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Lecciones de derecho procesal. Tomo I Teoría del proceso
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Libro electrónico486 páginas7 horas

Lecciones de derecho procesal. Tomo I Teoría del proceso

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Este tomo contiene una explicación didáctica de los temas básicos de la teoría del proceso a partir de los avances que hoy exhibe el derecho procesal y desde la perspectiva del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Ha sido elaborado con el propósito de facilitar la incursión en el estudio de una materia que infundadamente suele catalogarse entre las más espinosas en la formación del jurista. El autor es especialista en derecho procesal civil y doctor en derecho. Su tesis doctoral: "Eficacia de la prueba obtenida mediante irrupción en la intimidad" mereció la calificación de sobresaliente cum laude. Ha sido profesor de derecho procesal en las Universidades Externado de Colombia, Javeriana, de los Andes y Sergio Arboleda. Participó en la redacción de las leyes 794 de 2003, 1098 de 2006, 1194 de 2008, 1395 de 2010 y 1564 de 2012 (Código General del Proceso). Aparte de la tesis doctoral, ha publicado las siguientes obras: Las nulidades en el proceso disciplinario (1998), El proceso de investigación de la paternidad (2001), La reforma al código de procedimiento civil (2003), Restablecimiento de derechos de la infancia (2007), Apuntes sobre la ley de descongestión (2010), El proceso civil colombiano (2011), Código General del Proceso comentado (2012).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2013
ISBN9789585759954
Lecciones de derecho procesal. Tomo I Teoría del proceso

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    Necesito teorías de México, esta App manda de cualquier país del mundo
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    su autor explica excelente , excelente los capitulos detalles , compresion

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Lecciones de derecho procesal. Tomo I Teoría del proceso - Miguel Enrique Rojas Gómez

Primera edición, Bogotá D.C, agosto de 2002.

Segunda edición, Bogotá D.C, agosto de 2004.

Tercera edición, Bogotá D.C, enero de 2013.

Todos los derechos reservados para

©2002 Miguel Enrique Rojas Gómez

Teléfono: 312 5802

Correo electrónico: miguelenriquerojas@hotmail.com

Escuela de Actualización Jurídica - ESAJU-

Cra. 12 No. 71-32 Of 601

Teléfono: 312 5802

Correo electrónico: esaju2012@hotmail.com

Bogotá D.C.

ISBN: 978-958-57599-6-1

Asistente Editorial

Sonia Rosmira Rodríguez García

Correo electrónico: sororogp@hotmail.com

Diseño y Diagramación

Julián Alberto Rodríguez García

Correo electrónico: julian_5191@hotmail.com

ePub x Hipertexto Ltda. / www.hipertexto.com.co

▪ PRESENTACIÓN ▪

En 1997, a la hora de publicar los primeros apuntes sobre la teoría del proceso{1}, abrigaba poca esperanza de que el trabajo fuera percibido con agrado en el ambiente jurídico del país, dado el predominio del pragmatismo en el tratamiento del derecho procesal{2}.

Pero en pocos años la comunidad estudiantil empezó a mostrar aprecio por la obra y a destacar su sencillez como principal atractivo, razón suficiente para entregarme al placer de mejorar su contenido con el inequívoco propósito de ofrecer una herramienta de mayor utilidad en las actividades académicas de la juventud que aspira a dedicar el resto de su vida a la profesión jurídica.

Desde la segunda edición publicada en 2004 estudiantes y profesores del área han tenido la generosidad de formular numerosas y sabias sugerencias cuya utilidad ha brillado en esta ocasión. Ojalá gracias a ellas la nueva versión del trabajo que el lector tiene en sus manos exhiba mayor claridad en unos temas y profundidad en otros, en aras de optimizar el flujo de la información que por medio de estas páginas deseo transmitir.

En esta edición se muestra con mayor énfasis la proximidad de la teoría del proceso al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, empresa en la cual se echa mano de tratados internacionales, lo mismo que de pronunciamientos de los organismos de la ONU, el Sistema Europeo y el Interamericano de Derechos Humanos.

Si bien se mantiene la división de la obra en dieciocho lecciones, cada una sufre modificaciones de contenido tan profundas que talvez haga poco visible la identidad con la versión anterior. A dicho propósito debo advertir que se ha omitido exponer la evolución del derecho procesal y en su lugar se ha incorporado una lección autónoma sobre las garantías procesales fundamentales.

Conservo la ilusión de estar contribuyendo a facilitar la comprensión de los temas básicos de derecho procesal a quienes apenas empiezan a incursionar en esta área del saber jurídico. De ser así, valió la pena haber dedicado el tiempo a escribir estas páginas.

Bogotá, enero de 2013

El autor

Lección uno

▪ NOCIONES PRELIMINARES ▪

I LA CONVIVENCIA PACÍFICA Y EL ORDEN JURÍDICO

Someter al derecho la vida de relación ha sido no solo un avance de inocultable importancia en el sendero hacia la convivencia pacífica{3} de cualquier comunidad humana, sino un paso estrictamente necesario{4}. Alcanzar la armonía social y los demás propósitos comunes definidos por una colectividad{5} supone que el comportamiento de cada uno de los asociados se ciña a lo ordenado por las normas jurídicas ideadas y diseñadas de acuerdo con dichos ideales{6}.

Pero la adopción de normas jurídicas y la decisión de someter a ellas el comportamiento social lucen insuficientes para asegurar la observancia del régimen y, consecuentemente, la anhelada convivencia pacífica{7}. Dado el carácter falible, inherente a la condición humana, parece ingenuo esperar que todos los asociados obedezcan espontáneamente lo que manda el orden jurídico adoptado por la colectividad. Antes bien, dicho carácter impide descartar la posible infracción de las normas jurídicas.

Ahora bien, reconocer como posible la inobservancia de las normas obliga a prever consecuencias correlativas capaces de disuadir al potencial contraventor, si se quiere controlar la desobediencia y reducir el riesgo de que la infracción sea lo ordinario. Y si, como se ha sugerido, la armonía social depende de la realización de los propósitos expresados en las normas jurídicas, la previsión de la contravención también obliga a señalar las medidas adecuadas para restablecer el orden turbado cada vez que se perciba la desobediencia del régimen.

Por otro lado, hay que admitir que si el surgimiento del poder político se explica en buena medida por la necesidad de evitar el caos y garantizar la estabilidad social y la preservación de los derechos reconocidos a los asociados, su pervivencia depende de su capacidad para asegurar la obediencia de sus disposiciones, controlar su trasgresión, restablecer el orden cada vez que resulte alterado y restaurar la integridad de los legítimos intereses que resulten afectados con la infracción.

En definitiva, asegurar la convivencia pacífica supone, además de regular la vida de relación y prever las consecuencias de su transgresión, arbitrar las medidas apropiadas para recuperar el orden y conseguir la restauración de los derechos ilegítimamente ofendidos.

II EL CONFLICTO DE INTERESES Y LAS FORMAS DE COMPONERLO

En tanto la infracción sea apta para comprometer intereses ajenos y para alterar o poner en peligro la convivencia pacífica, una vez advertida plantea una situación de malestar que hace previsible el reclamo contra el supuesto contraventor. Seguramente dicha reclamación tendrá como propósito principal provocar el reconocimiento de la infracción y de las consecuencias derivadas de ella, y la disposición del acusado a restablecer el orden alterado. De conseguirse dicho objetivo la situación se supera por consenso; el subyacente conflicto de intereses se compone por los mismos individuos comprometidos, sin intervención extraña, lo que equivale a decir que se autocompone{8}.

Sin embargo, que el reclamo resulte aceptado por el destinatario talvez sea lo menos frecuente; las reacciones que provoca suelen ser disímiles. Bien puede suceder que el pretenso infractor niegue la contravención, o que, no obstante reconocerla, rehúse restablecer el orden turbado. En estos casos la tensión que provoca la reacción del acusado respecto del reclamo formulado desencadena una rivalidad que exige una solución que defina la razón o la sinrazón de quien reclama y de quien resiste, o que restablezca el orden, o lo uno y lo otro. En tanto el conflicto no pueda autocomponerse resulta forzoso explorar otra ruta que permita encontrar la solución.

Malograda la autocomposición y descartado, por regla general, el recurso a la autotutela{9}, es preciso pensar en mecanismos diversos que permitan encontrar la solución que necesitan y claman los individuos cuyos intereses resulten comprometidos en el conflicto, situación que en todo caso exige  provocar la heterocomposición, es decir, la intervención de un sujeto extraño a la disputa, de un tercero que componga o dirima la controversia.

A dicho propósito brotan enseguida dos interrogantes: a) ¿quién ha de conseguir y proveer la solución? y, b) ¿qué mecanismo se ha de utilizar en la búsqueda y aplicación de ella?

En torno a dichos interrogantes se antojan disímiles respuestas. En una sociedad incipiente podría pensarse que, dada la eventual afectación del orden social, el conflicto debería catalogarse como un problema de interés colectivo y, por consiguiente, el mejor llamado a resolverlo podría ser el conglomerado en su integridad, lo que sugiere la opción de buscar colectivamente la solución.

O quizás, si la colectividad cuenta con un líder natural{10} (por su fuerza física, por su solvencia intelectual o moral, por su habilidad, por su astucia, etc.), pudiera también pensarse que es él quien goza de mayor autoridad y aptitud para resolverlo, misión en la cual podría incluso hacer uso del mecanismo de su predilección. Esta solución resultaría especialmente útil si el líder gozara de suficiente reconocimiento, respeto, solidaridad y confianza sociales como para que la colectividad esté dispuesta a acatar y hacer cumplir, incluso con el empleo de la fuerza, la decisión que aquél llegare a adoptar{11}.

Empero, la intensa reproducción de los conflictos, inherente a la progresiva complejidad de las relaciones sociales, dificulta demasiado la adopción de decisiones en forma colectiva y envilece la capacidad coercitiva del líder, lo que hace inaplicable cualquiera de las soluciones propuestas, por lo menos en la mayoría de las comunidades humanas contemporáneas, y obliga a conseguir una más estable, segura y confiable. A tal efecto parece imperioso escoger de antemano no sólo a quien haya de ocuparse de resolver las disputas, sino además el método que deberá seguir para lograrlo, de modo que la decisión tomada respecto de cada una pueda hacerse obedecer de toda la colectividad, de ser necesario con el concurso de la coacción.

Con el advenimiento del concepto de Estado{12} como organización jurídico-política de la colectividad{¹⁴}, dotado de poder coercitivo{¹⁵}, emerge también el concepto de autoridad pública y con éste parece disiparse el escollo planteado. Talvez nada más eficaz para obtener la obediencia de una decisión que investir de la condición de autoridad pública a quien haya de adoptarla, en el entendido de que ésta se halla provista del poder coercitivo del Estado que le permite imponer sus determinaciones aún en contra de la voluntad particular. Y adicionalmente, en ejercicio del poder político que la colectividad le ha confiado, el Estado diseña e impone el método que la autoridad debe seguir para solucionar los conflictos de intereses, es decir, el proceso.

Es de esperar que el Estado, consciente de su responsabilidad en la realización de los designios sociales, a la hora de diseñar dicho método se esmere por asegurar que resulte idóneo para solucionar adecuadamente las diferencias relacionadas con la transgresión del régimen o con la efectividad de los derechos reconocidos por las normas sustanciales, para definir lo que en cada caso corresponda de acuerdo con el sistema normativo y, de ser el caso, para restablecer el orden alterado por la infracción.

La idoneidad del método depende de que su diseño sea adecuado a las características de la sociedad específica y de que empíricamente sirva para restablecer la integridad del orden jurídico, para conjurar el daño social que ocasiona la disputa, y para evitar que se agudice o se reproduzca. Por consiguiente dicha idoneidad no puede ser calificada en abstracto y mucho menos antes de ser puesto en práctica el método diseñado, pues sólo el empleo reiterado de éste puede demostrar su aptitud o su ineptitud en función del objetivo a cuya realización debe ser útil.

A dicho propósito conviene advertir que en el mundo contemporáneo la potestad de configuración que se le reconoce al Estado en el diseño del método para la heterocomposición de conflictos de intereses se muestra bastante restringida. Ciertamente, dicha potestad está supeditada a la observancia de importantes condicionamientos: los que la comunidad internacional plantea por medio de los instrumentos sobre derechos humanos, y que cada Estado, a la hora de adherir a ellos, se compromete a respetar y cumplir{13}.

Allí, en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (en adelante DIDH), están fijados los elementos básicos que deben hacer parte de la estructura del método de heterocomposición de conflictos, cualquiera sea la contextura que exhiba. Los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, cuya referencia constante resulta inevitable en estas lecciones, se revelan como cuerpos normativos que imponen a cada Estado la incorporación de una serie de aspectos que aseguran la seriedad e idoneidad del método que se escoja para dirimir los conflictos y realizar los derechos sustanciales, y la integridad de las garantías mínimas que exige la dignidad humana de quienes participan en la confrontación en defensa de sus intereses.

El equilibrio entre los rivales, la transparencia del debate, la suficiencia de oportunidades de defensa y contradicción, la neutralidad de quien haya de componer el conflicto, y la duración razonable de la confrontación, son algunos de los aspectos que el DIDH obliga observar en el diseño del método que los estados establezcan para heterocomponer los conflictos intersubjetivos de intereses, sin consideración a la fisonomía que dicho método exhiba.

Conviene reconocer que buena parte de los aspectos que el DIDH obliga observar en el diseño del método de heterocomposición de los conflictos han sido incorporados en la mayoría de las constituciones políticas de las naciones, ya mediante la reproducción de los preceptos en el respectivo texto constitucional, o por medio de la remisión a los instrumentos internacionales{14}. Lo cierto es que hoy en día los límites que prevén los instrumentos internacionales sobre derechos humanos imperan con la misma fuerza en la mayoría de los estados.

III EL DERECHO PROCESAL Y LA SOLUCIÓN DE LOS CONFLICTOS

La necesidad de intervención de un extraño en la composición del conflicto de intereses, y de un método que haya de seguirse para la provisión de la solución, exige una regulación que ofrezca alguna seguridad a los asociados acerca del camino que habrán de recorrer en caso de resultar inmersos en una situación conflictiva.

La estabilidad y confiabilidad del método dependen de que cada uno de los asociados, antes de estar involucrado en conflictos intersubjetivos de intereses, pueda saber a quién corresponderá proveer la solución en cada caso y cuál será el sendero que habrá de transitar para alcanzar ese objetivo, lo que implica que tales aspectos estén definidos por anticipado en unas normas a cuyo contenido tengan acceso todos los individuos.

He ahí el objeto de la disciplina jurídica que tradicionalmente ha sido denominada derecho procesal{15}. Su función es determinar quién deberá proveer la solución cuando emerja un conflicto, y cuál será el procedimiento que habrá de seguir para lograrlo. Siendo así, cada vez que surja una controversia relacionada con la infracción del ordenamiento o con la realización de un derecho será innecesario preguntar quién ha de resolverla y con qué herramientas, pues las respuestas a tales interrogantes han debido definirse por anticipado en forma general y abstracta, y sólo restará su concreción respecto de cada situación conflictiva.

A partir de tales planteamientos el derecho procesal puede definirse como la disciplina encargada de establecer los mecanismos o procedimientos que han de seguirse para la solución de las controversias sobre la observancia de las normas jurídicas y la realización coercitiva de los derechos sustanciales reconocidos por el ordenamiento, y de señalar las autoridades adecuadas para definirlos y hacerlos cumplir{16}. A diferencia del derecho sustancial, el derecho procesal regula la actividad de quienes participan en la búsqueda de la solución jurídica de la controversia, principalmente la de la autoridad encargada de proveerla{17}.

IV JUSTIFICACIÓN DEL DERECHO PROCESAL

La regulación del comportamiento humano en sociedad y el reconocimiento de derechos subjetivos sería muy poco útil si no fuera por la presencia de una forma de garantizar su observancia, de controlar la transgresión de las normas, de realizar los derechos y evitar su erosión o conjurarla. Justamente para disuadir la infracción del sistema normativo, asegurar la efectividad de los derechos subjetivos reconocidos, e impedir que sean impunemente ignorados por los obligados a su satisfacción, adviene el derecho procesal estableciendo el sendero adecuado para garantizar su realización{18}.

De ahí que el derecho procesal sea concebido como un instrumento de realización del derecho sustancial. No obstante reconocerse su autonomía{19}, el derecho procesal aislado del sustancial ninguna función estaría llamado a cumplir; su existencia sólo puede justificarse en tanto se le pueda observar al servicio del derecho sustancial. Por ello no luce aventurado sostener que el fin del derecho procesal es el derecho sustancial.

Lección dos

▪ EL DERECHO PROCESAL Y EL IMPERIO DEL ORDEN JURÍDICO ▪

I. LA JUSTICIA Y LA ACTUACIÓN DEL DERECHO

Ya se ha dicho que alcanzar la convivencia pacífica en cualquier comunidad humana supone someter la vida de relación a un orden jurídico que socialmente se perciba justo en tanto corresponda a los ideales y valores colectivos{20}. Se tiene la convicción de que la obediencia de un sistema normativo que se supone justo asegura no sólo la estabilidad de la organización social, sino además la convivencia armónica de los asociados.

Hay que reconocer que la percepción respecto de la justicia de las normas jurídicas no es unánime, dado que los ideales y valores no siempre son comunes a todos los asociados. La ideología que cada uno siga influye en la selección de las prioridades y de los ideales, y por lo tanto la idea de justicia puede variar de unos a otros. Por consiguiente, las normas que unos califican justas, otros pueden percibirlas injustas. En este orden de ideas es preciso reconocer que la justicia de las normas jurídicas es observada desde la perspectiva de la ideología dominante en cada sociedad y en cada momento histórico{21}.

A partir de dicha percepción la justicia se busca por medio del imperio del orden jurídico establecido, bajo el supuesto de que éste es intrínsecamente justo y, por consiguiente, su observancia tiene que generar justicia social. Se entiende que si una norma es intrínsecamente justa, es justo obedecerla, y en caso de inobservancia también tiene que ser justo aplicarla aun en contra de la voluntad del desobediente.

II. EL RÉGIMEN PROCESAL Y LA EFICACIA DE LAS NORMAS JURÍDICAS SUSTANCIALES

Si con la adopción del orden jurídico se persigue asegurar la estabilidad de la organización social y la convivencia pacífica, ésta dependerá del grado de obediencia que el sistema normativo alcance en la colectividad, vale decir, de la eficacia de las normas jurídicas{22}. Allí donde el orden jurídico sea acatado, puede esperarse que haya armonía social y sea estable la organización; y a la inversa, la reiterada infracción del régimen establecido plantea serias dificultades prácticas al poder político para evitar el desorden y mantener la organización social, pues en tanto se multiplique la desobediencia será menos fácil controlarla.

Lo problemático ahora es establecer de qué depende la obediencia del sistema normativo{23}. A dicho propósito es bueno reconocer ante todo que las personas talvez tengan menos motivos para infringir las normas cuando las encuentran ajustadas a sus ideales que cuando las perciben contrarias a éstos{24}. En otras palabras, que los asociados acepten el imperio de las normas jurídicas sin cuestionarlas quizás dependa en alguna medida de que ellas se revelen como una interpretación adecuada de los ideales colectivos, es decir, de que luzcan intrínsecamente justas{25}. Por lo tanto, acaso sea más fácil obtener la obediencia espontánea del régimen cuando las normas se muestran intrínsecamente justas que cuando lucen contrarias a los ideales sociales.

Sin embargo, la justicia que las normas jurídicas exhiban no parece suficiente para asegurar su observancia. Hay que admitir que la infracción de la regla de conducta mantiene cierta aptitud seductora en tanto pueda ofrecer algún beneficio al contraventor o generarle alguna satisfacción. Y ese eventual provecho que podría alcanzar el infractor puede constituirse en causa eficiente de la inobservancia de las normas, si además de las dificultades comunes para asegurar la obediencia por medio de la coacción, las consecuencias adversas previstas como correlato de la infracción tampoco exhiben la fuerza suficiente para disuadirla.

El poder disuasorio de las consecuencias jurídicas adversas correlativas a la contravención talvez dependa en buena parte de su gravedad o intensidad. No obstante el provecho que el contraventor pueda derivar de la infracción, si las consecuencias jurídicas adversas son de igual o superior intensidad, quizás se abstenga de incurrir en ella. Parece obvio que el individuo sea más proclive a obedecer espontánea y voluntariamente el régimen cuando sabe que de no hacerlo deberá soportar graves consecuencias adversas que cuando advierte que éstas son muy leves.

Sin embargo, hay que reconocer que aun las consecuencias jurídicas más graves pueden tener escaso poder disuasivo si en el específico contexto el infractor puede abrigar alguna fundada expectativa de que aquellas resulten inaplicadas. Las consecuencias previstas sólo disuaden al potencial contraventor si gozan de serias posibilidades de realizarse; en tanto se perciban como irrealizables su aptitud disuasiva tiende a desvanecerse. Talvez el individuo estuviera más dispuesto a obedecer espontáneamente el orden establecido si tuviera la seguridad de que las consecuencias adversas por la inobservancia se producirán indefectiblemente. Escasa sería, en cambio, la propensión a cumplir las normas, si el sujeto supiera que difícilmente podrán ser aplicadas las consecuencias adversas correlativas a la contravención. En definitiva, la obediencia espontánea del régimen jurídico no depende exclusivamente de su justicia intrínseca y de la intensidad de las consecuencias adversas por su inobservancia, sino también de la aptitud que empíricamente exhiban los mecanismos coercitivos establecidos para asegurar el cumplimiento de las normas jurídicas, entre los cuales acaso sea el proceso el de mayor importancia.

III EL SOMETIMIENTO COACTIVO AL RÉGIMEN JURÍDICO

Impedir la contravención de las normas jurídicas por lo regular no es empresa fácil. Que los preceptos estén expuestos a su inobservancia quizás sea lo más común, pues solo excepcionalmente se tropieza con normas de conducta acompañadas de medidas que hagan imposible su violación{26}. Las herramientas jurídicas coactivas, entre las cuales se destaca el proceso, por lo general actúan solo después de constatar la alteración del orden, con la finalidad de restablecerlo. Por lo tanto, a la hora de diseñar los mecanismos coercitivos para someter a los asociados al régimen, el esfuerzo ha de dirigirse a arbitrar los instrumentos idóneos para recomponer adecuada y prontamente el orden turbado, más que a frenar la desobediencia.

La aptitud de tales mecanismos coactivos ha de calificarse entonces a partir de su efectividad en el restablecimiento oportuno del orden, que implica la realización de las consecuencias jurídicas establecidas como reacción a la desobediencia del régimen. Parece obvio que las posibilidades de realización de las consecuencias adversas por la contravención del ordenamiento dependan, talvez en su mayor parte, de la idoneidad de los mecanismos coercitivos diseñados para asegurar el cumplimiento de las normas jurídicas, entre los cuales acaso sea el proceso el de mayor importancia. En tanto el proceso diseñado responda a las características específicas de la colectividad y a las circunstancias y necesidades sociales del momento histórico quizás pueda ofrecer aptitud para asegurar la aplicación de las consecuencias jurídicas adversas correlativas a la infracción, y en esa medida pueda exhibir una gran capacidad disuasiva de la desobediencia; pero si, en cambio, el modelo de proceso establecido luce desconectado de las concretas necesidades sociales, su aptitud para garantizar la realización de las consecuencias correlativas a la contravención es improbable, y por consiguiente su idoneidad para disuadir la desobediencia del régimen será muy débil.

Si se reconoce que el proceso es el principal mecanismo coercitivo legítimo para compeler a los asociados a observar el sistema de normas jurídicas, la bondad del modelo procesal adoptado depende de su aptitud para alcanzar la recuperación del orden cada vez que sea alterado. Si el modelo de proceso ideado se muestra del todo ineficiente para rescatar el orden en forma y tiempo adecuados, y para contribuir, por ese camino, a asegurar la convivencia pacífica, no podrá ser bien calificado.

En definitiva, si bien la obediencia espontánea de las normas jurídicas depende en alguna medida de su justicia intrínseca que se traduce en la conformidad con los ideales colectivos, y en otra de la severidad de las consecuencias adversas por la contravención, en buena parte también depende de la idoneidad que exhiba el modelo procesal escogido para asegurar la realización de las consecuencias jurídicas previstas como correlato de la inobservancia de los preceptos normativos.

Lección tres

▪ LA JURISDICCIÓN ▪

I. NOTA PRELIMINAR

Con insistencia se ha sostenido que la necesidad de garantizar el orden social no se satisface con el mero establecimiento de un sistema normativo que señale previamente los derechos, deberes y obligaciones de cada individuo, o las consecuencias de cada comportamiento humano, dado que el hombre no siempre acomoda su actuar a los mandatos definidos e impuestos legítimamente por la organización social{27}, o dicho en otras palabras, su conducta no siempre se ajusta al derecho.

Con alguna frecuencia resulta cuestionado el comportamiento del individuo por ser considerado contrario al régimen jurídico; y aunque no siempre el reproche venga asistido de razón, lo cierto es que por sí sólo exterioriza un malestar indeseable que estorba la armonía de la vida en comunidad y que es preciso expeler para garantizar la convivencia pacífica. Aun cuando la conducta censurada esté ceñida al orden jurídico, la presencia del cuestionamiento entraña alguna incertidumbre que necesita ser disipada para restaurar la tranquilidad colectiva. La mera recriminación de la conducta del individuo refleja una situación socialmente incómoda que reclama del Estado alguna atención. Delante de una situación de esta índole, la necesidad de restaurar la armonía exige conjurar la disputa, ya sea sometiendo al contraventor (por ejemplo, constriñendo al deudor a cumplir la obligación insatisfecha), o constatando la ausencia de la infracción imputada (verbigracia, declarando que la persona de quien se reclama la reparación del daño no es el victimario).

Sin embargo es preciso reconocer que situaciones de características similares pueden surgir sin previo cuestionamiento sobre el comportamiento del individuo. Pueden originarse en la necesidad que la persona experimenta de que se aplique una consecuencia jurídica por considerar realizada en su situación concreta la hipótesis prevista en la norma cuya aplicación necesita (por ejemplo, el sujeto que pide la designación de guardador por considerarse demente). También en este caso la situación exige del Estado un tratamiento adecuado que permita definir si hay lugar a satisfacer el anhelo del sujeto.

Ambas situaciones, una con la presencia de cuestionamiento sobre el comportamiento del individuo y otra sin él, tienen en común que plantean por lo menos un problema que necesita ser resuelto, por lo que en estas lecciones tanto las hipótesis de la primera clase como las de la segunda se denominarán genéricamente situaciones o cuestiones problemáticas.

Bueno es advertir desde ahora que aunque ordinariamente la cuestión problemática envuelve una pugna entre diversas personas, también hay veces que sólo compromete intereses de un único individuo y otras que, a pesar de involucrar a un número plural de sujetos, no comporta posturas adversas o incompatibles entre sí{28}. A manera de ejemplo piénsese en el demente que en época de lucidez desea se le declare interdicto para proteger su patrimonio ante el eventual aprovechamiento de la demencia por sus congéneres; o en los cónyuges que, de consuno, procuran la disolución del vínculo matrimonial{29}. En el primer caso la situación compromete sólo a un individuo y por ello está descartada la disputa; en el segundo el consenso de los implicados también excluye la confrontación. Ahora bien, cada cuestión problemática concreta impone la búsqueda de una solución con arreglo al régimen jurídico, la que de ordinario se halla preestablecida de manera abstracta en las normas de derecho sustancial. Y si bien puede tropezarse con situaciones no previstas inequívocamente por el ordenamiento y en apariencia huérfanas de solución específica, lo cierto es que el sistema normativo por lo menos suministra los criterios a partir de los cuales se puede acceder a una solución adecuada{30}.

La forma impersonal, general y abstracta que regularmente muestran los preceptos de derecho hace menester la emisión de un pronunciamiento que individualice, para cada situación concreta, la solución prevista en las normas jurídicas. Quizás se perciba con mayor facilidad la necesidad de tal pronunciamiento respecto de las situaciones fácticas cuya previsión expresa haya sido omitida por el ordenamiento, pues allí pueden ser necesarios juicios de valor más delicados para dar aplicación a los criterios escogidos por el régimen.

En todo caso, sea que la solución se encuentre expresamente señalada o que tal previsión haya sido omitida, es preciso realizar un ejercicio de aplicación del derecho preestablecido respecto de la cuestión específica, que permita emitir un pronunciamiento que en concreto la resuelva. Como la solución no puede ser otra que la contemplada en abstracto por el sistema normativo, el ejercicio consiste en expresar lo que en derecho corresponda a la situación concreta. De ahí que a esta actividad se le conozca con el nombre de jurisdicción (iurisdictio) que proviene de las expresiones latinas ius dicere, que unidas de esa manera significan: decir el derecho{31}. En ejercicio de ella se pronuncia el derecho respecto de las cuestiones problemáticas que de alguna manera causan malestar social y estorban la convivencia pacífica. La jurisdicción se revela entonces como expresión de la soberanía en virtud de la cual se concreta la solución legítimamente prevista en abstracto.

En este punto del análisis cabe preguntarse a quién corresponde realizar la actividad identificada con el nombre de jurisdicción. A dicho propósito conviene reconocer que a la hora de proscribir la autotutela o justicia por mano propia (aunque no en forma absoluta){32}, el Estado, como organización jurídico política de la colectividad, ha debido asumir la responsabilidad de suplirla eficientemente{33}. Y si la jurisdicción emerge como la actividad apropiada para sustituir la autotutela jurídicamente vedada, el encargado de realizarla tiene que ser aquél, como responsable de preservar el orden social. De ahí que desde el derecho constitucional clásico{34} la jurisdicción haya sido considerada como una de las funciones básicas del Estado, aunque allí no se haya hablado propiamente de funciones sino de poderes{35}. Por supuesto que el cambio de nomenclatura no resulta indiferente.

El concepto de poder denota una prerrogativa, una actividad facultativa; en cambio la idea de función denota más un deber que una potestad.

Si, como se ha expuesto con insistencia, el régimen proscribe la autotutela, tiene que ser porque reserva para el Estado el monopolio de la protección de los derechos de los asociados, no como una simple prerrogativa, sino además como un deber. Prohibir al individuo la autoprotección de sus derechos supone ofrecerle correlativamente un sucedáneo con igual o superior eficacia, cuya dinámica esté siempre a disposición del reclamo ciudadano con independencia del capricho de la autoridad. Por lo tanto, más allá de una simple potestad, el Estado tiene el deber de conseguir, proveer e imponer la solución jurídica que exige cada cuestión problemática que surja en medio de los gobernados, y en ningún caso puede rehusar su cumplimiento sin erosionar la legitimidad del poder político.

Si la jurisdicción es una de las funciones que fundamentan el poder político, la renuencia estatal a su realización lo deslegitima y pone en peligro su propia subsistencia. Desde esta perspectiva puede sostenerse que el Estado es no sólo el

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