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Desvío sobre un elefante. Un año bailando en el mayor espectáculo del mundo
Desvío sobre un elefante. Un año bailando en el mayor espectáculo del mundo
Desvío sobre un elefante. Un año bailando en el mayor espectáculo del mundo
Libro electrónico287 páginas3 horas

Desvío sobre un elefante. Un año bailando en el mayor espectáculo del mundo

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Las memorias de una bailarina de ballet que abandona sus zapatillas de punta para montar un elefante en el circo Ringling Bros. y Barnum & Bailey en 1978.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2016
ISBN9781507130919
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    Desvío sobre un elefante. Un año bailando en el mayor espectáculo del mundo - Barbara File Marangon

    ... y dedicado a toda la gente del circo

    El verdadero artista pinta una imagen porque desea abrazar otra vez para su propio placer, y por siempre, un momento, y porque se ve impulsado por su afecto humano a pasar ese momento a sus contemporáneos y a aquellos que vengan después de él".

    Jack B. Yeats

    Contenido

    Capítulo 1

    La Venice Arena: regreso al pasado

    Capítulo 2

    La audición: el Met versus el Garden

    Capítulo 3

    El campo de entrenamiento en las instalaciones de invierno

    Capítulo 4

    El león en la ducha

    Capítulo 5

    Aprender a montar un elefante

    Capítulo 6

    Una historia de amor en el tour

    Capítulo 7

    El estreno y el tocado

    Capítulo 8

    La vida en el tren del circo

    Capítulo 9

    Suzy y la comida del sur de los Estados Unidos

    Capítulo 10

    Billy y el ankus

    Capítulo 11

    Montar a un elefante en una tormenta de nieve

    Capítulo 12

    El estuche de maquillaje rojo viajero

    Capítulo 13

    El elefante de lunares

    Capítulo 14

    La  muñeca china de Ringling

    Capítulo 15

    Hogueras gitanas en Nueva York

    Capítulo 16

    Príncipes, pugilistas y paquidermos

    Capítulo 17

    El Spectrum de Rocky

    Capítulo 18

    Oklahoma, ¡aquí vamos!

    Capítulo 19

    Blackie y el libro

    Capítulo 20

    El desfile de elefantes en Salt Lake City

    Capítulo 21

    Desafiando a un entrenador de tigres

    Capítulo 22

    El circo va a Hollywood

    Capítulo 23

    Un grand jeté y un lugareño

    Capítulo 24

    El Cow Palace de San Francisco

    Capítulo 25

    El caballito de mar fugitivo

    Capítulo 26

    La estampida en Chicago

    Capítulo 27

    Mi último paseo con Peggy

    ––––––––

    CAPÍTULO 1

    La Venice Arena: regreso al pasado

    Nos despertamos a nuestro pasado y vemos un momento en el tiempo en particular, como una rosa colorida y detallada colocada en el fondo borroso de una pintura. Al igual que la extraordinaria rosa pintada con destreza sobre el lienzo, ese momento específico representa el punto central de nuestras vidas. Regresamos y lo saboreamos una y otra vez, pues en nuestra memoria es tal vez más nítido que el presente. Nos aferramos a él una vez más, quizás por última vez. Ese momento, como una joya preciosa, a menudo está almacenado por años en nuestros recuerdos y un día emerge para ser revivido otra vez. En la víspera de Navidad del 2005, esa memoria despertó en mí.

    El clima en Florida era cálido y soleado, en contraste con las heladas temperaturas que habíamos dejado en Italia. Mi esposo Gianni y yo nos habíamos casado hacía dos días en Boca Ratón y ahora estábamos recorriendo la costa del golfo desde Sarasota hasta Punta Gorda. Cuando conducíamos por Venice, dejamos la autopista Tamiami Trail y cruzamos el Circus Bridge. Más allá se veía una inquietante estructura ubicada a la izquierda. La Venice Arena se elevaba desnuda, derruida y abandonada con las letras de su nombre desdibujadas. Más de treinta años habían transcurrido desde que entrené y actué allí.

    De 1977 a 1978, fui bailarina en el circo Ringling Bros. y Barnum & Bailey, durante un año cambié mis zapatillas de ballet por un elefante.

    Ese lugar era una parte de mi pasado y se había quedado en mi corazón. Podía revisitar otros sitios donde había bailado, como la Ópera Metropolitana de Nueva York, el Stadttheater de Klagenfurt, Austria, o el Teatro Goldony en Italia, pero mis sentimientos estaban allí en ese edificio en ruinas. El tour de un año con el circo Ringling había sido más que un trabajo. Como bailarina profesional, siempre había vuelto a casa, a mi vida privada, luego de estar en el escenario. Pero como artista de circo, ambos, mi hogar y mi vida privada, habían sido el circo mismo, en donde las adversidades de la vida diaria nos habían unido a todos. Mi vida en el espectáculo había sido más interesante que el propio espectáculo. Al alejarme del camino del ballet profesional, había elegido seguir algo completamente diferente. Mi recorrido con El mayor espectáculo del mundo había comenzado allí, en las instalaciones de invierno del circo en Venice, Florida.

    A pesar de los avisos de Prohibido entrar, condujimos hasta el terreno para echar una mirada.

    Todo parecía más pequeño ahora. Nos bajamos del auto y caminamos hasta la entrada del edificio y, para nuestra sorpresa, encontramos que estaba abierta. Entonces, con el estómago agitado, caminé hacia mi pasado.

    Adentro estaba oscuro, vacío, deteriorado y desde algún lado se oía el sonido de agua goteando. Gianni me dejó a solas con el pasado y mis fantasmas y salió a explorar las inmediaciones. Miré alrededor y traté de imaginar todo de la manera como había sido, con los animales, los payasos y los artistas trabajando para preparar el espectáculo para el tour. Los espectáculos Rojo y Azul se habían reunido allí año tras año antes de ponerse en camino para el recorrido de doce meses. Yo había pasado seis semanas ensayando en ese campo de entrenamiento en la Navidad de 1977.

    No sabía cómo un lugar que una vez estuvo tan lleno de vida pudiera estar ahora tan muerto. Cerré los ojos para imaginar una vez más las luces brillantes rebotando en las miles de lentejuelas de los trajes de las bailarinas, la banda tocando y cientos de artistas desfilando en coloridas carrozas, a caballo o a pie. Al final de la introducción, la escena permanecía vacía y el aire inmóvil, como la calma antes de la tormenta. Entonces el enorme telón que cubría la entrada por donde llegaban y salían los artistas y los animales se descorría, como para anunciar algo impresionante, justo antes de que una manada de elefantes viniera a la carga por el pasillo hasta el escenario. Se podía sentir el edificio sacudirse, el sonido como el de un repentino terremoto. Al final de la pista ovalada, el elefante líder se detenía y el resto de los elefantes detrás se alineaba para la gran montura, donde cada uno elevaba las patas delanteras para reposarlas en la parte trasera del elefante de enfrente. Mientras el público lanzaba gritos ahogados y aplaudía ante el espectáculo, el maestro de ceremonias rugía: ¡Bienvenidos al mayor espectáculo del mundo!.

    Abrí los ojos y todo se había esfumado. Se oía el goteo del agua, luego un ruido en algún lugar, tal vez un ratón. Afuera, al aire libre, lejos de los fantasmas del pasado, no tuve deseos de entrar en el edificio otra vez.

    Al mirar el espacio vacío, recordé el lugar exacto donde conocí a Peggy, la elefanta que aprendería a montar en el espectáculo. Cada día después del almuerzo, la manada de elefantes se alineaba en frente de la valla a esperar a los artistas que los montaban. Podía sentir su piel otra vez y oler ese particular olor de los elefantes. Todo el amor que sentía por Peggy volvió a mí de repente. Al volver al auto, me encerré adentro y esperé a Gianni que estaba filmando el área equipada para las prácticas sobre el trapecio. Un pequeño edificio me impedía verlo, pero luego apareció por la esquina y se subió al auto.

    –¿Quieres ver el trapecio? –me preguntó.

    –No gracias, ya he visto suficiente. Vámonos –dije con tristeza, y nos alejamos en silencio.

    Entonces dijo:

    –Sabes, parece que el trapecio todavía está en uso.

    Sentí un destello de esperanza de que tal vez aún hubiera algo vivo en la vieja estructura abandonada.

    Condujimos hacia el centro de Venice. En el camino vi un auto de policía estacionado afuera de un restaurante y luego de estacionar el nuestro, que era alquilado, hablé con el oficial que estaba dentro del auto.

    –¿Qué pasó con el circo Ringling Bros. y Barnum & Bailey? –le pregunté.

    –Se mudaron a Tampa, porque eliminaron la vía del tren. –Luego añadió: –Pero algunas veces un tipo solo viene a practicar en el trapecio.

    El corazón se me aceleró. Tal vez ese trapecista solitario era alguien que yo conocía. Sería una coincidencia considerando todos los actos sobre el trapecio que habría habido durante los últimos treinta años. Sin duda se trataría de alguien que ya no estaba más con el espectáculo.

    –Gracias por su ayuda –le dije. Luego le pregunté a Gianni qué había visto exactamente en el trapecio.

    –Nada en particular, solo una silla de director con un nombre.

    –¿Cuál era el nombre?

    Pensó por un segundo y luego dijo:

    –Tito.

    –¡Tito! ¿Estás seguro? –No lo podía creer.

    Había conocido a un Tito Ganoa que estaba en el espectáculo el mismo año en que yo estuve. ¿Podría ser que el trapecista solitario fuera Tito Ganoa? Tal vez la silla había sido abandonada hacía años y el equilibrista fuera otro. Decidimos volver otro día. Con suerte, podríamos agarrar al hombre practicando. Solo nos quedaban unos días antes de volver a Italia. Durante la Navidad era poco probable que alguien estuviera practicando, pero prometimos pasar por allí otra vez para ver si podíamos encontrar al hombre del trapecio.

    El día después de Navidad condujimos otra vez sobre el Circus Bridge. Al acercarnos a la arena, pudimos ver que había gente alrededor de la red aérea. Dos personas estaban paradas sobre la plataforma encima de la escalera. Había un hombre sobre el columpio.

    Gianni gritó:

    –¡Mira! ¡Hay gente ahí! ¡Vamos a verlos!

    –No, sigamos.

    Tenía miedo de ver fantasmas, pero luego me dije los fantasmas no caminan ni hablan, ¿no?

    Nos detuvimos.

    Cuando pensamos en la gente que conocimos hace años, siempre los recordamos como eran entonces, y es una sorpresa verlos envejecidos. Nos hace pensar en nuestra propia vejez y nos recuerda que la vida es muy corta.

    Agitada y moviéndome tan lento como un sonámbulo en medio de un sueño, caminé hacia la estructura aérea mirando al hombre sentado arriba sobre el columpio. Enseguida reconocí a Tito Ganoa, incluso a la distancia. Cuando llegué al área sus ojos se clavaron en mí tratando de reconocerme. No había cambiado nada, apenas unas pocas canas. Llevó el columpio a la plataforma, se puso de pie mirándome y sonrió. Rápidamente bajo la escalera y caminó hacia mí. Yo tenía lágrimas en los ojos cuando nos abrazamos.

    Se rio y dijo:

    –¡Aún estamos vivos!

    Como un sobreviviente que cuenta su versión de una historia, quería, y de alguna manera necesitaba, agarrar esa rosa otra vez y revivir mis memorias de aquel año en el circo.

    CAPÍTULO 2

    La audición: el Met versus el Garden

    Cada detalle de ese día de la audición sigue estando nítido en mi mente, incluso ahora después de casi treinta años. Una mañana fresca y soleada de abril de 1977, tomé el autobús 104 en la esquina de la calle 66 y Broadway en Nueva York, donde había vivido por diez años cuando no me encontraba viajando. El autobús 104 me llevaría a la esquina de Broadway con la calle 42, después caminaría hasta la 32 con la Séptima Avenida, donde está ubicado el Madison

    Square Garden. A las 10:30 de esa mañana en particular hice la audición para el circo Ringling Bros. y Barnum & Bailey. Acababa de regresar de Europa donde había bailado bajo contrato con el Stadttheater en Klagenfurt, Austria. Había decidido regresar a casa y buscar empleo en Nueva York en vez de buscar otro trabajo en Europa. Aunque siempre había trabajado en compañías de ballet, quería hacer algo diferente, pero algo que todavía me permitiera bailar. Haber bailado en el musical Can-Can en Austria y haber trabajado con la coreógrafa de Hair, Julie Arenal, en Nueva York, me había dado una nueva perspectiva sobre mi carrera de bailarina. El ballet aéreo siempre me había intrigado y era un arte que quería aprender. Eso significaba unirme al circo.

    Todo el mundo tiene ese sueño romántico de unirse al circo, especialmente después de ver El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille. La otra ventaja de unirme al circo era la oportunidad  de recorrer los Estados Unidos por un año. Tenía el anhelo de viajar otra vez y era hora de ponerme en camino. Esas eran las razones por las que me encontraba allí esa mañana.

    La mayoría de los artistas estaría de acuerdo con que las audiciones pueden ser aterradoras y decepcionantes. Hacía unas semanas había estado a punto de conseguir un trabajo de bailarina por un año en El Cairo, Egipto. En los años setenta había extravagantes clubes nocturnos que ofrecían revistas de variedades en El Cairo y en todo el Oriente Medio, antes de que las severas restricciones religiosas en materia de entretenimiento cerraran esos impresionantes espectáculos. En aquel entonces se buscaban hermosas bailarinas de ballet, y tener habilidades para bailar en pareja era una ventaja adicional. Yo había adquirido destreza bailando en pareja  en mis clases de pas de deux dirigidas por Andre Eglevsky en la Escuela de Ballet Americana, y esto me favoreció cuando bailé con el ballet en Klagenfurt. En un ensayo para el musical Can-Can, le pedí a Dmitri, el bailarín principal rumano de la compañía, que hiciéramos una elevación. No había tenido suerte con las demás bailarinas, pero funcionó conmigo. Yo no podía hacer volteretas laterales, pero hacía las elevaciones en el espectáculo. De modo que, equipada con esta experiencia, hice la audición para el espectáculo que iría a El Cairo.

    Al final la elección quedó entre otra bailarina y yo. Solo necesitaban una, así que la compañía tenía que decidir cuál de las dos luciría más exótica en Egipto, yo con el cabello rubio rojizo y la piel blanca como la leche o la bailarina bronceada con el pelo rubio platino. Después de darle vueltas por un par de semanas, tomaron la decisión final: la bailarina de cabello rubio platino. Fue una gran decepción para mí. Siempre había querido conocer Egipto, que era una de las razones por las que había hecho la audición. Allí estaba semanas más tarde, en camino al Madison Square Garden. Hacer un tour por veinticinco ciudades estadounidenses en doce meses sería distinto a vivir en El Cairo por un año, pero si conseguía el trabajo, sabía que me estaría embarcando en una gran aventura.

    Pero antes de que llegáramos a la parada en la esquina de la calle 64 y Broadway, me puse de pie de un salto y corrí hasta la salida trasera del autobús. Quería bajarme. ¿En qué estaba pensando? Gracias a Dios por el tráfico de Nueva York, porque eso me dio un minuto para pensar en lo que estaba haciendo. Miré hacia el Lincoln Center con la Ópera Metropolitana alzándose majestuosamente en el centro, la impresionante fuente enfrente del teatro y los murales gigantes rojos de Chagall. Podía ver el El triunfo de la música y La fuente de la música desde donde estaba parada en el autobús. Mi sueño era regresar allí algún día y bailar con una compañía de ballet. ¿Qué estaba haciendo entonces en una prueba para participar en el circo más famoso del mundo?

    La primera vez que actué en el Met era una estudiante de ballet, todavía no formaba parte de una compañía. El Ballet Real había venido a la ciudad con Rudolph Nureyev y Margot Fonteyn, y me contrataron para bailar en La bella durmiente como una invitada de palacio en la boda de Aurora. Estaba en el mismo escenario donde se estaba haciendo historia con la extraordinaria colaboración de Fonteyn y Nureyev. Fonteyn ya tenía más de cincuenta años, pero bailaba y lucía como la adorable Aurora de dieciséis años. Una vez, mientras estaba viendo otro acto entre bastidores, sentí que dos manos pequeñas me tomaban por la cintura y una bailarina diminuta frotó sus zapatillas en la caja de colofonia que estaba detrás de mí. Me di vuelta rápidamente para ver quién era, y allí estaba la legendaria Margot Fonteyn.

    El carisma de Nureyev a veces superaba su baile. La puerta del carruaje real se abría en el segundo acto cuando hacía su primera aparición ante el público. Desde cualquier asiento de la enorme Ópera Metropolitana se podían ver esos fantásticos pómulos altos y esos fríos ojos negros. Siempre que posaba con un aire de nobleza antes de bailar, había un silencio helado, seguido por los Ahhs de los embelesados espectadores y luego un fuerte estallido de aplausos que echaba abajo el teatro.

    Un año más tarde, contratada otra vez como bailarina extra, me había parado en el escenario oscuro del Met mientras el telón se abría para Romeo y Julieta, del Ballet Stuttgart. Interpretaba a una aldeana de pie en el puente construido en el escenario, y podía ver las veintiuna arañas, con casi cinco mil cristales en forma de estrellas de una constelación, abrirse paso hasta el techo. Aunque el teatro estaba completamente oscuro, podía sentir la enorme fuerza viviente de cientos de personas sentadas ansiosas en sus asientos, esperando a que comenzara el ballet. En ese breve instante, absorbía la emoción y la anticipación de aquellos que habían venido a ver el espectáculo. El sonido de la orquesta, que separaba a los bailarines del público, salía de la oscuridad total. Esa sensación me invadió en esos segundos en la parte de atrás del autobús.

    Mi mente voló de vuelta desde el escenario del Met a través de la oscuridad, del público inquieto, pasando a Chagall, la luz del día, la fuente del Lincoln Center y a través de la calle hasta la parada de autobús desde donde observaba el teatro. Todas esas memorias amontonadas se reflejaban en ese momento en los grandes murales de Chagall. Me bajaría del autobús y esperaría a que algo más se presentara, decidí.

    Pero luego me pregunté, ¿A qué le tenía miedo? ¿A la supuesta vida dura en el circo? ¿A ser atacada por un feroz león o pisoteada por un elefante? ¿Y los accidentes? La puerta se abrió y se cerró en la calle 64, pero yo todavía estaba en el autobús cuando se alejó de la acera. Iba a seguir adelante hasta el final. Todo habría sido diferente si me hubiera bajado del autobús ese día, de qué manera, nunca lo sabré. Sin embargo, sí sé que me habría perdido de una de una de las mejores experiencias de mi vida si no hubiera visto desde adentro cerrarse esas puertas del autobús 104 aquella mañana de abril de 1977. La decisión que cambiaría mi futuro había sido tomada en solo unos segundos.

    Tan pronto como entré en el escenario gigante del Madison Square Garden, los olores del circo me abrumaron. Me tomó un rato acostumbrarme al olor a excremento y a orina de los animales, que nada tenían que ver con los perfumes caros que se mezclaban en el Met. En la arena hay asientos para alrededor de veinte mil espectadores en contraste con la elegante Ópera Metropolitana, donde hay espacio para tres mil ochocientas personas. La cálida alfombra roja afelpada y los asientos de terciopelo del Met estaban reemplazados por asientos de frío concreto y hierro. La altura y el ancho de la arena eran mucho más grandes pero, a diferencia de la Ópera, no había un telón de damasco dorado en el escenario, que se considera el más grande del mundo. La variedad de eventos llevados a cabo en el Madison Square Garden es amplia: una semana una estrella de rock y la siguiente una importante pelea de boxeo.

    La arena ocupa el tercer lugar entre las más ajetreadas del mundo. Elvis Presley había dado su concierto en el Madison Square Garden cinco años antes. Frank Sinatra, Cher, Barbra Streisand y Michael Jackson también habían hecho historia allí. Elton John, que

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