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La oficina de la cuarta planta
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Libro electrónico465 páginas7 horas

La oficina de la cuarta planta

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La oficina de la cuarta planta recorre situaciones llenas de tensión enmarcadas por su
autor en los despachos del Palacio Real de
Madrid durante la I Guerra Mundial, en los
traslados de obras de arte a Valencia al inicio
de la Guerra Civil española o en los valles
y montañas del Norte, donde la naturaleza
no se deja dominar por el ser humano.
La música, la belleza, la familia y los principios también están presentes.
Una prosa cuidada hace inevitable la identificación del lector con las reflexiones y
conflictos más íntimos de los protagonistas
que al terminar la novela situaremos entre
nuestros personajes de ficción eternos.
IdiomaEspañol
EditorialIncipit
Fecha de lanzamiento16 ene 2019
ISBN9788417528126
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    La oficina de la cuarta planta - Miguel Ángel Recio Crespo

    Miguel Ángel Recio Crespo nació en Santander el día 17 de marzo de 1965. Su infancia transcurrió en León, cerca de la naturaleza. Después se trasladó a Salamanca donde cursó sus estudios universitarios en la Facultad de Derecho. Tras un año recorriendo Europa se encerró en Madrid para preparar las oposiciones de Administrador Civil del Estado que aprobó en el año 1992. De esta manera inició una carrera profesional que le llevó primero a la Cooperación al Desarrollo y después a la gestión de los Palacios Reales. Tras esta etapa de ocho años continuó después como director general de instituciones culturales de gran prestigio que le aportaron una experiencia vital que refleja en sus escritos y que le mostraron desde adentro el mundo artístico. Esto fomentó su propia creatividad.

    Su vocación por la familia le ha llevado a dedicarse a ella plenamente.

    Durante todo este tiempo no ha dejado de cultivar el gusto por la belleza, por la lectura y por el deporte, que ha concentrado en el ciclismo.

    Ha publicado artículos durante años y ha editado el libro de relatos titulado Los cuadernos imaginados y otros relatos de la musa luna en el año 2016.

    Miguel Ángel Recio Crespo

    La oficina de la cuarta planta

    © Miguel Ángel Recio Crespo, 2018

    Incipit Editores, 2018

    Fuencarral, 70

    28004 Madrid

    Tel. 91 532 05 04

    Fax 91 532 43 34

    La oficina de la cuarta planta

    eISBN: 978-84-17528-12-6

    ISBN: 978-84-17528-01-0

    Depósito legal: M-16725-2018

    IBIC: FJMF

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, conocido o por conocer, comprendidas la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

    A las personas buenas y a quienes intentan serlo.

    Prólogo

    Lucio Anneo Séneca nos dice en De la brevedad de la vida que no tenemos un tiempo escaso. La vida es lo bastante larga y para realizar las cosas más importantes se nos ha otorgado con generosidad, si se emplea bien toda ella.

    Esta reflexión del sabio cordobés, tan válida hoy como cuando se escribió hace casi dos milenios, me viene a la mente al repasar la rica trayectoria vital de Miguel Ángel Recio.

    Desde que aprobara las oposiciones de Administrador Civil del Estado como número uno de su promoción, Miguel Ángel ha tenido una distinguida carrera al servicio del Estado, ejerciendo importantes responsabilidades en el ámbito cultural y artístico. Como consejero gerente de Patrimonio Nacional, director gerente del Museo Thyssen-Bornemisza, director general del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música, director general de Bellas Artes o presidente de Acción Cultural Española, Miguel Ángel ha dejado su impronta en varias de las instituciones culturales más relevantes de nuestro país. Más allá de sus innegables éxitos y aciertos (pienso ahora en iniciativas como MusaE, circuito de conciertos y microconciertos que circula a través de los dieciséis museos estatales), la gestión de Miguel Ángel como alto funcionario se ha caracterizado siempre por su integridad, energía y creatividad.

    Miguel Ángel ha sabido combinar esta brillante carrera profesional con una vida personal plena. Su familia ha sido siempre su prioridad y creo que su mayor orgullo son los tres hijos que Mariuca y él han sabido criar y educar en unos valores compartidos. Junto a la familia, esa patria del corazón de la que hablaba Mazzini, la docencia, la lectura, la amistad, la buena conversación y el deporte han ocupado y ocupan los días de este hombre, siempre activo y curioso.

    Culto y cultivado, Miguel Ángel nos sorprendió hace algunos años con Los cuadernos imaginados y otros relatos de la musa luna, un libro lleno de originalidad. El hombre leído había pasado a ser el escritor, transición nada fácil que exige, no solo un fuerte compromiso personal, frecuentemente en horas robadas al sueño, sino el punto de temeridad imprescindible para la creación artística.

    Tras ese brillante primer destello, Miguel Ángel nos ofrece ahora su novela La oficina de la cuarta planta, una ambiciosa aventura literaria que atrapa al lector desde su mismo inicio. Además del indudable interés de la historia narrada, de la fluidez y trabazón del relato, de la riqueza de sus personajes, la obra se beneficia de una prosa limpia que transmite y conmueve.

    Rotos los diques de la creación, estoy seguro de que el talento de Miguel Ángel Recio nos dará a sus lectores nuevas satisfacciones en los próximos años. Vita brevis, ars longa.

    Juan Manuel Vega Serrano

    Capítulo I

    No soy excesivamente melancólico, pero tengo momentos de nostalgia en los que me gusta bucear en mi pasado mezclando episodios que añoro con vivencias imaginadas, sueños o historias aprendidas. No sucede a menudo pero, en esas ocasiones en que el tiempo sencillamente no apremia, me tumbo en mi cama, miro hacia el techo y repaso mi vida o juego con ella. A veces rescato un recuerdo y lo modifico o lo mezclo con los relatos que leo en los libros o con las historias que me contaron mis abuelos cuando era niño. En mis años adolescentes estuvieron muy presentes mis abuelos. Mi abuelo Antonio y mi abuelo Ramón siempre me parecieron fascinantes. Pasé mucho tiempo con ellos. No tuve hermanos y la relación con mis padres estaba plagada de silencios y reservas que solo comprendí cuando introduje mis propios silencios frente a ellos, al hacerme un joven independiente. Con mis abuelos, en cambio, conversé mucho.

    Reconozco, sin que esto me moleste, la influencia de los dos abuelos en mí. Lo digo con orgullo de pertenencia a una saga de hombres auténticos. Aún hoy, cuando ya me he convertido en un hombre maduro, siento que, de alguna manera, me acompañan allá donde voy. Mi criterio está condicionado por la forma en que descubrí el mundo junto a ellos. Sabía que aprendía en su compañía y por eso la buscaba. Acabé, incluso, creyéndome que eran mías las aspiraciones que ambos proyectaban en mí y que mis logros eran sus logros.

    No llegué a esta situación únicamente por admiración infantil ante dos hombres con carácter. Eso pudo suceder mientras yo era un niño y quedaba sorprendido por todo lo que hacían, nuevo para mí. Más bien llegué a ello como resultado de su dedicación hacia mí y, más tarde, por mi conocimiento de ellos mismos. En mi condición de adulto les comprendí aún mejor y supe por qué pensaban de aquella manera, reconocí sus miedos, sus valentías y sus debilidades. Les conocí cada vez más, hasta hacer que sus vidas fueran parte de la mía. Sus experiencias, que me narraron ellos mismos o que leí en cartas y diarios íntimos tras su muerte, están tan unidas a la mías que casi las confundo con mis propias vivencias. Me sucede como cuando alguien ve una foto antigua de sí mismo y, quien la hizo, le ha contado tantas veces cómo fue aquel momento, que cree recordarlo y, sin embargo, es el relato lo que recuerda.

    Mi abuelo Ramón trabajaba en el campo; vivía en un pueblo antiguo de las montañas del norte de León al que yo acudía cada verano. Él había sido, cuando todavía era muy niño, ayudante de arqueólogos alemanes en las cuevas de Cantabria hasta que el proyecto se truncó por el inicio de la Gran Guerra en 1914. Fue soldado en Melilla durante la guerra de los años veinte, ebanista muy solicitado antes de la Guerra Civil y tratante de ganado después. Las guerras marcaron etapas en su vida. Finalmente tuvo un pequeño negocio de ultramarinos en la gran casa familiar, cuya atención compaginaba con el cuidado del ganado, de los prados y de las huertas.

    Su casa era como un zoco, con sus laberintos y sus cachivaches apilados por todas partes. Al traspasar el enorme portón de madera, siempre abierto a la calle, se accedía al gran portal empedrado como todos los del pueblo. Pero este era más grande y más especial que los demás porque era la antesala de muchos espacios llenos de actividad: antesala de las cuadras del ganado del abuelo o de la escalera para subir a la vivienda, que era territorio de la abuela. El portal también era el zaguán del bar y del almacén que estaban situados a la izquierda y de un pequeño taller, lleno de herramientas, que se encontraba bajo las escaleras. En el portal había bancos de madera que había construido el abuelo en otro tiempo y que servían para quitarse las botas, colocarse las madreñas o las zapatillas, fumar un cigarro en compañía y, con suerte, tomarse un vaso de vino mientras se repasaban las fatigas del día. Era un lugar donde iniciar una tertulia, jugar a las cartas o dormir una siesta durante las tardes calurosas del final del verano.

    Atravesando el portal se accedía a un amplio corral en el que podían maniobrar con facilidad dos carros. Allí todo se medía en carros: la capacidad del pajar se calculaba en función del número de carros de hierba que se descargaban en él y el tamaño de los prados se entendía según el número de carros de hierba que se obtenían de la siega. En el piso alto de la casa había un corredor que era como un pasillo que unía todas las habitaciones, siempre cerradas. Era también un mirador testigo del bullicio del submundo del portal y del corral, y el lugar de contemplación de las montañas que por el lado este, libre de edificaciones, ofrecían un paisaje perfecto en las tardes. Por allí entraba el sol en las mañanas a través de los ventanales, iluminando aquel espacio corrido. No había adornos, solo una balaustrada de madera labrada por la mano experta del ebanista. En aquel corredor los niños teníamos derecho a instalarnos con nuestros juegos y nuestras meriendas. Los adultos solo accedían si eran de la familia o si mi abuela les había dado permiso.

    Desde el corral se abrían varias puertas de madera vieja y tosca que daban acceso a las cuadras: la de las vacas —que era la más grande—, la de los caballos, la de los cerdos y, las más pequeñas, las de los conejos y de las gallinas. También había una puerta lisa, diferente a las demás, como procedente de una casa con alcurnia, de color rojizo y negro, que era el acceso al pajar. En un extremo del corral había un pequeño cobertizo bajo el que se apilaban leña y maderas que se utilizaban para el fuego de la chimenea. En un lateral había un pilón de agua con un grifo permanentemente abierto. Y en el fondo del pilón se mantenían enfriando, siempre, algunas botellas, para que los parroquianos encontraran el vino fresco. La casa estaba situada en el centro del pueblo, cerca de la plaza, y como todas, estaba construida en piedra. También tenía bloques de mármol sin pulir procedentes de una cantera cercana que había sido descubierta —según se contaba por allí— en época romana. El mármol se colocaba solo en los dinteles y en las jambas de algunas puertas y ventanas de las casas de cierto nivel. El tejado era de pizarra, negra como el carbón, y estaba muy inclinado para que la nieve no permaneciera en él más allá de los primeros deshielos de la primavera.

    La gran fuerza física de Ramón, heredada de sus ancestros, le permitía asumir muchos retos sin sentir cansancio alguno. El negocio de la tienda era el que más tiempo le ocupaba y a la vez era indefinible: simplemente se vendía de todo y se atendía cualquier petición, por extraña que fuera. Si no se tenía un producto se anotaba en una libreta de tapas duras y en unos días acababa llegando. Si se pedía un servicio de veterinario o de electricista también se podía lograr: el propio abuelo se ponía una bata blanca y ayudaba en el parto de una vaca o instalaba unas bombillas, con su cableado y su interruptor, en el salón del pueblo o en cualquier casa. El salón, que tenía nombre de película del oeste americano, era un espacio del ayuntamiento que servía para todo: lugar para las reuniones de juntas municipales, sala de baile en las fiestas, espacio para mítines políticos, improvisado teatro para las representaciones infantiles…

    El negocio no tenía horario fijo de apertura porque dependía de la dedicación de mi abuelo a las tareas de su condición de ganadero y agricultor, así como de la ayuda que podíamos prestarle familiares, amigos y algunos vecinos de confianza. Incluso el cura tuvo que despachar una mañana de domingo, a la salida de la misa, porque se habían juntado varios parroquianos con ganas de charlar y beber vino, y mi abuelo le había pedido esa ayuda, pues él tenía que ausentarse, reclamado por la viuda Genara, para buscar una oveja que no había regresado del monte con las demás. Ramón la encontró después de horas de búsqueda. Estaba herida en una pata, bajo unos matorrales. Cargó con ella a hombros y caminó hasta el pueblo donde entró triunfal avanzada la noche. La abuela y yo le esperábamos despiertos y cuando le oímos llegar, por los ruidos de sus botas sobre las piedras de la calle desierta, salimos a su encuentro. Parecía una de las representaciones de Jesucristo que yo había visto en la iglesia. Cuando fue a cerrar el bar comprobó que el cura no había olvidado cobrar el vino y contó más monedas de las que correspondía a las botellas vacías.

    Ramón abría el negocio también para atender urgencias y estaba disponible en momentos de celebraciones y festividades religiosas. Atendía incluso a horas intempestivas, cuando algún vecino llamaba a gritos desde el portal porque prefería estar fuera de su casa —o su mujer le había echado— y reclamaba tomar un vaso de vino o comprar tabaco como excusa para tener alguien con quien hablar. Pero esto sucedía en invierno, cuando la nieve lo invadía todo y el pueblo quedaba aislado en medio del valle y los escasos vecinos que lo habitaban buscaban la compañía amiga que les sacase del aislamiento de las casas, de la cercanía del fuego doméstico y de la inevitable familia, a veces opresora, otras veces salvadora, pero siempre presente. Mi abuelo Ramón tenía un carácter recio. En el fondo escondía un hombre sencillo que vivía los acontecimientos con intensidad, como se podía comprobar por sus emociones, siempre a flor de piel. Le costaba contenerlas. Y cuantos más años cumplía, con más facilidad se emocionaba. Lo sabía y lo sufría porque se había criado entre gentes que no expresaban los sentimientos y que guardaban las emociones muy adentro. No obstante, siempre mostró sin reparos un amplio orgullo por su familia y, especialmente, por su nieto de la ciudad —su único nieto— que le visitaba todos los veranos, aunque sabía que procedía de un mundo muy distinto a aquel y que nunca se integraría verdaderamente en aquellas montañas.

    Mi abuelo tenía las manos grandes, los brazos duros como el acero, el pelo siempre revuelto y la piel curtida por el frío viento de la nieve en invierno y el polvo de los caminos en verano. Cuando sonreía parecía un niño recordando sus propias travesuras. Cuando se erguía lo hacía despacio y pesadamente porque su enorme envergadura así lo requería. Caminaba a grandes zancadas y llevaba junto a él siempre un perro. Le conocí varios canes durante aquellos años de visita en los veranos. Mi abuelo tenía unos ojos azules intensos que me imponían mucho respeto. Yo creía que con ellos podía leer mis pensamientos, por eso, hasta que comprendí que algo así era imposible, solía evitar mirarle de frente. Acabé por darme cuenta de que rehuirle provocaba más aún su curiosidad y sus deseos de conocer mi interior, de modo que con el tiempo gané en confianza y en seguridad y el sentido práctico me llevó a sostenerle la mirada. Desde ese momento, me gané su respeto y me trató como a un hombre en sus conversaciones y en sus preguntas, considerando mi opinión como la de cualquier adulto aunque yo no era más que un niño. Aquello me hizo crecer, me hizo sentir bien, me permitió hacerme responsable de mis actos antes de lo que correspondía a mi edad infantil.

    Mi otro abuelo, mi abuelo materno, se llamaba Antonio Balbuena y bastaba pronunciar su nombre para que una sensación de autoridad y de reflexión invadiera a quien lo invocaba, como me invade a mí cuando lo recuerdo. Esa sensación, no obstante, era solo una entre muchas. Teniendo en cuenta la intensidad con que él vivió la vida, la complejidad de su interior más íntimo y las experiencias, consejos y enseñanzas que me transmitió en sus escritos, su persona me evoca un incontable número de sensaciones. Era un hombre que se encontraba cómodo en el anonimato de la gran ciudad: siempre vivió en Ma­­drid. Había alcanzado niveles altos en sus responsabilidades laborales y ello, lejos de llenarle de vanidad, le había convertido en una persona razonable y comprensiva con los demás, aunque seria y adusta en su interior. Veía en mí, su nieto, la continuidad de la familia que tanto había querido formar y defender. Una familia que se le esfumó pronto de las manos sin entender los motivos.

    Su hijo primogénito tuvo un final trágico y falleció antes de lo que le correspondía, como si las personas tuvieran la concesión de un tiempo mínimo antes de morir que, en su caso, no se respetó. En la cabeza de un padre solo se concibe que un hijo muera después de él mismo. Ese es el orden natural de las cosas. Mi abuelo Antonio había concedido a su hijo fuerzas, enseñanzas e elusiones suficientes para una larga vida. Desgraciadamente no tuvo la oportunidad de demostrárselo y aquella vida se truncó antes de que desarrollara tantas cosas para las que estaba dotado y preparado. Era un joven bueno e inteligente, según decía mi abuelo al recordar a aquel hijo del que no pudo despedirse. Aquella muerte sucedió en un fatal accidente ferroviario que tuvo lugar el 3 de enero de 1944 en el interior del túnel número 20 en Torre del Bierzo: un tren que circulaba en dirección a Galicia se estrelló contra otro que viajaba en sentido contrario. La tragedia no fue difundida por la prensa porque el sistema de información y la censura de la dictadura de Franco evitaron que se conociera y así impidieron que aquello se interpretara como un fracaso del régimen, pues no de otra manera iba a ser entendido aquel accidente con cientos de muertos. El cuerpo del hijo se calcinó junto con muchos otros y no se pudo recuperar. Mi abuelo me decía con amargura que al no darle sepultura su espíritu vagaría por el mundo hasta el fin de los tiempos.

    Después fue mi madre —ya su única hija— quien le desafió cuando ella decidió casarse con mi padre, que era un pobre maestro con muchas ideas locas en la cabeza sobre una moderna educación de los niños, pero con pocas fuerzas y menos dineros; tan pocos que apenas podía pagar la pensión —siempre lo hacía con retraso—ni comprar tabaco para su pipa, aunque solo fumaba los domingos por la mañana o cuando tenía que tomar una grave decisión. En su rebeldía, como la de mi madre, había rechazado toda ayuda familiar y tuvo que pasar estrecheces de las que nunca renegó porque le enseñaron a valorar las cosas.

    De este modo mi abuelo Antonio se encontró solo antes de lo previsible y todos los sueños y proyectos que había imaginado para su familia permanecieron ocultos, para casi todo el mundo, en lo más profundo de su corazón.

    Mi nombre es Manuel. Yo soy el nieto de estos dos abuelos que tan diferentes eran entre sí; dos personas que vivieron en mundos muy distintos y que solo se vieron en tres ocasiones: en la primera reprimieron su mutua animadversión, en la segunda se enfrentaron abiertamente, siendo yo testigo de aquel episodio de ira que todavía hoy me crea un nudo en el estómago, y en la tercera se reconciliaron durante un encuentro que propicié y sirvió para calmar sus conciencias y cumplir mi deseo de armonía entre ellos. Esto sucedió poco antes de que los dos murieran, uno en primavera y el otro en el otoño del mismo año de 1985. Los dos murieron ante mis ojos y ambos invocaron el recuerdo del otro antes de expirar.

    Capítulo II

    Pasé muchos veranos de mi infancia con mi abuelo Ramón en su pueblo de las montañas de León que se llama Salientes. Decían que era el pueblo de los trece valles y un día conté trece arroyos que alimentaban su pequeño río truchero de aguas frías y transparentes. Mis padres siempre pensaron que una estancia en un lugar de aire puro y en contacto con la naturaleza me resultaría muy saludable, pero lo que a mí realmente me importaba eran las conversaciones con mi abuelo porque siempre aprendía algo nuevo. Sus historias parecían cuentos extraídos de libros fantásticos y, sin embargo, eran reales y él mismo había sido el protagonista. Aquello me fascinaba. Tenía ante mí a alguien que se encontraba más cercano a los héroes mitológicos que a los simples mortales de los que me rodeaba, especialmente en el anonimato gris de la ciudad. Él me hablaba de todo: de los animales, de las montañas, del trabajo, de las guerras, de los sentimientos… Lo hacía como si yo también fuera un adulto, mirándome a los ojos, con sencillez y con el deseo de que entendiera todo y pudiera un día recordarlo. Perdí pronto el temor a sus ojos azules, que tanto se parecían los míos. Acabé por sentir que entre los dos existía un vínculo muy fuerte que iba más allá de tener la misma sangre.

    Fue durante esas conversaciones cuando una tarde oí por primera vez hablar de las monedas del rey Alfonso. Yo aún era muy niño, apenas había cumplido los siete años.

    Mi abuelo Ramón había finalizado una dura jornada de trabajo recogiendo la hierba de un prado alejado, allá donde comienza la escarpada montaña y desaparece el valle. La inclinación del terreno hacía muy cansada la tarea de amontonar la hierba y luego subirla al carro. Ya no se ven aquellos carros de madera, con tablas en la plataforma, pértigas hechas con ramas que sujetaban la carga y crecían en altura con ella, ruedas de radios grandes y aros metálicos que retumbaban contra las piedras de los caminos y que eran tirados por vacas unidas en pareja con un yugo y mullidas con una cabecera de cuero que llevaba las iniciales del dueño y unas estrías para espantar las moscas. Ahora se usan tractores pequeños para los prados cercanos y se deja morir la hierba en los más alejados, o se permite al ganado, a las vacas o a los caballos, que entren en ellos para pastar libremente.

    Aquella noche en que habló de las monedas había llegado a casa cansado y sus ropas seguían todavía llenas de polvo y de olor a hierba mojada. Había sido un mal día. Había llovido en la mañana y la hierba segada y esparcida por el suelo no se podía recoger húmeda, había que esperar al día siguiente. Estuvo dando vueltas a toda aquella hierba para que el aire la secase más rápido. Recogerla cada verano de todos los prados no era un trabajo sencillo. Al esfuerzo físico se unía la angustia de tener que hacerlo en pocos días, en aquellos del mes de julio que precedían a las tormentas de agosto y luego al otoño. Pero aquel día había sido especialmente agotador. Aprovechó el viaje de regreso desde los campos para traer leña ya cortada que él solo cargó en el carro. Colocó las vacas para que tiraran de él, el yugo bien atado y el enganche bien fuerte, y se encaminó hacia el pueblo. Cuando pasaban junto al río, en un lugar en el que el camino se estrechaba peligrosamente, una de las vacas se resbaló y arrastró a la otra y al carro hacia la pendiente. Estuvieron a punto de volcar y ser todos aplastados por el peso de la madera, pero la rapidez en reaccionar de mi abuelo, su enorme fuerza y la obediencia que le prestaban hasta los animales evitaron la catástrofe. Finalizó exhausto de tanto esfuerzo. Cuando llegó a la casa subió a la cocina, sin quitarse las botas se sentó pesadamente en un escaño y se sirvió un vaso de orujo. Fue entonces cuando dijo: «No dejaré que estas montañas acaben conmigo. Antes me iré de aquí y con las monedas del rey comenzaré una nueva vida en otro lugar. Quizás en esa América de la que tanto hablan».

    Mientras comía su cena, como siempre un plato de patatas cocidas con berzas, le pregunté por el tesoro del rey que había mencionado. Dejó la cuchara en el plato y solo me dijo, con un gesto sombrío en su rostro, nuevo y preocupante para mí, que algún día me contaría la historia de unas monedas de oro. Yo no sabía entonces que en mi vida ya habían tenido una importancia fundamental aquellas monedas.

    Luego arqueó las cejas, una vena con forma de «Y» se marcó en su frente, apretó los dientes, cerró los puños y miró de reojo a la abuela Virginia. Ella le devolvió una mirada condescendiente que yo ya conocía y que calmaba siempre a mi abuelo cuando se enfadaba. Arrepentido por no resolver las dudas de su nieto, continuó hablando para esquivar el momento, como para evitar que aquello quedara guardado en mi memoria, como para exorcizar un demonio. Sin embargo, yo ya me había dado cuenta de que un secreto y unas monedas alteraban la tranquilidad de mi abuelo, de ese hombre que yo veía como un gigante poderoso al que nada ni nadie podían vencer. Durante unos minutos pareció como si un fantasma hubiera entrado en la casa.

    Virginia siguió con sus tareas en la cocina y mi abuelo me habló entonces de que las personas piensan que la mejoría de su destino procede solo de afuera, de la suerte de encontrar un tesoro enterrado en el campo, de casarse con una persona rica… y olvidan que el destino mejora con el esfuerzo y el tesón de cada uno. Terminamos la cena, nos sentamos junto al fuego y me contó la historia de Samuel, que había nacido en una familia muy humilde de Salientes y que vivía ahora en la gran casona blanca que dominaba el pueblo desde la parte más alta. Hasta allí se accedía por un camino cuidadosamente empedrado, después de atravesar unas cancelas de hierro forjado adornadas en el centro con pequeñas cabezas de osos. Las verjas terminaban en punta con la forma de una llama y todas eran doradas; en la noche cada llama brillaba y parecía estar encendida; durante el día reflejaban la luz del sol y resplandecían. La casa estaba siempre cerrada. Yo solo había visto a un hombre anciano que se apostaba en una de las ventanas para ver pasar a la gente. Nunca salía de allí. Había hablado con él en mi primer verano en Salientes, cuando yo aún no había cumplido los seis años. El anciano tenía un bigote grande, un diente de oro y vestía camisa blanca, chaleco negro y chaqueta de pana. Yo iba disfrazado aquel día de sheriff del oeste americano, con una cartuchera donde guardaba mi revolver plateado, mi placa enganchada a la camisa con un imperdible y mi sombrero negro de amplio vuelo atado al cuello con un cordel. Estaba imitando el ruido de un caballo sobre el que supuestamente cabalgaba cuando oí que desde la ventana me decían:

    —Eh, muchacho. ¿Por qué vas vestido así?

    Yo respondí:

    —Soy un sheriff, señor. Y estoy vigilando las calles del pueblo.

    Él sonrió y me saludó llevando la mano a la frente. Desde aquel día siempre que pasaba bajo la casona grande miraba hacia la ventana y esperaba unos segundos. Al poco el hombre anciano se asomaba, sonreía mostrando su diente de oro y, moviendo el bigote, me saludaba de forma militar. Uno de los veranos en que regresé, cuando ya no me disfrazaba, encontré la ventana muy cerrada al pasar junto a la casona y nadie se asomó a ella.

    Mi abuelo me contó, como hacía todas las noches junto al fuego de la chimenea, una historia verdadera. Me dijo:

    «Samuel se fue de Salientes siendo muy joven. No tenía forma de conquistar a una jovencita de pelo moreno y mirada cristalina, a la que veía todos los días caminando por la plaza, porque en su familia no tenían tierras ni ganado y solo trabajaban como peones cuando alguien necesitaba refuerzos. Él mismo no era más que un pinche del albañil o un ayudante del pizarrero cuando estos tenían algún trabajo en el pueblo, lo cual no sucedía a menudo. Era una época de miseria y escasez. Una mañana esperó a la joven en la plaza, se colocó frente a ella y le dijo que construiría para ella una casa grande en lo alto del pueblo. Aquella misma tarde se fue con un simple hatillo bajo el brazo. Había comprendido que era necesario que él cambiara algo para hacer cambiar las cosas. Comenzó recogiendo genciana por los altos de las montañas que luego secaba y vendía a los farmacéuticos de la ciudad. Con los ahorros que logró se compró una cámara de fotos y recorrió cientos de pueblos con un enorme aparato negro que colocaba sobre un trípode. Fotografió a muchas familias de toda la región que hoy solo tienen aquella fotografía de los abuelos, enmarcada en el salón de su casa como recuerdo de una época ya pasada. En ellas el hombre solía aparecer sentado, la esposa de pie detrás y ambos rodeados de los hijos, todos con cara seria y asustada. Aquel oficio le permitió unos ingresos con los que construyó una fábrica de infusiones y se hizo millonario cuando patentó y distribuyó unas bolsitas de té, más fáciles de transportar y conservar en cajas que las hierbas a granel. Pasó largas temporadas en Venezuela donde construyó más fábricas. Un día decidió cerrar todas y volver a Salientes donde construyó la casona en lo alto del pueblo.

    La joven que había recibido la promesa de Samuel se casó con otro vecino del pueblo. Era aparentemente rico, pero varios años de malas cosechas y epidemias diezmaron su patrimonio que quedó reducido a unas pocas fincas en las que trabajaban duramente. Samuel había recordado siempre a la joven. De hecho, la promesa que le hizo el día que se fue había motivado todos sus esfuerzos durante años. Regresó a Salientes para cumplir lo prometido y para sentir el refugio de las calles del pueblo de su niñez. Cuando entró en él se dio cuenta de que ya nada era como antes. Él se había vuelto viejo. Buscó a la joven. Ella también se había hecho mayor y en su rostro se reflejaba cansancio. Se dio cuenta de que el tiempo había pasado muy deprisa. Pero ella había sido la musa y la inspiración para todo lo que había logrado en la vida, que era mucho. Construyó la casa grande que había prometido. Pero se tuvo que resignar a vivir en ella solo y a ver a aquella mujer desde lo alto. Se colocaba junto a la ventana todas las mañanas y cada vez que, muy temprano, ella atravesaba la plaza en dirección a los campos, él la miraba, con melancolía. Ella también miraba hacia la casona y le veía en la ventana. Él siempre estaba allí arriba. La mujer recordaba así que en otro tiempo había sido joven y bonita y que había inspirado a aquel hombre para construir algo grande. Cuando veía la casa no la envidiaba, simplemente admiraba la decisión de aquel joven de la promesa, que se había esforzado por alcanzar un destino diferente y lo había conseguido. También pensaba en las muchas cosas que él habría visto por el mundo que recorrió, tan distintas a las de aquel valle. Se preguntó muchas veces si ella misma habría podido cambiar su destino y llevar otra vida, diferente y mejor de la que había tenido, parecida a la que ella había provocado en aquel hombre que tuvo la valentía de marcharse un día. Le hubiera gustado acompañarle. Pero no se había atrevido a seguirle».

    Cada noche en Salientes, me iba a dormir después de aquellos relatos de mi abuelo Ramón junto al fuego. Allí solía dormir tan profundamente que ni un gran terremoto habría logrado despertarme.

    A mi otro abuelo —el abuelo Antonio— le veía todas las semanas durante el curso escolar. Me gustaba visitarle en su despacho del Palacio de Oriente donde trabajaba. Los guardas me conocían y me permitían acceder desde la calle Bailén, a través de unas enormes verjas de hierro ligeramente entreabiertas, por la entrada del personal del palacio. Hacían falta dos hombres para mover aquellas puertas tan pesadas. Había otro acceso para los turistas que visitaban los salones oficiales, convertidos en museo durante un horario restringido. Y existía una tercera entrada muy principal reservada para altos cargos civiles y militares. Con el tiempo conocí túneles, pasillos secretos, puertas falsas… y consideré que aquel edificio se parecía a un verdadero laberinto, de esos sobre los que había leído en algunos cuentos y que atrapaban a los hombres para siempre. Yo llegaba hasta allí a la salida del colegio. Caminaba por la plaza de la Armería, vacía, luminosa, con la sensación de que desde las ventanas me miraban trabajadores del palacio, pero también aquellos otros que vivieron en otro tiempo allí y cuyos espíritus quedaron atrapados entre las enormes paredes de piedra cuando sus cuerpos ya se habían ido.

    Al entrar en el palacio me sentía en el escenario de la historia del país y desfilaban por mi imaginación algunos de los personajes que por allí habían pasado: reyes, validos, secretarios, oficiales de los ejércitos, cardenales, poetas, astrólogos… En mis visitas, subía hasta el despacho de mi abuelo por unas escaleras oscuras de granito, de peldaños largos e irregulares, que me llevaban hasta la planta cuarta donde se ubicaban las oficinas. Recorría un pasillo muy estrecho lleno de puertas de madera con grandes mirillas de hierro y números en una chapa blanca, como si aquello fuera una calle interior flanqueada por los portales de las viviendas. Llegaba hasta un hall donde un viejo ordenanza, que me estrechaba la mano muy solemnemente, me acompañaba hasta el despacho de mi abuelo. Allí le encontraba sentado tras una gran mesa de madera de castaño, sobre ella había pilas de carpetas de cartón llenas de papeles que le rodeaban y, también, los había repartidos por mesas, sillas y por el suelo. Usaba unas gafas pequeñas, de cristales redondos y fina montura como de alambre, por encima de ellas me miraba cuando me veía entrar. Y, aunque no sonreía, yo sabía que le alegraba mi visita.

    Siempre fue un hombre calmado, solo un día mostró ante mí un disgusto muy grande que estaba relacionado con unas monedas de oro. Pero es todavía pronto para hablar de eso.

    Capítulo III

    La primera vez que fui a Salientes aún no había cumplido los seis años. Recuerdo pocas cosas de aquel verano, pero algunas están grabadas a fuego en mi memoria. Por aquel entonces aún vivía mi abuela Virginia. Era una mujer fuerte, de brazos como ramas de roble y manos como tenazas. Solo había salido de aquella comarca leonesa en tres ocasiones: la primera durante su luna de miel en que viajó a Gijón y donde se encontró con la inmensidad del mar, la segunda para asistir al bautizo de su nieto —yo mismo— en Santander, del que además sería madrina, y la tercera para recuperar a su marido —mi abuelo Ramón— que había emprendido un extraño viaje a Madrid lleno de complicaciones y que pudo terminar trágicamente con su muerte o con su huida hacia América. Solo mucho después pude averiguar lo que realmente sucedió.

    Aquel primer verano en Salientes me ofreció el descubrimiento de la belleza y la fuerza de la Naturaleza. Disfruté de la visión de las montañas desde los valles o desde sus cimas. También aprendí que había que temerlas y que encerraban misterios; ellas habían devorado a hombres valientes y poco temerosos, especialmente cuando no eran conocedores de las rutas seguras o porque se habían adentrado en lugares con barrancos y acantilados, en cuevas de animales o en la época difícil de la nieve y los aludes, o que simplemente se habían perdido en los bosques y no habían podido salir del laberinto de troncos, ramas y raíces, que acababan convirtiéndose en sus tumbas. Pero los mayores enemigos en la montaña no eran los bosques, los lobos o los osos, sino que eran algunos hombres que aprovechaban la impunidad de la lejanía de los lugares habitados para asaltar, vengar o asesinar a otros hombres, como luego supe al oír algunas de las historias que se contaban en las tertulias de los atardeceres. Aquel primer verano aprendí de la variedad de flores y árboles que hasta entonces me parecían todos iguales. Aprendí algunos nombres de plantas y hortalizas y comencé a distinguir los robles de los abedules o los pinos de los abetos.

    Yo era un niño de ciudad: había nacido en Santander y vivía en Madrid; no estaba habituado al contacto con los animales. El olor de las vacas en las cuadras me mareó el primer día en Salientes. El segundo no pude dormir por los ruidos de los campanillos bajo mi suelo de madera. Luego aprendí a ordeñar las vacas, a saber que reconocen a las personas, a entender por qué lloran… Aprendí lo que era majar el pan en las eras, apañar los prados, descargar los carros y pisar la hierba del pajar.

    Fue mi abuela quien me enseñó a ordeñar. Una noche oscura, sin luna, de esas que permiten ver millones de estrellas en el firmamento hasta volverlo casi blanco, yo estaba sentado en medio del corral después de cenar, con la cabeza hacia atrás y esperando ver pasar un cometa y pedir un deseo. Mi abuela me rozó la frente y me pidió que la acompañara. Llevaba en la mano derecha un taburete de madera tosca y piezas desiguales,

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