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Orrusk: La posesión del Nigromante
Orrusk: La posesión del Nigromante
Orrusk: La posesión del Nigromante
Libro electrónico473 páginas5 horas

Orrusk: La posesión del Nigromante

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Información de este libro electrónico

En lo más profundo del bosque Nevado, en la lejana isla de Galdor, acaba de nacer un orco que cambiará para siempre el destino de sus habitantes.
Ésta es su historia, de cómo fue un poderoso guerrero que terminará convirtiéndose en el nigromante que hará temblar a todo el continente de Forgran, pasando por aventuras y situaciones sin fin donde el mal y el poder son los protagonistas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 may 2024
ISBN9788412865158
Orrusk: La posesión del Nigromante

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    Orrusk - Carlos Ramos

    Prólogo

    Introducción

    Capítulo 1

    Una infancia dura

    Capítulo 2

    La fortaleza del Cráneo Sangrante

    Capítulo 3

    El cementerio de las runas

    Capítulo 4

    Regreso al hogar

    Capítulo 5

    La masacre de los picos nevados

    Capítulo 6

    Negocios placenteros

    Capítulo 7

    Un camino complicado

    Capítulo 8

    La cámara de Elagrenor

    Capítulo 9

    Las ruinas de las estrellas

    Capítulo 10

    Agridulce regreso

    Capítulo 11

    Un augurio entre las estrellas

    Capítulo 12

    Un viejo amigo

    Capítulo 13

    En busca y captura

    Capítulo 14

    Un rescate complicado

    Capítulo 15

    Tambores de guerra

    Capítulo 16

    La batalla del valle

    Capítulo 17

    Nuevos enemigos

    Capítulo 18

    El reino de la muerte

    Apéndices

    Agradecimientos

    Prólogo

    Cuenta la leyenda que en medio del océano de Las Serpientes se encuentra la isla de Galdor, rodeada de una espesa niebla, hogar de dos razas en conflicto desde tiempo ancestrales., una terrible batalla tuvo lugar hace 150 años. Nadie sabe cuándo el nigromante Hiferius a sus costas. Algunos dicen algunos que fue en una terrible noche invernal cuando, montado en un dragón no muerto, aterrizó en el Cementerio de las Runas, lugar de descanso de los valerosos enanos durante siglos, situado al sur de sus fronteras.

    Una figura ataviada con una túnica negra, adornada con runas de fino hilo de plata, situada en medio del silencioso cementerio, alzó un bastón blanco, hecho de puro hueso y adornado con un cráneo humano en su parte superior, murmuró unas palabras en un idioma desconocido y los muertos empezaron a salir de sus tumbas, tanto enanos que ya eran esqueletos o que todavía conservaban su parte de su cuerpo; a esto se le sumó los fantasmas que rondaban sin descanso por el lugar, con sus lamentos que podían helar hasta la sangre del más valiente. Cuando el nigromante terminó su hechizo, con un gesto de su mano trazó un círculo con su bastón y ordeno a sus nuevas huestes construir una torre con las lápidas y otras grandes piedra, uso huesos para su hacer su mobiliario y obtuvo diferentes suministros de caravanas que viajaban por los caminos, ninguna sobrevivió a tales asaltos. Su nueva torre estuvo lista en poco tiempo y le serviría de guarida para sus planes y experimentos. Rodeó el cementerio con una espesa niebla para ocultarse, que nada ni nadie le molestara, y así fue casi un año. En ese tiempo, Hiferius pudo realizar sus terribles experimentos para crear una nueva raza e intentar localizar lo que vino buscando: El Grimorio Negro que le daría las herramientas necesarias para poder acceder al Reino de los muertos, enfrentarse a Kulcron, el dios que allí moraba, derrotarlo y hacerse con el control. Basta decir que también quería lanzar su venganza contra todos aquellos que le expulsaron de la Torre del Báculo hace ya varios años y, por supuesto, conquistar todo el continente de Forgram. Estaba seguro de que el ansiado libro estaba cerca, podía sentir su poder en la atmósfera.

    Pasaron unos años de relativa calma sin que el resto de las razas se imaginara lo que estaba sucediendo en el Cementerio de las Runas. Entre las más antiguas se encontraban los enanos de La Lanza, estos como era costumbre, iban una vez al año a visitar a sus ancestros, bajaban al camposanto a presentar sus respetos, brindar con un barril de cerveza amarga en su honor y contar las hazañas realizadas por su clan.

    Cuando se dieron cuenta de que algo iba mal era ya demasiado tarde. Lo primero fue que les extrañó la espesa niebla y el frío antinatural que recorría las tumbas. Apenas podían ver unos metros delante de sus narices. No fue hasta que uno de ellos, conocido como Bambur, pudo distinguir unas figuras que se acercaban a su posición. Extrañados, porque el cementerio siempre ha estado vacío, se pusieron alerta, escudos y hachas preparadas. De repente oyeron un silbido y uno de sus compañeros cayó partido por la mitad, algo le había asestado un golpe con tanta fuerza que cayó partido en dos. Los enanos oyeron gruñidos a su alrededor y cuando por fin se disipó la niebla, vieron ante ellos a unas criaturas descomunales de un color verde oscuro, sin pelo en la cabeza, ojos rojos, con el pecho descubierto, armados con largas espadas serradas de hierro, casi de tres metros y una extraña calavera roja pintada en sus frentes, se abalanzaban sobre ellos. Los enanos eran fuertes guerreros, disciplinados y no tenían miedo a nada, pero la visión de estos seres les hizo dudar de su valentía; superados en número, dieron la vuelta y huyeron para salvar sus vidas. Las criaturas gritaron y salieron en su persecución, garras de hueso salían de la tierra para atraparlos en su huida, sufrieron mil cortes con la mala suerte de que uno de ellos se tropezó y las bestias le cayeron encima; sus últimas palabras fueron—: Corre, Hardfall, avisa al rey de la amenaza que nos cierne. —El último de ellos puedo escapar a duras penas, tres días estuvo huyendo y no sabía si las criaturas le estaban persiguiendo, pero él tenía una misión: avisar a su rey… Al cabo de una semana, Dimforge, apodado Lanza Gris, rey de todos ellos, salió de su fortaleza acompañado de su poderoso ejército para hacer frente a la amenaza. 500 enanos con armaduras relucientes de acero dorado, conocido como mithar, montados en jabalíes de batalla acorazados, 100 ballesteros, especializados en armas en el ataque a distancia y 50 enanos conocidos como Defensores, llevando armaduras de malla flexible y lanzas bendecidas por su dios Dourgalig, salían en perfecta formación.

    Al cabo de seis días llegaron a los dominios de Hiferius, su antaño camposanto. El nigromante estaba preparado porque sabía que los enanos buscarían vengar a los suyos y por haber profanado las tumbas de sus ancestros. Más de 600 bestias, con colmillos que sobresalían de su labio inferior, de casi tres metros de altura, el pecho descubierto, vistiendo armaduras toscas de piel y hueso, armados con grandes hachas hechas hierro y hueso…, ojos inyectados en sangre, fornidos como el más ancho de los enanos, les esperaban junto con más de 200 no muertos, entre esqueletos y zombis enanos que habían reposado en el camposanto.

    Y así fue cómo tuvo lugar la batalla más sangrienta en toda la historia de los enanos. Los orcos, creaciones del nigromante, caían como una plaga sobre el ejército, con una furia nunca vista por los guerreros más experimentados de los clanes.

    Así como los no muertos que buscaban desgarrar la carne o comerse a los enanos caídos en combate. Los enanos, que resistían como podían, destrozaban miembros, cabezas, huesos, estaban siendo superados por sus enemigos.

    Hiferius, desde lo alto de su torre, lanzaba terribles hechizos contra sus enemigos, invocaba más esqueletos, levantaba los cuerpos de los enanos caídos en combate para enfrentarse a sus compañeros de armas; tambaleándose abrían sus oscuras bocas para alimentarse. Pero en la más oscura hora apareció el rey de los enanos, ataviado con una armadura dorada de acero, armado con su lanza mágica Perdición del Mal, montado sobre su fiel gran jabalí acorazado. Recorrió el campo de batalla despedazando tanto a orcos como a los no muertos sin temor alguno, cabezas, brazos, piernas y huesos salían despedidos a su paso. Sabía que la única forma de salir victorioso de esta batalla perdida era matando al nigromante.

    No sin gran esfuerzo llegó a la base de la torre recorriendo el campo montado en su fiel jabalí llamando Ciclón; el nigromante, confiado en el poder de su magia, empezó a lanzar le hechizos de fuego verde. Sabía que, si el rey caía, la batalla estaba más que asegurada y podía seguir con planes de conquista en el resto de la isla y buscar El Grimorio Negro sin resistencia alguna.

    Dimforge saltó de su montura con un gran salto y rodando para esquivar a los mortales bolas verdes, para enfrentarse al nigromante. Lo que jamás se hubiera esperado Hiferius, era que su magia no afectaba al rey, desconocía que los enanos eran muy resistentes a la magia; esto le pilló desprevenido, ocasión en que el rey cogió impulso y con su poderosos brazo derecho lanzó su arma bendecida por su dios, directo al pecho de su enemigo.

    Larga distancia recorrió el arma y para cuando se quiso dar cuenta, Hiferius salía despedido hacia la parte trasera de su torre con la lanza clavada en su pecho; un chorro de sangre salió disparado, cayó al suelo con los brazos y las piernas rotas, no podía moverse y no tenía esbirro alguno que le protegiera. Vio cómo se acercaba el rey de los enanos, el cual había recuperado la lanza de mithar manchada con su sangre, al parecer una poderosa magia hacía que volviera a sus manos. No sin gran rabia, la mirada que le echó a Hiferius no dejaba lugar a dudas de cuál sería su destino; con una velocidad fuera de lo normal, le clavó su arma en la cabeza con toda su fuerza, un crujido fue la señal de que le habría partido el cráneo y destrozado su cerebro.

    Al morir, los no muertos que había convocado cayeron al suelo como muñecos de trapo, tanto los zombis como los esqueletos, ocasión que aprovecharon los enanos para contraatacar a los orcos, quién al ver cómo la batalla se volvía en su contra y no tenían la protección de su amo, empezaron a experimentar algo que les era desconocido hasta ahora: el miedo, esta extraña sensación hizo que empezaran a retirarse y a huir al bosque que había en las faldas de los picos nevados.

    Los enanos no los persiguieron dentro del espeso bosque porque estaban, la mayoría, malheridos o a las puertas de la muerte. Cansados y con falta de ánimo al ver a muchos de sus camaradas caídos en combate. El rey ordenó la retirada, no sin antes quemar tanto a los no muertos como a los orcos. Enterraron a sus guerreros en tumbas protegidas con runas inscritas en sus lápidas para que sus espíritus descansaran en paz.

    Redujeron a escombros la torre, con los restos del nigromante, su bastón de hueso, que creían, y con razón, que estaba maldito. Fueron enterrados sin ceremonia alguna en un profundo hoyo, tapado con una pesada piedra. Dimforge grabó unas runas sagradas con su lanza mágica para que nada ni nadie pudiera profanar el cadáver y así fue como terminó la batalla del Cementerio de las Runas.

    Regresaron a su hogar y los maestros de la forja levantaron un gran muro entre su reino al que bautizaron como Muro de Las Runas. bajo pena de muerte ningún enano podría regresar a tal maldito lugar. El Rey estaba seguro de que sus enemigos no volverían, pero estaba muy equivocado.

    Los pocos orcos supervivientes, unos 50, se escondieron en profundas cuevas de las montañas. Y allí se relamieron sus heridas, pero su odio contra los enanos no paraba de crecer, por lo que empezaron a planificar su venganza… Y sería el orco que menos se cabía esperar…

    Introducción

    Hacía tiempo que nadie caminaba por el polvoriento suelo de las escaleras de piedra. Antaño había antorchas por las grises paredes, de las cuales solo quedaban oxidados soportes y telarañas… La figura encapuchada avanzaba sin necesidad de luz alguna debido a que su raza podía ver en la oscuridad, con pasos seguros avanzaba sin miedo hacia la puerta situada al final. La puerta era de acero negro sin cerradura alguna y con antiguas runas sobre ella. La misteriosa figura saca una mano de su túnica, la mano era de verde oscuro, fuerte y joven, con un hábil movimiento hacia arriba, y a la derecha se oyó cómo se abría la puerta; antes de pasar por ella, revisó en su mente los conjuros que tenía preparados, cerrando los ojos y concentrándose en las runas vio que hacía tiempo su magia se había desgastado; no sin precaución avanzó a través de la puerta y dijo en voz alta: «Como me haya engañado el condenado dragón, le arrancaré su cabeza con mis propias manos».

    La habitación en la que se encontraba estaba hecha de roca, era circular con varias estanterías en sus paredes, una mesa de roble adornado con extrañas figuras talladas, así como una silla antigua de madera. Se veía el abandono en todos los rincones en los que miraba la figura: viejos libros polvorientos, tirados también por el suelo, la mesa llena de frascos rotos, así como pergaminos mordidos por los pequeños roedores, actuales habitantes de la estancia; se veían también tarros con varios ingredientes, algunos ya podridos por el paso del tiempo, otros todavía podían identificarse, dientes de murciélagos, ojos de rana, hierbas… etc.

    La figura invocó un hechizo de luz para iluminar mejor la estancia y así poder buscar el objeto de su misión; al poder ver mejor se quitó la capucha de su túnica negra hecha de tela gruesa, runas de hilo de plata bordadas por los bordes de sus mangas con varios bolsillos secretos donde guardaba un frasco amarillo y otros objetos para poder invocar su magia, una cabeza con una larga coleta de pelo gris, afeitado la cara, ojos amarillos brillantes, que desprendían una maldad sin límites, escudriñó la habitación; complexión fuerte y musculosa, una armadura negra completaba su vestimenta. Orrusk se llamaba y era un nigromante especializado en alzar poderosos muertos vivientes, armado con un poderoso bastón tallado con tres caras en su parte superior. Esto era algo insólito en una raza que nacía para combatir, para saquear y formar temibles guerreros que buscaban el honor y la gloria.

    Fue hasta el centro de la habitación, hacia el escritorio desgastado por el tiempo, lleno de polvo al igual que el resto de la cámara; sobre él estaba un viejo libro negro, de piel humana por lo que pudo deducir el nigromante, runas rojas de sangre sobre su tapa. El orco se acercó, puso la mano sobre la tapa y las runas empezaron a brillar con una tenue luz roja; sintió el poder recorriendo por sus venas, con delicadeza abrió la tapa y con una voz tenebrosa dijo:

    —¡Por fin es mío!, ahora nada ni nadie me podrá parar.

    Dejó su bastón apoyado a un lado, se sentó en la vieja silla enfrente del escritorio y empezó a leer El Grimorio Negro.

    Esta es la historia de cómo un orco llegó a ser la criatura más poderosa de todo Forgran.

    Capítulo 1

    Una infancia dura

    Era un día lluvioso de invierno, el frío se colaba entre las galerías subterráneas que recorrían el complejo subterráneo de las cuevas de los Picos Nevados, hogar de los orcos desde que fueron expulsados de la gran batalla contra los enanos hace 150 años. Situada en la falda y rodeada de un espeso bosque, se encontraba la entrada, que conducía a las cavernas, con otra salida a un valle una fortaleza hecha de madera y piedra era el único edificio en el exterior. En una de las muchas estancias que allí había, excavadas en la piedra oscura, con una única entrada y salida; de puerta servía una manta de cuero marrón oscuro; en el centro de la estancia había una hoguera de donde colgaba un pequeño caldero con algún tipo de sopa. En uno de los rincones había dos jergones de paja que servían de cama y harapientas mantas para combatir el frío aire que se colaba por los pasillos. En el rincón más próximo a la entrada había un armero hecho de madera obtenida del bosque cercano, donde colgaban un hacha de hueso y una lanza, ambas aserradas y bien afiladas, oscurecidas por el uso que se les había dado, con mango de cuero flexible hecho con la piel de alguna criatura, habitante de dicho bosque.

    Al lado contrario, colgada de una de las paredes, había una armadura de piel llena de polvo y desgastada por el uso que se le había dado, todavía era visible el símbolo del clan. En otra de las paredes había estanterías de madera colgadas en la fría roca, que servían para guardar los diferentes utensilios y enseres. En una de estas cuevas vivía una pareja de orcos, una de muchas; la hembra acaba de dar a luz a un cachorro, nombre que se le daba a los recién nacidos. «Mira —dijo la madre, cansada y sudorosa de dar a luz, a su compañero—, parece fuerte para ser un recién nacido».

    —Tiene tus ojos —dijo Urok, el padre—, será un buen guerrero como todos los del clan, cuando esté preparado se lo llevarán al Dolmen antiguo y allí veremos de lo que será capaz.

    —Sí —dijo Nobfang, la madre, no sin una nota de tristeza en su voz.

    —Sabes que es su destino, no puedes impedir que se lo lleven los Cráneos Rojos (nombre que se le daba a los orcos encargados de escoger a los cachorros más fuertes para entrenarlos) —dijo el padre.

    La fortaleza era una ruina del pasado, reconstruida por los orcos de antaño con los materiales de que disponían; situada en la costa, esta estructura servía como hogar tanto de entrenadores, reclutas y los temibles Cráneos Rojos, allí se formaban a los orcos seleccionados y prepararlos para ser guerreros fieros. Los cachorros seleccionados a la edad de diez años empezaban en el uso de armas, técnicas de supervivencia, combate, resistencia al dolor hasta límites extremos, métodos de tortura para hacer hablar a sus enemigos o, en el caso de que los capturasen, no soltar palabra.

    Para saber si un orco era digno de ser seleccionado para tal alto honor, los Cráneos Rojos hacían la prueba del puño. ¿Cómo sabían que eran dignos? Muy simple, cogían al cachorro y le daban un puñetazo, no muy fuerte, porque podrían matarlo, pero sí lo suficiente para ver si este lloraba o mostraba algún miedo. Si aguantaba el dolor sin quejarse ni mover un músculo, era digno de que se lo llevaran; en caso de no superar la prueba, no era digno y era desterrado a otras tareas como herreros, ayudantes de las brujas o tareas menos agradables.

    —Lo llamaremos Orrusk —dijo el padre.

    —Sí, me parece bien —confirmó la madre mientras daba de mamar al cachorro. Cuando terminó de alimentarlo se fue a descansar, por lo que el padre cogió a su criatura y le pegó un puñetazo en pleno estómago, no lo suficientemente fuerte como para matarlo, ya que la fuerza de un orco es descomunal, pero sí para saber si su cachorro podía ser digno de ser llevado al círculo antes de que se lo llevaran. Su mano salió disparada como un rayo y le dio de pleno, Orrusk hizo el amago de llorar, pero para su sorpresa, el cachorro solo se retorció un poco y se quedó dormido en los brazos de su padre.

    A Urok no pareció sorprenderle y dijo en voz baja: «Sí, será un buen guerrero; cuando cumpla un par de años más me lo llevaré de caza para que vaya aprendiendo a combatir y estar preparado». Al rato también se quedó dormido con su hijo en brazos.

    Hasta los diez años la de vida del joven orco fue bastante sencilla. Su padre le mandaba ayudar en las tareas más simples como afilar su arma, limpiar la armadura de piel con grasa de oso y poco más, aparte de entrenarlo en persona. Urok era el líder del clan, que estaba formado, en su mayoría, de cazadores, Éstos se distinguían por tener como símbolo una garra de lobo con un color rojo sangre pintada en la frente, Conocidos como los Garra Sangrienta, eran los encargados de que no faltaran los suministros como carne, pieles, huesos… etc. Tanto a ellos como a los dos clanes restantes que formaban parte de su comunidad, los Parte Cráneos, en su mayoría guerreros y bárbaros, luego las Colmillo Negro, formado por hembras que eran las brujas.

    Normalmente bajaban de las cuevas al atardecer porque los orcos eran sensibles a la luz del sol y apenas veían. Llegaron al espeso bosque situado en la falda de Los Picos Nevados, allí podían encontraban diferentes piezas de caza, como conejos, ciervos, algún lobo gigante, osos krizz… etc., los cuáles desgarraban con sus zarpas la piel más dura. Con un poco de suerte, podrían cazar alguna presa más grande como jabalíes, piel marrón y peludos, feroces en batalla, capaces de arrollar en una embestida al más duro de los orcos o a varios. Su carne era muy preciada, así como su piel porque era la más dura que podían conseguir y así fabricar mejores armaduras.

    Aquel día, Urok le dio a su hijo su primera lanza de hierro, con una punta afilada y ligera. «Prepárate —le dijo su padre—, porque hoy cazarás tu primera pieza y podrás demostrar tu valor al clan, si no quieres acabar como un inútil y no puedas servir para nada». «Claro, padre —le dijo Orrusk con todo el valor que podía reunir—, no tengo miedo». «Muy bien —dijo el padre—, tendrás que cazar un oso krizz tú solo».

    La partida de caza, formada por diez orcos, armados con lanzas y espadas y con pieles gruesas, se adentró en el bosque en busca del rastro de la bestia, sabían que tenía su guarida en una cueva cercana, en la zona sur.

    Orrusk siguió a su padre hasta que por fin llegaron a la entrada de la cueva casi al anochecer. Hacía tiempo que le tenían cogida la pista para cazarlo ya que, debido a su tamaño, podría proporcionar suficiente comida y recursos para varias semanas. El joven orco continuó hasta la cueva. No sin precaución y siendo lo más sigiloso posible, se fue acercando a la entrada; había poca luz, pero a los orcos no les importaba porque veían en la oscuridad como el más claro de los días. Sin darse cuenta, el pequeño cachorro pisó una rama que crujió e hizo bastante ruido, se le paró el corazón pensando que la bestia saldría enfurecida de su guarida y arrollando todo lo que se encontrara a su paso; no era capaz ni de respirar y el resto de la partida de caza, incluido su padre, contenían también la respiración y mantenían preparadas las lanzas por si había que actuar con presteza… Pero no paso nada, siguió avanzando con mucha más preocupación y mirando bien por dónde pisaba, pero, como si de un golpe se tratara, le llegó desde la entrada un olor nauseabundo —los orcos también poseían un olfato muy fino, podían oler a varios metros—, era como un olor a descomposición y miró a su padre esperando una señal para que continuara, este con un gesto le dijo que avanzara sin miedo.

    Entró en la oscuridad, a medida que se acercaba el olor era mucho peor, y detectó un charco reciente, al verlo, comprobó que había sangre de color rojo cobrizo, por lo que entró con más cuidado y le sorprendió lo que pudo ver dentro. El oso krizz estaba completamente destrozado, con las tripas fuera y los ojos sin signo alguno de vida; la causa de la muerte, por lo que el joven orco pudo ver y examinando a la bestia más de cerca, fueron unas marcas de garras. De pronto oyó como el resto de la partida de caza, con su padre al frente, entró en la cueva, no sin antes taparse la nariz por el olor tan nauseabundo que recorría la estancia.

    Urok le dijo a su hijo:

    —Apártate, deja que unos ojos expertos vean qué ha pasado aquí a la bestia.

    Este se apartó a un lado con la vista puesta en su padre, el cual se agachó para examinar de cerca la causa de la muerte, entrecerró sus ojos rojos y trazó una línea con uno de sus dedos para medir la herida que causó la muerte. En todos sus años como cazador no había visto nada igual, lo que lo hizo preocuparse, cosa rara en un orco. Quien fuera el que mató a la bestia tenía una fuerza descomunal para hacerlo de un solo golpe; tampoco pudo determinar qué tipo de animal podía tener unas garras así, pudo ver, acercándose más a la herida, que goteaban unas pequeñas gotas de líquido azul oscuro de la herida, donde tenía clavadas unas pequeñas púas grises, lo que le hizo sospechar de que se trataba de algún tipo de veneno. No se atrevía ni a tocarlo por si podía provocar algún tipo de reacción.

    De repente, oyó un grito de uno de los orcos que se encontraban en la entrada de la cueva, al girarse vio como este volaba por los aires hacia el lado izquierdo; el resto de la partida de caza se puso en alerta al ver a su compañero malherido en el duro suelo de la caverna. Cuando desviaron su vista a la entrada vieron a una criatura que ni en sus terribles pesadillas se hubieran imaginado, de hecho, daban por descontado de que se trataba de una leyenda, contada cuando se reunían en las hogueras en las frías noches de invierno, o con la que las madres orcas asustaban a sus cachorros y si no hacían lo que se les mandaba, esta criatura se las llevaba por la noche cuando estuvieran dormidos.

    El monstruo que se encontraba ante ellos era conocido como Cazador Mortífero, se podría describir como un gran felino de color verde y azul con un cresta negra, poderosas garras y colmillos capaces de atravesar la carne con facilidad, el cuerpo era musculoso con una cola gruesa pero lo más peligroso era que entre el pelaje de su cabeza tenía unas finas púas envenenadas; la bestia medía más de 4 metros de alto y 3 de largo, sus ojos amarillos destellaban con malicia y una gran inteligencia para ser una bestia.

    Urok se preparó para enfrentarse a la bestia y salvar la vida de su hijo, le gritó: «Corre, corre, ponte a salvo». El joven orco salió de la estupefacción en la que se encontraba y salió tan rápido como pudo con sus cortas piernas para que pudiera escapar. El resto de la partida se abalanzó hacia la bestia con sus lanzas. El padre gritó en su lengua natal: «ORK MANG TUR», que significa ‘luchar hasta la muerte’ e infundió valor al resto de los orcos: como uno solo se prepararon para lanzar sus armas.

    Las lanzas salieron cuales rayos para rebotar contra la piel de la criatura, pero esto no detuvo a la partida, ya que sacaron sus espadas serradas para enfrentarse cara a cara a la bestia; con lo que no contaban era que escupió un ácido de su boca que alcanzó de lleno a dos de los orcos, los cuales cayeron al suelo retorciéndose de dolor porque el veneno atravesó sus armaduras de cuero y sus gritos eran de un sufrimiento infinito, pero esto no detuvo al resto de los orcos, preparados para enfrentarse a cualquier cosa sin miedo; intentaban alcanzar a la bestia, que lanzaba zarpazos a diestro y siniestro. Cuando estaba centrada en un par de orcos situados en su flanco izquierdo, Urok aprovechó para darse impulso con sus fuertes piernas verdes y saltar sobre la criatura, consiguió agarrarse a su cresta, pero uno de los pinchos se le clavó en la palma de la mano con lo que se quedó allí; la bestia notaba al orco sobre su espalda y empezó a dar bandazos y saltos para que este cayera al suelo y rematarlo con su largos dientes. No sin gran esfuerzo, el cazador orco cogió su espada e intentó acuchillarla, notó que entre los pinchos la piel no era tan dura, por lo que consiguió clavarle su arma y herirla, la criatura lanzó un grito de dolor, por lo que el resto de los orcos empezaron a atacar a las piernas para hacerla caer.

    El cazador siguió clavando más su espada en la herida, por lo que el Cazador Mortífero empezó a debilitarse, ocasión que aprovechaban el resto para seguir atacando a las piernas, por lo que al final la criatura perdió el equilibrio y la hicieron caer al suelo. Orrusk salió rodando para levantarse y poder clavar el arma en la cabeza del monstruo, consiguió con un gran esfuerzo penetrar el duro cráneo por lo que el Cazador Mortífero lanzó un último grito de derrota y cayó muerta.

    Los orcos empezaron a gritar: KARMAK KARMA, que significa ‘victoria’ pero su

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