August. La última hora
Por David J. Skinner
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Robert August Robertson está condenado a morir en la silla eléctrica por un asesinato cometido en Nebraska, en 1971. ¿Cuál fue su verdadera historia?
En esta novela, el propio August nos narra su vida, comenzando por los turbulentos hechos previos a su nacimiento, y llegando hasta su último instante de vida... y puede que un poco más. ¿Fue realmente culpable del crimen por el que se le condenó? Esa pregunta se la hará en varias ocasiones su confidente en el corredor de la muerte: el guardia que está a punto de conducirle hasta la silla. A lo largo de estas páginas podremos conocer una vida llena de sinsabores y tragedias; es la historia de un niño sin infancia, un joven que intentará huir de su destino, y un adulto que deberá enfrentarse a sus pecados. Solamente en las últimas páginas, el lector será capaz de responder a una pregunta:
¿Quién fue Robert August Robertson?
David J. Skinner
Nacido en 1974, David J. Skinner cuenta con cinco novelas publicadas, "Los crímenes del ajedrez", "La amenaza", "Masacre en Nueva York", "August. Pecado mortal" y "Una herencia problemática", y participa en varias antologías y recopilaciones de relatos o cuentos, como "Sugiéreme", "El hombre eterno y otros once relatos", "Cuentos por la vida", "Imaginaria", "Gritos contra la violencia de género" o "El último Borbón"--David J. Skinner was born in 1974 in Spain. Novelist since 2011, he is credited with five published novels, "La amenaza", "Los crímenes del ajedrez", "Masacre en Nueva York", "August. Pecado mortal" and "Una herencia problemática". He also participates with short tales in books like "El hombre eterno y otros once relatos", "Sugiéreme", "Cuentos por la vida", "Imaginaria", "Gritos contra la violencia de género" and "El último Borbón"
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August. La última hora - David J. Skinner
AUGUST
La última hora
David J. Skinner
© 2020 David J. Skinner
correo@davidjskinner.com
Todos los derechos reservados
A mi madre, a mi pareja, a mis amigos.
CONDENADO
Hay gente que pide ostras, caviar, champán… La verdad, lo que a mí me apetecía era una buena hamburguesa y un refresco de cola. Siempre he sido muy simple para las comidas. Incluso aunque esta fuera la última.
Me llamo Robert August Robertson, y tengo treinta años. El mes que viene cumpliría los treinta y uno si no fuera por la mortal silla que me está esperando apenas a unos metros de mi pequeña celda. Tengo que reconocer una cosa: siempre había creído que una celda sería un lugar lleno de telarañas, con ratas corriendo por el suelo y una cama hecha a medias de paja y piedras. No es que fuera el Palace, claro, pero no se distinguía mucho del cuchitril de Norfolk en que había estado viviendo durante los últimos siete años.
Al igual que entonces, y algunos años antes, mi diario seguía a mi lado. Las personas que había conocido iban y venían; él me había acompañado durante casi media vida, como un testigo imparcial de mis circunstancias. Reconozco que cuando, gracias a Clara, lo obtuve, no le di demasiada importancia; fue su insistencia lo que me convenció para escribir al menos un par de líneas diarias.
Le di otro mordisco a la hamburguesa sin dejar de mirar el libro. A pesar del hambre que sentía, sus páginas me llamaban, pidiéndome que escribiera un último texto.
–¡Ve terminando, Robert! –El guardia que había gritado se llamaba Kurt, o Curtis. No era el más simpático del lugar, la verdad.
–¿Qué prisa hay? –respondí con sarcasmo. Curtis (o como quisiera llamarse) me miró con perplejidad, sin saber qué responder, lo que me produjo una sonrisa que traté de disimular. Seguramente el miedo regresaría a mí instantes antes de mi ejecución, pero en aquel momento me sentía en calma. Terminé la hamburguesa sin que ninguna otra palabra saliera del orondo guardia. Estaba con el refresco cuando una nueva voz entró en escena. En esta ocasión se trataba de Hank, mucho más simpático que su compañero.
–Robert –comenzó a decirme Hank–, ¿estás listo?
–¿Qué tal, Hank? Dame un par de minutos para terminar esto –levanté el vaso rojo, mostrándoselo–, y escribir una cosa en mi diario.
–¿Sabes? Tu caso ha creado bastante expectación mediática. Ahí fuera tienes a la mitad de la prensa de Nebraska.
El juicio había sido demasiado rápido para dar tiempo a que los medios reaccionaran. Ahora, a minutos de mi muerte, estarían deseando sacar una instantánea mía. Lo cierto es que su presencia me resultaba totalmente intrascendente; solo había una persona a la que quería ver… y otra a la que no.
Me encogí de hombros y respondí a Hank.
–Seguro que la mayoría de ellos no saben ni encontrar Pierce en un mapa –declaré–. ¿Sabes si hay algún familiar de… ?
–No lo sé, Robert. Espera, me enteraré.
Con estas palabras, Hank me dejó de nuevo con la única compañía de Curtis, mi casi terminado refresco y el diario. Dejé el vaso y cogí el gastado lapicero. Era ahora o nunca.
–¿Te arrepientes de lo que hiciste? –Curtis se había decidido a hablar. No me volví hacia él para responder.
–Lamento todo lo que ha ocurrido, sí.
Escuché un bufido, o algo similar, y las pisadas que se alejaban me indicaron la desaparición de Curtis. Estaba solo.
–Todo es culpa tuya, August. Lo sabes, ¿no?
Esa voz…
–¿Qué haces aquí? –pregunté, aunque su presencia era esperada.
–Si no hubieses ido contra las leyes divinas –continuó–, cohabitando con esa mujer en pecado, nada de esto hubiese ocurrido.
No quise replicarle. ¿Para qué? En cierto sentido, tenía razón.
Al menos en relación a las dos últimas muertes.
Cerré el diario y miré hacia el exterior de mi celda. Ya no se encontraba allí. Creo que debieron de pasar cinco minutos hasta que Hank regresó con noticias. Por la expresión de su cara, deduje que no eran muy buenas.
–En la segunda fila están sus padres.
Sus padres… ¿Cómo debía comportarme? Llegué a coincidir en un par de ocasiones con ellos y, durante el juicio, la mirada del hombre estaba llena de ira, de rabia. Ignoraba si, tras lo ocurrido en el juicio, su actitud respecto a mí podría haber cambiado. No era muy probable.
Mi corazón, que momentos antes se encontraba tranquilo, aceleró su ritmo y fuerza hasta que pareció querer salir, atravesando mi garganta, por mi boca. Hank, como leyendo mi mente, siguió hablando.
–Parecen más tristes que enfadados, Robert. No creo que monten ningún espectáculo.
Antes de que pudiera asimilar la noticia, el sonido del timbre, que anunciaba el momento de mi traslado a la pequeña sala en la que finalizaría mi historia, me sobresaltó. El diario, que continuaba al alcance de mi mano, pareció llamarme otra vez. No sé por qué, pero decidí abrirlo y echar un vistazo al texto que yo mismo había escrito.
«…he encontrado a una persona con quien compartir la vida.», rezaba la primera línea de la página por la que, al azar, había abierto el libro. «Quisiera contarle todo sobre mí, pero no me atrevo. No quiero que me rechace.».
Lo cerré y nuevamente lo abrí, en esta ocasión por una entrada bastante anterior.
«12 de abril de 1959. Hoy he asistido al funeral de Mary Ann.» No había cumplido aún los diecinueve en aquel momento y, a pesar de ello, ya llevaba un par de años independizado. Una de las cosas que impulsaron mi éxodo fue la severa educación de Mary Ann. Sin lugar a dudas, su relación con el viejo Tom también había influido en aquello.
–Hank, ¿cuánto queda? –pregunté. Él echó un vistazo primero a su reloj de bolsillo y luego, levantando la vista, al de pared que se encontraba sobre mi celda, o eso creo.
–Era el aviso de los sesenta minutos –dijo, refiriéndose al timbre que acababa de sonar–. Todavía queda tiempo, Robert.
–Me gustaría hablarte de mí –dije–. De mi vida.
Hank me miró con expresión de sorpresa. Lo cierto era que durante el tiempo que llevaba en el corredor, esperando mi destino, no me había decidido a contar mi historia. Ahora, a menos de una hora de mi final, era mi última oportunidad de hacerlo. Puede que pasaran un par de minutos antes de que Hank reaccionara, asintiendo con timidez. Cerré los ojos e intenté acordarme de todos los detalles de mi vida. Curiosamente, lo primero que recordé fue lo acontecido unas semanas antes de nacer.
NACIMIENTO
Creo que mi historia comenzó, como digo, antes de mi propio nacimiento. En el verano de 1940, el reverendo Christopher August Robertson y su mujer, Mary Ann, esperaban con impaciencia el nacimiento de su primer retoño. Sí, ese era yo.
Según me contó Mary Ann, años más tarde, habían decidido ponerme Robert, en caso de ser niño, y prescindir de usar un nombre compuesto. Así habría sido de no ocurrir el «suceso», como Mary Ann lo llamaba. Aquel año estaba siendo uno de los más calurosos en el pequeño pueblo de Pierce, al noroeste de Norfolk. Un pueblo muy poco conocido, ya que en él no ha ocurrido nada relevante durante décadas. Quitándome a mí, claro.
No me quiero desviar en mi relato; como digo, ese verano las temperaturas alcanzaban máximos históricos, y esa pudo ser la razón por la que Mary Ann se despertó aquella noche de julio, descubriendo la ausencia de su esposo en la cama. No se asustó al principio, claro, pero después de varios minutos sin verle aparecer tomó la decisión de salir a buscarle. El desván fue el último lugar que visitó, y era precisamente en él donde se hallaba el reverendo Christopher August –o, más bien, su cuerpo–, colgando de una viga de madera