La Guardia de Espino. 1. Vigilia.
Por J. G. Mesa
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Óscar Caedra es un soldado en un conflicto que se desarrolla a ambos lados de la frontera que separa la Vigilia del mundo del Sueño. Su enemigo juramentado es un Exiliado llamado Arize, que maneja incontables recursos mágicos y materiales, y que posee un ejército de peligrosos sonámbulos. Para equilibrar la balanza, Óscar deberá reclutar aliados entre aquellos cuya mente se mueve con libertad a través del Sueño y de la Vigilia, aquellos cuya imaginación parece no tener principio ni fin. Escritores, poetas y creadores en general, serán involuntarios peones de una guerra secreta y encarnizada.
J. G. Mesa
Juan González Mesa. Cádiz, 1975. Escritor y guionista. Coordinador de argumento en Tiempo de Héroes. Autor de Gente Muerta y El Exilio de Amún Sar. Guionista de Exnátura y Sombras. Ganador de varios premios literarios de relato.
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La Guardia de Espino. 1. Vigilia. - J. G. Mesa
LA GUARDIA DE ESPINO
1 - VIGILIA
Juan González Mesa
LA GUARDIA DE ESPINO. 1. VIGILIA
© 2016, Juan González Mesa
juangmesa.blogspot.com.es
amun_sar@hotmail.com
Diseño de portada: Juan González Mesa
VIGILIA
1
Óscar Caedra y su compañero Hiram se encontraban tumbados sobre la cima de una elevación de tierra, en una zona amable del desierto donde crecían arbustos recios y algunos cactus. Observaban la entrada de la mina con la cautela de los leones. El sol del mediodía no permitiría a Óscar seguir mucho más rato a la intemperie, pero Hiram parecía indiferente al calor y a la sed.
Óscar llevaba el pelo muy corto y vestía ropas militares del ejército español, un fusil de asalto al hombro y un machete prendido en el pecho. También cargaba con una mochila.
Hiram solo portaba un saco y un látigo enrollado en la cadera. Sus ropas eran muy similares a las de los civiles iraquíes, sobrias y de color oscuro. Su piel era antinaturalmente perfecta, sin asomo de barba. Aparentaba unos veinte años. El pelo negro, corto y lustroso, se agitaba levemente con el viento. También se movía el pañuelo que Óscar llevaba al cuello, oscuro ya por el sudor.
Hiram cogió un puñado de arena y la soltó para comprobar la dirección exacta de aquella corriente. La arena voló en dirección a la mina y los soldados talibán que la custodiaban, delgados, ceñudos, de barbas largas, armados con fusiles AK-47. Miró a Óscar y le indicó con un gesto que era buen momento para actuar.
Óscar giró la cabeza hacia su espalda. Al pie de la colina, ocultas a la vista de los talibán, se encontraban las ruinas de un edificio y, entre ellas, el rubio Williams cuidaba del Jeep militar que los debía llevar de regreso si todo iba bien. Óscar le hizo un gesto con la mano a Williams y este levantó el pulgar como signo de que seguía atento.
La entrada de la mina, frente a ellos, al otro lado de una depresión del terreno, se encontraba en una pared rocosa en forma de media luna. La parte abierta de esta media luna estaba cerrada por tres grandes tiendas de campaña del mismo color que el desierto. También había aparcada, como muerta, una vieja camioneta y, cerca de la pared, un par de depósitos metálicos de hierro y una caseta de madera, quizás un retrete.
El sudor que caía por la frente de Óscar no era solo debido al calor. Estaban a punto de meterse en un refugio de hombres armados dispuestos a morir. Con suerte. Porque existía la posibilidad de que aquellos fuesen algo más que simples fanáticos religiosos acostumbrados a la guerra de los hombres; algo más que hombres.
Óscar decidió que de nada serviría seguir esperando y le hizo un gesto con la cabeza a Hiram. Este metió ambas manos en el saco que llevaba atravesado al pecho y las sacó llenas de plumas blancas. Al contacto con el aire, las plumas se fueron volviendo negras. El viento las transportó hacia la media luna de la mina y allí comenzaron a caer sobre los talibán, las tiendas de campaña y la camioneta.
Eran unos diez soldados. Algunos levantaron la cabeza y saludaron la lluvia de plumas con exclamaciones de asombro, incluso uno de ellos sonrió. Levantó la mano para atrapar una pluma y, en cuanto la hubo tocado, parpadeó como si se le hubiese metido algo en los ojos y cayó desmadejado al suelo.
Profundamente dormido.
Las plumas tocaron mejillas, cuellos y manos, y los talibán fueron desplomándose como si les hubiesen disparado con dardos tranquilizantes. Uno dio un grito de alerta y levantó su arma, pero no pudo lanzar ni una inútil ráfaga antes que una de las plumas entrara en su boca. Cayó al suelo dormido. La pluma se volvió blanca.
Todas las plumas se habían tornado, de nuevo, blancas. El pobre viento las fue arrinconando contra la pared rocosa, las ruedas de la camioneta o la puerta de aquello que parecía un retrete.
Óscar y Hiram descendieron desde la colina hasta el pequeño valle. Hiram parecía satisfecho y mostraba una sonrisa casi infantil; ya no llevaba el saco. Óscar, alerta, se acercó a comprobar el interior de cada una de las tiendas de campaña, asomando el cañón del fusil. Los talibán eran lo bastante disciplinados para permanecer fuera de las tiendas de campaña a pesar del calor, y allí no había ninguno a cubierto de las plumas que había arrojado Hiram.
Desafortunadamente, eso quería decir que habían estado esperando la visita de intrusos. Quizá no la de ellos, pero sí cualquier tipo de intromisión que justificase tal nivel de cautela.
Hiram se asomó a la cabina de la camioneta.
—Todo bian —confirmó.
—Se dice «bien» —le corrigió Óscar.
Hiram se rascó la nuca y le hizo un mohín de desprecio para restarle importancia.
Entonces Óscar escuchó un fuerte golpe a su espalda a la vez que los ojos de su compañero se abrían con alarma. Giró la cabeza y el rifle de asalto. Vio que la puerta de la caseta junto a los contenedores se había abierto violentamente y de ella salía un guerrero talib con el torso desnudo y una gran cimitarra en la mano, la boca abierta como si estuviera gritando.
Solo que no emitía ningún sonido y no era tan solo un talib.
Había algo en sus ojos…
Óscar tardó demasiado en reaccionar. El tipo se le acercó sin miedo ni pausa. Atacó con todo el impulso, como si no conociera ninguna técnica de combate. Óscar se encogió sobre la rodilla izquierda y esquivó el golpe.
Vio los ojos y la boca abierta, aquellos tres agujeros negros como la tinta y llenos de estrellas, una constelación viviendo dentro de la cabeza de ese hombre que ya no era tan solo un hombre.
Y rodó sobre la espalda para alejarse.
El talib volvió a atacar con un golpe de revés que debía cortarle el abdomen, pero Óscar no se había levantado. Disparó desde el suelo dos veces. Las detonaciones sonaron como dos truenos entrando en un saco de arena. El guerrero cayó hacia atrás como si un boxeador lo hubiera derribado de un gancho y levantó el polvo del desierto.
Óscar respiraba diez veces más rápido que hacía tan solo un minuto. Notaba el corazón dándole patadas en la garganta y las tripas. Vio a Hiram acercarse al hombre, que parecía demasiado tenso para estar muerto, y acuclillarse detrás de su cabeza. De algún sitio había sacado una larga cinta blanca con bordados de oro. La boca del talib seguía abierta, negra, llena de luces de estrellas que parecían encontrarse a millones de kilómetros de distancia. Por un momento Óscar sintió