Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

La chica de la mozzarella y otros relatos cortos
La chica de la mozzarella y otros relatos cortos
La chica de la mozzarella y otros relatos cortos
Libro electrónico908 páginas14 horas

La chica de la mozzarella y otros relatos cortos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Aquí tienes trece relatos cortos, trece ratos entretenidos, como si fueras al cine a ver trece buenas pelis, pero sentado cómodamente en tu casa o a la sombra de un árbol, leyendo e imaginando lo que yo digo y lo que al respecto tú piensas y podrías decir.

¿Por qué no te atreves a comprar y leer algo sencillo, atrevido y diferente?

Lector/a: Imagina que quieres ser padre/madre y no eres fértil: ¿qué estarías dispuesto a hacer para conseguirlo?

Imagina que eres seminarista, fraile o monja o cura: ¿por qué motivos dejarías el hábito o la sotana y por qué te casarías?

Imagina que tu mente está atrapada en una secta u organización similar: ¿qué harías para salir de ella?

Imagina que ya eres viejo y quieres ser abuelo, pero tus hijos no están por la labor: ¿te resignarías?

Imagina que eres profesor y vas o llevas de excursión a tus alumnos de 15-18 años: ¿qué crees que puede pasar?

¿Imaginas cómo se vivió la guerra civil en la zona nacional donde no hubo batallas propiamente tales?

Te imaginas, sobre todo siendo mujer, cómo debió de ser aquello del luto riguroso para una adolesdente hace 70 años?

¿Crees de verdad que el amor no tiene edad?

Pues si crees y te imaginas estas y otras muchas cosas similares, quizás también tú podrías haber escrito estos relatos, que no son más que el reflejo de la vida misma. Estás, amigo lector, ante una serie de 13 relatos cortos, de unas ¿30 ó 40? páginas cada uno, que podrás leer en poco tiempo y sin agobios y que quizás te distraigan durante un par de horas una tarde oscura de invierno, cuando te apetece quedar en casa cómodamente repantigado en el sofá. No busques en estos relatos grandes gestas ni personajes heroicos. No busques largas descripciones ni alambicamientos estilísticos. No busques tampoco datos biográficos ni autobiográficos. Son relatos que, partiendo, como todos los relatos y novelas, de personas y acontecimientos más o menos reales, graacias a la imaginación se han convertido en algo completamente nuevo y distinto, si bien he procurado que resulten en todo momento verosímiles, entretenidos y, sobre todo, muy humanos. Tú dirás si lo he conseguido.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 mar 2016
ISBN9788491124009
La chica de la mozzarella y otros relatos cortos
Autor

Avelino Domínguez García

Nacido en León en 1948, soy licenciado en filosofía, Doctor en filología clásica latina y catedrático jubilado de instituto. La docencia en el instituto y en la Universidad de León, por un lado, y la traducción al español de numerosas obras latinas, por otro, han llenado satisfactoriamente mi vida profesional. Pero, al margen de estas obligaciones profesionales, siempre he encontrado tiempo libre para una de mis grandes aficiones: escribir. Y creo que ahora, ya jubilado, ha llegado el momento de poner orden en el trabajo acumulado durante años e ir sacando a la luz algo de lo que tengo escrito, y de comprobar si mi personal placer de escribir es correspondido con el placer ajeno de leer lo que he escrito.

Relacionado con La chica de la mozzarella y otros relatos cortos

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para La chica de la mozzarella y otros relatos cortos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    La chica de la mozzarella y otros relatos cortos - Avelino Domínguez García

    © 2016, Avelino Domínguez García

    © 2016, megustaescribir

          Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda             978-8-4911-2399-6

                 Libro Electrónico   978-8-4911-2400-9

    CONTENIDO

    LA CHICA DE LA MOZZARELLA

    UN VESTIDO DE COLOR

    EL FALANGISTA

    DON FABIÁN

    DESDE LO ALTO DE LA PEÑA

    UN AVIÓN DE HOJALATA

    CANTINA LOS EMILIOS

    AMIGO DE ALLENDE

    ¡POR QUÉ NO!

    CAMAROTE 3050

    SOL DE OTOÑO

    LA AVENTURA DE ANGUS DOYLE

    O SOLE MIO!

    NORIKO Y EL MOTERO

    A Marita,

    compañera de mis días y mis noches,

    de mis luces y mis sombras.

    La siguiente colección de relatos simula reflejar hechos y vivencias de personajes completamente corrientes de nuestro entorno, de mi entorno. Esto puede hacer que parezcan relatos biográficos o incluso autobiográficos. Sólo he pretendido que resulten verosímiles. Como toda narración, tienen su punto de partida o inspiración en hechos y personajes reales, si bien la imaginación y la libertad de autor me permite cambiar por completo los escenarios y las identidades y psicología de los personajes y mezclar vivencias completamente ajenas y nuevas, dispares entre sí y distantes en el tiempo. Nadie trate, pues, de ver más de lo que se muestra. Lejos de grandes pretensiones narrativas y literarias, mi intención ha sido únicamente, aparte el placer de escribir, proporcionar al lector con cada relato un rato de entretenimiento, que no es poco.

    LA CHICA DE LA MOZZARELLA

    DESENREDO

    Cuando Miguel llegó a Monticchio el uno de julio para pasar el verano por segundo año consecutivo en el viejo convento de las monjas, ya había decidido colgar la sotana. Había tardado dos años y medio en tomar esta decisión; pero, después de darle mil vueltas en la cabeza, concluyó que la senda por la que caminaba era para él un camino sin salida.

    A los dieciocho años, cuando todavía estaba en Salamanca estudiando humanidades, su mente emprendió la ardua tarea de pensar por sí misma y de someter a una crítica severa el sistema de vida del convento y todas las ideas y valores religiosos que le habían inculcado desde que a los once años ingresó en aquella congregación religiosa llamada Corazón de Jesús. Al natural proceso de crecimiento intelectual y de maduración personal se unió en primer lugar el contacto con las ideas y los valores de los autores clásicos grecolatinos, cuyas obras no emanaban precisamente efluvios cristianos ni religiosos. Y, al ser trasladado al convento de Roma, entró en contacto con la filosofía, cuyo estudio, aunque olía a escolástica cristiana por los cuatro costados, lo puso en el camino de la razón y en una magnífica atalaya desde la que comenzó a divisar con claridad el horizonte de su vida y el mundo de las ideas.

    Uno a uno fueron cayendo sucesivamente todos los mitos encubiertos de la religión en general y de la cristiana en particular y llegó a la conclusión de que la fe religiosa y cristiana se basaba en un lenguaje que era una pura metáfora y que no resistía un análisis racional serio, y decidió que en adelante sería la razón, y no la fe ciega, la que guiara sus pasos por la vida. De toda la maraña de ideas, principios y valores religiosos sólo se salvó uno: el concepto de Dios, pero un dios muy elemental y que nada tenía que ver con el dios antropomórfico de todas las religiones, incluida la cristiana. Y así, una vez derrumbado el edificio de la fe, carecía de sentido continuar viviendo como seminarista dentro de aquella congregación religiosa, cuyo sistema de vida y cuya escala de valores le resultaban, no sólo ajenos, sino muy cuestionables.

    Así se lo hizo saber en varias ocasiones al P. Celestino, su superior y director espiritual en el seminario de Roma, a quien dócilmente informaba de su evolución ideológica y de su proceso mental. Sin embargo éste no quería dar crédito a lo que oía y le repetía una y otra vez que tales pensamientos no eran más que crisis pasajeras de fe y de maduración, habituales en la vida religiosa, y que ni se le ocurriera cometer el error de apartarse del camino de Dios, quien, según sus superiores, que eran sus representantes directos, tenía grandes proyectos para él, y que, de lo contrario, le pesaría mucho y lo pagaría muy caro.

    Sumido en este dilema, en medio de un fuerte tira y afloja y en medio de un mar de dudas, habían transcurrido los dos años y medio últimos de la vida de Miguel. Pero en el mes de mayo, a punto de concluir el segundo curso de filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma, decidió romper todos los lazos que lo ataban al convento. El P. Celestino lo tomó muy a mal y, ante la actitud clara y decidida de Miguel, le aconsejó posponer la decisión hasta hablar con el Superior General. Miguel aceptó, con la condición de que fuera pronto, y para sus adentros consideró que no era mala idea terminar el curso escolar de manera normal y a poder ser con buenas calificaciones, lo cual quizás le fuera útil en el mundo de afuera, una vez abandonada la congregación.

    Sin embargo, a partir de aquel día de mayo, aunque aparentemente seguía haciendo vida normal en el convento de Roma, Miguel abandonó la meditación, el rezo del rosario, la confesión semanal y la comunión diaria. A los actos religiosos, como la misa, asistía, pero sólo de cuerpo presente, y de hecho abandonó progresivamente toda actividad religiosa personal. Desde aquel día Miguel ya no requirió nunca los servicios de su confesor y director espiritual, ante la alarma y el disgusto de éste, al ver que en la misa diaria nunca se acercaba a comulgar ni tampoco acudía semanalmente al confesionario. Habían sido dos años y medio muy duros, pero al fin Miguel había logrado deshacerse de la tupida red que habían tejido en torno a su mente durante diez años. Y, tras tomar la decisión, por fin se sintió libre y dueño de su vida. Sin embargo, todavía estaba en el convento y, por respeto a sus compañeros, debía guardar las formas, cosa que procuraba hacer escrupulosamente. Pero más de uno, quizás con problemas similares, advirtió el cambio.

    Y en esta situación llegó Miguel al viejo convento de Monticchio a primeros de julio de aquel año mil novecientos sesenta y nueve, para pasar dos meses de vacaciones, a la espera de que el Superior General y Fundador, el P. Martín Cadenas, se dignara aparecer por el convento y charlar durante unos momentos con él, espera que a Miguel se le hacía muy pesada. Pero, al menos, ahora estaba de vacaciones.

    EL VIEJO CONVENTO

    Eran las once y media de la mañana de un lunes de primeros de julio cuando Miguel y cuarenta seminaristas más llegaron a Monticchio en el viejo autobús Mercedes Benz. El ruinoso convento de las monjas los recibió impertérrito. Mostraba la misma cara sucia que cuando lo habían dejado a finales de agosto del año precedente, si bien tenía algunas grietas a mayores y algunos desconchados nuevos en sus paredes y en sus techos. Seguía amenazando ruina por doquier, incluso -decían- en el ala que las seis monjas se reservaban para ellas como zona de clausura y que debía de ser la parte más entera y la mejor acondicionada. Después de descargar del autobús las cajas y maletas donde los seminaristas traían todos los enseres personales y comunes necesarios para las vacaciones, el P. Alfonso, el prefecto de filósofos, procedió al reparto de las habitaciones, que ocupaban toda la planta superior del convento. A Miguel le asignaron como compañeros de habitación al mexicano Lorenzo Rivero, al irlandés Patrick Coates y al español Isaías Martín. Con ninguno de ellos se llevaba especialmente bien -de eso ya se había encargado el P. Celestino-, pero tampoco eran particularmente incompatibles. Es más, Miguel pensó que, dada su decisión de abandonar la congregación, Lorenzo Rivero había sido colocado en aquella habitación como espía e informador; pero Miguel lo aceptó como parte del juego final, ya que esperaba no terminar el verano en Monticchio. Por otro lado, Lorenzo era un chico noble y bueno, independientemente de las misiones que le encomendaran, y con los otros dos esperaba no tener problema de ningún tipo, aunque ya hubieran adivinado su situación especial.

    Después de comer, Miguel e Isaías se dieron una vuelta por la planta baja del convento, donde estaban el comedor, la capilla, unas salas de estudio y otra sala destartalada y más grande que hacía de salón de actos y sala de conferencias. Luego decidieron subir a la terraza para contemplar el huerto del convento, que estaba plantado de viñas y olivos, y el golfo de Nápoles con las islas de Ischia y Procida al fondo; pero el estruendo de las cigarras y el sol abrasador del mediodía los disuadió de permanecer más de lo preciso sobre la terraza.

    - A esta hora el sol abrasa. No se puede estar aquí -dijo Isaías.

    - Es cierto -dijo Miguel-. La mejor hora para subir a la terraza es la puesta del sol.

    Y bajaron los dos por la estrecha escalera y por el tortuoso pasillo, en uno de cuyos rincones se toparon con la estatua infantil y coloreada de San Miguel que blandía mansamente una espada en su mano, y Miguel lo saludó como a un viejo conocido llamándolo tocayo, cosa que hizo reír a Isaías. Y riendo salían del pasillo hacia el corredor del claustro, cuando se toparon con el P. Celestino:

    - ¿Como no están ustedes ordenando y limpiando las habitaciones con los demás hermanos? -los increpó suave pero agriamente dirigiendo su mirada y su reproche principalmente a Miguel.

    - Hemos subido un momento a la terraza a ver el huerto -respondió Miguel-, pero ya vamos a ordenar la habitación.

    El P. Celestino bajó serio la mirada y continuó su camino hacia la puerta de la calle. Miguel e Isaías bajaron también la mirada y, sin hablar, se dirigieron por la escalera principal al piso superior, donde filósofos y teólogos se afanaban en silencio en hacer las camas y en disponer la ropa y los pocos enseres personales que cada uno había traído consigo. Los hermanos Lorenzo y Patrick ya tenían su tarea bastante avanzada.

    Para los seminaristas los primeros quince días de las vacaciones en Monticchio eran vacaciones mayores, o sea, quince días en los que estaba prohibido coger un libro que no fuera de lectura literaria y relajante o un libro de carácter religioso. Prohibida toda tarea que constituyera estudio propiamente tal. Sólo meditación y misa por la mañana, rezo del rosario al atardecer y unos minutos de charla y meditación antes de acostarse. El resto del día estaba dedicado enteramente al deporte, que consistía principalmente en excursiones por los alrededores y baño en las diferentes calas de la península sorrentina, principalmente en una a la que los propios seminaristas bautizaron, nadie sabía por qué, como la playa Fantasma, que era la que frecuentaban casi a diario. Y, la verdad, después de un final de curso intenso y agobiante, la prohibición de estudiar a Miguel le parecía muy sana y acertada. El mes y medio siguiente, o sea, la segunda mitad de julio y el mes de agosto entero, constituían las vacaciones menores. En este segundo período de vacaciones, además de la actividad religiosa inexcusable de cada día, se dedicaban algunas horas del día al estudio, pero no de la filosofía o de la teología, sino de los idiomas (inglés para los de habla hispana, español para los irlandeses; pero, incomprensiblemente, nada de italiano, a pesar de estar en Italia) y también de la literatura española. También había momentos de libre ocupación, que Miguel solía dedicar a escribir cuentos o el diario, y otras actividades como el coro en el que se ensayaban canciones populares y al que Miguel pertenecía, si bien no siempre asistía de buena gana, porque dicho coro solía ensayar inmediatamente después de comer, momento en que él prefería leer o escribir.

    Cuando la pequeña comunidad terminó de limpiar e instalarse en aquel viejo caserón monacal, el sol ya declinaba en el horizonte de la bahía de Nápoles, dejando una larga y brillante estela sobre el agua del mar. Entonces el P. Celestino reunió a todos los seminaristas, tanto a los estudiantes de filosofía como a los de teología, en la sala grande de conferencias y les explicó brevemente lo que ya todos sabían: el sencillo programa de vacaciones mayores; a continuación tendrían media hora para rezar el rosario donde prefiriera cada uno, pero buscando ante todo el recogimiento interior; y luego sería la cena, seguida de una hora de relax o quiete en que podían charlar y departir en grupos por el convento; finalmente, a las diez y media, el rezo final y el descanso.

    Como desde hacía dos o tres meses Miguel ya no solía rezar el rosario, el tiempo destinado a esta tarea lo dedicaba a pasear en silencio y a pensar en sus cosas, procurando, eso sí, no llamar la atención con su comportamiento ni despertar sospechas; para lo cual hacía que desgranaba entre sus dedos las cuentas del rosario, como si de verdad estuviera rezando, si bien sus pensamientos volaban muy lejos de su cuerpo envuelto en la negra sotana. Y, como sabía que para el rezo del rosario casi todos sus compañeros escogerían el claustro del convento, los pasillos y la capilla, él decidió dirigirse lentamente hacia el pasillo y las escaleras que conducían a la terraza. Cuando llegó arriba, ya paseaban por ella dos teólogos. Uno de ellos, al ver llegar a Miguel, se le quedó mirando, sonrió maliciosamente y luego continuó haciendo que rezaba con disimulo. Era el mexicano Rodolfo Villanueva, a quien Miguel había sorprendido a final de curso, en período de exámenes, sosteniendo con gesto muy agrio una discusión, casi violenta, con el prefecto de los teólogos. Al verlo ahora sobre la terraza y sonriéndole de aquella manera, Miguel pensó que quizás también el hermano Rodolfo atravesaba una situación semejante a la suya. Y entonces también a él se le escapó una sonrisa. Luego, se acercó al borde un poco elevado de la terraza que daba al huerto de viñedos y se sentó sobre una baldosa del mismo que estaba cubierta de moho seco. Aunque el sol ya se estaba escondiendo, las piedras de la barandilla y el suelo de la terraza todavía estaban muy calientes, casi quemaban, pero corría una brisa ligera y cálida. De todas formas, pensó Miguel, mejor pasar el rato aquí arriba, al aire, que abajo, en la semioscuridad de los pasillos y del claustro ya sombrío. Así pues, sentado como estaba y sin perder de vista a los dos teólogos, que en silencio compartían con él la terraza y el espectáculo, comenzó a otear el horizonte en sus diferentes perspectivas, recorriendo la caseríos dispersos por la ladera, los viñedos y los olivos, hasta detenerse en las aguas de la bahía de Nápoles, a su derecha, de la que sólo se veía una franja de mar en el que las islas de Ischia y Prócida ahora eran sólo dos manchas oscuras que ensombrecían la larga y brillante estela del sol poniente. Miguel estaba ensimismado con sus pensamientos, cuando sonó la campana que marcaba el fin del tiempo de rosario y la hora de la cena. Por deferencia, Miguel esperó a que bajaran los dos teólogos y él bajó el último.

    LA PLAYA FANTASMA

    A la mañana siguiente, una vez instalados, empezó el primer día de vacaciones mayores propiamente tales. Después de los rezos matutinos, la misa y el desayuno, se enfundaron el uniforme de paseo recién estrenado, que consistía en un pantalón de dril y una camiseta blanca, recogieron las mochilas con la comida y, repartidos en ternas, salieron casi en grupo a la calle en dirección a la playa Fantasma. Cruzaron la esquina de la plaza del pueblo, en la que unos pocos ancianos charlaban cansinamente a la sombra de los pocos árboles que en ella había, unos árboles tan viejos o más que ellos. Enfilaron luego rumbo a Nerano, hacia el mar y hacia las afueras del pequeño pueblo de Monticchio. Dejaron a la derecha la tienda del pueblo, donde vendían de todo y a cuya puerta los esperaba una cara ya conocida del verano pasado, un niño de unos ocho años:

    - Giorno -les dijo el niño con una gran sonrisa.

    - Giorno, Severino, ¿come stai? -le respondieron varios a coro.

    Siguieron caminando durante una hora, escrutando con mirada inquieta el paisaje ya conocido y comentando las novedades que descubrían y los diferentes recuerdos. Luego, tras cruzar el pueblecito de Termini, abandonaron la carretera, sin entrar en Nerano, y enfilaron por un sendero que discurría en medio de una pradera todavía verde hasta que llegaron a la casa solitaria del señor Crescenzo, o Don Crescenzo, como lo llamaban ellos. Miguel y los de su terna esperaban poder saludarlo, pero la puerta estaba cerrada y por los alrededores de la casa solitaria no había alma alguna, ni el señor Crescenzo, ni sus hijos Tonino y Cristina. A su mujer ninguno la había visto durante el pasado verano.

    - Habrán subido al pueblo -comentó el mexicano José Muñoz.

    - No me explico -comentó Miguel- cómo pueden vivir aquí, solos, tan aislados de la gente del pueblo, en una casa de una sola pieza y sin agua corriente...

    - A lo mejor es que no pueden vivir de otra manera -le replicó el P. Alfonso, el prefecto de filósofos- No parece que sean muy ricos.

    - A lo mejor es por eso, porque son pobres. Pero parecen contentos y felices de vivir aquí -remató José Muñoz.

    Miguel no dijo nada, pero en su interior se quedó recordando aquella pobre casa y pensando: ¿Qué sabemos nosotros si son felices o no? Desde luego comodidades no tienen ninguna, ni siquiera camas en condiciones. Sólo una, que perece ser la del matrimonio. ¿Y dónde duermen Tonino y Cristina, que ya tienen dieciocho y quince años respectivamente? ¿Y tienen que cocinar y dormir en la misma pieza? Miguel pensó que, por muy idílica que fuera la estampa que ofrecían a unos visitantes como ellos, en aquellas condiciones no se podía ser muy feliz.

    Cinco minutos más de descenso y llegaron a la cala llamada por ellos la playa Fantasma. Lo cierto es que no había playa de arena, sino una ensenada de cantos rodados, oscuros y grandes como puños. Pero estaba solitaria, que era una característica imprescindible para un grupo de seminaristas como ellos, y además, como hacía años hubo una pequeña cantera en la ladera del monte, había una pequeña plataforma de hormigón armado que antaño había servido como embarcadero y que estaba construida en el costado mismo de la cala y avanzaba unos cuatro o cinco metros sobre el mar, de manera que las barcas pudieran acercarse y cargar la piedra cómodamente sin que la quilla pegara en el fondo. Esta construcción abandonada constituía para Miguel y sus compañeros lo mejor de la playa, porque era un trampolín natural de unos tres metros de altura y debajo de él el agua, transparente, tenía tres o cuatro metros de profundidad. En realidad, la playa Fantasma era una pequeña bahía donde las olas ya llegaban casi muertas, y, para los seminaristas, una enorme piscina marina que podían utilizar en exclusiva, con una amplia plataforma que hacía de trampolín.

    Nada más llegar, sin pensarlo dos veces, se despojaron del uniforme de paseo, se cubrieron con las toallas, se desvistieron, se pusieron los bañadores y, como si temieran que se les acabara el tiempo, se lanzaron al agua desde la plataforma. Los minutos siguientes fueron un ajetreo continuo de entradas y salidas del agua, de saltos y cabriolas en el aire, de clavados más o menos vistosos en el agua, para demostrar cada uno lo que podía y sabía hacer. Pasada la primera emoción y satisfechas las ganas iniciales de trampolín, Miguel e Isaías decidieron nadar unos cuantos metros bahía adentro, para lo cual se pusieron las aletas. Pero cuando se estaban alejando de la orilla, escucharon la voz del P. Prefecto:

    - No se alejen tanto los dos solos, que puede ser peligroso, vayan en grupo. Recuerden que puede haber tiburones en la bahía.

    En efecto, entre los seminaristas se comentaba que a veces entraban tiburones en la bahía; pero lo cierto es que nadie los había visto y Miguel no recordaba que algún vecino de los alrededores les hubiera dicho tal cosa, entre otras razones, porque al comenzar las vacaciones siempre se les recomendaba encarecidamente que hablaran lo menos posible con la gente del pueblo o pueblos por los que pasaban. No obstante, más por miedo a una bronca que a los tiburones, Miguel e Isaías esperaron a que se les unieran algunos más hasta que formaron un grupo de siete. Entonces continuaron nadando hasta unos islotes rocosos que había en el centro de la bahía. Tales islotes eran en realidad unas rocas solitarias y verticales, de unos siete u ocho metros de altura, a las que los seminaristas se subían y desde las cuales se lanzaban en picado al agua. Allí, en medio de la bahía, bastante alejados del resto del grupo, estuvieron los siete más de una hora compitiendo en saltos y clavados. Fue el mejor momento de la mañana. Cuando se cansaron de saltar, se calzaron nuevamente las aletas, cogieron los arpones y los visores y estuvieron buceando y pescando pulpos hasta la hora de comer. Pescaron cuatro pulpos pequeños.

    Cuando, ya de regreso, estaban llegando a la plataforma, apareció en la boca de la bahía una lancha pequeña que a toda velocidad enfiló hacia donde estaban los seminaristas. Dentro venían dos muchachos y seis muchachas, todos ellos en bañador. Al acercarse, la lancha redujo la velocidad hasta quedar parada al pie de la plataforma. Mientras los dos muchachos permanecían dentro de la lancha motora, las seis muchachas se lanzaron al agua con gran jaleo y alborozo, procurando llamar la atención de los seminaristas -seguramente ellas ni se imaginaban que lo eran- y en medio de comentarios jocosos y lanzándoles miradas provocativas subieron a la plataforma desde donde los seminaristas seguían lanzándose al agua, aparentando indiferencia ante sus visitantes. Durante unos minutos las muchachas retozaron y se exhibieron sobre la plataforma y alguna de ellas se lanzó al agua tratando de emular los saltos y clavados de los seminaristas; sin embargo, al observar que no tenían éxito alguno y que, incluso, su presencia no era bien vista por aquellos muchachos tan raros que, para colmo, no hablaban italiano, se dijeron varias cosas al oído y luego se lanzaron al agua, se subieron a la lancha y ésta se alejó a toda velocidad, tal como había llegado.

    Ya libres de la presencia femenina, el P. Alfonso tocó el silbato para dar por concluido el baño y para que todos los filósofos, y también los teólogos, se dirigieran unos cuantos metros monte arriba, cerca de la torre de piedra, para comer. Cubiertos por las toallas, poco a poco todos se despojaron del bañador, se enfundaron el pantalón de dril y la camiseta, recogieron sus enseres y ascendieron a lo alto de la ladera, donde unos raquíticos almendros les proporcionarían una sombra escasa y los abrigarían un poco del ardor del sol durante la comida y la siesta. Tras el rezo pertinente dirigido por el padre prefecto, los seminaristas fueron sacando sus bocadillos, mientras algunos de ellos se afanaban en exprimir limones, cuyo jugo, debidamente mezclado con agua a temperatura ambiente y azúcar, constituiría la única bebida, nada refrescante, de que disponían en aquel paraje agreste y abrupto para atenuar la sed y para hacer descender por la garganta la sequedad de los bocadillos. A pesar de ello, sus cuerpos todavía estaban frescos del agua y, como el baño les había despertado el hambre, tanto los bocadillos como la limonada les sentaron como el mejor de los manjares. A continuación cada uno se acomodó lo mejor que pudo a la sombra de los almendros, si bien es preciso decir que las mejores sombras y los mejores almendros habían sido ocupados discretamente por los teólogos, que eran los mayores en edad, y, en atención a la edad, su derecho fue respetado tácitamente por los filósofos. Miguel, Patrick y el también irlandés hermano Donald, no consiguieron una sombra aceptable y, como, además, tampoco tenían muchas ganas de dormir la siesta, decidieron ir a inspeccionar la torre y sus alrededores, con el debido permiso del P. Prefecto.

    Así, los tres empezaron a caminar bajo el sol y el estruendo de las cigarras monte arriba hasta que remontaron los pocos metros que los separaban de la torre, que estaba situada en lo alto de la lengua de tierra que terminaba en el mar, a unos dos kilómetros de distancia, cerca de la Marina di Nerano. En un momento determinado de la lenta marcha, Patrick se adelantó y quedaron atrás Miguel y Donald. Entonces Donald se detuvo encarando a Miguel y le dijo entre misterioso y preocupado:

    - ¿Es cierto, hermano Miguel, que está usted a punto de abandonar la congregación?

    A Miguel le sorprendió la pregunta. Tardó unos segundos en contestar. No quería negarlo, porque sería mentira, pero tampoco quería que la suposición de Donald se convirtiera en certeza por su culpa. Así pues, le respondió un poco evasivamente:

    - Aún no he tomado la última decisión. Espero poder hablar uno de estos días con el P. Martín Cadenas si viene a Monticchio.

    Donald se le quedó mirando entre dubitativo e interrogante, y continuaron la marcha, dando por zanjada la cuestión. Pero Miguel ya no pudo quitársela de la cabeza durante un par de horas. Durante aquella breve escapada su mente estuvo lejos, muy lejos, de la vieja torre construida por los españoles cuando dominaban el Reino de Nápoles para vigilancia de la costa. Desde luego, a Miguel no le extrañó que fuera un irlandés quien le hiciera aquella pregunta, puesto que los irlandeses habían ingresado en la congregación del Corazón de Jesús con diecisiete o dieciocho años el que menos -no a los once, como él- y, por tanto, conocían mejor el problema y sabían lo que era el mundo de afuera que ellos habían dejado siendo ya jóvenes. Aun así, no le gustó que Donald le hubiera hecho aquella pregunta; pero tampoco se lo reprochó. La curiosidad era algo natural y ahora estaba claro que su situación personal no pasaba desapercibida para algunos de sus compañeros.

    CIAO, AGNESE

    Aquella misma tarde, ya de regreso en el convento, a la hora del rosario Miguel subió a la terraza para estar solo. Tuvo suerte. Como todavía brillaba el sol y hacía algo de calor, a ningún otro se le ocurrió subir a disfrutar del panorama. Y en su lento deambular por la terraza, en un momento determinado se quedó parado en la esquina de la terraza que daba sobre el portón de entrada al convento. Estaba ensimismado y absorto en sus pensamientos, cuando por la calle empinada que partía de la plaza apareció una muchacha de unos diecisiete o dieciocho años que parecía dirigirse al portón de entrada del convento y llevaba una bandeja grande tapada con un paño blanco, en una de cuyas esquinas vio claramente tres o cuatro bolas de mozzarella.. La muchacha era morena, con una melena corta y ligeramente ondulada que le tapaba el cuello, sus ojos eran brillantes y castaño-oscuros, no era alta y vestía una blusa blanca de manga corta y una falda azul claro por las rodillas. Miguel se quedó mirandola desde arriba sin que ella se diera cuenta. Pero antes de llegar al portón la muchacha miró hacia arriba y sus miradas se cruzaron. Miguel estuvo a punto de apartar la mirado, pero a aquellas alturas de su vida ya no estaba para melindres piadosos y algo en su interior le inspiró audacia, y así, en lugar de apartar la mirada, continuó mirandola y le sonrió levemente. La muchacha también le sonrió con cierto apuro, pero enseguida bajó la vista, empujó el portón y entró en el convento.

    Miguel pensó que aquella era la sabrosa mozzarella que los seminaristas solían comer muchos días como segundo plato de la cena mientras estaban de vacaciones en Monticchio; pero no recordaba haber visto a aquella muchacha con la bandeja llena de mozzarella. Y, con buena lógica, pensó que, en cuanto entregara la mozzarella, la muchacha volvería a salir por el portón. Y, como estaba sólo en la terraza, decidió esperar a que saliera. No se equivocó. A los pocos instantes el portón se abrió de nuevo y apareció la muchacha, quien, nada más arrimar la puerta, miró hacia arriba. Sus ojos volvieron a encontrarse y ahora Miguel se mostró más decidido:

    - Ciao -le dijo.

    - Ciao -le respondió ella sonriendo. Miguel también le sonrió y le dijo en su mejor italiano:

    - ¿Cómo te llamas?

    - Agnese -le respondió ella un poco ruborizada- ¿Y tú?.

    - Miguel.

    - ¿Miguelll? -pronunció ella lo mejor que pudo

    - En italiano, Michele -le ayudó él.

    Tras un instante de indecisión ella le preguntó:

    - ¿Eres mexicano?

    - No, español -le respondió Miguel.

    Y, como los dos se quedaron un poco cortados sin saber qué mas decir y ambos estaban un poco ruborizados, ella sonrió de nuevo y se despidió:

    - Ciao, Michele.

    - Ciao, Agnese -se despidió Miguel.

    Cuando Agnese desapareció calle arriba tras el muro del convento, Miguel maldijo una y mil veces aquella sotana negra que traía encima y aquel alzacuellos que le rodeaba el cuello como una argolla y que lo ahogaba de calor. Creyó que Agnese hubiera seguido hablando con él si no lo hubiera visto vestido como un cura. Y entonces se reafirmó aún más en su idea de abandonar la congregación. Si Donald le hubiera preguntado en aquel instante si quería abandonar la congregación, le hubiera respondido sin ninguna duda: ¡Por supuesto!. Tan enfadado estaba.

    Aquella noche Miguel tardó dos o tres horas en conciliar el sueño, pero no le importó. Mientras Lorenzo, Patrick e Isaías dormían a pierna suelta después de un día tan ajetreado, Miguel, con los ojos abiertos en la oscuridad, repasaba cada uno de los detalles de la imagen de Agnese: sus ojos brillantes, su pelo negro y ondulado, su cara morena, sus pechos decididos pero atenuados por la blusa, su cintura un poco marcada por la goma de la falda, sus brazos tersos y morenos que destacaban sobre el paño blanco de la bandeja, sus piernas... ¿cómo eran sus piernas? Y entonces se dio cuenta de que apenas pudo verlas desde arriba.

    Todos estos recuerdos no hicieron sino despertar en él los deseos de verla de nuevo y de encontrarse más veces con ella. Sin embargo, recordó que sólo cenaban mozzarella dos o tres veces a la semana, por lo que Agnese sólo vendría dos o tres días a la semana y eso suponiendo que viniera siempre ella a traer la mozzarella y no otra persona. Además nada ni nadie le garantizaba poder estar solo en la terraza a la hora del rosario, especialmente teniendo en cuenta el rígido marcaje a que lo tenía sometido el P. Celestino. Estos pensamientos fueron como un negro nubarrón que nubló su mente nerviosa. Por fin se quedó dormido.

    UNA TIENDA DE CAMPING

    Cuatro o cinco días más tarde, cuando los tres seminaristas de su terna cruzaban la plaza de camino hacia la inevitable playa Fantasma, pocos metros antes de llegar a la tienda del pueblo Miguel vio a Agnese que venía de frente. Se quedó un poco rezagado y se alegró de no traer puesta la sotana, sino el pantalón de dril y la camiseta blanca..

    - Buongiorno -dijo Agnese a los dos primeros.

    - Buongiorno -respondieron Lorenzo e Isaías muy corteses.

    - Ciao, Agnese, -le dijo Miguel en voz baja cuando ella llegó a su altura..

    - Ciao, Michele -le respondió ella sonriendo tímidamente.

    Y ambos continuaron caminando en direcciones opuestas. Pero a los pocos metros los dos se volvieron simultáneamente para mirar hacia atrás y sus miradas se encontraron nuevamente. A pesar del apuro, Miguel pudo fijarse un poco en sus piernas: eran muy bonitas y el cuerpo de Agnese parecía muy proporcionado. Era como él de alta, quizás un poco menos. Unos metros más adelante, cuando los seminaristas llegaron a la altura de la casa de piedra de granito donde estaba la tienda, los estaba esperando Severino en mitad de la calle con un aro de hierro en la mano izquierda y el guía en la derecha:

    - Giorno -dijo el niño con su voz cantarina.

    - Buongiorno, Severino- le dijeron los tres seminaristas.

    Y, acto seguido, el niño echó a correr por la calle con el aro y el guía, quizás para que los seminaristas vieran lo bien que lo manejaba. Después de felicitarlo, los tres seminaristas continuaron su camino charlando animadamente y prometiéndoselas muy felices pescando pulpos en la bahía de la Fantasma. El día era caluroso, pero dos ternas de teólogos tenían más prisa por llegar a la Fantasma, y adelantaron a la terna de Miguel. Con ellos iba el P. Celestino, que demostraba tan buena forma física como la de los jóvenes teólogos, al menos mientras bajaban por el sendero junto a la casa de Don Crescenzo.

    - ¿Pero adónde van tan deprisa en un día tan caluroso? -les reprochó amigablemente don Crescenzo.

    - A refrescarnos en el mar -respondió un teólogo.

    - Y ¿no quieren un trago de agua fresca?

    Los teólogos aceptaron agradecidos y con ellos el P. Celestino. Cuando llegó la terna de Miguel, éste vio cómo Don Crescenzo cogía un caldero de hojalata sujeto con una larga cuerda de esparto, retiraba un tablón que había en el exterior de la casa junto a la pared y apareció la boca de un pozo en el que se almacenaba el agua de lluvia que caía sobre la terraza de la casa. Bajo la mirada atenta de su hija Cristina, que se mantenía discreta en un segundo plano apoyada en la jamba de la puerta, Don Crescenzo lanzó con pericia el caldero al fondo del pozo sin soltar el cabo de la cuerda e instantes después lo sacó lleno de agua. A continuación Cristina entró en casa, sacó un cazo y se lo ofreció gentilmente lleno de agua para que bebieran todos, uno después de otro. El agua estaba limpia, fresca, deliciosa. Eran las once de la mañana y el sol ya se soportaba mal a campo abierto. Los seminaristas dieron las gracias a Don Crescenzo y a su hija Cristina y continuaron decididos el descenso hacia la bahía. Ya en el agua, el fresco y la diversión estaban asegurados durante todo el día. Aquel grupo de seminaristas no necesitaba mucho más.

    Sin embargo, hacia las seis de la tarde, cuando todavía estaban en el agua y poco antes de emprender el regreso a Monticchio, apareció en la boca de la bahía una lancha blanca y pequeña con tres pasajeros a bordo, dos muchachos y una muchacha. Al acercarse al final de la cala, la lancha disminuyó la velocidad y lentamente se acercó a las rocas de la orilla, a unos cien metros de la plataforma. Un muchacho y la muchacha saltaron a tierra y recibieron varios bultos que les lanzaba el muchacho que permanecía en la lancha. Luego, la lancha se puso nuevamente en marcha y enfiló a mar abierto, dejando sobre la pradera al muchacho y a la muchacha que habían saltado a tierra. En pocos momentos éstos montaron una pequeña tienda amarilla de camping que tenía unos dos metros de largo y sólo un metro de alto. Cuando la tienda estuvo montada, los dos jóvenes entraron y salieron varias veces gateando hasta que acomodaron dentro su escaso equipaje. Luego cerraron la cremallera de entrada y Miguel ya no los volvió a ver.

    Dos o tres días después, por la mañana, la tienda seguía montada y la pareja estaba sentada en bañador junto a la tienda, aparentemente desayunando o comiendo, puesto que ya eran las once y media de la mañana. Cuando terminaron de comer, retozaron durante unos momentos abrazados y rodando por la pradera. Luego se metieron dentro de la tienda y cerraron la cremallera. En toda la mañana los seminaristas no les volvieron a ver el pelo. Mientras éstos comían junto a la vieja torre española, a la escasa sombra de los almendros, José Muñoz pareció sentir pena de ellos:

    - No sé cómo pueden aguantar tanto tiempo los dos solos, a pleno sol y sin un almendro que les de un poco de sombra.

    - ¿Y no se le ha ocurrido, hermano, -le dijo irónicamente Patrick Coates- que es eso precisamente lo que quieren, estar solos y que nadie los moleste?

    - Sí, pero algo tienen que comer -insistió ingenuamente José Muñoz.

    - La leche se la compran a Don Crescenzo -aseguró con aplomo el hermano Feliciano, que siempre solía estar muy callado.

    - De todas formas, -dijo Patrick- si no se han marchado es porque están a gusto y el problema de la comida lo tienen resuelto. ¿Quién le dice a usted que al oscurecer o por la mañana, cuando nosotros aún no hemos llegado, no viene la lancha y les trae suministros?

    - A los enamorados les gusta estar solos -sentenció Lorenzo Rivero.

    Ninguno dijo nada más, pero cada poco los seminaristas lanzaban miradas furtivas hacia la tienda amarilla, tratando de ver o adivinar lo que ocurría en su interior. Luego, mientras la mayoría de sus compañeros dormía la siesta a la sombra, Miguel, que de amores no tenía ni experiencia ni conocimiento alguno, se quedó mirando hacia la tienda y en un momento determinado sonrió como si algo le hiciera gracia o como si hubiera entendido algo; luego cerró los ojos y pensó en Agnese.

    LA MISA

    Al día siguiente por la mañana, cuando se dirigían hacia la inevitable playa fantasma, los esperaba Severino en mitad de la calle con su aro y su guía.

    - Giorno -los saludó el niño.

    - Buongiorno, Severino. Come stai? -le respondieron ellos corteses.

    Pero, sin responder a la pregunta, Severino se dirigió descaradamente a Miguel y le dijo:

    - Mañana mi hermana y yo vamos a la misa que dicen los curas de Roma.

    Miguel y sus compañeros de terna creyeron que el niño trataba de congraciarse con ellos y por eso les dijo que al día siguiente irían a misa. En efecto, al día siguiente era la fiesta mayor de Monticchio y, desde que veraneaban en el viejo convento de monjas, los curas del Corazón de Jesús se encargaban de decir la misa solemne concelebrada por varios curas y con canto gregoriano a cargo de los seminaristas, cosa que a la gente sencilla de aquel pueblo les gustaba mucho. Pero, mientras caminaban hacia la playa Fantasma, a Miguel le sobrevinieron de repente varias preguntas que casi le hicieron detenerse: ¿Por qué Severino se dirigió a él para decirle que irían a misa él y su hermana? ¿Quién era la hermana de Severino? Y entonces cayó en la cuenta. Miguel no entendía nada de esas cosas, pero, o mucho se equivocaba, o Severino era solamente el mensajero de su hermana, o sea, de Agnese. Es decir, Severino y Agnese eran hermanos y sus padres eran los dueños de la tienda, a cuya puerta estaba siempre Severino. Pero ¿por qué le mandó decir a su hermano que me dijera que al día siguiente irían a misa? Como Miguel no entendía nada de tales cosas, se pasó casi todo el día dándole vueltas al mensaje de Severino y al final concluyó, no sin cierta vanidad por su parte, que Agnese quería verlo y que la misa sería una ocasión tan buena como otra cualquiera. Pues bien, si Agnese quería verlo y que él la viera, la mejor manera sería hacer de acólito en la misa, o sea, estar en el escaparate, al pie del altar, junto a los celebrantes y a la vista de todos los asistentes. Y, aunque a Miguel ya le repugnaba tanto el roquete blanco de acólito como la sotana negra, decidió hacer de tripas corazón por última vez.

    Por la tarde, cuando regresaban de la playa, al pasar por delante de la tienda, Miguel se quedó un poco rezagado de sus compañeros de terna para escrutar disimuladamente la que suponía que era la casa de Agnese y comprobó con sorpresa, cómo, en cuanto enfocó sus ojos hacia una de las dos ventanas de la tienda, el rostro de Agnese se esfumó en la penumbra de la habitación. Miguel sonrió para sus adentros y apretó los puños en señal de triunfo. No se había equivocado en sus suposiciones.

    Así pues, ya en el convento, durante el tiempo del rosario, Miguel se acercó a la sala que hacía de despacho del P. Alfonso y le dijo con la mejor cara posible que le gustaría hacer de acólito durante la misa solemne que tendría lugar al día siguiente en la parroquia del pueblo. Ante tan inesperada petición, el P. Alfonso fue con el recado al P. Celestino, quien, creyendo ver en ello un atisbo de esperanza y de recuperación del hermano Miguel, no puso ninguna objeción y dio su consentimiento.

    Aunque en los últimos meses Miguel procuraba evitar tener que ayudar a misa como acólito, en aquella ocasión se sintió contento de poder hacerlo y, cuando se vio vestido con la sotana negra y con el roquete blanco impoluto, se sintió incluso guapo. Al salir a escena delante de los tres concelebrantes, no pudo evitar una mirada de soslayo hacia los primeros bancos del público y, en efecto, allí, en el segundo banco de la pequeña nave central, estaban Severino, Agnese y una amiga de ésta, también de su misma edad, los tres mirando hacia él. Durante toda la ceremonia Miguel aparentó una gran seriedad y recogimiento, pero en su interior estaba nervioso. Tan nervioso y ajeno a la ceremonia estaba meneando el incensario que en un momento determinado de la misa, el P. Alfonso, concelebrante primero, le tuvo que hacer una seña muy ostensible para que despertara de su ensimismamiento y se acercara con el incensario para que el P. Celestino, celebrante principal, le pusiera incienso. Miguel se acercó, pero la cadena de la tapadera del incensario se le enredó y durante unos segundos luchó nervioso por desenredarla, hasta que el P. Celestino le echó una mirada de reproche y desenredó él mismo la cadena. Entonces Miguel, aliviado, le entregó el incensario y regresó a su puesto en un lateral del altar. Luego, aunque sabía que estaba colorado de vergüenza, miró de reojo hacia Agnese y vio que ella y su amiga cuchicheaban y sonreían. Entonces Miguel, aunque nervioso y cabreado consigo mismo, sonrió también.

    El resto de la ceremonia se sucedió sin sobresalto alguno y Miguel se atrevió a pasear su mirada con cierto descaro sobre los asistentes en varias ocasiones. En casi todas ellas se topó con la mirada de Agnese, que tenía un velo negro completamente transparente sobre su pelo negro y lucía un traje de chaqueta y pantalón de cuadros pequeños verdes y blancos. A pesar del velo, que no pegaba con aquel traje de chaqueta y pantalón, a Miguel le pareció que estaba muy guapa, como si se hubiera maquillado. Miguel pensó que a la hora de la comunión quizás pudiera verla más de cerca, pero ni Severino ni Agnese ni su amiga se acercaron a comulgar. Miguel no se sorprendió, puesto que tampoco él comulgaría.

    TE ESPERO AFUERA

    Al día siguiente por la tarde, durante el rezo del rosario, cuando Miguel caminaba lentamente por el pasillo lateral del claustro para subir a la terraza, vio que el portón del convento se abría y entraban Severino y Agnese con la bandeja de mozzarella. Se quedó paralizado, pero reaccionó rápido. Giró una mirada al pasillo y al claustro y vio que no había nadie a su alrededor. Entonces les dijo a Agnese y Severino:

    - Os espero afuera.

    Agnese y Severino prosiguieron su camino sin decir nada. Y, antes de que se cerrara el portón, Miguel salió a la calleja que estaba vacía. Al cabo de dos o tres minutos, que a Miguel se le hicieron eternos, y después de entregar la mozzarella al cocinero, salieron también Agnese y Severino, pero desde afuera Miguel procuró que la puerta no se cerrara con el pestillo, sino que quedara sólo arrimada. Luego le dijo con cierta familiaridad a Agnese:

    - Ayer te reíste de mí durante la misa...

    - Es que estabas muy gracioso vestido de blanco y negro y moviendo el incensario...-le dijo ella riendo.

    - Voy a dejar la sotana -apostilló Miguel muy serio-. Antes de que termine el verano. No quiero ser cura.

    - Y ¿qué vas a hacer? -le preguntó Agnese un poco sorprendida.

    - Si termino una carrera, quizás me haga profesor, u oficinista, ya veré.

    - ¿En España o en Italia? -le preguntó Agnese.

    - Supongo que tendré que volver a España -respondió él con cierta tristeza. Y dándose cuenta que él no sabía nada de ella, le preguntó a su vez:

    - Y ¿ tú que haces?

    - Estudio el último curso en el liceo de Massalubrense.

    - Y ¿después qué quieres hacer? -insistió Miguel.

    - Después quiero ser enfermera, o quizás maestra. Aún no lo tengo claro

    - Y ¿la tienda de tus padres?

    - Severino se quedará con ella -dijo Agnese riendo y mirando a su hermano- A él le gusta comprar y vender.

    - ¿Y a ti no te gusta hacer y vender Mozzarella? -inquirió Miguel.

    - Nosotros no la fabricamos. Mis tíos tienen una vaquería de búfalas y son ellos los que la fabrican. Nosotros sólo la vendemos en la tienda.

    - Pues está muy sabrosa. A mí me gusta mucho, sobre todo si la traes tú.

    Agnese se puso un poco colorada. Entonces Miguel, que estaba preocupado por si lo veían fuera del convento o por si el P. Celestino se enteraba de que había salido para hablar con una chica, le dijo:

    - Me alegro de haberte conocido, Agnese, y de hablar un poco contigo. Ya nos veremos en otra ocasión.

    - También yo me alegro, Michele.

    - Ciao, Severino -le dijo al niño.

    - Ciao Michele -le respondió éste.

    Agnese y Miguel se miraron y sonrieron. Luego Agnese cogió del hombro a Severino y subieron calle arriba hacia la plaza. Miguel abrió con cuidado la puerta y observó si en el largo pasillo del convento había alguien a la vista. No vio a nadie. Cerró el portón con cuidado por dentro y se dirigió hacia el pasillo camino de la terraza, para saborear en soledad la breve conversación que había tenido con Agnese. Al cruzar el pasillo oscuro, se encontró con la estatua flamígera de San Miguel Arcángel. Miguel lo saludó poniéndole la mano sobre el brazo izquierdo y le dijo:

    - Gracias, tocayo, hoy te has portado bien. Sigue así y seguiremos siendo amigos

    Y Miguel se rió de sí mismo. Al llegar a la terraza, vio que sobre ella paseaba Donald, que estaba rezando el rosario. Se miraron en silencio y Donald se sonrió levemente sin decir una palabra, puesto que era tiempo de silencio. Entonces Miguel se puso nervioso: Me habrá visto Donald desde arriba mientras yo hablaba con Agnese o se sonreirá por lo que hablamos el otro día junto a la torre?. Pero, por supuesto, prefirió quedarse con la duda antes que preguntarle nada. Hubiera sido peor. De todas formas, a lo hecho, pecho se dijo Miguel, y que salga el sol por donde salga. Y comenzó a pasear lentamente por la terraza, sumido en sus propios pensamientos y ajeno a la presencia de Donald..

    ¡POR FIN!

    Al día siguiente por la mañana, cuando los seminaristas estaban preparándose para salir hacia una pequeña playa de cantos rodados situada cerca de Marina di Nerano, Miguel recibió un recado de boca del hermano Afrodisio:

    - El P. Celestino lo espera en su despacho. Quiere hablar con usted ahora mismo.

    Miguel se asustó un poco, pero se puso en guardia: Seguro que el P. Celestino ha descubierto todo el tomate. Seguro que Donald se fue de la lengua. Seguro que ya sabe lo de mi conversación con Agnese a la puerta del convento. Pero me da igual lo que me diga. Yo ya estoy harto de esto. Quiero dejar la sotana. Quiero marchar cuanto antes.. Y en cuanto se escuchó este último pensamiento, se preguntó: ¿A pesar de Agnese? Y se respondió a sí mismo: Sí, a pesar de Agnese. Pero lo dijo porque estaba cabreado.

    Cuando se acercó a la puerta del despacho del P. Celestino, Miguel iba preparado para escuchar una buena reprimenda, pero tenía la mirada dura y estaba dispuesto a no callar si lo que oía no le gustaba demasiado. En su interior estaba muy agresivo. Pero, en cuanto el P. Celestino comenzó a hablar, se desvanecieron todos sus temores:

    - Hermano Miguel -le dijo éste con su sonrisa artificiosa y falsa-, el P. Martín está en Sorrento y quiere hablar con usted. Aquí tiene la oportunidad que tanto tiempo ha estado esperando. Espero que la aproveche.

    A Miguel se le escapó una sonrisa. ¡Claro que la iba a aprovechar! ¡Por fin! Dos años y medio esperando y ahora, en el momento más inesperado, llegaba la buena noticia.

    Media hora después, vestido con el traje negro y el alzacuellos, esperaba junto al portón, dentro del convento, a que llegara el hermano Declan, teólogo, quien lo llevaría en coche hasta un hotel de Sorrento, donde se alojaba el P. Martín, el fundador y superior general de la congregación, por quien todos los seminaristas sentían un respeto reverencial y una admiración casi sobrehumana. Pero, consciente de la desventaja con que iba a jugar en la entrevista, Miguel decidió no amilanarse ni dejarse impresionar. Se mantendría firme en su propósito: Ya no quiero ser sacerdote, quiero abandonar la congregación, quiero regresar al mundo, con mi familia.. Nada ni nadie le haría cambiar de idea. Sin embargo, en el fondo Miguel temía que la superioridad humana y espiritual del P. Martín y su prestigio y prestancia personal consiguieran hacerle cambiar de idea en el último momento. Y esto le preocupaba.

    En menos de media hora estaban en Sorrento, entrando por la puerta del Grand Hotel Excelsior Vittoria, un magnífico hotel de lujo, con unos impresionantes jardines, una gran piscina en medio de los jardines y una gran vista de la preciosa bahía azul de Nápoles y del Vesubio al fondo a la derecha. Declan no perdió el tiempo mostrándole el hotel a Miguel, sino que lo llevó directamente a la suite donde se alojaba el P. Martín. No fue preciso que Declan ni nadie le encareciera el lujo y la fastuosidad de la suite. Miguel la veía con sus propios ojos, redondos como platos. Pero, no he venido aquí para admirar el hotel, sino para decir que quiero dejar la sotana, se dijo a sí mismo con cierta rabia.

    El P. Martín lo recibió de inmediato.

    - Lo estaba esperando, hermano Miguel -le dijo sonriendo- A ver, ¿cuáles son esas prisas que tiene por abandonarnos?

    Miguel quedó un poco desarmado ante aquel recibimiento, pero se repuso enseguida.

    - Pues ya lo sabe usted, padre, por mis cartas y por el P. Celestino. Llevo más de dos años meditándolo muy en serio y he decidido que este no es mi camino. No es una decisión tomada a la ligera...

    El P. Martín quedó reflexionando durante unos instantes y luego, como si sólo estuviera recordando una decisión previamente tomada, le dijo:

    - Bien, hermano Miguel. Vamos a hacer una cosa: usted se marcha para su casa y durante un mes lo piensa. Si decide no volver, me escribe y yo le mando la dispensa de votos. Pero, si decide volver, procure no dejar pasar más de un mes, porque, de lo contrario, tendría que repetir un año de noviciado. ¿Está de acuerdo?

    Miguel no daba crédito a lo que oía. ¡Qué sencillo había sido todo! ¿Y para eso se había preocupado él tanto durante dos años y medio? ¿Para esto lo habían hecho esperar tanto tiempo? ¿Para esto le habían tenido secuestrado el pasaporte y el carnet de identidad?

    - Muchas gracias, padre. Por supuesto que estoy de acuerdo. Y descuide, que durante este mes lo pensaré detenidamente y se lo haré saber cuanto antes -dijo Miguel con aplomo.

    - Bien. Pues hoy puede seguir haciendo vida normal con sus compañeros y mañana por la mañana saldrá para Roma. Seguramente mañana mismo podrá tomar un avión que lo llevará a Madrid. El P. Celestino y el hermano Declan se encargarán de que tenga usted todo lo necesario para el viaje y el mismo P. Declan lo llevará mañana por la mañana en coche a Roma y luego al aeropuerto. Alguna sugerencia.

    - No, padre, ninguna. Muchas gracias.

    Miguel seguía sin dar crédito a lo que oía.

    - Bien, pues espero que tome usted la decisión más acertada para su vida y que sea feliz. Ah! Y sepa que, si decide regresar, tenemos grandes planes para usted, por ejemplo, una misión importante en Irlanda, en México o incluso en Madrid.

    Ante tanta amabilidad y tantos halagos, Miguel se sintió un poco más valiente.

    - ¿Podría pedirle un favor, padre?

    - Dígame.

    - Le pido permiso para despedirme de una chica que he conocido hace unos días en Monticchio.- dijo Miguel colorado como un tomate, pero decidido.

    El Padre Martín sonrió ampliamente.

    - ¿O sea que ya se nos ha enamorado usted antes de marchar?

    - No es nada serio, padre, se lo aseguro.

    - Y ¿quién es esa chica, si puede saberse? -le preguntó intrigado el P. Martín.

    - Es Agnese, la hija del dueño de la tienda de Monticchio. Es la que nos lleva la mozzarella para cenar. No sé nada más de ella, pero me gustaría decirle adiós.

    El P. Martín quedó pensando durante unos momentos y luego le dijo:

    - Mire. Va a hacer usted lo siguiente. Aquí tiene cinco mil liras. Vaya a usted solo a la tienda de Agnese y compre lo que quiera, algo que necesite para el viaje, por ejemplo, una cartera, un billetero para guardar el dinero. Dígale al P. Celestino que le he dado permiso yo. Pero dígale sólo que va a comprar una cartera para guardar el dinero. No es preciso que le dé más detalles. ¿De acuerdo? Y abra bien los ojos: no se enamore de la primera chica que vea. Vale usted mucho.

    Miguel salió de la suite del hotel como si flotara sobre una nube. ¡Qué fácil había sido todo! Durante el viaje de regreso, Declan hablaba y cantaba sin parar mientras conducía por aquella carretera tortuosa que discurría entre Sorrento y Montichio; pero era como si cantara lejos, muy lejos, y no en el asiento de al lado.

    - Parece muy contento, hermano Miguel -le dijo Declan.

    - Sí, muy contento, hermano Declan. No se lo imagina.

    ADIÓS, AGNESE

    Cuando llegaron a Montichio, el convento estaba vacío. Lo primero que hizo Miguel fue presentarse ante el P. Celestino.

    - ¿Todo bien? - le preguntó éste.

    - Sí, todo bien, -le respondió Miguel sonriendo y con cierto aire de revancha en su mirada.

    Era una mirada con la que quería decirle: Se acabó la prisión. Ya soy libre, aunque a usted le pese. Y cuando terminó de contarle brevemente el resultado de la entrevista con el P. Martín, le dijo:

    - Antes de incorporarme a la comunidad, necesito ir a la tienda del pueblo para comprarme un billetero para el viaje. El P. Martín me ha dado permiso y estas cinco mil liras.

    El P. Celestino hizo un primer gesto de extrañeza y desagrado, pero, ante las órdenes que venían de arriba, puso buena cara y sus labios dibujaron una sonrisa artificial y falsa, una de aquellas sonrisas que Miguel no podía soportar.

    - Como usted quiera -le dijo el P. Celestino-. Puede ir ahora y, a su regreso, el hermano Declan nos llevará en el coche a comer con la comunidad, que está en la playa de Marina di Nerano. La maleta puede prepararla por la tarde, cuando hayamos vuelto.

    Miguel subió a su habitación para refrescarse, porque estaba sudando de calor y de emoción, y también para adecentarse un poco antes de ir a despedirse de Agnese. Y decidió ir tal como estaba, o sea, con el traje negro y el alzacuellos, que era más cómodo y más elegante que la sotana.

    Cuando salió del convento, la calle y la plaza estaban desiertas. Eran las once y media de la mañana y el sol caía a plomo sobre la plaza reseca y polvorienta del pueblo de Monticchio. Mientras caminaba, intentaba pensar lo que iba a decir a Inés, pero se dio cuenta de que estaba muy nervioso y de que ya no tenía tiempo para pensar. Tendría que improvisar. La calle de la tienda también estaba vacía. Se acercó decidido a la puerta de la tienda, la empujó y entró. No había nadie, pero enseguida apareció Severino:

    - Giorno, Michele.- le dijo el niño.

    - Giorno, Severino...

    Iba a seguir hablando con el niño, pero, al oír el nombre de Michele, Agnese se asomó a la puerta de lo que parecía una cocina. Al ver a Miguel se quedó sorprendida. Miguel la vio al punto y la saludó:

    - Ciao, Agnese -le dijo con una clara sonrisa en la boca.

    - Ciao, Michele.¿Cómo por aquí? -le preguntó ella un poco nerviosa y extrañada.

    - He venido a comprar un billetero..., bueno, y a despedirme.

    - ¿Ya te vas? ¿Tan pronto?

    - Sí, marcho mañana. Pero no quería irme sin decirte adiós.

    - Y ¿dejas para siempre la sotana?

    - Para siempre. Quiero vivir libre, como tú.

    - Entonces ¡ya no vamos a vernos más! -afirmó ella como si preguntara.

    - Nunca se sabe. A lo mejor sí. A lo mejor vuelvo a verte algún día.

    - ¿Desde España? -le preguntó ella incrédula.

    - A lo mejor. Cuando trabaje y tenga dinero.

    - Cuando seas profesor -dijo ella sonriendo con cierta tristeza.

    - Y cuando tú seas enfermera o maestra -le siguió él la corriente también con una sonrisa.

    Se oyeron las pisadas de alguien que bajaba por la escalera de madera que estaba al lado de la cocina. Era una mujer:

    - Mamá, es Michele. Quiere un billetero.

    - Buongiorno, Michele -dijo la madre dirigiéndose amablemente a Miguel. Y luego dirigiéndose a Agnese le dijo-: Dáselo tú misma, ya sabes dónde están.

    Y entró para la cocina. Agnese buscó durante unos instantes en varios cajones de un mueble y volvió enseguida con dos billeteros de piel, uno negro y otro de color caldera.

    - Tenemos estos dos. ¿Cuál te gusta mas?

    - El negro, no, por favor -le dijo Miguel-. Ya estoy harto del color negro.

    Agnese rió. Miguel tomó en sus manos el billetero color caldera, lo abrió para examinarlo y, al ver que en su interior tenía la foto de una chica de propaganda,

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1