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Ley y justicia en el Oncenio de Leguía
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Libro electrónico377 páginas5 horas

Ley y justicia en el Oncenio de Leguía

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Augusto B. Leguía gobernó el Perú durante quince años, lo que lo ha convertido en el presidente que más tiempo ha estado en el poder. Durante el Oncenio (1919-1939), emprendió el proyecto de modernizar el país a través de un modelo autoritario que transgredió sistemática y calculadamente al orden constitucional. En Ley y justicia en el Oncenio de Leguía (Fondo Editorial PUCP, 2015), Carlos Ramos Núñez estudia el papel que cumplió el derecho en este proceso de modernización y brinda una visión crítica y política del sistema jurídico de la época.



El libro explora el escenario histórico y económico del Perú con el que se encontró Leguía en su segundo gobierno; examina detalladamente la vasta normativa generada en el Oncenio, sobre todo las leyes o decretos que generaron tensiones sociales y fueron instrumentos tangibles del poder dictatorial; y muestra reportes detallados de casos judiciales en los que se empleó el hábeas corpus.



Tal como lo afirma el magistrado Ramos en el libro: "El Oncenio de Leguía es más que un pretexto para intentar conciliar la ciencia política y la historia del derecho, además es una estupenda oportunidad para no olvidar que el derecho y el poder se explican y se juzgan mutuamente".
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2020
ISBN9786123171322
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    Ley y justicia en el Oncenio de Leguía - Carlos Ramos

    Aubert

    Introducción

    Corría el año de 1997, Enrique Bernales Ballesteros, profesor del curso de Ciencia Política y Derecho Público en el Doctorado en Derecho de la Universidad Católica, propuso al pequeño grupo de docentes que seguía el programa un conjunto de temas. En su lista el único tema de carácter histórico aludía al Oncenio de Leguía. Aun cuando me interesaba abordar un tema del siglo diecinueve —que no asomaba en la relación alcanzada—, elegí esa etapa de nuestra historia republicana, pero para ocuparme de aspectos poco conocidos como la política legislativa y el control de la magistratura. Casi coincidentemente llevaba a cabo en ese entonces una investigación por encargo de la Fundación Canevaro sobre Ignacia Rodulfo viuda de Canevaro, la adinerada y generosa matrona limeña que constituyó con su fortuna una obra pía; más concretamente, una fundación para atender las necesidades de los desvalidos. El trabajo sobre doña Ignacia, quien falleció en 1923, me deparó la ocasión para reunir y fichar materiales en torno a ese periodo. Las revistas Variedades y Mundial, que pertenecieron a don Pedro Denegri Cornejo, cayeron en mis manos gracias a la desidia de su entonces propietario y a la adquisición de mi exalumno de la Universidad de Lima, Eduardo Sal y Rosas, quien, convertido en un furtivo colaborador, las rescató literalmente de la basura.

    Mi colección de Variedades y Mundial me sería útil también para otras investigaciones, como mi Historia del derecho civil peruano. Siglos XIX y XX. David Colmenares, un bibliófilo erudito del leguiismo, me sorprendió después con su abrumadora documentación sobre el Oncenio que, además de libros y revistas, incluía fotografías, cartas, papeles oficiales, volantes, películas y discos. Colmenares mismo, leguiista él (al punto que un retrato de Leguía presidía la entrada a su oficina), propició varios encuentros con Pedro Planas —antileguiista furibundo y autor de La República autocrática, en contraposición a la República aristocrática, a la que de algún modo procuraba reivindicar— y con Juan Abugattás, serio estudioso de la ciencia política con contenido histórico, a la sazón director del Instituto de Investigaciones de la Universidad de Lima, interesado en el tema. Ni Colmenares ni Planas ni Abugattás nos acompañaban físicamente, pero en su momento contribuyeron, de un modo o de otro, en la elaboración de este trabajo. Las conversaciones de sobremesa culminaron en la disertación de mi monografía en el marco de las actividades de nuestro Seminario de Historia del Derecho del Instituto Riva-Agüero, hoy Grupo Peruano de Historia del Derecho. Diversos compromisos académicos que se plasmaron en otras publicaciones retrasarían la culminación de este libro. En el entreacto, tanto David Colmenares como Pedro Planas, dos lúcidos exponentes de mi generación, fallecieron tempranamente. A ellos les seguiría Juan Abugattás. A la memoria de todos ellos dedico este trabajo.

    Debo agradecer, asimismo, a amigos y colegas interesados en la perspectiva histórico jurídica del Oncenio de Leguía, como Francisco Miranda Molina, magistrado y gran conocedor de la historia judicial del Perú; Jorge Zevallos-Quiñones Pita, bibliófilo y abogado; y Freddy Ronald Centurión Gonzáles, joven profesor de historia del derecho de la Universidad Santo Toribio de Mogrovejo, entendido igualmente en este periodo de nuestra historia jurídica y política, por sus consejos y sugerencias. Debo agradecer también a mi asistente Sandra Gutierrez y a mi hija Daniela por su oportuna ayuda y su temprano (y espero constante, si ello la hace feliz) interés por la historia del derecho y de la justicia.

    * * *

    En el periodo que transcurre entre 1919 y 1930, conocido como el «Oncenio», se produjeron en el Perú un conjunto de cambios importantes en el ámbito económico, social y político que lo definirían como un proceso de modernización. El primer capítulo del libro, «La Patria Nueva: el entorno», se ocupa de este escenario histórico. El Estado y la sociedad civil peruanos, a partir de ese lapso, están revestidos de características que los diferenciarán de los rasgos que presentaba la República aristocrática bajo el civilismo. En el plano económico, sin aliviar su condición subordinada y periférica, el país reordena y consolida el aparato productivo. El desplazamiento de Inglaterra por los Estados Unidos en la dinámica de la economía mundial y la consiguiente sustitución de una dependencia manufacturera por una monetaria, repercuten en el Perú. La exportación en gran escala del capital americano, que buscaba ansiosamente el establecimiento de nuevos mercados financieros, a la vez que trae consigo una readecuación de la dependencia —vinculando estrechamente al modesto aparato productivo con una economía cada vez más internacionalizada—, agilizará el movimiento económico interno y posibilitará materialmente la puesta en marcha de un ambicioso programa de obras públicas y una enérgica reforma del Estado y de la sociedad. Concretamente, este proceso de modernización se evidenciará a través del inusual crecimiento físico y saneamiento ambiental de las ciudades, de ambiciosos planes agrícolas y de la acelerada construcción de carreteras y tendido de ferrocarriles, así como por el gradual establecimiento de nuevos patrones morales que genera un importante cambio en las mentalidades. El espíritu de competencia y el afán de lucro se intensificaron, como también la evaluación crematística. No se hablaba sino del «cuánto», sin preguntar el «cómo». Se popularizó el hábito de buscar dinero y solo dinero. En ese sentido, como ha dicho Luis Alberto Sánchez, el leguiismo no solo adquirió valor político, sino que implantó un nuevo modo de convivir¹.

    La modernización de la sociedad y del Estado peruano que se opera bajo el gobierno de Leguía está signada, sin embargo, por un marcado autoritarismo del sistema político, que transgrede sistemática y calculadamente al orden constitucional, incluso a la propia legalidad instituida por el régimen; desobedece los mandatos judiciales; aprehende y destierra a sus opositores; menosprecia el consenso; premia lealtades y condena la disensión². Las mismas transformaciones, que los empréstitos cuantiosos canalizan, se llevan a cabo verticalmente, merced a la iniciativa y por obra y gracia del Estado, de arriba hacia abajo, desde el aparato de gobierno hacia la sociedad civil. El autoritarismo no reposa solo en un sistema político que se resiente con el Estado de derecho, sino también en la ideología o, mejor dicho, en la mentalidad que irradia el leguiismo. No se trata en sí de una ideología con alto grado de articulación simbólica y conceptual; se trata, más bien, de una visión autoritaria simple y práctica dotada de un modesto nivel de elaboración. De esta manera, modernización y autoritarismo se encuentran estrechamente interrelacionados. No podría comprenderse la naturaleza política e institucional del leguiismo sin abrazar la presencia casi inevitable de estas dos variables. Preferiríamos que tales términos, antes que definirse de antemano, en un capítulo aparte, emerjan funcionalmente a lo largo del trabajo.

    Una herramienta esencial de la modernización autoritaria impuesta por Leguía es el derecho, que asoma como el instrumento institucional del cambio que promueve el Estado, particularmente en tres ámbitos que nos interesa examinar: a) la política legislativa, esto es, la orientación de la producción legal que el régimen auspiciaba durante sus once años de vigencia; b) la convocatoria y movilización de juristas que consienten en ofrecer su colaboración técnica (y, muchas veces, política) al leguiismo y al proceso de modernización que este encarna; y c) la relación de resistencia y de paulatina subordinación del Poder Judicial y de la magistratura frente al poder político.

    El presente estudio busca entonces conocer el papel que cumple el derecho en el proceso de modernización autoritaria alentado en el Perú desde 1919 por Augusto Bernardino Leguía. Las propias variables empleadas en el presente trabajo, modernización y autoritarismo, intentan ser confirmadas ya no a través de los tópicos usuales de la ciencia política y la historia, sino mediante la constatación del uso y el abuso que hizo el régimen leguiista del ordenamiento legal. En efecto, si se prescindiese de un análisis de la elaboración normativa y del comportamiento real de los agentes legales (jueces y abogados), difícilmente lograría captarse el carácter integral de las reformas y solo se describirían externamente los cambios experimentados. El tránsito del control político de la aristocracia civilista a manos de los sectores medios emergentes; la profesionalización de la burocracia, la policía y el ejército; la expansión del sufragio; la ampliación de la participación política y de la base social que sustentaba al régimen; el aumento de la capacidad de las autoridades para dirigir los negocios públicos, controlar las tensiones sociales y afrontar las imperiosas demandas de los miembros del sistema, no podrían ser explicados satisfactoriamente, sino solo insuficientemente descritos, sin ensayar un examen de la producción legislativa del Oncenio.

    El segundo capítulo, «Once años de política legislativa: entre modernización y autoritarismo», procura examinar la vasta normativa generada deteniéndose, ya sea en el análisis de aquellas leyes o decretos que encierran específicamente, tanto en el sistema normativo como en el contexto de la época, un alto grado de expectativa social o institucional —a saber, las reformas constitucionales, las leyes de conscripción vial, vagancia, reelección presidencial, legislación laboral de empleados de comercio y dación de los grandes códigos como el de Procedimientos Penales de 1920, el Penal de 1924 y la crucial formación de un Código Civil de gran factura técnica—, ya sea escudriñando ciertos conjuntos normativos como los que promocionan el crecimiento del Estado, la reforma de la educación, la profesionalización de la administración pública, la policía y las fuerzas armadas; o revelando los mecanismos legales que postulan un control más enérgico y eficiente de la ciudadanía y sus costumbres a través de la reglamentación del hábeas corpus, la prohibición del divorcio absoluto, el reconocimiento con inscripción previa de las comunidades indígenas y el refinamiento de la legislación penal.

    La política legislativa del leguiismo, no obstante la buena dosis de modernidad que lleva impresa, no se sustrae a defectos de técnica legislativa que se resiente con los modelos de legislación más avanzada. La generalidad de las normas, que debiera ser el vehículo más adecuado de asignación de recursos, cede muy a menudo ante el casuísmo arbitrario. Leyes que debieran tener alcance general erga omnes se confunden en un mar de dispositivos dados para destinatarios con nombre y apellido. Así, junto a una ley que contiene un respetable código, se halla otra que aumenta el sueldo a un escribano u otorga montepío a una viuda. Por lo tanto, no basta incidir en aquellos aspectos que ilustran la modernización, sino también es preciso reparar en las contradicciones, incoherencias y retornos que dicho proceso presenta. Por otra parte, el andamiaje jurídico de la época no nos interesa por sus virtudes y defectos intrínsecos, cuya evaluación y exégesis confiamos a la dogmática jurídica. En realidad, el repertorio legal del leguiismo nos interesa, más allá de sus bondades y limitaciones técnicas, como escenario histórico de tensiones sociales y como un instrumento tangible del poder dictatorial. Una visión crítica y política del sistema jurídico está en la base de nuestro estudio. El derecho no es un instrumento neutral si no es políticamente orientado por legisladores, litigantes y usuarios³.

    «Magistratura y gobierno: una relación difícil», el tercer capítulo, procura dar cuenta de las relaciones de poder que durante la época de Leguía asociaban a quienes detentaban efectivamente la fuerza coercitiva del Estado con la siempre frágil judicatura peruana. Contra lo que puede pensarse, no se trataba de un puro y simple enlace de subordinación más o menos mecánico. Tras los ceremoniosos discursos y los encomiásticos oficios se oculta en realidad una compleja y dramática trama que este trabajo pretende revelar. Los jueces, especialmente los vocales de la Corte Suprema, luchan por no perder una alícuota de poder.

    El ascenso de Leguía, la quiebra de la constitucionalidad y la instalación de un nuevo orden legal constituyen acontecimientos que van a afectar sensiblemente a la magistratura, que pasa de una valiente resistencia corporativa a una gradual adaptación al nuevo statu quo del leguiismo. El gobierno, por otra parte, aprovechará el sistema de designación judicial consagrado en la Constitución de 1920 (invariable en este extremo desde la Constitución de 1860) para hacer uso de la práctica del clientelismo, nombrando inequívocamente como jueces y fiscales a personajes de su entorno. Así, los «recién llegados» pasan del anonimato a la magistratura. Con la emergencia de las clases medias el rígido e impermeable estamento judicial se democratiza, un aire mesocrático comienza a entronizarse en su interior. Por otro lado, a pesar del talento precario que en términos de poder exhibe la magistratura del Oncenio, acusa todavía una considerable influencia y, a nivel de la representación colectiva, proyecta aún prestancia señorial.

    El Poder Judicial había sido durante el ochocientos y las dos primeras décadas del siglo veinte un coto cerrado de las clases altas. Apellidos ilustres, abolengo profesional, prestigio público, conservadurismo y un cierto espíritu de independencia serían sus notas distintivas. En épocas de crisis política, el presidente de la Corte Suprema se había convertido en un Cincinatto criollo, pues era convocado por los otros poderes del Estado a ocupar provisionalmente el sillón presidencial. Incluso el peliagudo asunto de la jurisdicción electoral atravesaría su mejor época cuando se puso en manos de los vocales supremos, en virtud a la Ley 1777, de 16 de diciembre de 1912, el control de la validez de los procesos electorales impugnados. Los fallos de las elecciones entre 1913 y 1917 honraban a quienes las firmaron. Gozaba entonces el más alto tribunal de justicia de un prestigio indiscutible. La relativa prestancia de la magistratura que precedió al Oncenio se graficaría en el desenlace de numerosos conflictos con el poder político.

    Cuando se instala el gobierno de la Patria Nueva, cuya clientela política descansaba esencialmente en los sectores medios, habrá de producirse un cambio importante en la composición social de la magistratura. Los jueces del Oncenio tenían más bien un rostro mestizo y provinciano. Su misma precariedad de medios tanto como su proximidad política con el régimen, probablemente los hacía más maleables. Pero si la estructura sociológica del Poder Judicial sufrió alteraciones, semejante modificación pudo haber producido un espíritu nuevo y hasta una suerte de desmomificación del estilo y de la mentalidad tradicional. Lamentablemente, la exigencia gubernativa para que la judicatura se plegase a sus programas y el copamiento político hicieron inviable esa saludable transición.

    No obstante la incorporación de nuevos agentes sociales al Poder Judicial, que supuestamente pudo haber subrayado los derechos de los más débiles, la jurisprudencia en torno a la Ley del Empleado, los accidentes de trabajo, el arbitraje y el divorcio, se manifestaba restrictiva de los derechos proclamados por la legislación. Si en los accidentes de trabajo no había necesidad de probar la culpa para determinar la responsabilidad objetiva del empleador y asignar así una indemnización, la jurisprudencia interpretaría que era preciso encontrar a un culpable; mientras la ley garantizaba la compensación por tiempo de servicios, la jurisprudencia casi siempre la eliminaba o la reducía; si la ley determinaba las causales de divorcio, los jueces la tornaban inviable.

    El cuidado que tuvo la dictadura leguiista, a pesar de la tensión del conflicto, en no despedir a jueces y fiscales, grafica elocuentemente la respetabilidad con la que se hallaba investido este poder del Estado. Sin embargo, el régimen autoritario no tardaría en colisionar con la magistratura. El motivo: la admisión por parte de la judicatura de las acciones de hábeas corpus interpuestas por extranjeros de moral dudosa, pero sobre todo por los partidarios del gobierno depuesto, con el propósito de lograr su liberación o autorizar su retorno. El análisis de esta casuística resulta crucial para conocer el nivel de independencia judicial. Eso es lo que se ha hecho mediante el empleo de los casos judiciales que se encontraban en el Archivo General de la Nación (AGN), pero también insertos en la prensa de la época.

    En sus inicios, el conflicto se hallaba planteado en el terreno básicamente legal. Leguía, después del golpe de Estado que lo llevó al poder el 4 de julio de 1919, a contrapelo de una práctica que ha signado la historia judicial del país, no destituyó a ningún vocal de la Corte Suprema y ni siquiera al más modesto de los agentes judiciales. Esto constituye un caso curioso si se repara en que numerosos magistrados habían sido designados bajo el imperio de gobiernos contrarios al leguiismo y si se considera que, al justificarse el asalto al Palacio de Gobierno, se adujo que con la sistemática declaratoria de nulidad de los votos practicada por la Corte Suprema —que ejercía entonces la jurisdicción electoral— se cerraría el paso a las aspiraciones presidenciales de Leguía, vencedor en las elecciones de 20 de mayo⁴.

    Se trata igualmente de comprender la actuación política de un segmento intelectual importantísimo: los jurisconsultos. Max Weber no vacilaba en afirmar la existencia sociológica más o menos autónoma de este grupo social, destacando su contribución decisiva en el diseño del Estado moderno⁵. El interés por conocer la dinámica de su acción social se acrecienta tratándose del leguiismo, que justamente urdió diversos medios para comprometer su apoyo en el proceso de modernización autoritaria que patrocinaba. Resulta pertinente por ello absolver ciertas preguntas: ¿quiénes eran y de qué estratos procedían estos juristas? ¿Qué pensaban del nuevo orden legal? ¿Cómo se comportaban frente al leguiismo? ¿Cómo logró Leguía reclutarlos y movilizarlos en su proyecto de Patria Nueva? ¿Cuál era el grado y hasta dónde llegaba su independencia política? ¿Fue su colaboración asépticamente tecnócrata? ¿Cómo instrumentaba el régimen su participación? ¿Constituían realmente una élite con un sentido de misión?

    El cuarto y último capítulo, «El hábeas corpus bajo el volcán», consiste en una suerte de reporte de los numerosos casos judiciales en los que se empleó esta valiosa figura jurídica. Se trata de un calificado instrumento de medición de la independencia judicial. Se ha mezclado en cuanto a las fuentes el aprovechamiento del mejor coto de caza del historiador del derecho: los repositorios judiciales, sobre todo de materiales que se encuentran en el Archivo General de la Nación y en el Archivo de la Corte Suprema; pero también diarios y revistas, en especial La Prensa, que ofrecía información minuciosa del trámite de estas acciones de garantía. También es un modo de tomar el pulso al respeto de la constitucionalidad, esto es, a la subordinación de la ley, los actos y los reglamentos a la Constitución.

    Finalmente, el trabajo quiere convertirse en un espacio de encuentro de dos disciplinas que en el Perú han marchado por carriles distintos: la ciencia política y la historia del derecho. A la primera bien pudo habérsele reprochado la carencia de evidencias empíricas, sobre todo de fuentes directas, que convaliden con rigor su desarrollo teórico; la segunda, después de haberse librado de un institucionalismo atemporal, estático y legalista, y tras haber abrazado resueltamente la historia social, requería explicar políticamente la praxis de sus actores: jueces, abogados, litigantes, legisladores y juristas. El Oncenio de Leguía es más que un pretexto para intentar una benéfica conciliación entre las mismas y una estupenda oportunidad para no olvidar que el derecho y el poder se explican y se juzgan mutuamente.

    Retrato del presidente Augusto B. Leguía Salcedo, tomada en 1929. Fuente: Repositorio Institucional de la Pontificia Universidad Católica del Perú.


    ¹ Sánchez, Luis Alberto (1969). Testimonio personal (I, p. 281). Lima: Villasán.

    ² Norberto Bobbio y Nicola Matteucci han destacado tres contextos en la definición del autoritarismo, a saber: a) la estructura autoritaria del sistema político; b) los rasgos psicológicos del líder; y c) el autoritarismo de matriz ideológica, asociado preferentemente con el conservadurismo. Sin duda, el autoritarismo profesado por Leguía se inscribiría en una estructura preexistente —que fue tolerada durante el Oncenio— y en la propia configuración del personaje. Véase Bobbio, Norberto & Nicola Matteucci (1982). Diccionario de Política (I, pp. 143-155). 2da edición. Madrid: Siglo XXI.

    ³ Horwitz, Morton (1992). The Transformation of American Law, 1870-1960. The Crisis of Legal Orthodoxy. Nueva York-Londres: Oxford University Press. También, para América Latina y recientemente, Ramos Núñez, Carlos (2013). Derecho, tiempo e historia. Lima: Legisprudencia.pe.

    ⁴ El propio Leguía, en su discurso el 24 de setiembre de 1919, declamado al inaugurar la Asamblea Nacional, aseguró: «El voto de mayo, a pesar de los obstáculos ofrecidos por el poder, brindáronme en las ánforas eleccionarias la consagración del mandato popular. Pero quienes de largo tiempo atrás habiándose imaginado ser los dueños del Perú, prefirieron antes que resignarse a la renovación política que el querer nacional les marcaba, tratar de desconocerlo y atropellarlo». Véase Leguía, Augusto B. (1925d). Discursos y mensajes del presidente Leguía (II, p. 160). Lima: Garcilaso.

    ⁵ Weber, Max (1964). Economía y sociedad: esbozo de sociología comprensiva (II, pp. 1060-1061). México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

    La Patria Nueva: el entorno

    –¡Viva la Patria Nueva!

    –¡Que viva...!

    –¡Que viva...! [...]

    –Este se los gana a todos. Es un demagogo formidable.

    –¿Y por qué no va a ser sincero? Eso de la Patria Nueva está muy bien. Estamos hartos de los señorones, de los cogotudos, de los civilistas.

    Luis Alberto Sánchez, Los señores. Relato esperpento (Lima, 1983)

    Oigo decir que mi Gobierno ha hecho labor de provecho. Quiero creerlo porque trabajé con amor y sinceridad; pero lo hecho es nada ante lo que debemos hacer. Y como es ley de la historia que los pueblos subsistan mientras que los hombres perecen, ya no seré yo, quizá el obrero perseverante de esos trabajos.

    Augusto B. Leguía, «Discurso pronunciado en la Universidad de San Marcos» (30 de mayo de 1928)

    Tal como sucedió tres décadas antes con otro expresidente en el exilio —el jurista arequipeño Francisco García Calderón—, en los primeros días de febrero de 1919 Lima se aprestaba a recibir en triunfo al candidato del reformismo, que llegaba procedente de Liverpool a bordo de un pequeño paquebote inglés tras una estancia de seis años en Europa. En Panamá un grupo de peruanos le había dado el alcance, mientras que en los puertos norteños de Paita, Eten y Salaverry lo esperaban gruesas comitivas⁶. Entre tanto, en el Callao, la alborotada ciudadanía dudaba sobre si trasladar al caudillo en un bote impulsado por doce remeros o —más a tono con los tiempos nuevos— conducirlo al muelle en una moderna y democrática lancha a motor. La distancia del Callao a Lima sería cubierta, eso sí, en ferrocarril, la locomotora ornada con banderas peruanas. Se modificó la vía del tren para que el viaje culminase simbólicamente, no en la Estación de Desamparados, sino frente al monumento a la victoria de 2 de mayo, donde el recién llegado tomaría un automóvil descapotable hasta su residencia de la calle de Pando. Así, el 9 de febrero de 1919, la multitud contempló otra vez a don Augusto Bernardino Leguía, un hombrecillo de mirada inquieta, vestido de oscuro y peinado con raya y dos pabellones sobre la frente⁷.

    En un breve mensaje, improvisado ante la columna de 2 de mayo, el ahora candidato de la oposición, Leguía, anunciaría el fin de la plutocracia civilista, la moralización del país, la recuperación de Tacna, Arica y Tarapacá, la reducción del costo de vida y el abaratamiento de la vivienda popular⁸. El ánimo reformista era evidente. En la tarde de 9 de febrero, en otro discurso, desde el balcón del Club de La Unión, Leguía manifiesta a sus seguidores:

    Se os ha pretendido exhibir como un pueblo desprovisto de patriotismo y en decadencia, pero aquí estoy yo para trabajar incansablemente hasta demostrar no solo a la América, sino al mundo entero que el Perú es un pueblo de patriotas, y trataré de dar solución a los grandes problemas nacionales, tanto internos como externos, sin menoscabo de la dignidad del país, y haré que se reconozca el derecho y la justicia que nos asiste para reclamar lo que en días de decadencia nacional se nos arrebató⁹.

    Y añadiría con energía, como si recordara el Día del Carácter, como se llamaba a la fecha que salvó del secuestro (el 29 de mayo de 1909) que le impusieron los temperamentales hijos de Piérola:

    Estoy resuelto a hacer la felicidad del pueblo y con este objeto echaré las bases que permitan el desenvolvimiento de la vida nacional. Posiblemente tropiece con grandes obstáculos, pero mi resolución es inquebrantable cualesquiera sean los sacrificios que requieran su realización. No es fácil poner en práctica los grandes ideales, pero la situación actual requiere toda energía y todo civismo¹⁰.

    Detrás de los excesos retóricos, un augurio asomaba al final de la alocución: «nada ni nadie —advertía el futuro gobernante— podrá detenerme en el camino que voy a seguir para hacer la felicidad del país». Unos días más tarde, el 19 de febrero, en el crucial «discurso programa» que pronunció en el restorán del Parque Zoológico durante la celebración de su onomástico, Leguía se referiría a la «responsabilidad enorme que pesa sobre mis hombros en esta hora decisiva para el Perú». Desfilaban entre los puntos del programa la solución justa, digna y definitiva del «magno problema internacional» de Tacna y Arica; la reforma de la Constitución y del Poder Legislativo; el fortalecimiento de la autonomía municipal y regional; el impulso a la agricultura y mejores condiciones de habitación, alimentación y vestido para obreros y empleados¹¹. Incluso insinuaba la posibilidad de dotar al Estado de «atribuciones bastantes para llegar hasta la socialización de ciertos servicios, si ello fuera indispensable para abaratar la vida». «No me deis país rico con gente pobre», exclamó Leguía, antes de concluir con la invocación a formar un gran partido nacional, «que destruya los antiguos vínculos y compromisos personales». El programa debió captar inmediatamente el apoyo ciudadano, en tanto crecía el descontento frente al gobierno civilista. A mediados de marzo de 1919, el editorialista de Variedades reconocía irónico:

    La fuerza política del señor Leguía ha tomado mucho cuerpo: sus promesas de hacer un maravilloso gobierno, sus planes de saneamiento moral, de renovación de métodos, de enérgica orientación patriótica en el orden internacional, y tantas ofertas más, han prendido en la voluntad de los pueblos, y como a estas alturas ya sería muy difícil que nos saliera otro señor abnegado que levantara como bandera otro programa estupendo y seductor, no vemos cómo podría complicársele el éxito al señor Leguía¹².

    Los hechos se sucedieron con rapidez. Mientras en la Corte Suprema se ventilaban más de treinta demandas parciales de nulidad relativas a las elecciones de mayo, un paro general

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