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Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI
Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI
Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI
Libro electrónico435 páginas8 horas

Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI

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Una Alemania futurista. Todo lo que siempre deseaste del siglo XXI, en la mira de una corporación gubernamental internacional que lo ve todo. Una narrativa perfecta para la era de Edward Snowden. “La novela más inusual que he leído en años” (Bay Area).  

Una estremecedora historia de suspenso ambientada en el año 2075, un futuro distante pero creíblemente cercano en el que la vigilancia constante por parte del gobierno corporativo es pan de todos los días. La guerra y una obsesión interminable por la “seguridad” interfieren violentamente en las vidas individuales. Y el nivel de tu empleo determinará exactamente si —y cómo— vives o mueres. En una ciudad rutilante de una Alemania extremadamente internacionalizada, Jeffrey Cooper, estrella del diseño, nacido en Alabama, ha hecho un pacto con el mismísimo Diablo. Sin importar la edad que tenga, la mega-Corporación que gobierna el mundo lo mantendrá joven y guapo como estrella de cine. Cooper ha dejado atrás su pasado, su historia y su corazón. Pero estos se pondrán al día con él cuando conozca a un apuesto joven holandés que le ofrecerá devolverle el alma—pero a un precio aún más elevado que el que le exige la Corporación.

Una historia perfecta para la era de Edward Snowden, de la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU (NSA) y de una cultura mundial de negocios en la que tantos hombres gais han ocupado roles clave y dado tanto de sí mismos a cambio. ¡Sacramentos Carnales es un libro que no podrás parar de leer hasta llegar al final!

Esta nueva edición posee un prólogo del autor y una portada impresionante que incluye una obra del pintor simbolista alemán Sascha Schneider.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento2 abr 2017
ISBN9781507165089
Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI
Autor

Perry Brass

Poet, novelist, and gay activist, Perry Brass has published 15 books including erotic classics like Mirage, Angel Lust, The Substance of God, and Carnal Sacraments, as well as How to Survive Your Own Gay Life. He’s been a finalist 6 times for Lambda Literary Awards, and won two IPPY Awards from Independent Publisher. As an activist, he joined the Gay Liberation Front in 1969, right after Stonewall, and became an editor of Come Out!, the world’s first gay liberation newspaper. His newest book is The Manly Art of Seduction, How to Meet, Talk To, and Become Intimate with Anyone.

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    Vista previa del libro

    Sacramentos carnales. Una novela histórica del futuro ambientada en el último cuarto del siglo XXI - Perry Brass

    Índice

    Epígrafe y dedicatoria

    Prólogo del autor

    Capítulo uno

    Capítulo dos

    Capítulo tres

    Capítulo cuatro

    Capítulo cinco

    Capítulo siete

    Capítulo ocho

    Capítulo nueve

    Capítulo diez

    Capítulo once

    Capítulo doce

    Capítulo trece

    Capítulo catorce

    Capítulo quince

    Capítulo dieciséis

    Capítulo diecisiete

    Capítulo dieciocho

    Capítulo diecinueve

    Capítulo veinte

    Una nota sobre el artista de la portada, Sascha Schneider

    Palabras y frases extranjeras

    ––––––––

    "No carguemos nuestros recuerdos con

    Pesadumbres idas."

    William Shakespeare, La Tempestad, acto V, escena única.

    #

    P. ¿Por qué sigue la mente humana cerrándose en sí misma?

    R. Tiene miedo de sus propias dimensiones.

    ––––––––

    A los hombres y mujeres entre nosotros que, a cualquier edad, la edad les parezca una carga insoportable, y a los que quieran levantar esa carga, y aprender. También a Patrick Merla, Tom Saettel, en memoria de Jeffrey Lann Campbell, y a Hugh Young, Jerry Kajpust y Ricardo Limon.

    Un corto prólogo del autor

    para la segunda edición

    Sacramentos carnales es un libro difícil de clasificar: es una novela futurista publicada por primera vez en 2007, pero carente de la mayoría del hardware que hace que la ciencia ficción futurista sea comercialmente viable. No contiene coches voladores, viajes a un Marte suburbano ni transacciones de Bitcoin. Sí trata, en cambio, de algunos de los interrogantes más básicos de la ficción: la búsqueda de conexiones genuinas; el deseo de permanecer jóvenes y sentirnos necesitados; nuestro pasado individual y personal y cómo lidiar con él; el poder, tanto creativo como destructivo, del amor apasionado. Pero en el proceso de volver a publicar este libro con una cubierta nueva, me di cuenta de que uno de los mensajes más insistentes de Sacramentos carnales —la constante vigilancia, análisis y potencial amenaza del sistema de sabuesos gubernamentales y corporativos— es un tema que ha cobrado una relevancia inmediata con el caso de Edward Snowden. Este joven, que trabajaba para la C.I.A. y la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos denunció, a través de la publicación de miles de páginas de diversos documentos clasificados, la destrucción de la privacidad por parte de ese gobierno, demostrando precisamente la trascendencia del asunto.

    Snowden ha sido tanto elogiado (fue nominado al Premio Nobel de la Paz) como vilipendiado por traidor. Por el momento vive en Rusia como huésped, bajo la protección del gobierno de Putin, pero esa situación podría cambiar en cualquier momento. Su intención es encontrar asilo en algún país más democrático, como Alemania o Francia, pero eso se dificulta debido a los estrechos lazos económicos y políticos entre los Estados Unidos y ambos países.

    En Sacramentos Carnales el mundo ha sido completamente unificado a través de una economía global que constantemente busca expandirse, cubrir sus diversos defectos y crímenes y suprimir la disensión de todo tipo: esta es, simplemente, mala para los negocios. La rebelión cosmética de tipo adolescente, vendida como elemento estilístico, es omnipresente pero la rebelión verdadera es extremadamente rara. La necesidad de relaciones humanas auténticas y satisfactorias, tanto personales como sexuales, es suplida por el trabajo excesivo, las amistades falsas del trabajo y las redes sociales y el gasto compulsivo. Ya no existen las guerras globales, como en el viejo y ruinoso siglo XX, sino conflictos comerciales que mantienen a todo el mundo, las veinticuatro horas, en un estado de paranoia. Lo fascinante de este mundo futuro es la búsqueda de identidad cultural en un entorno en el que la identidad primaria se ha convertido en puramente consumista: las cosas que compras no sólo afectan cómo te sientes emocionalmente sino también espiritualmente. Asimismo, tu posición en la economía global determinará cuánto tiempo vivirás y cuál será tu calidad de vida. 

    Ya hoy estamos viendo aspectos de esta realidad en nuestras propias vidas, pero el interrogante es qué nos deparará el año 2075, setenta años después de la primera edición de este libro. ¿Qué sacramentos carnales más hondos, más profundos, nos serán impuestos en este futuro?

    Ojalá encuentres algunas de las respuestas en esta novela.

    Perry Brass

    Capítulo uno

    ¿Qué podía hacer para dejar de pensar en ello, para dejar de recordarlo? ¿Y qué podía hacer para olvidar? De la nada ese puño en el rostro, el impacto haciéndolo retroceder, la nariz sangrante, un sonido como de cristal estrellándosele en los tímpanos y él allí, aislado, confundido, indignado. A su alrededor la multitud, apretada y bullente, ignorándolo mientras silenciosos trenes de cercanías llegaban deslizándose en haces invisibles de energía magnética. Todo esto mientras intentaba enajenarse y no aferrarse a nada, como todo el mundo.

    Sólo existía el trabajo, en sus múltiples formas. Incluso no pensar en ello era trabajo.

    Estresado por demás, apartado a codazos hasta el borde de una estrecha plataforma de pubtran y con el cerebro frito, Jeffrey Cooper había estado intentando alcanzar una pequeña isla de seguridad mental, aun cuando su mente se empecinaba en darle caza al trabajo a través de un complicado organigrama de metas, propósitos y funciones.

    Imagínate había sugerido su terapeuta, un rocío calmante constituido por tu ser mismo, por la paz más interior, por todo lo que te gustaría ser.

    Eso quería: una atmósfera compuesta de su yo más calmo y profundo, para poder entrar en ella cuando el estrés fuese demasiado, cuando un estrés se superpusiese maliciosamente a otro. Pero eso le era casi imposible de lograr.

    El estrés se lo comía.

    Estrés en el trabajo, estrés en la vida. Por más que tratara de ocultarlo era una persona demasiado susceptible, demasiado consciente. Ambas características se habían ido convirtiendo en obstáculos a medida que se hacía mayor. El exceso de conciencia podía ser mortal, sobrecargar las complejas conexiones de los archivos maestros de su cerebro, que a su vez supervisaban millones de otros archivos y las imágenes que contenían.

    Jeffrey Cooper, Estilista Superior de Proyectos, era al mismo tiempo una estrella fija en el firmamento de una era totalmente obsesionada con la Imagen y un ágil maestro de ceremonias —látigo en mano, montado a pelo sobre un pony— en el hipnótico y relumbrante espectáculo del Estilo. Archicrítico y consultor de diseño extraordinario, archivista y heredero de milenios de brillantes y elegantemente mariposescos monjes guardianes de sabiduría, Cooper era un ser hiperrígido y superanalítico, como casi todo el mundo en este último cuarto del siglo XXI. Este era un período de adicción compulsiva al trabajo pero libre de las casi regulares y gravísimas explosiones de violencia global del mortal siglo XX.

    Pero Jeffrey tenía que enfrentarse un problema.

    Se estaba haciendo viejo —de veras viejo— y todo ese estrés del trabajo, así como las demandas de la vida luxe en uno de los escalafones más altos de la jerarquía del sistema, comenzaban a sobrepasarlo. Carteles del tamaño de un cañón ya te lo advertían por todas partes:

    ¡EL ESTRÉS MATA!

    EL ESTRÉS & TÚ: Cero beneficios para el equipo. Para el sistema. Para tu vida.

    ¡Échate una mano y dale al estrés una patada en el culo!

    De hecho, había estado mirando un cartel como estos, con su hermoso fluir de letras color piruleta suavemente iluminadas:

    "Sé feliz. Olvídate de todo.

    Recuerda que tu pasado sólo está al servicio de tu presente."

    Ah sí, el presente... Una visión infinitamente seductora y apetitosa que exaltaba un estilo de vida libre, glorioso y competitivo, que ofrecía todo tipo imaginable de beneficios y recompensas ventajosas. Complejos vacacionales súper-luxe-sobre-luxe y todas los premios que venían con ellos, algunos incluso más exclusivos dentro de otros complejos menos exclusivos, siempre ascendiendo, más premium luxe, y siempre más recompensas. En este mundo siempre al día, llevado hasta el límite de su tolerancia, todos tenían algo garantizado, sin importar el escalafón en el que se encontraran.

    ¿Que te estabas desmoronando? ¿Que ya no podías más? Tenías como recurso los complejos correctivos para recuperar el ritmo.

    ¿Tus primeros pasos en la siempre más vertiginosa Ruta de la Riqueza? Podías recurrir entonces a complejos rebeldes. Cosméticamente rebeldes, claro. Sexis. Modernos. Juventivos.

    ¿Acababas de divorciarte? ¿Tu hijo era un asesino? ¿Aún trabajabas duro, pero necesitabas una buena desintoxicación? Recurrías entonces a los complejos rapidines, especializados en ayudar a recuperarte de esos irritantes problemillas personales.

    Y, por supuesto, el complejo favorito menos discutido por todos: el Último Recurso. El destino definitivo para el cambio definitivo de trabajo. Muy ordenado. Antiséptico. Estrechamente monitorizado. Con asistentes entrenados en lo más avanzado de las Ciencias de la Compasión. Cuando el breve tiempo a tu disposición se terminaba te enviaban allí, y ya nunca te marchabas. Era la última parada del trabajador antes de su Nirvana, Cielo o Paraíso personal.

    Claro que para algunos existía otro sitio, mucho más alto en la escala de las expectativas sociales, sobre el cual sólo se murmuraba nerviosamente una vez que el servicio había retirado las copas vacías de los últimos cócteles.

    Allí compuestos químicos mágicos esperaban para empujar a un cerebro fatigado y recargado hasta el mismo umbral de la extinción física, donde la ingeniosa prima de la muerte  —llamada Suspensión— jugaba silenciosamente al solitario contigo.

    La Suspensión era tanto una promesa como una amenaza sobre la que se bromeaba de forma morbosa. Si el sistema sentía que había alguna posibilidad de que en el futuro tuvieras algún valor, te mantenían allí por un tiempo. El futuro era indefinido pero, para fines prácticos, algunas limitaciones lo definían (tu trabajo en tierra, un cálculo final de tu valor, etc.). En Suspensión podías incluso recibir visitas y ser mantenido en un estado estéticamente agradable, si ciertas revisiones periódicas lo permitían. Te ponían en naftalina, por decirlo así. Te almacenaban en un coma sin sueños, en vez de abandonarte a lo que delicadamente se nombraba como eso otro. Esta opción poseía un extraño glamour, así como ciertas desventajas. El sistema, que siempre ofrecía opciones, proveía a través de la Suspensión una alternativa a la irrevocabilidad en el momento de decidir qué hacer contigo, pero no había últimos adioses emotivos, sino sólo un sueño libre de ondas cerebrales.

    Hablando de sueño, este podía ser difícil, así que se necesitaba algo que funcionara como reconstituyente mientras se estaba despierto. Para intentar colocarse por encima de las amenazas y las atestadas realidades de la vida, Jeffrey había estado intentando flotar hacia una hollywoodizada nube de autocontención, libre de ansiedades. De hecho, aunque rodeado por la apretujada multitud del pubtran, en su interior se sentía casi calmo, listo para hundirse en uno de esos lujosos complejos de Escape, fraguados con los diáfanos deseos de los sueños, promocionados en todos los medios populares de comunicación. Allí galanes esculpidos a golpe de gimnasio practicaban windsurf en aguas cristalinas para luego cenar casualmente à la esmoquin en restaurantes de cinco estrellas con vistas a junglas domesticadas, todo ello diseñado por jóvenes prodigios del marketing en torno a un concepto central: la belleza inimaginable.

    Entonces, un puño rápido como un relámpago, grasoso de sudor y cerveza, golpeó a Jeffrey en la cara.

    Se quedó helado, demasiado estupefacto para gritar. Los ojos abiertos como platos, la nariz y la cabeza pulsándole. El dolor lo recorrió de arriba abajo. Tambaleándose y para evitar caer, se aferró al hombre, cuyos labios casi le rozaban la cara. Así de cerca estaban. Más cerca de lo que Jeffrey usualmente se permitía con nadie, pero eso había sido simplemente una reacción física. En pleno shock, se había apartado a sí mismo de allí. Ya no estaba. Podría haber estado soñando, flotando aún en uno de esos complejos con chicos esbeltos ataviados en esmóquines o trajes de baño.

    Otra salva de puro puño lo alcanzó entonces, arrancándolo bruscamente de su propio calor corporal, regresándolo al frío. Como un cometa en retirada la cara del hombre se fue empequeñeciendo. Hielo oscuro, lejos, marchándose.

    Silencio absoluto. Un muro rugiente de silencio, helado como una cascada en el invierno nórdico. La otra gente en la plataforma se había girado, oídos pegados a los susurrantes auriculares. Mientras la sangre y los mocos chorreaban de su nariz, el hombre se había vuelto y su sonrisa lobuna se había fracturado en el cálido prisma de las lágrimas de Jeffrey, helándolo como si un carámbano lo estuviese apuñalando.

    Algo de la sangre de Jeffrey había salpicado esa sonrisa que ahora rebotaba en su memoria como el parpadeo electrónico de una cartelera, aunque ya no una con jóvenes perfectos cual modelos, manteles almidonados ni olas color aguamarina.

    Recuperó la respiración y logró formar una palabra:

    ¿Quién?

    ¿Y por qué?

    Pero el hombre ya se había ido, arrastrado por la multitud que se desbordaba de los trenes en arribo y luego era reaspirada por los que partían. Jeffrey se tocó la cara, sintiendo el dolor de sus bataneados dientes y golpeada nariz, la sangre mezclada con mocos y más lágrimas que le obstruían las fosas nasales y los ojos. Por un segundo sintió que estaba ahogándose, sofocado, perdido. Necesitaba tomar aire.

    Lo hizo. Emergió. Entonces lo aferró una tormenta de ira, un inesperado azote de furia como alambre de púas, una emoción con la que estaba demasiado poco familiarizado. Se le había empastado el cerebro, debería haber gritado, por lo menos, detener al tipo hasta que la multitud respondiese. En vez de eso había estado allí flotando, sin lograr enfocarse. Simplemente tratando de mantener la calma en la hacinada amenaza que era la hora pico.

    La furia lo pisoteó completamente, con grandes botas militares alemanas, sacudiéndolo como una marioneta a medio rellenar: su propia furia, que llegaba tarde.

    La furia era horrible, seguramente igual de asesina que el estrés. Debía controlarla. Sin embargo había algo casi refrescante en esa hiriente e inesperada oleada que le había pasado por encima. El villano había desaparecido, un manojo de rasgos vistos a medias, un recuerdo rescatado de un instante de terror y confusión. Jeffrey no creía poder identificarlo.

    A empujones logró introducirse en el apretujado tren que ponía Tiergarten. Encontró un asiento libre y comenzó a calmarse. Nadie le prestaba atención. Discretamente se limpió la sangre y los mocos de la cara con unos pañuelos de papel, contento de que su bonita camisa no se hubiera manchado.

    A Jeffrey le gustaba vestir bien. Elegía todo cuidadosamente, pero durante la hora pico en el pubtran había que ser súper cuidadosos. A veces terminabas tan estrujado por el gentío que la ropa no podía volver a encontrar los pliegues tan pulcra y bellamente preprogramados en ella.

    Él también trató de reprogramarse a sí mismo, de desvanecerse en el tren como todo el mundo, cada quien con el cerebro succionado por archivos varios o entretenimientos personales. Algunos hablaban en murmullos con su casa, la oficina o sitios al otro lado del mundo.

    Ja. Ja. Ja. Nein. Nein. Nein.

    La oficina existía de veras en todas partes. Todas partes eran Büro. El trabajo era constante e incuestionable. Los alemanes proclamaban universalarbeit: el trabajo universal. El trabajo era Bueno, la recompensa de sí mismo. Con él te sentías feliz, agradecido. Podía hacerte entrar en esos complejos llenos de Escape, cubrirte de una gama sinfín de nuevas mercancías.

    Además, mil veces peor que el trabajo, era su alternativa. Porque sin trabajo no eras nada. Cero. Sin estatus. Sólo un número negativo deslizándose entre las grietas hasta terminar en alguna innombrable cloaca.

    A veces, en las calles secundarias y los callejones, lejos de las videocámaras públicas, Jeffrey divisaba a algún sintrabajo. Medio loco, rebuscando en la basura, los harapos manchados del marrón de sus propias heces. En ocasiones intentaban colarse en las plataformas de pubtran, pero rápidamente eran descubiertos y expulsados. Quizás su atacante había sido uno de estos, pero ágil y lo suficientemente taimado como para pasar por normal, lograr entrar y atacarle.

    ¿Pero por qué atacar a Jeffrey Cooper?

    Los sintrabajo eran un bochorno para Jeffrey; su degradación y su despeñamiento de posiciones aceptables lo avergonzaban secretamente, recordándole su propia edad, que ya rondaba los ochenta.

    Jeffrey Cooper —atractivo, elegante, persona de acción en el sistema económico global, tenedor de importantes cargos, supervisor de tantos— tenía, de hecho, setenta y ocho años, pero la mayoría del tiempo aparentaba unos cuarenta menos: uno de los beneficios más secretos de su vida profesional. Su cabello era brillante, caoba oscuro; su piel saludable, lisa, prácticamente sin arrugas y con un lustre cosmético casi indetectable. La mayoría del tiempo era asombrosamente fuerte y flexible. Incluso sus manos y pies, agentes delatores de las raudas décadas, apenas si habían envejecido, con pocas manchas y venas en evidencia. Reflejaban, a lo sumo, poco más de treinta años, al igual que sus dientes, que eran blancos, de encías saludables y poco espaciados.

    Casi siempre pasaba por un hombre mucho más joven, aunque había días en que el tiempo le pegaba duro, debido al demasiado estrés, las demasiadas tareas urgentes, los demasiados superiores exigentes que complacer. Demasiadas cosas para contener y sólo soltar luego, en privado, en el momento apropiado.

    Esta contención lo había forzado a formar un duro caparazón que recubría sus propios sentimientos y sensibilidades, a los cuales se aferraba rígidamente. Parecía joven, pero no exactamente cien por ciento real. Como si fuera el muy convincente maniquí de alguna vidriera, hecho de algún material que simulara muy verosímilmente la carne humana.

    Debido al exorbitantemente caro régimen de drogas, dermatología, odontología cosmética, terapias regularmente monitorizadas y operaciones secretas, la vida y la juventud de Jeffrey habían recibido una extensión casi ilimitada. Estaba vivo y prosperando al extremo opuesto de la Suspensión, aunque todo esto era estrictamente confidencial, como tantas cosas en los expedientes laborales privados de la gente: ese sí era texto sagrado, mantenido en el más sacrosanto de los archivos privados, cuya confidencialidad aumentaba sustancialmente de acuerdo a lo empinado del propio estatus.

    Todos estos procedimientos le permitían seguir produciendo día a día, momento a momento, en la cúspide misma de un desempeño óptimamente fluido y redituable. Era como si su cuerpo físico hubiera colocado la mano en el filo de navaja de la mortalidad, logrando así posponer una y otra vez la mayoría de las consecuencias de la existencia humana.

    Puede que en algún momento todo dejara de funcionar pero ¿quién sabía cuándo?

    Gran parte de sus células y órganos, incluyendo los sistemas digestivo, nervioso y linfático, así como su sangre, otros fluidos y sus niveles hormonales se encontraban bajo monitoreo, en un proceso constante de limpieza, realce e incluso, cuando era necesario, reemplazo. Quien no era reemplazable era él. Era invaluable, y lo sabía. Pero no era engreído. Si bien poseía una educación bastante buena, no le debía su posición a ella, ni a ningún talento especial, aunque también tenía algunos. Se la debía a una clara combinación de viveza, resiliencia, utilidad para el sistema y capacidad de permanecer absorbido en el mismo con facilidad y por largo tiempo.

    Resumiendo, Jeffrey Cooper sabía lo suficiente como para brillar con fuerza en el horizonte de la apariencia de ser irreemplazable, sin jamás volverse arrogante ni hacerse el difícil. Era inteligente, sabía negociar y se adaptaba tanto a las demandas de sus superiores como a los deseos y problemas de sus colegas y subordinados (cuyo número se elevaba a los cientos, incluso a los miles, si se cuentan los obreros de las fábricas). Como un bien aceitado engranaje en una importante rueda pivotante, mantenía su propia área de especialización dentro de la totalidad del sistema en un movimiento constantemente productivo. De hecho, cuando sucedió el ataque, iba camino de una cita con su terapeuta alemán Tony, otra de sus muchas recompensas.

    Jeffrey veía a Tony Rosenputter una vez a la semana en el espacioso y sutilmente iluminado apartamento de este, decorado con exquisito gusto bohemio. Se hallaba en un edificio estilo Art Nouveau adornado con putti de terracota, clásicos bajorrelieves de bronce y revestimientos de mármol finamente tallado. La construcción había sobrevivido a numerosas guerras contra Alemania y las viviendas que albergaba, puestas al seguro a través de generaciones de inteligente inversiones y herencias, se asomaban dulcemente al mundo a través de las gafas color de rosa de sus ojos de vitraux. El encantador edificio se encontraba en una tranquila y frondosa calle cerca de un pequeño zoológico. A los alemanes les encantaban los animales, así que vivir cerca de un zoo era spitz klasse. La elegante Tiergartenstrasse estaba completamente flanqueada por este tipo de edificios sin ascensor, exclusivos y privados. Muchos de ellos poseían balcones internos que daban a jardines traseros o patios interiores.

    Al acercarse al románticamente inspirado apartamento de Tony, uno podía imaginarse soñando despierto, caminando a través de colinas y bosques veteados de niebla como los que pudo haber recorrido Beethoven, deteniéndose aquí y allá para garabatear alguna sonata para fortepiano. Pero Jeffrey, un estadounidense originario de Alabama, en el Deep South, definitivamente no era alemán. Lo habían enviado allí para dirigir un consorcio internacional de consultores de diseño. Los negocios globalizados habían convertido al planeta en un tipo de barrio en el que todos los vecinos podían llevarse bien si actuaban de forma decente, y en el que todos hablaban un lenguaje casi idéntico de producción, medios de comunicación, marketing y ventas. Los alemanes exitosos de las clases educadas se manejaban con una fluida mezcla de inglés y alemán, con la adición de un poco de hindi, árabe e incluso mandarín, así como muchas viejas frases francesas e italianas que, en un tiempo ya pasado, habían servido para confirmar la posición y sofisticación de alguien en el gran mundo.

    Jeffrey se sentía en casa en este tipo de vecindario köstlich. Sabía que nadie era capaz de confirmar su propia sofisticación como los alemanes cuando eran sofisticados, ni de ser tan toscos cuando no lo eran.

    Cuando el rostro preocupado de Jeffrey apareció en el sistema de seguridad Tony lo hizo pasar. Los ojos de las cámaras giratorias lo siguieron mientras subía por las sedantemente alfombradas escaleras hasta el apartamento beige y gris del terapeuta, en el cual los únicos colores provenían de cuidados arreglos florales de narcisos o tulipanes. A veces había despliegues más exuberantes, como ramas de cerezo o membrillo en flor en el pesado jarrón antiguo de cristal que Tony tenía en su sala de espera, que era al mismo tiempo el salón de su propia casa. Se trataba de un ambiente cálido y protector, que evocaba casi intencionalmente la vieja caballería teutónica y aquellos otrora aristocráticos, obsoletos psicoanálisis alemanes. Todo ello existía bajo la mirada del sistema que pretendía dar su beneplácito, pues Tony era un especialista que trabajaba para ellos a través de un plan sanitario multinivel, alimentado por una economía global de consumo que Jeffrey Cooper, como una de sus estrellas, atizaba.

    Tony era de mandíbula cuadrada y apuesta contextura física. Tenía entre cuarenta y cinco y cincuenta años pero parecía mayor, como acercándose a la verdadera edad de Jeffrey. Fumaba, como muchos alemanes y, aunque nunca lo mencionaba, también bebía mucho. Llevaba puesto un traje liso y gris tipo túnica que, excepto por su inmaculada pulcritud, le daba la apariencia de alguien que debía estar trabajando bajo un coche. Una pequeña barba, la cara bronceada, los dientes grandes. Había estado casado. Él y Elsie, su ex, tenían una hija de veintidós años.

    ¿Cómo estás? le preguntó a Jeffrey seriamente una vez los dos estuvieron sentados en la habitación más pequeña y acogedora que era su oficina. ¿Quieres beber algo? ¿Algún té, quizás? Tengo algunas tisanas que podrían funcionar para ti.

    Agua, por favor. Hoy en la plataforma del pubtran un hombre me golpeó.

    Tony se quedó helado, como el agua que había comenzado a servir. "¿Cómo?"

    Me aferró y me golpeó.

    Tony, su mano suspendida, siguió aferrando el vaso de Jeffrey. Este, aún temblando, miró hacia otro lado.

    ¿Tienes idea de por qué?

    No.

    El terapeuta terminó de verter y le pasó el agua a su paciente. Jeffrey la bebió rápidamente y luego dejó el vaso.

    ¿Lo miraste a los ojos? Quizás lo miraste más de lo seguro. La gente ya no se mira entre sí. No se considera cortés, ya sabes.

    No lo estaba mirando.

    ¿O sea que no lo puedes identificar?

    Tal vez. Sucedió muy rápido. Había mucha gente.

    Siempre hay mucha gente, pero eso no te va a servir de nada. ¿Y la policía?

    No necesito una investigación. Me investigarían a mí tanto como a él. No necesito ese estrés. No creo poder con una investigación. Tengo demasiado trabajo que hacer además de todos los proyectos con los que debo lidiar. Habría un gran lío policial, seguro terminaría necesitando un abogado. ¿Y para qué? Todo sucedió tan rápido. Era un tipo joven, tal vez loco. Tendría unos treinta y pico años, bastante desaliñado... Un sintrabajo, quizá.

    Tony juntó las yemas de los dedos. Aunque muchas veces iba vestido de ese modo casual que imitaba a la gente de la calle, no le caía bien la strasseklassen, como se la llamaba. Su ex había sido una bailarina moderna y, aunque estaban divorciados seguían siendo, juntos, fanáticos de las artes, de todo tipo de empeños artísticos y bohemios. Pero la cruda realidad de las clases callejeras los tenía sin cuidado.

    Tony intentó comprender.

    Habrá sido un rufián. Entrecerró los ojos. "Quizás uno de nuestros pequeños neofascistas. Están por todos lados, como las ratas. ‘Deutschland für Deutschen’. Scheisse, es una locura, pero allí están. La verdad es que ya hay poco que sea verdaderamente alemán en Alemania. Todos somos tan multiculturales. Todos hacen su bonita ‘Danza de los siete velos’ con la verdadera Alemania; todos quieren mirar bajo los velos y olfatear aquí y allá. Neges africanos. Asiáticos adinerados. Árabes. Tenemos más mezquitas que la misma Meca. No es como en los viejos tiempos, cuando las calles eran seguras. Todo ha cambiado, tienes que tener cuidado todo el tiempo. Se encogió de hombros. ¿Sabes a qué me refiero, Jeffrey?"

    Jeffrey intentó mirar a Tony del mismo modo en que Tony lo miraba a él: a los ojos, con algo de intimidad, pero sin agresión. Los alemanes siempre te daban esa sensación de que tú deberías saber cómo eran ellos, porque ellos eran el estándar y tú no. Tú deberías comprender sus pequeñas idiosincrasias, sus prejuicios, sus heridas incurables del pasado. Deberías comprender cada detalle, empleando para ello toda su indubitable y autodeclarada inteligencia y claridad.

    Después de todo, ¿cuál es tu problema, que no comprendes?

    No es que tenga prejuicios, explicó Tony, en modo pontificador, pero esta gente tampoco es de la más liberada. Tienen su propio fascismo, un fascismo religioso. Hizo una pausa. No puedo con eso. Vosotros americanos—

    De repente Jeffrey vio otra vez el rostro de su atacante, con total claridad, aunque sólo por un segundo. Su cuello se sacudió al volver a sentir el impacto —¡bang!— en la nariz. Temió empezar a sangrar de nuevo.

    Tony, sin darse cuenta de nada de nada de esto, podría haber sido uno más de la muchedumbre ciega de la plataforma, con los oídos pegados a sus auriculares. Su voz de predicador liberal dolorosamente mojigato continuó zumbando.

    —Vosotros americanos sólo pensáis en términos comerciales. Naturalmente el comercio quiere que todo el mundo sea igual, para que todos compren las mismas cosas. Es así incluso si al comercio se lo llama ‘multicultural’. No ser diferente es importante por esta razón.

    Se encogió levemente de hombros y sonrió.

    "Richtig?"

    Jeffrey imitó casi perfectamente el encogimiento y la sonrisa.

    Escucha, Tony. Ya sé que todo es Jesús por aquí y Alá por allá pero— Se detuvo. La verdad es que cuando se me vino encima yo ni siquiera lo había notado. Estaba totalmente fuera de mí, intentando que las cosas no me sobrepasaran, demasiado—

    "Ja? Tony se inclinó hacia él. ¿Has entrado en pánico otra vez, Jeffrey?"

    Jeffrey no pudo responder.

    "¿Y?"

    Jeffrey sólo pudo asentir con la cabeza.

    "Lieber Jeffrey."

    La de Tony, de apariencia tan distinguida, se sacudió compasivamente.

    "Pensé que íbamos a trabajar con ese estrés. Schlecht. Recuerda, amigo mío, que necesitamos mantener tu nivel de estrés siempre por debajo de nueve."

    "Ja. Jeffrey logró emitir la palabra. Sí, quiero decir. Disciplina al sentarme. Yoga. Mantras. Meditación. Cero azúcar y café. Menos carne. De veras estoy intentándolo, Tony."

    "Pero entraste en pánico. Richtig. Lo siento. Zu viel Deutsch für dich?"

    No. Vivo aquí. Puedes usar todo el maldito alemán que quieras.

    No bromees, Jeffrey. Esto no se trata de mí, sino de ti. ¿Sentiste mucho pánico y dejaste de respirar? Venga, dime la verdad.

    Era difícil no decir la verdad. Jeffrey sudaba copiosamente. El sudor le empapaba las axilas, como una marea propia. Pero era una locura entrar en pánico por el pánico de entrar en pánico; debía calmarse. Le extendió el vaso a Tony para que le sirviera más agua. Se la bebió de un trago.

    Tony, estábamos allí, cara a cara. Y entonces me golpeó. Toda esa gente alrededor nuestro. Una muchedumbre, codeándose, empujando. Ruido. Trenes. Me aferró y me golpeó y—

    ¿Y qué? ¿Salió corriendo?

    No, no podía correr. Demasiada gente.

    ¿Y qué hizo, entonces?

    ¡Me pegó de nuevo!

    "Gott. ¿Dónde?"

    En la cara. Otra vez.

    Jeffrey comenzó a llorar. Tony le pasó un pañuelo descartable y él lo usó para enjugarse los ojos. Le salió un poquito más de sangre de la nariz, cosa que le dio vergüenza. Se sentía como la mierda.

    Podía olerle hasta los pelos. Cerveza. Sudor. Olores toscos. Pero no pude verlo bien. Se me cerraron los ojos, por el miedo. Volvió a golpearme y la gente estaba tan apiñada a mi alrededor que nadie pudo verlo. Quise gritar, pero tenía miedo y un tren venía llegando y todo el mundo saltó a cogerlo, y el tipo desapareció.

    Jeffrey sudaba a mares y el corazón le galopaba en el pecho. Tony le preguntó si quería recostarse. Para ser remunerado por el plan de salud tendría que realizar un test de estrés; no había forma de evitarlo. Todo el mundo estaba bajo cuidadoso escrutinio, incluso las personas con tantas credenciales como Tony Rosenputter.

    En una ocasión anterior el estrés de Jeffrey había rozado el siete y Tony le había dicho que podía arreglar los números un pelín. En general se mantenía alrededor del cinco, pero si subía a ocho o nueve el reporte sería muy malo y algunas de las cosas que se hacían para mantener a Jeffrey tan joven y vivo podrían... Pues podrían interrumpirse. Había que evitar el estrés; no hacerlo significaba que estabas agravando las presiones del exceso de Información en todas sus diarias y agresivas formas. Significaba que ya no podías contenerlo todo: definitivamente una desventaja en este mundo competitivo y siempre cambiante en el que una agudeza afiladísima y la capacidad de adaptarse en un abrir y cerrar de ojos lo eran todo. Tenías que saber cómo flotar con la Información casi sin esfuerzo, sin importar qué revelase ni qué precio te cobrase.

    Ahora estaba echado en el sofá, Tony inclinado sobre él, tratando de consolarlo.

    ¿Querrías algo? inquirió. Podría darte algunas drogas herbales... Podríamos meditar juntos para calmar la respiración. Hasta podría darte un masaje. Te gustan los masajes, ¿no?

    Jeffrey gruñó, demasiado tenso para responder.

    Ponte boca abajo, le ordenó Tony.

    Jeffrey se dio vuelta. Tony posó sus dedos en la parte posterior del cuello de este y dejó que se deslizaran sobre la pulcra camisa de trabajo hasta la base de la columna. Este era uno de los fuertes de Tony, pues aplicaba una presión ordenada, neutral y profesional, incluso percutiendo cuidadosamente, a través de los perfectamente plegados pantalones, las nalgas tensas de Jeffrey, esculpidas a base de hormonas y gimnasio.

    Jeffrey suspiró. La sola oferta de alivio lo hizo sentir otra vez cercano al llanto. Quería lo que fuera que Tony le estuviera ofreciendo. De haber podido querría haber abrazado a Tony por la esperanza que le ofrecía, si es que había alguna. Los dedos de Tony volvieron a sus hombros y Jeffrey volvió a estar feliz. Se sentía miserablemente solo todo el tiempo, excepto por Tony. El benévolo y gentil Tony. El perfecto, idealizado y siempre anhelado padre; el perfecto, idealizado y siempre anhelado amigo. Su propio valiente caballero sanador: sólido, fornido y, sin embargo, en lo más escondido y profundo de su alma, más allá de las ciencias psíquicas y del sistema, artístico. Aunque trabajaba para el sistema Tony, en lo más

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