Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Nosotras bajo un cielo difícil
Nosotras bajo un cielo difícil
Nosotras bajo un cielo difícil
Libro electrónico181 páginas3 horas

Nosotras bajo un cielo difícil

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Nosotras bajo un cielo difícil es un compendio de tres relatos donde se cuentan las vicisitudes de tres mujeres que, por diversos motivos, se ven envueltas en posiciones vitales complejas.
«El primer viaje al mar» es la narración de la primera visita al mar (en los años sesenta) de una niña de extracto social muy humilde. La segunda historia, «Dados de doble azar», relata las historias de dos mujeres, madre e hija, que se ven obligadas a pasar por trances duros e injustos, en los que se ven forzadas a afrontar el maltrato, las penurias y la escasez. El tercer relato, «Las voces del autobús», se adentra en la desgarradora historia de una familia cuando descubren la enfermedad mental de su hija y deben, a partir de ese momento, adaptar toda su vida a ese nuevo escenario.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 may 2024
ISBN9788419805607
Nosotras bajo un cielo difícil

Relacionado con Nosotras bajo un cielo difícil

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Nosotras bajo un cielo difícil

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Nosotras bajo un cielo difícil - Virginia Cobos

    Nosotras bajo un cielo difícil es un compendio de tres relatos donde se cuentan las vicisitudes de tres mujeres que, por diversos motivos, se ven envueltas en posiciones vitales complejas.

    «El primer viaje al mar» es la narración de la primera visita al mar (en los años sesenta) de una niña de extracto social muy humilde. La segunda historia, «Dados de doble azar», relata las historias de dos mujeres, madre e hija, que se ven obligadas a pasar por trances duros e injustos, en los que se ven forzadas a afrontar el maltrato, las penurias y la escasez. El tercer relato, «Las voces del autobús», se adentra en la desgarradora historia de una familia cuando descubren la enfermedad mental de su hija y deben, a partir de ese momento, adaptar toda su vida a ese nuevo escenario.

    logo-edoblicuas.png

    Nosotras bajo un cielo difícil

    Virginia Cobos Yuste

    www.edicionesoblicuas.com

    Nosotras bajo un cielo difícil

    © 2024, Virginia Cobos Yuste

    © 2024, Ediciones Oblicuas

    EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª

    08870 Sitges (Barcelona)

    info@edicionesoblicuas.com

    ISBN edición ebook: 978-84-19805-60-7

    ISBN edición papel: 978-84-19805-59-1

    Edición: 2024

    Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

    Ilustración de cubierta: Héctor Gomila

    Cuadro de la ilustración de portada: María C. Primeau

    Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.

    www.edicionesoblicuas.com

    Contenido

    El primer viaje al mar

    Dados de doble azar

    Las voces del autobús

    La autora

    El primer viaje al mar

    Y entonces, vi el mar

    Corría julio de 1966, en medio de una canícula de órdago. La paciente ciudad de Sevilla, como es su costumbre, entornaba los ojos al pasar el mediodía para dejarse sumir en un aleteo de cortinas y una vibrante bajada de persianas, en un frágil intento de paliar los envites del sol castigador a través de la búsqueda constante de una oscuridad artificial. «Vamos a poner la casa oscurita», me decía mi madre, cuando la temperatura empezaba a derramar su poder, como el desperezo de un dragón.

    Yo vivía en un barrio muy humilde del extrarradio de la ciudad, un barrio que hoy, por desgracia, es un conocido punto caliente de la droga y la delincuencia en Sevilla; sin embargo, entonces, tan sólo era un distrito de clase obrera, acuciado por la escasez y la falta de recursos, pero sin la inseguridad actual, y sobre todo, sin esa distancia insalvable entre la ambición por lo material y los principios fundamentales de la honestidad. Tal distancia ha hecho que el gusto por el dinero fácil y la ausencia de medios hayan acabado empujando al barrio hacia las tenebrosas aguas de los arrabales peligrosos, aislados del resto de la sociedad por el miedo de la gente.

    Los niños teníamos que aguzar el ingenio para soportar las calores del verano, ya que el sueño de la playa era algo inalcanzable, prácticamente imposible, (¡quién se lo podría permitir!), y ni siquiera la palabra «veraneo» significaba algo real y tangible para nosotros. En el caso de mi familia, mi padre, cabeza y sostén de todo el conjunto familiar, trabajaba unas once o doce horas al día, a veces hasta trece, sin descanso y sin días de vacaciones, a excepción de los domingos y las fechas más señaladas, como Navidad, Año Nuevo, o el día de las Vírgenes, el 15 de agosto… Los pocos días de vacaciones que tenía asignados en su trabajo principal los dedicaba a realizar otros trabajos a modo de pluriempleo. Todas estas obligaciones confluían en un horario de trabajo tan avasallador, tan repleto de cosas que hacer, que no le dejaba ni un ápice de asueto. Pero, desafortunadamente, al pobre no le quedaba más remedio que seguir con su empeño de trabajador incansable para llegar a fin de mes y poder cubrir todas las necesidades que la familia demandaba. Su trabajo principal consistía en prestar labores administrativas en una Casa de Socorro (un sistema de salud ya extinto, en el que los ayuntamientos se hacían cargo del cuidado sanitario de aquellos ciudadanos, censados como tales, que carecían de medios suficientes para procurarse una asistencia médica digna). Mi padre, además de asignar «los números» para los pacientes, atendiéndolos a diario tras un mostrador, a modo de subalterno, elaboraba censos, cédulas de habitabilidad y otras funciones propias de la administración, aunque no era funcionario, sino miembro del personal laboral.

    A pesar de todo, los niños, por nuestra parte, lo pasábamos bien, aun en mitad de aquel fuego de temperatura asfixiante y demoledora; nos divertíamos en aquellos atardeceres de sanación, cuando la flama parecía retroceder en una tregua temporal, y nos divertíamos en las noches de olor a jazmín y cine de verano, ambientado con damas de noche y alegres guateques con música en el «picú», fiestas previas a la proyección de la película y celebradas en el mismo recinto. Pero, sobre todo, nos divertíamos en los patios de los bloques, donde aparecíamos en bañador para que las vecinas nos regasen con sus mangueras. ¡¡Eso sí que era un juego refrescante y placentero!! La sensación del agua, fresca y abundante, empapando nuestra piel sudorosa, las risas, los saltos y el hambre que luego nos hacía salir corriendo a comer, con el pelo y el bañador y todo el cuerpo chorreando estelas húmedas a lo largo del cemento…, todo eso era lo más parecido a unas vacaciones de ensueño que podíamos imaginar.

    Y resultó que, aquel año, unas monjas, las Hermanas de la Caridad, propusieron un plan para que los chicos y chicas del barrio pudieran pasar unos días (tres semanas concretamente) en la playa. Consistía el proyecto en llevar al mar a niños y niñas de barrios pobres y socialmente deprimidos para que pudieran disfrutar de unas pequeñas vacaciones en el litoral. El plan se dio a conocer a las familias a través del colegio de la vecindad. Mis padres decidieron hacer un esfuerzo, titánico para ellos, para aprovechar la oferta y enviarme a ese viaje de tres semanas a Sanlúcar de Barrameda, en Cádiz.

    Yo estaba como loca. ¡Me iba a la playa! No tenía ni idea de cómo planificar un viaje y una estancia en la costa de tantos días, pues jamás había estado lejos de mis padres y, mucho menos, en una localidad desconocida para mí, y con gente también desconocida, ya que solo una de mis compañeras del colegio vendría conmigo, convirtiéndose en mi única compañía familiar.

    Llegó el gran día de la partida y, por fin, todas mis pertenencias, lo que iba a usar durante esos días en la playa, se hallaban guardadas en una especie de petate de lona que mi madre me había confeccionado y bordado con mi número (pues en la excursión se nos identificaba con un número; creo recordar que el mío era el 203). En el curioso saco, mi madre había colocado, además de mis prendas de ropa, el bañador, un camisón de verano, unas zapatillas de plástico (las típicas de tiras metidas entre los dedos), así como una pequeña toalla multiuso, que debía servir tanto para el aseo como para la playa, porque las toallas eran caras; también un rollo de papel higiénico El Elefante, una pastilla de jabón y el cepillo de dientes junto con un pequeño frasco de Colgate y un peine. Además, con enorme dificultad para su débil economía, me dieron un monedero con cincuenta pesetas. No sé cuál sería el equivalente a esa cantidad en euros hoy en día, pero estoy segura de que para ellos era una cifra bastante considerable, teniendo en cuenta, además, que habían tenido que pagar la cuota correspondiente al ser yo incluida en la lista de participantes. No me acuerdo con precisión, pero creo que la cantidad rondaba las doscientas pesetas. ¡Un auténtico dineral!

    Mi padre me acompañó en el taxi de un amigo a la estación de ferrocarril. Mis recuerdos andan un tanto borrosos en cuanto a los detalles, pero sí puedo evocar el duro asiento de madera, y el traqueteo del trayecto que se hacía interminable. Durante las incontables horas de viaje, se acercó el momento de almorzar, y en el mismo tren, nos comimos el bocadillo que habíamos llevado preparado desde casa.

    Cuando por fin llegamos a Sanlúcar, nos condujeron al colegio donde nos íbamos a alojar y allí soltamos las cosas. Nos dijeron que nos pusiéramos el bañador para ir a la playa.

    Eran alrededor de las cinco de la tarde y hacía un calor abrasante. Al pisar la arena por primera vez, me regodeé satisfecha en la sensación de blandura mansa que me acariciaba las plantas de los pies, como si caminase en un planeta nuevo. De pronto, divisé una masa de agua gigante, lo más grande y magnífico que había contemplado jamás. No estaba segura de si seguía hundida en los efluvios de una siesta prolongada o si era presa de un encantamiento. Me quedé boquiabierta ante aquella visión de ensueño. Esa imagen se ha quedado grabada en mí para el resto de mi vida: el agua enorme, infinita, el horizonte, que parecía el principio de la eternidad, el enérgico bramido de las olas… La impresión era de asombro, alegría y miedo a partes iguales. Era como un monstruo al que quería conocer, pero que también me asustaba, porque me sentía diminuta ante ese despliegue de majestuosidad envolvente que todo lo cubría hasta casi hacerme desaparecer. Y, a pesar de ello, me quedé vinculada a la atmósfera sublime del océano, porque entonces, sin remedio, me enamoré del mar.

    Cuando me enamoré del mar

    Había llegado a la playa sobre las cinco de la tarde con el grupo de chicas y las monjas. Al contemplar por primera vez, a mis nueve años, aquella masa inmensa de agua, imponente, de un poder arrollador ante mis ojos infantiles, me quedé prendada para siempre del encaje peregrino de las olas, del mensaje apaciguador de la espuma y del olor a salitre en el viento húmedo. Quería sumergirme en las aguas revueltas de la tarde estival, quería sentir, como recién nacida, el masaje primitivo del agua en su vaivén indescifrable. Pero, al mismo tiempo, me daba mucho miedo. Me asustaba esa mole acuosa imposible de dominar, que parecía querer tragarme para llevarme a sus dominios profundos. Yo no sabía nadar. ¿Cómo iba a saber? En mi menesteroso barrio del extrarradio sevillano no había lugar ni dinero para piscinas. Bastante difícil era ya simplemente el llegar a fin de mes con comida suficiente en la mesa y con el dinero preciso para pagar el agua, la luz y las demás facturas.

    Aun así, con un cierto cosquilleo de terror, pero impelida por el deseo de surcar la superficie del mar, respiré hondo y comencé a meterme en el agua. Estaba sola, rodeada por un montón de desconocidas, pues solo, como ya he mencionado, una compañera de mi clase se había apuntado a este viaje que las Hermanas de la Caridad habían organizado para los niños (que iban con curas) y niñas (con monjas) de barrios pobres, como era mi caso. Así que la experiencia de conocer el mar por primera vez fue íntima y solitaria, al menos durante las dos primeras horas. Por supuesto, no osé internarme en la parte profunda donde mis pies no alcanzaban, el «agua tapá», como denominan en la zona al área donde el mar te cubre. ¿Cómo iba a atreverme a semejante imprudencia sin saber nadar?

    Mi inmersión en el mar se había convertido en un acto privado, una experiencia personal que no compartía con nadie. Las monjas andaban vigilando, pero solamente en general, como a bulto, sin prestar atención a nadie en particular, y sin dar consejos ni advertencias. Quizás puedo decir que ese momento fue para mí la primera experiencia de soledad en toda mi vida. No supuso nada doloroso ni rechazable, simplemente, algo nuevo para mí, pues, antes de este baño marino, yo nunca había podido disponer del encuentro conmigo misma y nadie más. Tal vez por eso me gusta tanto saborear esa soledad de plática con mi interior: es un escenario que he dominado desde la infancia. Tal vez por eso me encanta ir a la playa sola.

    Al cabo de unas dos horas, en medio del bullicio ruidoso de las niñas, ajetreadas en la arena y las olas, me encontré con mi amiga Antoñita, y ya desde ese momento nos acompañamos mutuamente en la actividad de la playa.

    Recuerdo que se acercó un fotógrafo y nos ofreció hacernos unas fotos por solo veinticinco pesetas. ¡A mí me fascinó la idea! Siempre me han gustado las fotos y acepté sin ponerme a pensar que yo llevaba cincuenta pesetas en total, y que este dispendio me iba a costar la mitad de todo lo que poseía. Pero yo tenía nueve años, y ¿quién se para a reflexionar sobre cuestiones de gastos y ahorro con nueve años? Le pagué las veinticinco pesetas y me hizo tres fotos que guardo como oro en paño. En dos de ellas, salgo yo sola, y en la tercera posamos mi amiga Antoñita y yo. La verdad es que ahora me alegro de poseer un preciado documento gráfico de aquel viaje de iniciación, no solo a ese mar que antes desconocía, sino hacia un cambio vital, tanto físico como emocional, que se empezaba a producir en mí, en el paso de niña a adolescente. Creo que di un estirón durante aquellas tres semanas; sufrí en muchas ocasiones unas náuseas raras, probablemente, fruto de la explosión de hormonas que comenzaban a transitar por mi cuerpo. También en mi desarrollo mental adquirí una cierta dosis de madurez incipiente, al verme obligada a tomar decisiones sin la presencia de mis padres ni de ningún adulto al que consultar, ya que las monjas no atendían de manera personal a nadie, o, al menos, eso pensaba yo, que ni siquiera me lo planteé, y nunca fui a comentarles ninguna inquietud ni pregunta, ni tampoco duda alguna.

    Cuando aquella tarde, ya cerca del ocaso, volvimos al colegio que nos servía de alojamiento, todas las niñas notamos que teníamos la piel quemada, roja como un cangrejo, igual que los extranjeros que vienen a nuestro país y se tumban al sol sin protección de ningún tipo. Porque eso mismo habíamos hecho nosotras, bañarnos, correr y tumbarnos al sol sin defensa alguna. A los ojos de la gente joven de nuestros días, o desde la perspectiva del momento presente, podríamos parecer un puñado de niñas imprudentes, pero no es así. En aquella época no existían las cremas solares que están al alcance de cualquiera en la actualidad. La única que ya se encontraba a la venta era la famosa Nivea, pero, aparte de resultar demasiado cara para los escasos recursos de nuestras familias, la Nivea de entonces no ofrecía los filtros solares que llevan incorporados todas las cremas actuales. Funcionaba como crema hidratante y ya está. Así que, ante el dolor de las quemaduras, alguien sugirió que debíamos ponernos pasta de dientes en la piel para evitar las ampollas. Dicho y

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1