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Giles el niño cabra
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Libro electrónico1316 páginas32 horas

Giles el niño cabra

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Giles, el niño-cabra, traducida por primera vez al español, es, junto a El plantador de tabaco, el otro ocho mil novelesco de John Barth y, para muchos, la mejor obra del autor.
Concebida como una parodia del Ur-mito (inspirada en los trabajos de Otto Rank y Joseph Campbell) y una alegoría de la guerra fría en clave de novela de campus (Barth pasó gran parte de su vida en los pasillos de la universidad), Giles, el niño-cabra es una prodigiosa locura llena de humor, sabiduría y desencanto, un texto complejo y carnavalesco, ambicioso y divertido, donde lo mitológico, lo teológico, lo político, lo académico y lo caprino se (con)funden, también en el léxico. Así, el universo es una Universidad; el Juicio Final, el temido Examen Final que hay que Aprobar; y Giles, un joven criado entre cabras, el héroe destinado a convertirse en Gran Maestro o líder espiritual de la Facultad de New Tammany (trasunto de los EE. UU.) y del Campus Occidental, el único capaz de penetrar en el interior del ORDACO, un intrincado y monstruoso sistema que puede simular cualquier actividad humana (cálculo, impulso sexual, emociones…), y desprogramarlo. ¿Lo logrará?
Carrera mesiánica en pos de la salvación y de las respuestas últimas, sátira que reescribe y amalgama el Nuevo Testamento, los mitos grecolatinos y mil cosas más, Giles, el niño-cabra fue publicada en 1966, el mismo año que vio la luz La subasta del lote 49 de Pynchon, y es todo un referente de la literatura posmoderna estadounidense.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9788416358540
Giles el niño cabra
Autor

John Barth

John Barth (Cambridge, EE. UU., 1930) está considerado uno de los escritores norteamericanos más importantes del siglo xx. Tras una breve incursión en el jazz, se adentró en el mundo de las letras y estudió Periodismo en la Universidad Johns Hopkins, donde trabajó en la sección Clásica y Oriental de la biblioteca de la facultad. En 1956 publicó su primera novela, La ópera flotante, que fue nominada para el National Book Award, premio que finalmente ganaría en 1973 con Quimera. Es autor de una vasta obra novelística, que alternó con sus clases en las universidades de Penn State, Buffalo, Boston y Johns Hopkins. Sexto Piso publicó El plantador de tabaco en 2013 y prepara La ópera flotante y El fin del camino.

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    Giles el niño cabra - John Barth

    Giles, el niño-cabra,

    o el Nuevo Programa Revisado

    Giles, el niño-cabra,

    o el Nuevo Programa Revisado

    JOHN BARTH

    TRADUCCIÓN DE MARIANO PEYROU

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Título original:

    Giles Goat-Boy or, the Revised New Syllabus

    Copyright: © 1966, JOHN BARTH

    Todos los derechos reservados

    Primera edición: 2015

    Traducción

    © MARIANO PEYROU

    Imagen de portada

    © ALICIA MARTÍNEZ DÍAZ / ESTUDIO 91NUEVEUNO

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S. A. de C. V., 2015

    París 35-A

    Colonia del Carmen, Coyoacán

    04100, México D. F., México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    C/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España.

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    Impresión

    KADMOS

    ISBN: 978-84-16358-54-0

    Depósito legal: M-10785-2015

    Impreso en España

    Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

    PRÓLOGO

    Al volver la vista sobre ese período, podemos pensar que los años sesenta, en Norteamérica, comenzaron el 22 de noviembre de 1963 con el asesinato del presidente John F. Kennedy y concluyeron en el Yom Kippur de 1973, con el ataque de Egipto a Israel y el consecuente embargo de petróleo por parte de los países árabes. Si aceptamos esta definición, Giles, el niñocabra –escrito entre 1960 y 1966 y publicado por primera vez en 1966– tiene un pie en los cincuenta y otro en los sesenta, como su protagonista tiene un pie en la biblioteca de «la Universidad» y otro (por lo menos) en los establos del campus destinados a las cabras.

    Al finalizar los años cincuenta, la Guerra Fría estaba en un punto ciertamente helado: tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tenían ya bombas de hidrógeno operativas, misiles balísticos intercontinentales y submarinos nucleares. El lanzamiento del Sputnik, en 1957, había sido el detonante tanto de la «carrera espacial» como del gigantismo académico norteamericano: un esfuerzo enorme por «alcanzar» a sus competidores, impulsado por una lluvia de dinero federal que fertilizaría los terrenos de la universidad a lo largo de los años sesenta. Y la crisis de los misiles en Cuba, de 1962 –otro hito razonable donde situar el cambio de década–, hizo que, para muchos, el espectro del apocalipsis se asomara a su casa, cosa que las pruebas atmosféricas del armamento termonuclear no habían provocado. Por otra parte, la nación ya estaba considerablemente implicada en el conflicto de Vietnam, el movimiento negro por los derechos civiles estaba en su apogeo, acababa de instaurarse la aviación comercial con motores a reacción y las grabadoras y los aparatos de música estéreo se habían sumado a la televisión como fuentes de entretenimiento en el hogar. El ordenador personal todavía quedaba en un futuro muy lejano, pero los grandes ordenadores centrales estaban «en su sitio», sobre todo en los florecientes campus universitarios, y el procesamiento electrónico de datos había impactado inequívocamente la conciencia colectiva. Los hippies todavía no se habían inventado, pero los beatniks eran bien conocidos, con su aura contracultural de budismo zen y drogas. En la narrativa norteamericana, el fenómeno llamado Humor Negro no sólo estaba establecido, sino que ya había recorrido una buena parte de su trayecto.

    Muchos de estos elementos resuenan en la novela, metamorfoseados en los términos de una alegoría sencilla –diría que es, de un modo deliberado y programático, «de segundo de carrera»–; no se trata en absoluto de una alegoría en el sentido dantesco o kafkiano, sino sólo de una forma de hablar. También reverberan en ella algunas de las preocupaciones literarias y profesionales de su autor, que espero que no parezcan de segundo de carrera, así como unas pocas circunstancias de su historia personal.

    Empecemos hablando de las primeras: en 1960 yo había concluido lo que consideraba una trilogía no muy estricta de novelas –La ópera flotante, El fin del camino y El plantador de tabaco– y sentía, sobre todo tras escribir aquella extravagante tercera obra, que había dejado algo atrás y me había mudado a un nuevo territorio narrativo. No podría haber dicho cuándo se produjo exactamente ese desplazamiento; hoy podría describirse como el paso dado por unos cuantos escritores norteamericanos del Humor Negro de los cincuenta al Fabulismo de los sesenta. Durante cuatro años, mientras escribía El plantador, me había sumergido en mayor o menor medida en los documentos, en ocasiones fantásticos, de la historia colonial de los Estados Unidos: en los orígenes de lo que llamamos «América», incluyendo los orígenes de nuestra literatura. Esta inmersión, junto a la idea de algunos críticos literarios de que la novela era una nueva orquestación del antiguo mito del héroe errante, me llevó a reexaminar dicho mito con mayor atención: los orígenes no de una cultura particular, sino de la cultura en sí misma; no de una literatura en particular, sino de la misma noción de la aventura narrativa, sobre todo de una clase de aventura que resulta trascendental y que supone un cambio tanto en el nivel vital como en el cultural.

    Todo muy serio. En esa época yo vivía en una localidad rural en el medio de Pensilvania y daba clases en una gran universidad pública que se volvía más grande cada semestre. Mi propia alma máter era pequeña, intensa y bastante elitista, al menos desde el punto de vista académico. Estaba fascinado e impresionado por la gran escala, la democracia jacksoniana y la heterogeneidad de las universidades públicas norteamericanas. En un departamento de Filología Inglesa de casi cien profesores, impartía mis clases no muy lejos de un túnel de agua para probar cascos de submarinos lanzamisiles, un reactor nuclear experimental, unos laboratorios para investigar sobre la elaboración de helados y el crecimiento de los champiñones, un programa de fútbol con una generosa dotación y espectáculos en el descanso que parecían de Hollywood, un ordenador del tamaño de un establo con unos sistemas de refrigeración muy complejos (si no recuerdo mal, aquella máquina no se apagaba nunca, ni siquiera cuando se desconectaba) y los espléndidos establos literales del departamento de industria pecuaria, rodeados por inmensos corrales y granjas experimentales donde, entre otros animales, merodeaban unos turcos radiactivos, como merodeábamos mis hijos, que por aquel entonces eran pequeños, y yo.

    No había cabras, pero supliría esa carencia con mi imaginación.

    Había cruzado una frontera muy señalada por los poetas, la edad de treinta años, y me estaba acercando a otra muy señalada por los mitos heroicos, la edad no tanto de la crisis de la mediana edad, sino de un punto crucial madurativo: los treinta y cuatro, treinta y cinco o treinta y seis, dependiendo si uno piensa en la crucifixión de Cristo, por ejemplo, o el impasse de Dante en la selva oscura (a medio camino de los setenta años bíblicos) o el momento de la individuación de Carl Jung. En Giles, sitúo esa edad en los treinta y tres años y un tercio: el momento en el que, con música de vinilo de fondo, el héroe mítico –que es todos nosotros, a mayor escala– es convocado por su misterioso destino. Debe abandonar su hogar y a sus padres (tanto uno como otros suelen ser adoptivos), el mundo luminoso y conocido de la realidad consciente y todo lo que constituye su identidad; debe atravesar el territorio crepuscular de las formas oníricas y las categorías porosas; apoyándose en ciertos guías y ayudantes, y empleando sus intuiciones, trucos y secretos, debe enfrentarse a acertijos y pruebas de iniciación y a las monstruosidades ficticias (pero no irreales) del inconsciente; debe conseguir, al final, a la princesa o el elixir: un conocimiento sin mediador, óntico, en el oscuro, inconsciente e innominado centro de las cosas, en su fondo.

    Esto siempre ha sido, de forma literal o figurada, tanto una aventura espiritual y psicológica como una aventura física. Históricamente, cada una ha representado a la otra. El avance místico hacia la trascendencia unitiva se relata por medio de imágenes de viajes y tareas riesgosas; la búsqueda del héroe errante, por medio de imágenes de descenso o ascenso hacia los dioses y de comunión con ellos. Pero, además (como aclara de un modo conmovedor el gran pragmático William James en el capítulo que le dedica al misticismo en Las variedades de la experiencia religiosa), se trata de una aventura que tiene una continuación cuasi-trágica. Cuando llega al fondo del mar, o cuando se le concede la mano de la hermosa hija del ogro, o cuando alcanza la visión de la Rosa o de Roma, el héroe debe regresar al mundo de las tareas de la vida cotidiana y hacer, en él, una tarea real. Reforzado por una iluminación esencialmente inefable, debe traducir esa iluminación en actos –convertirla en leyes o ciudades, en religiones, poemas o novelas–, sabiendo o descubriendo a lo largo del proceso que esa traducción, de un modo inevitable, comprometerá su visión, la traicionará. (En algunos idiomas sabios, los verbos «traducir» y «traicionar» son el mismo; Giles, el niño-cabra ha sido traicionado a varias lenguas). Es aquí donde el misticismo, tradicionalmente asociado con «la sabiduría oriental», se cruza con la visión trágica clásicamente occidental; donde se produce el ominoso reencuentro entre el héroe errante Edipo y alguien más mayor que él.

    Pero el cruce de caminos de Edipo, recordemos, era un lugar en el que se encontraban tres caminos, no dos; y, de hecho, estos comentarios sobre el encuentro entre lo trágico y lo místico nos han llevado muy lejos de mi línea de trabajo, la novela cómica. Junto a la mirada trágica y la mirada mística sobre la experiencia humana, siempre ha habido otra, por lo menos en la civilización occidental: la mirada cómica. «La alegría transfigurando todo ese terror», como escribe Yeats sobre Hamlet y Lear en «Lapislázuli». Y no sólo en la tradición de occidente; el gran poema de Yeats termina con la imagen de dos sabios chinos en la cima de una montaña:

    […] contemplan todo el trágico paisaje.

    Uno pide melodías tristes,

    y dedos hábiles comienzan a tocar.

    Sus ojos, rodeados por arrugas, sus ojos,

    sus viejos ojos brillantes, están alegres.

    Había otra razón –además del hecho de que mi musa es la musa sonriente– para abordar lo místico y lo trágico por medio de lo cómico. Tenía que ver con lo que el semiólogo y novelista italiano Umberto Eco llama «el doble código de la ironía» (y al que considera un sello distintivo de la posmodernidad). En una época de extrema conciencia de sí y de pérdida de la inocencia, si es directo, el misticismo (al igual que le sucede a las miradas trágica y mítica) tiene muchas probabilidades de ser rechazado por los lectores de narrativa informados del mismo modo que –por tomar el ejemplo de Eco– la ingenua declaración «Te quiero con locura» tiene muchas probabilidades de ser rechazada por los amantes sofisticados. Sin embargo, las personas informadas y sofisticadas todavía necesitan hacer y escuchar declaraciones de amor, igual que la gente todavía necesita los puntos de vista trágico y místico sin, como dice Eco, sucumbir a la falsa inocencia ni a la indiferencia por «lo que ya se ha dicho». La comedia –sobre todo la ironía y lo que podría llamarse la parodia apasionada y compasiva–, a veces, puede acudir al rescate. «Como dicen en las noveluchas románticas», podría decirle el amante de Eco a su amada, «te quiero con locura». De este modo, a estas alturas de la historia, todavía se puede hacer, y tal vez escuchar, una declaración de amor.

    Misterio, tragedia, comedia. El lugar donde se cruzaron estos tres caminos ante mí fue Giles, el niño-cabra: las aventuras de un joven engendrado por un ordenador gigante en una bibliotecaria desgraciada, pero dócil, y criado en los establos experimentales para cabras de una universidad universal, dividida ideológicamente en el Campus del Este y el Campus Occidental. Al joven se le encarga una serie de tareas cuando se matricula y tiene que aceptar tanto su caprinidad como su humanidad (por no hablar de su maquinidad) y, en las entrañas mismas de la Universidad, trascender no sólo las categorías que representan ambos campus, sino también todas las demás; trascender incluso el lenguaje, y después regresar al campus a la luz del día, expulsar al falso Gran Maestro, que él entiende que es un aspecto de sí mismo, y hacer todo lo que esté en su mano para explicar lo inexplicable.

    Escribí esta novela entre los treinta y los treinta y cinco años. Comenzada en la Universidad del Estado de Pensilvania, continuada en el sur de España, donde abundan las cabras, y terminada en Buffalo (Nueva York), representa, no hace falta decirlo, una iniciación para su autor, además de para su caprino protagonista. Es mi propio intento (todavía en curso) de hacer lo que Giles, el niño-cabra, y todos los demás debemos hacer: entender, en el nivel más profundo, quiénes somos y en qué consiste nuestra existencia, y tratar –trágicamente, cómicamente, como sea– de hacer algo con ese entendimiento.

    Langford Creek (Maryland), 1987

    DESCARGO DE RESPONSABILIDAD DEL EDITOR

    El lector debe comenzar este libro haciendo un acto de fe y terminarlo haciendo un acto de caridad. Le rogamos que confíe en la sinceridad y la veracidad de este prefacio y declaramos, como retribución, que tiene derecho a mostrarse escéptico con respecto a todo lo que sigue.

    El manuscrito que nos remitieron hace algún tiempo bajo las iniciales N. P. R. y que nosostros retitulamos Giles, el niño-cabra, se halla lo bastante alejado de lo común y lo susceptible de procesamiento como para hacer que el habitual descargo de responsabilidad por parte del editor, «Cualquier parecido con la realidad», etc., resulte inapropiado. La relevancia del propio descargo de responsabilidad –que reivindicamos enérgicamente– fue puesta en tela de juicio incluso antes de la recepción del manuscrito, como ha sucedido a partir de entonces con todo el resto del libro, desde su contenido hasta su autoría. El profesor y otrora novelista cuyo nombre aparece en la primera página (en nuestra primera página, no en la que sigue a esta nota preliminar) niega que la obra sea suya, pero «sospecha» que es una obra de ficción, una sospecha que al lector medio le basta con dos páginas para confirmar. El candidato que él propone para la autoría es un tal Stoker Giles o Giles Stoker –cuyo paradero es desconocido, cuya existencia es dudosa– que, por su parte, parece haber afirmado 1) que él sólo era un editor entregado a su oficio y que el texto fue escrito por cierto ordenador automático, y 2) que el libro no es ni una fábula ni un relato histórico ficcionado, ya que, con la excepción de unas pocas «invenciones básicas imprescindibles», en él sólo se cuenta la verdad literal. Y el ordenador, el potente «ORDACO», ¿acaso no rechaza la autoría? Sí, la rechaza.

    Sinceramente, lo que esperamos al publicar Giles, el niño-cabra, nuestra arriesgada apuesta, es que la cuestión de su autoría sea literaria y no jurídica. Si es así, a tenor de todo el alboroto que hemos tenido en la oficina estos últimos meses, el libro proporcionará abundantes motivos más para la polémica. Sólo la decisión de publicarlo ya nos ha costado dos estimados colegas, por razones muy distintas. Cinco de nosotros participamos activamente en la disputa, que llegó a ser tan acalorada, larga y compleja que llegados a cierto punto, en mi calidad de director editorial, me vi obligado a ponerle fin. No se permitió volver a comentar nada más acerca del libro. Debido a que la responsabilidad, en última instancia, era mía, solicité a mis cuatro socios una breve declaración escrita contestando a las preguntas: ¿Debemos publicar el manuscrito titulado Giles, el niño-cabra? Si es así, ¿por qué? Si no es así, ¿por qué no?

    Sus respuestas prefiguran, en mi opinión, el abanico de reacciones que suscitará el libro en el público y en la crítica. No las reproduzco aquí (omitiendo las firmas y ciertas referencias personales) con la intención de evitar tales reacciones, sino con la de mostrar que nuestra decisión no se tomó de un modo apresurado ni con mala fe:

    EDITOR A

    Soy plenamente consciente de que los tiempos han cambiado desde mi época de director editorial: el matrimonio ha perdido su santidad y el sexo su misterio; se publica cualquier inmundicia en nombre de la Honestidad; se ha perdido todo respeto por la ley y la disciplina, por no mencionar ni la propiedad ni el decoro, cuyos meros nombres provocan el desdén y la burla. El cinismo es generalizado: al estudiante que rechaza copiar, así como a la jovencita que rechaza la promiscuidad o al editor que valora más los principios que los beneficios, se lo considera un bicho raro. Cualquier cosa que sea vieja –un hombre, un edificio, un principio moral– no se contempla como algo establecido sino como algo obsoleto, que debe conservarse, en el mejor de los casos, por el interés que pueda despertar en tanto antigüedad, pero de lo que uno puede librarse sin remordimientos en cuanto comience a estorbar. A estorbar, desde luego, al interés egoísta y a la inagotable sensualidad de la juventud. Sin duda, los tiempos cambian, siempre han cambiado, y ésa es la cuestión. Dado que todas las generaciones deben escribir su «Nuevo Programa» o reinterpretar el antiguo, rebelarse contra sus profesores y cuestionar todas las reglas, es de especial importancia que las Reglas se mantengan firmes. La moral, como el movimiento, tiene sus leyes; cada generación toma impulso a partir de la resistencia de sus antepasados, como los corredores que basan su esfuerzo en el suelo, y aquellos que quisieran abolir las viejas Respuestas (no hablo de reformularlas ni de modificarlas, lo cual es necesario hacer constantemente), convertirían la pista que hay bajo sus pies en arenas movedizas, lo cual tendría consecuencias fatales para la raza humana.

    Este Nuevo Programa Revisado no es en absoluto nuevo; es tan viejo como la enfermedad del espíritu. No es una revisión de nada, sino un repudio de todo lo que es íntegro y redentor. Somos nosotros quienes debemos repudiarlo. La edición sigue siendo, a pesar de todo, una empresa moral, y así lo considera en el fondo de su corazón incluso el público que clama por la gratificación de sus apetitos. Lo llamativo, lo vulgar, lo escabroso, lo barato, lo estereotipado… todas estas cosas tienen una cierta inocencia en sus formas convencionales y producidas para las masas, incluso una cierta virtud; los novelistas que todo el mundo lee no hacen ningún daño mientras se llenan los bolsillos llenándonos los nuestros. No son difíciles; no sorprenden; se rebelan siguiendo las pautas tradicionales, nos asombran de una manera acostumbrada y nos enseñan lo que ya sabemos. Sus preocupaciones son modestas, su voz y sus modales literarios rara vez son salvajes. Sólo lo es su vida privada, que siempre vende bien: con una prosa directa, nos muestran cómo es formar parte de una cierta minoría racial o cultural, cómo es ser un adolescente, un drogadicto, un adúltero, un vagabundo, y, especialmente, cómo es ser el Autor, con su pequeña historia particular de asco por y engrandecimiento de uno mismo. Dichas novelas, a mi entender, son los sueños impresos de esa minúscula fracción del populacho que compra y lee libros, y las auténticas moradas del arte y el beneficio. Al estimular los sueños evitamos los hechos: vicariamente, el lector transgrede, y es vicariamente redimido; no se lo grava por sus ideas, no se aprueba su depravación natural aunque ésta se ponga de manifiesto, no se lo castiga por lo que sucede en su imaginación, no se lo fuerza a prestar atención a nada. Es el mismo tipo que era antes sólo que un poco más leído y, en la mayor parte de los casos, más saludable por su pequeño flirteo con el Mal. Incluso puede llegar a afirmar «La vida es absurda, ¿no le parece? No hay ninguna respuesta», tras lo cual, mientras su acompañante en el almuerzo expresa su absoluto acuerdo, tomarán otro cóctel y volverán a hablar de asuntos más agradables.

    Observemos la diferencia con el N. P. R.: aquí el fornicio, el adulterio, incluso la violación, de hecho hasta el propio asesinato (por no hablar del autoengaño, la traición, la blasfemia, la prostitución, la hipocresía y los actos de crueldad deliberada), no sólo se representan para nuestro deleite ¡sino que por momentos se los aprueba e incluso se los recomienda! También desde un punto de vista estético (aunque este argumento palidece ante las cuestiones morales), la obra es inaceptable: la retórica es extrema, las ideas y la acción son por completo inverosímiles, la interpretación de la historia es superficial y claramente sesgada, la narración está llena de incoherencias y tiene un ritmo muy pobre, y es en ocasiones tediosa y, con más frecuencia, excesiva; y la forma, como el estilo, es poco ortodoxa, asimétrica, inconsistente. Los personajes, sobre todo el protagonista, no son realistas. ¡Nunca ha habido un niñocabra! ¡Nunca lo habrá!

    En resumen, se trata de un libro malo, de un libro malvado, que no debe –diré incluso que no puede– ser publicado. No es el producto de un ordenador, sino de las cavilaciones de un inútil megalómano: un excéntrico, en el mejor de los casos, y muy probablemente un psicópata. En mi calidad de miembro más anciano de la junta directiva de este grupo editorial, aunque ya no detente el cargo más alto, solicito que aprovechemos esta oportunidad para restaurar una parte del prestigio moral que poseíamos cuando nuestra organización era más entregada y armoniosa, aunque menos pudiente, y que invirtamos nuestra reciente política lamentable de publicar libros esotéricos, bizarros, extravagantes, directamente viciosos. Solicito no sólo que el manuscrito en cuestión sea rechazado de inmediato, sino también que los superiores del «autor», el decano y el director de su departamento, reciban una notificación para que sepan a qué están exponiendo las mentes de los alumnos de su facultad. ¿Acaso el director editorial, me pregunto, permitiría que a su hija le diera clase un hombre como éste? Entonces, ¿en nombre de qué principio podríamos contribuir a que esta bazofia esté a disposición de nuestros hijos e hijas?

    EDITOR B

    Yo voto a favor de publicar el Nuevo Programa Revisado y estoy de acuerdo con el director editorial en que Giles, el niñocabra sería un título mucho más comercial. Todos sabemos cuáles son las objeciones [de A] al manuscrito; sabemos también por qué él ya no es director editorial, después de haber rechazado __________¹ por motivos «morales» similares. Lo que debo añadir, aun a riesgo de ser «indecoroso», es que además de sus predecibles prejuicios contra cualquier cosa que sea un poco más atrevido que Gay Dashleigh en el cole, es posible que sienta una íntima animadversión por este manuscrito en particular: su propia hija, por lo visto, «huyó» de la universidad con un estudiante de poesía, un joven barbudo que posteriormente la abandonó, embarazada, para dedicarse a la cría de ovejas y a la composición de largos romances pastorales en verso libre, que básicamente tratan de su gran amor por ella. Su padre nunca pudo perdonarla, y por lo que parece, tampoco ha podido perdonar ni la heterosexualidad con barba ni las cosas bucólicas, y es una señal de su falta de criterio el hecho de que castigue a un niño relacionado con las cabras por los pecados de un niño relacionado con las ovejas. Por mucho que respete su petición de que estas declaraciones sean impersonales, y aunque vacile, en tanto nuevo empleado, a la hora de criticar a mis colegas tras mostrar mi desacuerdo con ellos, debo decir que las cuestiones «personales» y «profesionales» están tan imbricadas en este caso (de hecho, ¿acaso alguna vez son separables cuando se trata de juicios literarios?), que tomar una postura a favor o en contra de Giles, el niño-cabra es equivalente a hacerlo con respecto a la pregunta de si esta organización prosperará en armoniosa diversidad o languidecerá en agrios desacuerdos. Al decidir si publicar o rechazar un manuscrito, no deberíamos también asumir la carga de escoger amigos y enemigos profesionales. Cuando ése es el caso, la única opción del hombre moderno es seguir su buen juicio y afrontar las consecuencias de llamar a las cosas por su nombre, y yo sugiero con todo respeto que la mejor forma que puede encontrar un administrador responsable de solucionar esta situación es convertir cualquier ultimátum amenazador (como el de A) en una oportunidad para revitalizar y rearmonizar el equipo.

    El hecho es que estoy de acuerdo –creo que todos lo estamos– con que Giles, el niño-cabra es difícil por momentos e irregular desde el punto de vista artístico y puede resultar ofensivo (diremos que es un desafío, por supuesto) para ciertas convenciones literarias y morales. Personalmente, no siento demasiada admiración por el «Autor»; al igual que [el editor C, cuya opinión figura a continuación], considero que su obra anterior tiene vida pero es un tanto ingenua, y que su última novela es salvaje y excesiva en todos los aspectos. Francamente, no sé qué pensar de ésta. Donde otros escritores buscan ser fieles a los hechos de la experiencia moderna, él declara que su objetivo es simplemente asombrar; donde otros luchan en pos de la verdad, él admite su interés por las mentiras, cuanto más grandes, mejor. Sus colegas, como es propio, buscan el reconocimiento y un público amplio; él se regocija (eso dice) en que no tiene más de una docena de lectores, ya que el número trece podría traicionarlo. Por lo tanto, lejos de desanimarse por el repetido fracaso de sus novelas y el hecho de que no le proporcionen ningún beneficio, confiesa sentirse sorprendido por que nadie lo haya cubierto con alquitrán y plumas. Aparentemente respaldado por el hecho de que nadie en absoluto se haya tragado su último mamotreto, se decide a perpetrar otro mientras cacarea encandilado por su producción. «Argumento», para los jóvenes novelistas que aclamamos, es una mala palabra, como lo era para sus padres; «historia», para ellos, significa invención; e invención, artificio; y artificio, fraudulencia. En cuanto al «estilo», todo el mundo coincide en que el mejor lenguaje es el que desaparece en la narración, de modo que no haya nada que se interponga entre el lector y el tema del libro. Pero este autor ha afirmado (en lugares oscuros, como es fácil de entender) que el lenguaje es el tema de sus libros, al menos tanto como cualquier otra cosa, y que por tal motivo debería ser «musicado esplendorosamente»; da la espalda a lo que hace al caso, rechaza lo familiar y lo cambia por lo asombroso, abraza el artificio y la extravagancia; lavándose las manos en lo que respecta a la búsqueda de la Verdad, se denomina a sí mismo «un alcahuete de la Belleza» o «el portero de la lujosa casa de las Musas». En resumen, forma parte de una categoría en la que sólo está él, y no es de su tiempo; si va por delante o por detrás, tres décadas avanzado o con tres siglos de retraso, es algo que deben decidir por sí mismos sus doce lectores.

    Mi opinión personal es la siguiente: el autor en cuestión tiene, por lo que se dice, un público pequeño pero en aumento, más leal que refinado o influyente, del que no requiere ninguna clase de promoción especial para llegar a él, ya que tiene sus propios medios para hacer correr la voz: estudiantes de literatura sin blanca, profesores en universidades de segunda y un par de críticos excéntricos. Es improbable que Giles, el niño-cabra haga rico a nadie, pero si pudiéramos colocárselo a todos ellos, al menos se cubrirían los gastos e incluso se podrían compensar las pérdidas generadas por los otros libros de este hombre. Es posible que esos estudiantes sin blanca algún día estén lo bastante blanqueados, que esos profesores asciendan a puestos de mayor influencia, que esos críticos excéntricos pasen a considerarse profetas… Por otra parte, es posible que cambie la suerte del autor (o más bien la nuestra, ya que él no parece sentir ningún interés por el asunto). Por mera casualidad, su próximo libro podría ser popular; cosas más raras se han visto. Entretanto, podemos desgravarnos las pérdidas con esa especie de prestigio deducible de impuestos que se asocia con las mejores editoriales. Lo que hay que hacer es mantener los gastos en concepto de adelanto y publicidad lo más bajos posible y tenerlo bien atado por contrato para el futuro, explotando mientras tanto los valores ornamentales o de desgravación que nos pueda proporcionar.

    EDITOR C

    Voto en contra de publicar el libro titulado Nuevo Programa Revisado, y no lo hago por cuestiones morales, legales o políticas, sino basándome simplemente en fundamentos estéticos y comerciales. Este libro no nos va a reportar ningún beneficio y no veo ninguna justificación ética o «prestigial» para perder ni un céntimo con él. La edición puede ser una empresa moral, como le gusta afirmar a [A], pero una editorial es ante todo una empresa a secas, y por mi parte considero que es tan poco profesional publicar un libro por cuestiones morales (que es lo que viene a defender [B] con entusiasmo juvenil) como rechazarlo por cuestiones morales. Es más que evidente que [A] tiene motivos personales para rechazar el libro; yo sostengo que [B] tiene motivos igualmente personales, aunque sean más simpáticos, para presionar por su aceptación. Es nuevo en la profesión y sabe muy bien que descubrir un talento nuevo es un camino hacia el éxito sólo superado por arrebatarle un talento consagrado a la competencia. Tiene la admirable compasión de un hombre joven por las causas perdidas, el interés de un hombre joven por los talentos menores y la pasión de un intelectual joven por lo heterodoxo, lo esotérico, lo oscuro. Además él también es novelista y sin duda siente una cierta afinidad con aquellos otros cuyo talento todavía no les ha reportado ni dinero ni fama. Por último, el hecho de que la primera vez que se solicita su opinión con respecto a un manuscrito se haya mostrado casi diríamos deseoso de oponerse a la conocida opinión del hombre que lo contrató no es reflejo de su preponderante integridad, pero se trata de una circunstancia que probablemente no debiera pasarse por alto, sobre todo debido a que su voto a favor de la publicación es una «opinión personal», según sus propias palabras, a la que ha llegado dejando de lado una amplia serie de importantes objeciones.

    Creo que puedo decir que mi propia posición es relativamente objetiva. Estoy de acuerdo con que hay libros inferiores con los que se debe perder un poco de dinero para no perder a un autor superior, y con que hay libros superiores (¡muy pocos!) que hay que publicar, al margen de su valor comercial, sólo para haber sido su editor. Pero el libro en cuestión no me parece que sea ninguno de estos casos: es un libro de éxito improbable escrito por un autor de éxito improbable. Le faltan sutileza y pericia: la historia no es tan «asombrosa» como ridícula, y el argumento es absurdo. El protagonista es una monstruosidad física, estética y moral; los demás personajes están construidos sin apenas consideración alguna hacia el realismo y en algunos momentos les falta incluso la solidez de los estereotipos; los diálogos, por lo general, son antinaturales y necesitarían diferenciarse más en función de quienes los mantienen. ¡Todos los personajes hablan igual que el autor! El estilo de esta prosa –esa grandilocuencia antigua, ampulosa y semi-métrica– es desde luego contagioso (observemos cómo [A] y [B] caen en ella); más aún lo es la sífilis. El tema es oscuro, probablemente blasfemo; el ingenio es descortés, y tal vez incluso haga pensar en preocupaciones malsanas; en cuanto a la psicología… pero no hay nada de psicología. El autor sin duda desconoce a las personas y las cosas tal como son en realidad: ¡pensemos en su falta de consideración con el lector! Por mucho que las novelas largas se hayan vendido bien en los últimos tiempos, se da por hecho que no es su mero tamaño lo que hace que se vendan; y cuando su extensión consiste en interminables exposiciones, sermones y arengas (¡qué contento me sentí cuando llega la muerte de Max Spielman, ese viejo vano y lunático!), estamos justo ante el antídoto para el beneficio. De hecho no puedo imaginar a quién le podría gustar un libro como N. P. R. salvo que piense en esas inteligencias –remotas, picajosas, ineficaces– que por fortuna son poco frecuentes, están más o menos perturbadas y nunca van asociadas al dinero, y que, como se sabe, producen la única correspondencia de admiradores que recibe el autor.

    Lo que considero mejor, por lo tanto, no es «proteger nuestra inversión» publicando este Nuevo Programa Revisado (y el que venga después de éste, y el que venga después de éste), sino evitar que sigan las pérdidas dejando de apostar por algo que no rinde. Mi propia «opinión personal» es que habría que optar por un sensato rechazo no sólo de este manuscrito sino también de su autor. Todavía no nos ha aportado ni un centavo. La clase de energía que tiene (digamos, mejor, su inexorabilidad), alejada como está de los gustos del público, es algo que nos supone una carga indudable; es como la energía de las malas hierbas o del cáncer. Aunque ha recibido ciertas alabanzas por parte de algunos críticos cuestionables y goza de una débil reputación entre estudiantes universitarios barbudos (de espíritu) –de los que tienden a robar lo que leen, más que a comprarlo–, sigue siendo un desconocido para los principales reseñistas, por no mencionar a la generalidad de los compradores de libros. Si se diera el improbable caso de que se convirtiera en un «gran escritor», o incluso de que haya sido uno desde el principio, conservamos los derechos sobre sus otros libros, que hasta ahora no han generado más que pérdidas, y siempre podemos reeditarlos. ¡Pero no, eso es tan poco verosímil como el argumento de este libro! Él mismo afirma que nada mejora, que todo empeora; se limitará a envejecer y se volverá más cascarrabias y excéntrico y perderá inteligencia; su escaso renombre se desvanecerá, su vitalidad se convertirá en mera perseverancia, o desaparecerá por completo. Su docena de admiradores se aburrirán de él, sus empleadores dejarán de subirle el sueldo y de disculpar sus limitaciones académicas y sociales; su esposa perderá su belleza, su matrimonio se irá a pique, sus hijos empezarán a avergonzarse de su padre. Lo veo al fin solo, enfermo, amargado, desesperadamente desagradable, tal vez convertido en un onanista, tal vez en un alcohólico o en un orate, si no en un suicida. Ya sabemos cómo va esto.

    EDITOR D

    ¡Suspendidos, suspendidos, suspendidos! Miro a mi alrededor y por todas partes veo suspensos. Viejos moralistas, jóvenes lameculos, escritores sin éxito; viejas glorias, jóvenes promesas, negados absolutos; artistas suspendidos, editores suspendidos, académicos y críticos suspendidos; esposos, padres, amantes suspendidos; mentes suspendidas, cuerpos suspendidos, corazones y almas suspendidos. ¡Ninguno de nosotros ha aprobado, todos hemos suspendido!

    Ya no me importa si el Nuevo Programa Revisado se publica, en esta editorial o en alguna otra. ¿Qué le importa a la Respuesta si alguien la «encuentra»? El oro no pide que nadie lo extraiga, ni la medicina que nadie la tome; no es la medicina la que empeora cuando el paciente la rechaza. En cuanto al médico, ¿a quién le importa si se muere de hambre o si prospera? ¡Que pase hambre, tal vez vuelva a recetar! ¡O que muera, ya tenemos suficientes recetas!

    O que se ría, incluso, de que me he tomado de buena fe la pastilla que él me dio sabiendo que era un fraude: ¡yo estoy curado, a mí qué me importa! Uno acaba por entender que un cierto ermitaño que vive en los bosques no es un excéntrico sino un Profesor, un Gran Maestro. Entre millones de individuos hay un puñado de personas que lo buscamos, pensando en honrarlo y en darle apoyo; le llevamos dinero e incienso, cantamos sus loas a cuatro voces, le procuramos champán y vichyssoise. Con nuestro barullo, ay, interrumpimos sus cavilaciones y espantamos a las langostas que él se habría cenado; se marea si toma vino, vomita la sopa; no puede oler las flores porque se lo impide nuestro perfume, ni escuchar los pájaros porque se lo impide nuestra música, y no hay nada en lo que le interese gastarse el dinero. ¡No es de extrañar que nos maldiga en voz baja cuando vuelve a estar sobrio! Y pensando en vengarse por medio de un truco, se pone una máscara para asustarnos y hacernos huir. Le pedimos una revelación, y él nos endilga sus sueños más enloquecidos. «Muéstranos la Belleza», suplicamos, y él nos enseña el trasero. «Muéstranos la Bondad», rogamos, y él monta a nuestras hijas y esposas. «¡Ah, señor», le imploramos, «danos la Verdad». Él se pone un índice en cada sien y exclama: «¡Sois todos unos cornudos!».

    Y sin embargo, yo digo que el mentiroso ha sido engañado, que el elevador es el inventor: al bromista le sale el tiro por la culata, en eso consiste su broma. Mejor maltratados por el Conocimiento que salvados por la Ignorancia; ser presa de la Sabiduría equivale a ser su protector. Engañados, vemos cómo nos hemos engañado nosotros mismos; al sufrir la mentira, llegamos a la verdad, y esperamos aprobar mediante el conocimiento de nuestros suspensos.

    Publique el Nuevo Programa Revisado o rechácelo; considérelo arte o artificio, obra de ficción, basada en hechos reales o fraudulenta; no importa, a su autor no le importa y a mí tampoco me importa ya. No lo alabo ni lo condeno; no pregunto quién lo ha escrito ni si se venderá bien ni qué opinarán de él los críticos. Mi juicio no se dirige al libro sino a mí mismo. Lo he leído. Por la presente renuncio a mi puesto en esta editorial.

    Se ve claramente la diversidad de opiniones a la que tuve que enfrentarme (ni siquiera menciono aquí las disputas que ha habido en el departamento jurídico ni ciertos bonitos imponderables como el hecho de que el editor A fuera quien me dio mi primer trabajo en el campo de la edición, o el de que el editor D –actualmente en paradero desconocido– sea mi único hijo); se ve también el precio que se ha pagado por cada una de estas opiniones. Y se ve, por último, la decisión que tomé, sin ninguna clase de ayuda ni manifestación de simpatía por parte del autor, por cierto, que ni siquiera contesta el correo con regularidad. La edición es, sin duda, una empresa moral, con matices más sutiles que los que ha afirmado mi querido A; y en tanto tal, tiene un alto coste espiritual, presenta importantes riesgos y plantea desafíos importantes en la misma medida. También es (si he comprendido correctamente al niño-cabra) un posible camino para llegar hasta las Puertas de la Graduación, como lo es cualquier otra empresa moral, y en esa posibilidad debo confiar.

    Aquí está, pues, Giles, el niño-cabra, o el Nuevo Programa Revisado, «una obra de ficción; cualquier parecido entre sus personajes y personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia».² Que la carta de presentación del autor figure en todas las ediciones a modo de prólogo que se explica por sí mismo o de capítulo inicial, como cada uno decida considerarlo; que el lector lea y crea lo que le parezca; que estalle la tormenta, si así ha de ser.

    EL EDITOR JEFE

    CARTA DE PRESENTACIÓN PARA LOS EDITORES

    Caballeros:

    El manuscrito que les envío no es El buscador, esa novela que les estoy prometiendo desde hace dos años y sobre la cual ustedes tienen una opción contractual. Me temo que El buscador se ha perdido; no tiene sentido buscarlo, ni ninguna otra novela de este autor: la Musa y yo, que en cualquier caso no hemos cohabitado durante todos estos meses, ya estamos divorciados definitivamente a vinculo matrimonii. Lo extraordinario no es que nuestra alianza haya concluido, sino que haya podido ser duradera y en cierta medida productiva, a la luz de mi obcecación. No estoy dispuesto a admitir que haya sido un error casarme con ella; el matrimonio puede ser la muerte de la pasión, pero no tiene por qué ser la de la producción. El error (que no es en absoluto el único que he cometido) consistió en creer que algo podría durar; que mi programa, o cualquier otro, podría funcionar. Nada «funciona» en el sentido en que solemos esperar que lo haga; eso es algo que me ha enseñado cierto niño-cabra; lo único que hacen la cosas es empeorar y empeorar; nuestras victorias nunca son más que morales, y siempre son pírricas; de hecho sólo conocemos las derrotas, más o menos ruinosas.

    Ah, bueno, ahora que he contraído el Conocimiento como quien contrae una enfermedad venérea, he comprendido que no es que mi antiguo poder fuera un delirio, sino que los delirios pueden tener un gran poder: al fin y al cabo, la señora Imaginación fue mi amante, en efecto; y, en efecto, alumbró los vástagos que mi inocente lujuria sembró en ella. Ahora son huérfanos, pero el duro abandono que les ha tocado sufrir puede ser su salvación, a largo plazo. Si quieren, pueden considerarlo un nuevo indicio de inocencia por mi parte; yo estoy convencido de que me quiso, sabe Dios que me quiso, mientras me quiso, y de que lo que ella quería fue precisamente lo que acabó por hundirnos: me refiero a mi épica falta de sofisticación. Y esto fue así porque, en contra de las apariencias y de lo que suele creerse, ella también es así; si no es la esencia de su espíritu, es al menos una de sus principales características y tiene mucho que ver con lo dorado que hay en ella. ¿Cómo, si no, explicar el peculiar resplandor que mantiene, a pesar de su pasado, una frescura tanto de espíritu como de aspecto, que conduce a que cada nuevo pretendiente la tome por una doncella? Mi ambición de desposarla, en exclusiva y para siempre, como quien aspira a convertir en una Hausfrau a una diosa del amor… ¿creen que ella la satisfizo por hacer una broma o que más bien se entusiasmó con la idea de llevar una vida sencilla? Muy bien: por mi parte, elijo pensar que el experimento la atraía de un modo tan simple e ingenuo como me atraía a mí; ambos nos afligimos igualmente al verlo fracasar, y sea cual sea el destino de nuestra prole, creo que ella recordará con tanta dulzura como yo el deleite de su concepción…

    No importa. Ahora soy célibe: un sacerdote de la Verdad que antes fue un alcahuete de la Belleza; ya no más un Buscador, sino un humilde Descubridor, y todo gracias al extraordinario documento que aquí les envío. No se lo hago llegar en calidad de autor ni de agente en el sentido habitual del término, sino en tanto desinteresado servidor de Nuestra Cultura, si aceptan la expresión: el moho que ha surgido más recientemente en el cristal del reloj del Tiempo. Conozco de antemano las reservas que tendrán en relación con la longitud de la obra, con los aspectos polémicos de ciertos pasajes e incluso, aquí y allá, con su rigurosidad; sin embargo, se considere como un relato verdadero o como una obra de ficción, la relevancia de este libro y lo apremiante de su publicación deberían ser tan evidentes como sus considerables (aunque incoherentes y en última instancia irrelevantes) méritos literarios, y confío en que se entusiasmarán con él. «Si la señorita Universidad tiene una verruga», como afirma a veces el Gran Maestro, «ésta es igualmente una verruga, y aunque yo no diría que se trata de un lunar, tampoco le impediría meterse en mi cama por ello». Hay verrugas, desde luego, en este Nuevo Programa Revisado, estéticas y tal vez históricas; pero están, por decirlo así, a un nivel cutáneo, y no creo que ningún editor le deba impedir entrar en su catálogo por ello.

    Permítanme ahora que, a modo de introducción relevante a la propia obra, les cuente la historia de sus orígenes y de cómo di con ella. Como tal vez ya sepan, al igual que muchos de los autores de nuestro tiempo, yo me mantengo predicando sobre lo que hago. Uno se va acostumbrando, en los seminarios de escritura creativa, a tres categorías principales de alumnos: señoras mayores y caballeros climatéricos que buscan en la escritura un pasatiempo que además pueda redondear su jubilación; jóvenes estudiantes de literatura de ambos sexos, inteligentes, bien peinados y talentosos; y esos espíritus intensamente marginales –poco disciplinados, demasiado sensibles, desorganizados en el fondo y en la forma– cuya insaciable pasión por lo artístico puede llevarlos tan lejos, en algunas raras ocasiones, como para dedicarse a hacer obras de arte. Formaba parte de esta categoría, supongo, quien entró en mi oficina una ventosa tarde de otoño de hace unos cuantos cursos con una caja de papeles mecanografiados bajo el brazo y un resplandor en el rostro.

    Nunca antes lo había visto, aunque lo cierto es que esos bohemios aparecen y desaparecen como fantasmas, cambian de aspecto cuando se les antoja (de un modo similar a como hace la criatura llamada Harold Bray que aparecerá más adelante) y suelen tener una relación casi inexistente con sus departamentos. Imagínense a un joven delgado de unos veinte años, con los ojos oscuros y la piel aceitunada, casi un mulato, pero con una descuidada mata de rizos de bronce en la cabeza y en la barbilla; incluso sus cejas eran como virutas de ese metal. Llevaba unos zapatos de trabajo muy gastados y un pantalón raído e indescriptible, metido a la altura de los tobillos en unos calcetines altos y una extravagante chaqueta lanosa que, retrospectivamente, pienso que se había hecho él mismo; ya se puede suponer con qué material. Aunque no se veía que cojeara, lucía un bastón tan estrafalario como su indumentaria: se trataba de un palo de fresno blanco con tres pies, un poco más grueso que una vara, que tenía algo que parecía unas lentes plegables y otros artilugios pegados por todas partes, y estaba adornado con unas groseras tallas (tanto entalladuras como bajorrelieves) de lingams alados, Sheela na Gigs, cornamentas de ciervo y racimos de uvas.

    Cerca de la punta de su insólita herramienta había un pequeño gancho despuntado con el cual mi visitante primero desatrancó y cerró la puerta, y después tiró hábilmente de una silla y se sentó en el escritorio situado junto al mío. Registré todo esto con un par de vistazos y después, para serenarme, me concentré en mi propio manuscrito, con el que estaba entreteniéndome cuando él había entrado. El atuendo del tipo, aunque extremo, no era tan extraordinario; se ven otros igual de raros en cualquier reunión de estudiantes de arte, y yo personalmente, en ciertos estados de ánimo un tanto alterados, puedo ponerme harapos y cosas de mala calidad, aunque prefiero las prendas convencionales. Pero el bohemio típico suele ser tímido con quienes respeta y arrogante con todos los demás, mientras que mi visitante no era ninguna de las dos cosas: enérgico, franco, cordial, dejó caer la caja llena de papeles sobre mi escritorio, se inclinó hacia delante apoyando los codos sobre las rodillas y ambas manos sobre su bastón y puso el mentón encima de todo, de manera que su impactante barba quedaba colgando. Tan desconcertantes como la sonrisa que me dedicó eran sus rasgos, que no se parecían a los de nadie que yo hubiera visto. Las personas de su clase que habían pasado por mi despacho hasta entonces o bien tenían barbas negras y ojos carbón y eran muy intensos, siguiendo el modelo de algún poeta que admiraran, o bien tenían el pelo del tono de las espigas de trigo, los ojos del de las nomeolvides y el aspecto y la conducta de un cervatillo castrado. Pero aquel tipo, no: su barba de bronce; sus ojos ni claros ni atormentados, sino simplemente atentos; su musculatura nervuda, la curvatura de su sonrisa, incluso un pequeño olor en torno a su persona que no era ni de tierra ni de colonia… en una palabra, era caprino: juro que este término me vino a la cabeza antes de hablar con él y, por supuesto, de leer lo que me había llevado. Y ese bastón que llevaba, ese instrumento sin parangón…

    –Nada temas –me dijo directamente, con una voz clara, semejante al repique de una campana, un tanto elitista y despectiva–. No soy escritor, y eso no es una novela.

    Me desarmaron por igual la indiferencia y el timbre de su voz, y el contenido de las palabras que pronunció. Me sonó como si realmente hubiera querido decir lo que dijo, como quien afirmara «No soy zurdo» o «No soy clarinetista». Y sentí esto con una punzada de dolor, ya que expresaba, con una elocuencia infantil, el temor del que ningún escritor de ficción puede librarse y que llevaba morando en el altillo de mi imaginación desde hacía doce meses. Acababa de cumplir treinta años, era mi séptimo año dedicado al arte de la mentira y, escasamente remunerado por mi esfuerzo, me hallaba tan exhausto como se hallaría el Hacedor de todos nosotros al séptimo día. Pronto sería de nuevo lunes, confiaba yo, y entretanto escribía una obra sabática, por llamarla de algún modo: el libro que nunca verán. Yo sabía cómo eran las novelas, y El buscador no era una de ellas. Desplazar a los personajes, dotarlos de una localización y un estado de ánimo, de historias pasadas y de caminos que se cruzan me resultaba aburrido; carecía del interés o de las agallas que se requieren para ello. Me hartaba por encima de todo la cuestión del movimiento, el elemento sine qua non de cualquier narración. En mi novela anterior había incubado un argumento tan sustancioso como el que más y había conducido a cien personajes a lo largo de ocho veces ese número de páginas; y ahora un aprendiz de segundo curso, a pesar de su inexperiencia en numerosos aspectos, me superaba en ese particular. ¿Su inspiración? Limitada. Y sin embargo, ahí estaba yo, asombrado ante la valentía con que la desplegaba. ¿Sus personae? Toscos autómatas que habían recibido la maldición de disponer de la palabra, que eran malignos como cualquier hijo de vecino, pero fanfarroneaban como si estuvieran vivos, y no pude evitar negar con la cabeza. Las historias que yo había escrito eran niños echados a perder; todas las señales apuntaban a que nunca llegarían a nada; apenas reconocía sus rostros. Estaba, en resumen, desvinculado: no me había ahogado ni quedado sin combustible; me limitaba a pasar el rato y estaba de mal humor. Las páginas de mi obra se iban acumulando sin ningún objetivo, puro ruido sin progreso, como un coche en una pista de carreras. ¿Cómo podía hallar consuelo en el hecho de que en otros aspectos mi suerte fuera mejorando? Mi casa y mis jardines prosperaban, mi rango había subido recientemente, al igual que mis ingresos, y mi pequeña reputación se iba extendiendo por diversas facultades… pero a un hombre cuya Imaginación ha desaparecido en combate cualquier bendición le parece póstuma. La obra que tenía delante de mí (que dejé a un lado con el gesto del que se siente interrumpido)… ¿dónde estaba su fuerza, su interés? Había algo que faltaba desesperadamente, algo que no podría perseguirse con esfuerzo, sino que debe llegar como un regalo, sin buscarlo; una fruta que cae por su propio peso en los huertos del espíritu; una voz surgida de ninguna parte, una visitación. Sin duda, no era una novela… Mi corazón se hundía, alejándose de mi cuerpo.

    –¿Ah? –fue lo único que dije.

    –Me llamo Stoker Giles –proclamó el joven.

    Todavía tenía la cabeza apoyada en aquel bastón singular, y seguía observándome con aspecto de estar disfrutando injustificadamente. Tal vez supusiera que yo debía conocer su nombre, pero nunca me he sentido muy seguro con respecto a esa clase de cosas. Sobre todo en los últimos tiempos; aunque daba mis clases con mucho ánimo, incluso casi con fervor, había notado que la memoria y la capacidad de concentración estaban escapando de mi control. La información se me iba, no podía recordar mi número de teléfono y me extraviaba incluso en los recorridos más habituales por el campus. Mi familia ya esperaba que cualquier día, al volver a casa, me metiera en la vivienda de algún desconocido; las bromas habían dado paso a la preocupación, la preocupación a la impaciencia y la impaciencia a un silencioso rencor, que aunque yo percibía no podía enfrentar.

    Le pregunté si había estudiado en la universidad.

    –Bueno, por lo menos estoy graduado.

    Parecía divertirse, lo cual a esas alturas ya me resultaba claramente irritante, cuanto más porque no podía hacer nada para modificar su estado de ánimo, y él afectaba de manera considerable al mío. Y entonces añadió con amabilidad:

    –Me pregunto si también lo estás.

    No creo que se me pueda acusar de altanería o arrogancia. En realidad, más bien me reprocho por ser demasiado tímido, por condescender con excesiva facilidad, por soportar la presunción ajena hasta el punto de sentirme poco viril y por provocar el desdén con mi deseo de no resultar desagradable. ¡Pero aquel hombre era un insolente! Supuse que se refería al grado de doctor; de acuerdo, yo había cesado mis esfuerzos a tal respecto años atrás, cuando me fugué con la musa. Es más, nunca había fingido que tuviera la memoria y el temperamento necesarios para ser un erudito, ni siquiera la inteligencia: en repetidas ocasiones he seguido a alguien profundo hasta llegar a mi límite, donde me he visto obligado a detenerme y observar, estirando el cuello en el bajío, mientras él seguía adelante donde yo no podía llegar. Era adecuadamente humilde, y me sentía adecuadamente indiferente. Hacer no es lo mismo que pensar; hay más de un camino que lleva al fondo de las cosas.

    –Es mejor que cojas esa caja y te vayas –le dije–. Tengo mucho trabajo por hacer.

    –Sí –dijo él–. ¡Desde luego que sí!

    ¡Como si al fin nos entendiéramos! Entonces dijo mi nombre con un tono de lo más suave (tenía, debo decir, un curioso acento que yo no era capaz de ubicar, pero que me parecía extranjero) y, señalando mi obra todavía por hacer, añadió:

    –Pero ya sabes, no es ése. Hay mucho que hacer; no deberías perder más tiempo.

    Ante mi enfado, su tono de voz se volvió más formal y brusco, aunque no por ello dejó de ser alegre.

    –Y yo tampoco –afirmó–. Por favor, ahora escúchame: he leído tus libros y los entiendo perfectamente, y he venido desde muy lejos para verte. ¿Puedo preguntarte cómo se va a llamar éste?

    Me quedé atónito por unas cuantas razones. No era sólo su presunción; yo más bien la admiraba, me hacía recordar una seguridad que yo había tenido en otra época y que deseaba recuperar; de hecho, se parecía bastante a cierto antiguo recuerdo de mí mismo, y sin embargo era tan ajeno, incluso tan salvaje, que me vinieron a la cabeza tres docenas de viejas historias en que el héroe se encuentra con su propio reflejo o tiene que vérselas con un personaje procedente del reino de las tinieblas. Sin embargo, había poco del Maligno en aquel tipo, aunque hubiera mucho de fauno; no me habría sorprendido descubrir que tenía unas pezuñas hendidas, pero habría portado una flauta en lugar de un tridente. Me vi tan absorto en estas reflexiones y, en sentido contrario, tan afectado por lo tedioso de sucumbir a la imagen que aquel tipo evidentemente se esforzaba por dar, que tanto mi fastidio como mi buen juicio se desvanecieron en la confusión. No podía decidir cómo había que tratarlo; la situación se me estaba escapando de las manos, desvinculándose de mí como tantas otras cosas parecían haber hecho últimamente. Por ejemplo, me había vuelto a olvidar las pastillas, que había llegado a necesitar con regularidad para no quedarme dormido encima de mi obra: ésa era la causa de la somnolencia que sentía, sin duda. Le dije que el libro iba a llamarse El buscador, o tal vez El amateur, no estaba seguro…

    –Desde luego. –El placer con que se acarició la barba claramente no procedía de la excelencia de mis títulos–. Un buscador, un amateur: alguien que ama mucho, por decirlo así, pero no sabe demasiado; un ingenuo apasionado, ¿no es cierto?

    Bueno, era cierto. Ya lo saben, el gran error que cometemos en esta clase de encuentros no sucede al final sino ahora, justo al principio. El momento en que un visitante misterioso llama a la puerta, o en que nos damos cuenta de que hemos tomado un camino equivocado en algún punto y estamos en terreno desconocido: entonces es cuando tendríamos que actuar de inmediato, y con energía, protestar de una vez contra la extrañeza de la situación, cerrar la puerta, cerrar los ojos y los oídos y no dejarlo entrar ni un segundo. Si avanzamos un paso más por su camino, ya no habrá vuelta atrás. ¡Detengámonos donde estamos! Pero, ay, la Curiosidad le susurra al Buen Juicio: «Ya es demasiado tarde de todos modos», y siempre seguimos adelante.

    –Tendrá unos treinta años –supuso mi visitante.

    –Treinta y tres, me parece.

    –¿Treinta y tres y cuatro meses? Y estoy seguro de que tiene alguna dolencia, algo físico, probablemente de nacimiento… ¿Es un tullido?

    Yo no había pensado en hacer que mi protagonista fuera un tullido, aunque era verdad que apenas salía de su domicilio (en lo alto de cierta torre), ya que prefería la compañía de sus libros y sus aparatos científicos de amateur que la de los demás hombres.

    –Es sólo un poco corto de vista, nada más –le dije–, pero tiene una mancha de vino de Oporto de nacimiento en la sien…

    –¡Cancerosa! –gritó el desconocido–. ¡Tienes que hacer que sea cancerosa! Sí, eso está muy bien. Pero ¿no debería tener alguna clase de astigmatismo en vez de miopía?

    Ah, cuánta razón tenía, era mucho más razonable que la visión del buscador fuera distorsionada en lugar de simplemente borrosa. Y hacer que la marca de nacimiento fuera el origen de un cáncer, ¡qué buen golpe sería eso! Por primera vez en medio año sentí verdadero interés por mi libro. Dejando de lado mis reticencias, le resumí el argumento a aquel visitante excepcional, que mostraba una comprensión mucho más sagaz de mis preocupaciones que ningún crítico o reseñista de los que había leído; más sagaz, pensé sonriéndome en mi interior, que yo mismo, que en los últimos meses casi había llegado a olvidar cuál era mi visión de las cosas.

    –Es sobre el amor, como tú dices, pero una clase muy especial de amor. La gente suele hablar sobre dos clases de amor, ya sabes, la clase que trata de escapar del yo y la que trata de afirmar el yo. Pero a mí me parece que hay una tercera clase de amor, una que no busca ni la unión ni la comunión con su objeto, sino que se limita a admirarlo desde una posición de desapego absoluto: lo que llamo la Imaginación Inocente.

    Mi héroe, le expliqué, había de ser un Amateur Cósmico: un hombre fascinado por la historia, la geografía, la naturaleza, la gente que lo rodeaba –todo lo que hiciera al caso– porque veía sus arbitrariedades, pero no podía ni comprender ni aceptar su finalidad. Había de relacionarse con la realidad como con un libro, una novela que él no hubiera escrito ni de la que fuera un personaje, sino sólo un lector agradecido; como es natural, él asumiría que había más novelas, algunas mejores y otras peores… Pero en realidad, claro está, al final no sería sólo un espectador ni mucho menos; no podría mantenerse al margen; y los fracasos desastrosos de

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