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El cadáver que soñaba
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El cadáver que soñaba
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El cadáver que soñaba

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En la pequeña población costera de Encrucijada la vida transcurre apaciblemente. Las obligaciones del sargento Demáquero Virato no son muchas: velar por el orden y la paz, vigilar los altercados el día de mercado y cuidar que la escasa guarnición bajo sus órdenes sepa dónde tiene cada pie. Pero el mismo día en que un nuevo magistrado llega a la ciudad, se produce un asesinato en el cenobio que hay en las cercanas montañas y la vida empieza a volverse demasiado interesante.

¿Quién mató al joven aprendiz de herrero? ¿Por qué hay un magistrado en una ciudad que se las ha apañado diez años sin uno? ¿Es el asesino uno de los frates del cenobio o se trata tal vez de un artesano de los gremios? Y, sobre todo, ¿por qué alguien de origen patricio como Intrubio Polio elige ser magistrado de una ciudad insignificante en la que nunca pasa nada?

IdiomaEspañol
EditorialSportula
Fecha de lanzamiento6 oct 2014
ISBN9788415988656
El cadáver que soñaba
Autor

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    El cadáver que soñaba - Rodolfo Martínez

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    Un magistrado

    —¡Sargento! ¡Despierta, sargento!

    Demáquero Virato abrió los ojos, masculló una maldición e intentó enfocar la vista. El cabo Árgulo lo zarandeaba de un lado a otro y su rostro redondo y simple parecía una oda a la preocupación.

    Parpadeó y se incorporó en el lecho.

    —¿Qué sucede, cabo? —preguntó con voz pastosa.

    Árgulo se cuadró, o al menos lo intentó, mientras Virato se ponía en pie y llenaba la palangana con agua.

    —La casa del magistrado —dijo Árgulo—. Alguien… Está ocupada.

    Terminó de lavarse la cara y el cuello y se miró unos segundos en el espejo antes de volverse a su subordinado. Como de costumbre, no reconoció del todo al tipo de treinta y cinco años que le devolvía la mirada.

    —¿Por quién? —preguntó.

    El cabo Árgulo miró a su alrededor, como si alguien pudiera darle la respuesta.

    —No lo sé.

    Virato se puso la túnica, se calzó las botas y se ciñó la espada. En un extremo de la habitación, acumulando polvo, había un yelmo. Lo pensó unos instantes, masculló una maldición y echó a andar hacia la puerta.

    —Sígueme, cabo.

    Alzó la vista de la que salía al exterior. Acababa de amanecer y el horizonte perdía los últimos rastros de rojo mientras el sol ascendía perezosamente. El frío de la mañana se le metió en los huesos y estuvo a punto de dar media vuelta y ponerse una capa. Se encogió de hombros y miró de nuevo al cielo: apenas había nubes, y en unas horas el calor iba a ser insoportable. Odiaba el verano; claro que tampoco le gustaba demasiado el invierno. En cuanto a la primavera y el otoño, cargados de viento y lluvia, eran una molestia que soportaba a regañadientes.

    —¿Cuándo pasó?

    El cabo Árgulo dudó unos instantes.

    —Ahora mismo, sargento. Tuvo que ser ahora mismo. La última ronda pasó por allí hace poco más de media hora y no había nadie en la casa.

    Asintió, aunque le parecía absurdo. La casa del magistrado llevaba más de diez años vacía, y lo poco que pudiera haber de valor en ella había volado hacía tiempo. Además, no te metes a robar justo después del amanecer, cuando la gente empieza a despertar y cualquiera puede verte; sino de noche, en silencio y de un modo discreto. Quien quiera que estuviese en la casa era un completo imbécil; o bien…

    No, absurdo.

    No tardaron en llegar. Era una villa regia y sólida en las afueras del pueblo, concebida para ser un refugio y no para impresionar. A pesar del aire de decrepitud que flotaba a su alrededor, la casa se mantenía en pie de un modo casi desafiante, como si el tiempo y el abandono no fueran más que molestias a las que hacía frente con dignidad.

    Dieron la vuelta al edificio y vieron la puerta principal abierta, dos caballos atados al poste y una luz vacilante que salía del interior.

    Meneó la cabeza.

    No, aquello no era un ladrón. Tampoco un imbécil.

    Solo que no era posible.

    Con un gesto de la mano, le indicó a Árgulo que esperase. El cabo asintió, nervioso, y agarró su lanza con fuerza.

    Se acercó a los caballos y les echó un vistazo. Habían estado viajando, desde luego, pero el dueño no los había forzado más de lo necesario, y aunque necesitaban un buen cepillado, parecían bastante descansados. Buenos animales, sin la menor duda: dóciles y resistentes.

    Comprobó los arreos y la silla

    : buena calidad y excelente artesanía. No era un trabajo barato y seguro que había valido cada céntimo pagado.

    Se acercó luego a las alforjas. El cuero, repujado, estaba desgastado por los años y los viajes. Con la yema de los dedos siguió el contorno medio borrado de lo que podía ser un blasón familiar.

    —No esperaba tanta diligencia a una hora tan temprana —dijo una voz a su espalda.

    Se volvió. En el umbral de la puerta, un hombre lo contemplaba con un candil en la mano, una ceja alzada y el asomo de una sonrisa en el rostro. Aparentaba unos cincuenta años, tal vez algo más, y la ropa que vestía, si bien arrugada y sucia por el viaje, era de primera calidad.

    —Yo tampoco —respondió Virato.

    La sonrisa terminó de materializarse en el rostro del desconocido.

    —Lamento mi llegada a una hora tan intempestiva —dijo—. Me temo que calculé mal la distancia y llegué antes de lo que esperaba.

    Se echó la mano a la manga y de ella extrajo un rollo lacrado.

    —Debes de ser el sargento Órdube Demáquero Virato.

    Virato asintió. Nadie había usado su nombre completo en mucho tiempo y al oírlo pronunciar de un modo tan formal, la sensación fue extraña.

    —Mis credenciales —dijo el desconocido mientras le tendía el rollo.

    Virato lo cogió, rompió con cuidado el lacre y leyó con los ojos entrecerrados exactamente lo que esperaba leer y no acababa de creerse. Se detuvo un instante al final, en la línea que revelaba el nombre del nuevo magistrado: Árgida Intrubio Polio.

    Tomó aire y trató de permanecer impasible, mientras luchaba por asimilar que la ciudad tenía de nuevo un magistrado y que era nada menos que un Intrubio del clan de los Árgidas. Reaccionó de pronto, alzó la vista y devolvió el rollo a su propietario.

    —Hace más de diez años que estamos sin magistrado —dijo, y odió el tono de disculpa que cabalgaba en sus palabras—. No esperábamos…

    —Claro que no —respondió el nuevo magistrado, comprensivo—. Como te he dicho, lamento lo intempestivo de mi llegada, sargento. No es mi intención alterar vuestra rutina. Estoy aquí para ayudar, no para ser una molestia.

    Virato asintió, sin saber qué pensar de las últimas palabras del magistrado, y se volvió hacia Árgulo, que seguía en la esquina del edificio agarrado a la lanza

    —¡Cabo! No te quedes ahí parado como un pasmarote. Despierta a dos de los muchachos y que vengan a echar una mano con los caballos.

    Tras una temblorosa inclinación de cabeza, Árgulo dio media vuelta y echó a correr hacia el cuartel.

    —Gracias, sargento —dijo el magistrado—. He conseguido habilitar la sala junto a la puerta y de momento cubre perfectamente mis necesidades. Pero confieso que no me vendría mal que se le pegase un buen repaso a la casa. Y supongo que necesitaré contratar los servicios de alguien de forma permanente. Para su mantenimiento… y el mío, claro.

    —Me encargaré de ello. ¿El resto de tu equipaje está en camino?

    —¿El resto? No hay ningún resto. —Señaló hacia el segundo caballo con un gesto de la cabeza—. En cuanto haya descargado las últimas alforjas de mi montura, habré acabado con el equipaje. Me gusta viajar ligero —añadió, dando por sentado que aquello lo explicaba todo.

    —Comprendo —respondió Virato, quien no entendía nada de nada.

    Entretanto, Árgulo había regresado con un par de guardias. Virato los asignó a las órdenes del magistrado (quien contemplaba con un deje de distante diversión toda la escena), se despidió de él y volvió al cuartel acompañado del cabo.

    Un magistrado, se decía, un magistrado en una ciudad sin importancia que se las había apañado muy bien sin él durante los últimos diez años. ¿Por qué? Y sobre todo, ¿por qué un patricio para el cargo?

    Malditos sean los tiempos interesantes, pensó mientras entraba en su habitación.

    2

    Un cadáver

    Sequía o diluvio, no hay términos medios, decía el viejo dicho. Y no podía ser más cierto. Por si no hubiera sido suficiente la llegada de un magistrado al pueblo después de tanto tiempo sin uno, por la tarde apareció el herborista del cercano cenobio de Bibio en un estado de evidente agitación.

    —Salve, sargento; paz contigo.

    —Y contigo, frate.

    —Ojalá, sargento, ojalá. Pero me temo que la paz se encuentra muy lejos de mí en este momento.

    El sargento sonrió y le indicó con un gesto al herborista que se sentara.

    —Quizá un poco de vino pueda traerla —dijo.

    —Nada querría más que compartir contigo un buen caldo, pero me temo que no podrá ser, al menos hoy. Tu presencia y la de tus hombres es requerida en el cenobio.

    —¿Por quién?

    —El Sumo Frate, quién si no.

    Virato tomó aire y entrecerró los ojos. El cenobio estaba a poco más de una legua de Encrucijada, y aunque los contactos entre ambos eran frecuentes (y beneficiosos, por lo general), no lo era tanto que el superior del cenobio solicitara la presencia de la guarnición del pueblo. El Sumo Frate era un individuo orgulloso y altivo tras sus humildes modales monásticos, y prefería lavar en privado los trapos sucios del cenobio sin involucrar a la autoridad civil.

    —¿Qué ha pasado?

    El herborista sacó un pañuelo de entre los pliegues del hábito y se secó el copioso sudor que le descendía por la frente.

    —Algo que entra totalmente en tu jurisdicción y escapa a la nuestra, me temo. Un asesinato.

    Virato asintió y frunció el ceño.

    —¿De un frate? —preguntó.

    —No.

    —¿Un habitante de Encrucijada, un peregrino, un ladrón, un artesano de los gremios?

    —No lo sabemos, sargento. No conocemos al muerto. De hecho, sospecho que ni su madre lo reconocería en el estado en el que se encuentra. Lo poco que le queda de rostro es… Aún me estremezco al pensar en ello.

    Virato se mordió el labio inferior.

    —¡Cabo! —gritó de repente.

    Árgulo asomó la cabeza.

    —Envía a alguien a casa del magistrado —dijo—. Va a tener oportunidad de iniciar su trabajo antes de lo que esperaba.

    Árgulo parpadeó, tratando de entender lo que acababa de oír.

    —¿Quieres que te lo ponga por escrito? ¡Vamos, manda a alguien!

    —Sí, sargento.

    El rostro de Árgulo desapareció del umbral tan rápido como había aparecido. Virato contuvo una sonrisa ante el gesto de estupor del herborista.

    —¿Magistrado? —preguntó.

    —Desde

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