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Un Grito de Protesta: Memorias del Holocausto
Un Grito de Protesta: Memorias del Holocausto
Un Grito de Protesta: Memorias del Holocausto
Libro electrónico244 páginas3 horas

Un Grito de Protesta: Memorias del Holocausto

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Información de este libro electrónico

Una historia brutal y honesta de supervivencia y resiliencia humana durante la Segunda Guerra Mundial


Manny Steinberg (1925-2015) pasó su adolescencia en los campos de concentración de la Aleman

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 abr 2024
ISBN9789493322325
Un Grito de Protesta: Memorias del Holocausto
Autor

Manny Steinberg

Manny Steinberg, appena quattordicenne, subisce interminabili soprusi in quattro campi di concentramento diversi tra la Polonia e la Germania.

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    Vista previa del libro

    Un Grito de Protesta - Manny Steinberg

    Un grito de protesta

    UN GRITO DE PROTESTA

    MEMORIAS DEL HOLOCAUSTO

    MANNY STEINBERG

    Amsterdam Publishers

    Título: Un grito de protesta: memorias del Holocausto (Supervivientes del Holocausto)

    Autor: Manny Steinberg

    Traductora: Neus Palou Ferrer

    Editorial: Amsterdam Publishers, Países Bajos

    Título original: Outcry. Holocaust Memoirs

    Portada: Fotografía de Manny, Chaim, Jacob y Stanley Steinberg en el gueto

    Copyright © 2023 Manny Steinberg (texto y fotografías).

    Todos los derechos reservados. No se permite la reproducción total ni parcial de este libro por ningún medio, gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones de audio o vídeo, ni ningún sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin consentimiento escrito de la editorial, excepto en el caso de citas breves en artículos críticos y reseñas.

    ISBN libro electrónico: 9789493322325

    ISBN tapa blanda: 9789493322332

    También publicado en francés: Souvenirs d’un survivant de la Shoah por Amsterdam Publishers, con ISBN 13: 9789492371201 (tapa blanda) y 9789492371232 (libro electrónico).

    También publicado en checo: V pekle mezi ostnatými dráty por Víkend, con ISBN 9788074331726 (tapa dura).

    También publicado en alemán: Aufschrei gegen das Vergessen. Erinnerungen an den Holocaust por Amsterdam Publishers, con ISBN 13: 9789492371263 (tapa blanda) e ISBN 13: 9789492371270 (libro electrónico).

    Edición en chino, libro electrónico (ASIN B011IEKKRE), también disponible versión de tapa blanda.

    El autor deseaba publicar el libro en hebreo. Si tienen sugerencias, por favor, póngase en contacto con: info@amsterdampublishers.com

    ÍNDICE

    Prefacio

    Sol

    Sombras

    Oscuridad

    Luz

    Epílogo

    Fotografías

    Palabras Finales

    Para

    Mi esposa Wilhelmina (a quien quiero muchísimo)

    Mi hija Anita Helaine

    Mi hijo Gary Bruce

    Mi hija Julie Ann

    Mi nieto Paul

    Mi nieta Janet

    Mi bisnieto Joey

    Mi bisnieto Frankie

    Mi bisnieta Lexi

    Mi bisnieto Benjamin.

    Además, quiero honrar a mi hermano, Stanley Steinberg, y a mi padre, Chaim Steinberg, por su amor y fortaleza, y a mi hermana, Mary Sue, por su devoción y su bello espíritu.

    PREFACIO

    Con este libro, me he liberado de los grilletes que me mantenían prisionero desde que me liberaron de los campos de concentración de Europa. Por fin, soy totalmente libre en cuerpo, mente y alma.

    En estos últimos años de mi vida, tengo muchas esperanzas de que Un grito de protesta: memorias del Holocausto ayude a honrar y conmemorar a los millones de personas que perdieron la vida en los guetos y los campos de trabajo y de concentración alrededor del continente. Es importante para todos y cada uno de nosotros que jamás se les olvide.

    Compartir mi historia me ha ayudado a poner mi vida en perspectiva: se me permitió venir a los Estados Unidos y serví a mi país adoptivo en la guerra de Corea, durante la cual conocí a mi mujer; juntos, tenemos tres hijos, dos nietos y cuatro bisnietos. Después de todo, he ganado.

    Manny Steinberg

    Estas páginas cuentan mis experiencias y recuerdos reales, pero los nombres son ficticios.

    Manny con el uniforme del campo. Foto sacada después de la liberación, en el hospital en Mosbach (1945)

    SOL

    Hoy, 31 de mayo, es mi cumpleaños. Nací en 1925 en Radom, Polonia. Mientras miro a mis maravillosos esposa e hijos, que celebran la ocasión, mi mente empieza a divagar. ¡Cómo ha cambiado mi vida desde los seis eternos años, desde los trece hasta los diecinueve, en que los campos de concentración de Europa eran mi hogar y escapaba de la muerte por pura suerte!

    A partir del 1939, soporté los horrores de los nazis en el gueto de Radom y fue solo gracias a la merced de Dios y a mi hermano, Stanley, que sobreviví para contar mi historia.

    Hemos abierto los regalos, cortado la tarta y me han felicitado. Ya es hora de que mis hijos, Anita, Gary y Julie, se vayan a dormir. Damos los besos de buenas noches a regañadientes, porque en un rato la quietud y la oscuridad dejarán entrar los recuerdos que siempre surgen a la superficie y me persiguen. Sentado en la mesa, con la luz de la luna que arroja sombras en la pared, vuelvo a mi infancia y a mi familia…

    Soy el mayor de tres hermanos: Stanley nació en 1927 y nuestro hermano pequeño Jacob, en 1934. Nuestra madre murió en el parto. Recuerdo la tristeza en nuestro hogar y como yo consolaba a Stanley, pero no me dejaba sentir pena a mí mismo. «Seré fuerte» me decía.

    Recuerdo que se me hizo bastante obvio lo milagroso que era dar a luz. Era demasiado pequeño como para entenderlo bien, pero aun así me dio mucho sobre lo que pensar.

    Una noche, cuando debía estar durmiendo, escuché una conversación entre mis padres:

    ̶ ¿Qué nombre le pondrás al bebé? Vamos, Chaim, dímelo  ̶ bromeaba mi madre. «¡Un bebé!» pensé. Estaba emocionadísimo al pensar que tendríamos otro hermano o hermana con quien sentarnos en la mesa, compartir la comida, jugar y a quien querer.

    Nuestros vecinos tenían una hija, y los envidiaba mucho, porque anhelaba tener una hermana. Quizás ahora mi deseo se haría realidad. Quería levantarme y hablar sobre este gran acontecimiento, pero sabía que Papá me regañaría por no estar durmiendo y descansando para ir a la escuela al día siguiente. Mientras me quedaba dormido, soñando sobre mi hermanita, decidí que le preguntaría a mi padre sobre el bebé por la mañana.

    Al día siguiente, tuve que confesarles a mis padres que los había escuchado la noche anterior y que había oído lo del bebé. Papá fue muy indulgente y, con una sonrisa orgullosa, me dijo que estaban intentando elegir un nombre.

    ̶ ¿Sabes, Mendel? ̶ me explicó ̶ . Es la costumbre de los judíos que los niños se llamen como algún familiar que haya muerto. De esta forma, honramos y perpetuamos el nombre.

    ̶ ¿Llegará pronto?  ̶ pregunté.

    ̶ Sí, muy pronto tendremos un bebé.

    Me fui a la escuela saltando, con gran alegría y expectación.

    Nuestro apartamento consistía en una habitación grande donde comíamos, hacíamos vida social y en la que nuestro padre tenía su negocio de sastrería. Adyacentes a esta sala, había una pequeña cocina y un dormitorio que compartíamos todos. Me acuerdo perfectamente de las dos grandes camas en lados opuestos de la habitación.

    Recuerdo vívidamente la noche en que nació Jacob. Había terminado mis lecciones, me había bebido el vaso de leche caliente y era hora de ir a la cama. Solo había pasado una hora o dos desde que me había dormido cuando me despertó una conmoción en el cuarto; alguien había colgado una manta de pared a pared, de forma que el dormitorio estaba dividido en dos y no podía ver el lado de mis padres.

    Confundido y un poco asustado, me quedé en la cama, escuchando los gemidos angustiados de mi madre. Después de unos minutos, que parecieron horas, me senté y miré al otro lado de la manta. Había una congregación de mujeres: mi abuela, mis tías, mis primas y unas cuantas vecinas. Sabía que debía de estar pasando algo importante.

    De repente, los gemidos se convirtieron en gritos. ¿Qué pasaba? ¿Debía ir con mi madre? ¿Me necesitaba? Estaba demasiado asustado como para moverme. Le eché un vistazo a Stanley: estaba sentado en la esquina de la habitación, abrazando con fuerza su manta. Me senté a su lado y le rodeé los hombros con el brazo.

    ̶ No pasa nada, Stanley, estoy aquí.

    Nos sentamos en silencio, mirando como la pequeña ventana se empañaba por el calor de la habitación. Pasaron varias horas más, y después, silencio.

    De pronto, nuestra vecina, la señora Guttman, pidió más agua a gritos.

    ̶ Aguantadle los pies y traed algo para secarle la frente  ̶ gritó ̶ . ¡Se supone que eres su prima favorita, Rachel, así que haz el favor de ayudar!

    ̶ ¿Cuánto falta?  ̶ imploró Rachel.

    ̶ Creo que solo unos minutos. Es un niño. ¡Cómo llora! Debe de tener buenos pulmones.

    Escuché a mi abuela decir Mazel Tov, que en yidis significa «buena suerte» y añadió:

     ̶ Que la casa de Israel bendiga al niño.

    En medio de la noche, me volví a meter en la cama y reflexioné sobre la agonía que acababa de pasar mi madre, la quietud extraña y los primeros lloros del recién nacido. Pensé en la vida, nuestra familia y mi padre.

    Le susurré a Stanley:

     ̶ Ve a dormir, mañana veremos a Papá, Mamá y nuestro hermanito.

    Cuando me desperté, había un silencio raro y pensé que algo debía de ir mal. Habían quitado la manta que dividía el cuarto, pero la cama de mi madre estaba vacía. Mi alegría se convirtió en miedo. ¿Dónde estaban Mamá, Papá y el bebé? Corrí fuera del dormitorio para encontrarme con una vecina que habían dejado a cargo.

    ̶ ¿Dónde está mi Mamá?  ̶ lloré.

    La mujer, amable, intentó consolarme. Me dio la mano y me dijo que mi madre se había puesto bastante enferma después del parto y necesitaba ir al hospital. Me aseguró que volvería a casa en dos o tres días, que tenía que ser buen chico y que pronto nuestra familia volvería a estar reunida. Continuó explicándome que el bebé se quedaría con mi abuela unos días hasta que mi madre se recuperara y pudiese volver a casa.

    ̶ Después, cuando vuelvas del cole, tu padre estará aquí para saludarte  ̶ dijo.

    Tranquilo y feliz, me fui a la escuela sin preocupación alguna. Era muy difícil concentrarme en los estudios porque estaba muy emocionado por mi hermanito. Ni siquiera sabía su nombre o qué aspecto tenía. «Quizás se parece a Mamá» imaginaba. Mis pensamientos se vieron interrumpidos cuando alguien llamó a la puerta de la clase. El profesor salió al pasillo un momento y, cuando volvió a entrar, tenía una expresión curiosa. Se acercó a mi pupitre y me pidió que recogiese mis cosas.

    Me dijo que estaba excusado del colegio y que tenía que volver a casa con la vecina. Pensé que quizás me necesitaban para cuidar del bebé o que habría una celebración. Cuando llegué a casa, lo primero en lo que me fijé era que habían tapado los espejos. Me pareció raro, porque solo lo hacían cuando moría alguien de la familia. Stanley, que tenía solo seis años, jugaba sentado en el suelo. Nada parecía ir mal, pero el corazón me empezó a latir con fuerza.

    Mi padre se me acercó con lágrimas rodándole por las mejillas:

    ̶ Mamá ha muerto.

    Lloramos juntos. No sería la última vez.

    Me dio la mano y me llevó al dormitorio. Allí, tumbada en el suelo, con velas encendidas alrededor de la cabeza y cubierta con una sábana, estaba mi querida y maravillosa Mamá.

    Me quedé parado unos instantes, incapaz de comprender este hecho horrible que nos había ocurrido. Llorando, me giré hacia mi padre, que me acogió entre sus brazos y me meció hasta que, exhausto después de tanto llanto, finalmente me dormí.

    Al día siguiente, enterraron a mi madre. En esa época no usábamos ataúdes, en su lugar, se construía un contenedor de madera en el suelo y se colocaba el cuerpo dentro, se ponía una tapa encima y entonces se cubría con tierra. Fue un momento muy triste. Recitamos el kadish, nuestra oración para los muertos, esa tarde, y cada noche y cada mañana durante un año entero.

    Como mi madre ya no estaba, mi padre me dejó ayudarlo a decidir un nombre para el bebé y, entre los dos, escogimos Jacob. Ese año fue muy difícil: mi abuela se quedó con Jacob y mi padre trabajaba todo el rato para ganarse el pan. Stanley y yo echábamos mucho de menos a Mamá, y anhelábamos su amor y su cariño. Los vecinos eran amables y traían tartas y pasteles, pero la mayoría del tiempo estábamos solos y únicamente nos teníamos el uno al otro.

    Una mañana, después de ayudar a Stanley a vestirse para el colegio, entré en la cocina y me encontré con una mujer que no conocía que preparaba la comida. Me sonrió:

    ̶ Buenos días, Mendel. Soy tu nueva madre.

    Me quedé un minuto en silencio.

    ̶ ¿Papá y tú estáis casados?

    ̶ Sí, Mendel, desde anoche. Ahora podemos traer al pequeño Jacob de casa de tu abuela y yo cuidaré de ti y de tus hermanos.

    La idea de tener a Jacob con nosotros me hizo muy feliz, y como parecía que ella era la responsable, corrí a darle un fuerte abrazo.

    ̶ ¿Estás contento, entonces? ̶ preguntó.

    Asentí, repentinamente tímido. ¿Debía preguntarle el nombre o llamarla Mamá?

    Era muy distinta a mi madre, la que conocía y quería. Mi Mamá era bonita, con ojos oscuros, hermosos y expresivos y una figura delicada. Vestía con lindos vestidos y siempre olía a limpio. Era hija única y mis abuelos la consentían con frivolidades que mi padre no se podía permitir, pero Papá la quería mucho y siempre se aseguraba de que tuviese todo lo que necesitaba y un poco más.

    Mi nueva madre era muy distinta. Era una mujer grande con una cara más bien del montón, pero como Jacob viviría con nosotros, pensé que volveríamos a ser felices.

    Mi padre nos observaba, ansioso, durante los primeros días, para ver si la aceptábamos. Para ayudarnos a entenderlo, nos dijo que antes que nada había respetado el año de duelo que dictaba la tradición judía, pero siguió explicándome que necesitaba alguien que nos cuidase. No sé si había amor real entre ellos, pero era un acuerdo conveniente para todos.

    Stanley la aceptó enseguida, incluso la llamó Mamá desde el principio, pero pasó un periodo de varias semanas hasta que yo me pude adaptar a la nueva situación. Tener a Jacob en casa ayudó. Parecía ser un bebé muy listo y, como el hermano mayor, pasaba mucho tiempo cuidando de él. Le daba el biberón y lo cogía cuando lloraba. Quería ayudar en todo lo posible.

    Cuando pienso en lo que pasó nuestra familia después de que Mamá muriese, creo que quizás su partida temprana de este mundo fue una suerte, en el fondo. No me puedo imaginar a mi madre sufriendo el dolor de que le arrancasen a sus hijos de los brazos o las indecencias y degradaciones que mi madrastra tuvo que soportar a manos de los nazis.

    No creo que mi madrastra, que no podía tener hijos propios, fuese consciente de la tremenda responsabilidad que estaba asumiendo cuando se casó con mi padre. La carga de entrar en una familia ya completa resultó ser pesada. Sin embargo, era una buena madre y llegamos a quererla, aunque quizás fuese devoción nacida del agradecimiento.

    A ojos de mi madrastra, la limpieza lo era todo. Me acuerdo de cómo nos examinaba las manos y las orejas cada mañana antes de la escuela, de cómo se aseguraba de que nos hubiésemos peinado y de que llevásemos la ropa arreglada.

    Mi educación consistía en asistir a clases desde las 8 hasta las 12 en el colegio público, y desde las 14 hasta las 16 en la escuela hebrea. Stanley, en cambio, era pupilo en la escuela parroquial, porque se limitaba el número de alumnos que podían asistir a cada curso. Caminar al colegio siempre era divertido: todo me parecía interesante y a veces dejaba que me ganase la curiosidad.

    Un jueves, día de mercado, hice novillos para acercarme al centro. Parecía haber un desfile infinito de granjeros alemanes y polacos que traían sus productos (mantequilla, queso y ganado) al mercado. Tenían una forma especial de hacer mantequilla y queso, y su reputación sobre este arte era conocida por todas partes. Descubrí, al escucharlos, que su idioma era muy parecido a mi lengua judía. Pronto, estaba hablando con los niños y niñas más pequeños que ayudaban a sus padres en los puestos de verdura. Hice muchos amigos y me invitaron a sus casas. ¡Qué gente más amistosa, qué corazones más grandes! ¿Cómo podían ser los mismos que un día se convertirían en mis enemigos?

    El edificio donde vivíamos tenía cuatro plantas, y eso en Radom se consideraba que era alto. Nosotros ocupábamos el último piso, que compartíamos con

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