismo tiempo que mi corazón entonó un canto aturdido el cual contrastaba con los dulces canticos que mis hermanos cantaban en el patio de mi casa. Se tomaban de la mano y formaban un círculo que giraba derrochando alegría.

    Era ella y solo yo sabía a lo que venía. El coraje y la vergüenza me subieron de los pies a la cabeza y se me amontonó en la cara. No soportaba la mirada de mis hermanos, ni del perro, del burro o del gato por temor a que ellos se dieran cuenta y fueran a rechazarme o a burlarse de mí. Palomo se levantó como impulsado por un resorte y sus ladridos alertaron a los otros perros que corrieron atrás de él hasta llegar a la entrada de la casa.

    –¡Ora chuchos, soy yo!

    La voz de Chelo hizo que los perros cesaran de ladrar y movieran las colas de un lado a otro mientras regresaban al sitio de donde habían salido.

    –Pásate Chelo.

    La voz de mi padre surgió de aquella pequeña cocina de donde también emanaba el aroma de elotes dorados y café caliente. La presencia de Chelo fue indiferente a mis hermanos que continuaban jugando a María Blanca. Apagó su tachón de ocotes al momento que entro a través de la puerta hecha con dos tablas anchas, unidas por dos fajillas atravesadas las cuales mostraban las puntas dobladas de los clavos que las mantenían cautivas.

    Yo me quedé afuera, sin la alegría de jugar con mis hermanos ni con el valor de perderme en la noche, de huir y no aparecer hasta que llegara el nuevo día. Me quede en cuclillas junto a la puerta pero sin mirar hacia adentro. Escuché el murmullo de voces y de vez en cuando las risas ignorantes de mi madre que se reía de todas las tonterías que mi padre y Chelo decían. Sentía unas ganas tremendas de gritar la verdad que guardaba en el pecho y me quemaba el alma pero no dije nada. Afuera continuaban los cantos y risas dulces que sonaban distantes, como perdidas en el más allá.

    –Vengo a ver si dejas ir a Toño a dormir conmigo esta noche.

    Las palabras de Chelo me trajeron de nuevo a la realidad. Intente levantarme para entrar a la cocina e indicarles si quería o no ir con Chelo. Pero me detuvo la impotencia. Las reglas de la casa me empaparon el alma afligida. Niños de cuatro años no tienen ni voz ni voto. Niños menores respetan, obedecen y sirven a los mayores. Que caso tendría ir a dar mi opinión. Solo ganaría lo de siempre, un estirón de orejas o una fajiza. Todo dependía de lo que dijera mi padre. Hágase pues tu voluntad padre mío porque lo que se hace conmigo, mi padre del cielo, no lo permitiría.

    –Pos que vaya, nomás que se levante antes de las seis porque vamos a ir a cortar frijol.—

    Yo sabía que mi padre no le negaría nada a Chelo. Por instinto fijé mi mirada en mi madre que no decía nada. Cerré mis ojos y pedí con todas mis fuerzas; Opina tú mi madre, di algo porque yo te tengo más fe a ti y me refugio contigo. Pero no brindas protección alguna porque eres sumisa, un servidor más de mi padre. Mi boca se abrió después del silencio que dejaron las palabras de mi padre, como queriendo bostezar mi queja. Pero el silencio siguió acompañado de más silencio. Mis ojos se abrazaron con desesperación a los cuerpos movidos de mis hermanos que murmuraban nuevos juegos.

    ¡No quiero ir! Grité mi deseo en silencio mientras una lágrima vergonzosamente se asomó en mis ojos. Con el temor de que mi padre pudiera verle rápidamente la arranqué de mis ojos y la refregué contra aquel pantaloncillo lleno de tierra, con parches que me lastimaban las rodillas y otros que permitían al aire helado acariciar mis sentaderas. En él se quedó aquella lágrima. Allí se esfumó la vergüenza, el temor de ser llamado llorón, maricón.

    Chelo salió de la cocina y sus labios dibujaron una sonrisa al momento que su mano me invitó a tomarme de ella.

    –Vámonos Toñito.

    Ni los parches, ni el crudo frio lastimando mi trasero podían herirme tan profundo en ese momento como aquellas palabras. Aquella mano, con sus dedos medio encogidos, como zarpa de león, se aferró a mi brazo quemándome el alma pura y calcinando mi inocencia. Ella me jaló y yo la seguí sin decir nada.

    La luz del tachón de ocotes iluminó el camino hacia el falsete y la noche alrededor se hizo más oscura. Soltó mi brazo e invitó a mi mano a unirse con su mano con aquellos dedos que se negaban a extenderse completamente.

    –¿Quieres llevarte los ocotes?

    Sus palabras interrumpieron el silencio de la noche. Mire a mi alrededor. Apachurré mis ojos hasta casi cerrarlos para tratar de mirar entre las sombras de la noche pero no distinguí nada. Un calorcito erizó mis cabellos y aceleró los latidos de mi corazón. De seguro que ellos estaban allí, mirándome. Podían sentir el miedo que me hacía temblar las corvas. Solo esperaban el momento apropiado para atacar. Yo nunca les he hecho nada pero he presenciado cuando mis hermanos se burlan de ellos, los humillan, los apedrean y con lujo de saña los matan o los dejan con las tripas de fuera agonizando lentamente. Mi madre nos ha dicho muchas veces que no hagamos eso porque ellos son muy vengativos. Si alguno de ellos llegara a sobrevivir a la tortura nos podría seguir y esperar el momento propicio para tomar revancha. Cuando uno está dormido es el tiempo perfecto para su venganza. Mi padre ha visto en ocasiones gente muerta con la marca que ellos dejan el pecho. Esa marca la hacen con puro veneno que arrojan a la persona que les lastima mientras que esa persona duerme. Yo he visto como avientan el veneno lechoso cuando los hacen enojar. No me gusta hacerlos enfurecer pero a mis hermanos les encanta verlos como se inflan y de su cuerpo salta el veneno.

    Chelo me tomó de la canilla y me jaló un poco para obligarme a caminar.

    –Ya eres un hombre. Tienes casi cinco años y ¿todavía le tienes miedo a los sapos?

    Yo no dije nada. Poco a poco me fui tragando el miedo mientras que caminábamos cuesta abajo, hacia el corral donde mi familia ordeñaba cada mañana en cuanto el gallo cantaba. Palomo nos alcanzó y caminó a mi lado. Me sentí con menos miedo, protegido. Palomo era todo lo que era mío, lo único que yo poseía. Yo era su dueño, su amo. Él era mi perro, un perro blanco como la luna. Su color contrastaba con mi alma, un alma negra y obscena.

    Pasamos el corral y llegamos a la entrada de la casa de mi tía abuela que estaba justo al otro lado del corralón. Una luz blanca como una estrella nos encontró junto al falsete.

    –Apaguen los ocotes. Yo les aluzo desde aquí.

    Tío Marco salió a la puerta de la casona para recibirnos. La luz de su linterna era tan blanca como la plata, quizás como su alma. Todos mis hermanos sabían de la bondad de aquel hombre que nunca decía palabra mala. Nunca se le veía enojado y siempre tenía tiempo para escucharnos o para ayudarnos si teníamos algún problema. Era tan diferente a mi padre.

    La luz del interior de la casa marcó la silueta de aquel hombre fuerte, robusto como un toro. La luz rojiza de un cigarrillo le iluminó su rostro dejando al descubierto un parpado dormido, cerrado herméticamente desde sabe dios cuando. Nunca supe como mi tío había perdido su ojo derecho. Su único ojo parpadeó mientras unos chorros de humo se escapaban de aquellos poros grandes y anchos que marcaban el final de una larga, recta nariz.

    –¿Te dejo dormir aquí mi compadre?

    Su voz sonó fuerte pero tierna a la vez.

    –Aja.

    Moví mi cabeza de arriba a abajo para asegurarme que entendiera mi respuesta. Luego fijé mi mirada al suelo para que no viera la vergüenza en mis ojos. Chelo aventó el tachón de ocotes humeantes a un lado de la puerta.

    –Macario dijo que se lo mandara temprano porque van a ir a cortar frijol.

    Mi tío volvió a fumar su cigarro mientras que movía su cabeza.

    –Mmmmmm, si. El frijol de La Jolla ya está amarillando y si no lo corta pronto se le va a desgranar.

    Su ojo se aferró por un momento a aquel pedazo de rollo hecho de la hoja suave de maíz que celosamente guardaba el tabaco que se iba consumiendo cada vez que sus labios le acariciaban.

    –Yo tengo que cortar la hoja antes que se me seque la milpa. Si no, pos me voy a quedar sin rastrojo pa‘ los animales este año. No puedo ayudarle.

    Mientras platicaba su rostro reflejaba un gran pesar. Como si de verdad le doliera el no poder ayudar a mi padre. Y es que en el rancho nadie se queda con los brazos cruzados cuando uno de sus vecinos necesita ayuda. Pero de igual manera mi tío tenía la necesidad de asegurar el alimento de sus vaquitas.

    Una silueta se aproximó a la puerta. Sus huaraches no hacían ruido al deslizarse rápidamente sobre el piso de tierra que una vez a la semana era enjarrado con

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