Pelotón hogar
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El escritor francés Paul Fournel vuelve a escribir de ciclismo tras su exitoso La soledad de Anquetil. En esta ocasión, con un libro de 45 relatos breves y cuentos en los que esprínteres, ciclistas al borde de la retirada, furiosas campeonas y todo tipo de habitantes del pelotón ciclista se reúnen y hablan sobre el hogar que comparten: el pelotón.
Paul Fournel
Paul Fournel is a French writer, poet, publisher and cultural ambassador. He was awarded the Prix Goncourt for short fiction for Les Athlètes dans leur tête. His Besoin de Vélo (translated into English as Need for the Bike and Vélo) is a classic cycling text, in which he describes himself as the Proust of the chute. Anquetil, Alone is translated by Nick Caistor.
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Pelotón hogar - Paul Fournel
MI HOGAR
Arrancaron justo en el avituallamiento y me encontré allí, como un idiota, con mi desarrollo de cicloturista, al fondo del paquete, con esa bolsa alrededor del cuello que me cortaba la piel y golpeaba mi pecho. ¿Qué se les pasa por la cabeza al acelerar así? Pierdo diez metros y veo que el pelotón sigue sin mí. No puedo dejar que el pelotón se vaya, es mi hogar. Si el pelotón parte sin mí, me echan.
Toqueteo el desviador para volver a meter plato, tiro la bolsa a la cuneta, pena de vituallas, no hay tiempo, seguro que luego tendré un hambre enorme todo el rato. Lanzo la bici, desarrollo grande, culo levantado. Me duelen las piernas y necesito comer en paz. ¿A qué tanta prisa? No hay un puerto cerca, ni un esprint, no hay que posicionar a nadie. ¿Por qué los grandes han puesto en marcha sus caballos¹? Puedo verlos desde aquí, a los flamencos, tirar como bueyes de cabezas imperturbables y muslos indestructibles. Ahora nunca cerraré el hueco, hay demasiado dolor. Lo doy todo y veo que la cola del pelotón se estira y aleja. Dos tipos se quedan, van muertos. Contactar, solo pienso en contactar, incluso si eso significa volver locos los cuádriceps, ¡contactar! Si entro en la parte trasera, estoy a salvo; solo cruzar el umbral de mi casa, coger la última rueda del pelotón, y volveré al refugio, a mi sala de estar. Muy mal, demasiado duro. Puse todo lo que tenía y, aun así, continuaba retrocediendo.
Y, de repente, el pelotón vuelve a ser un ovillo. Se frena delante. Obstáculos urbanos. Bendigo al inventor del badén, al imbécil sembrador de rotondas, al cretino de las isletas, al demente de las aceras. Los creadores de todos esos grandes objetos que se colocan en el piso y ralentizan la competición. Voy a entrar. Los veo delante, sin dar pedales. Pero, en el mismo instante en que, agotadas mis últimas fuerzas, alcanzo la rueda trasera del último ciclista en el pelotón, salimos de la rotonda y meten caña en cabeza, se estira y vuelvo al látigo. El pelotón se pone en el filo y vuelve el infierno. Mis muslos ya no quieren más. Prefiero un puerto de montaña que estos látigos mortales. La vida en cola de carrera es demasiado dura. No puedo más. Levantaré el pie, me enredaré con los coches que nos siguen, pondré plato pequeño, mis manos en la parte superior del manillar y rodaré tranquilo, de esa forma tranquila que en verdad soy. El pelotón marchará delante, como un gran barco, y yo cruzaré la línea de meta una hora después, mientras anochece, y seré descalificado. Todo esto por culpa de esa puta bolsa de comida y esos putos flamencos. Y, como extra, me llevaré una bronca de mi director deportivo. Bien por mí.
En ese momento me pasa otro descolgado. Le quedan aún algunas fuerzas, me arrastrará. Salto a su rueda. No muy fuerte, cariño, solo como se debe. Aguanto. Únicamente un poco de viento en contra para ralentizar el pelotón y estaremos de vuelta, un toque al freno, un ataque de piedad de los líderes, y está hecho. Golpe de codo para que releve. Hago como si no lo viera. Si me ve esta noche, me mata. Ahí está. Lo hace de nuevo. He gastado toda mi inercia, no puedo tirar más fuerte. No vamos a perder más terreno. Nos acercamos a un pueblo, con un poco de suerte el paso será tortuoso, frenarán delante. ¡Están frenando! Entramos. ¡Remontar rápidamente dos o tres corredores para estar en casa, tener a alguien en mi espalda que cierre la puerta! De repente, todo se vuelve más fácil. Soy aspirado. Me permito un ratito sin pedalear. Un compañero de equipo está allí, luchando él también en la parte trasera del pelotón. Le pido un gel o algo para comer. Me da una barrita de cereales. No tengo tiempo para tragarlo, nos volvemos a poner con ello. La máquina a bloque, y el pelotón se estira de nuevo. A este paso, se romperá en varios pedazos, y si nos pillan en el último nunca volveremos a entrar. Allá vamos de nuevo, pero esta vez no me dejaré atrapar tan estúpidamente, perderé mis últimas fuerzas pero me voy a quedar en mi casa. De repente, el ritmo torna menos violento. Respiro. Treinta kilómetros a una velocidad más humana. Todavía estoy sufriendo, pero voy a rueda. Debo recuperarme, comer, beber, digerir. Quiero cerrar los ojos para descansar un segundo, pero tengo miedo de golpear una rueda trasera. Estoy aguantando. Eso es lo principal. Querría encontrarme con mis equipiers.
Entonces escucho, por el auricular, a mi director deportivo: «¡Remonta, remonta! ¿Qué haces ahí atrás? ¿Estás en Babia? Te necesitamos delante para el esprint. Sube a tu velocista. ¡Deprisa, se nos hace tarde, son los últimos cinco kilómetros! ¿Estás de siesta?».
¹Fournel utiliza la palabra bourrin, que también significa bruto, cabeza hueca. Todas las notas al pie son del traductor.
CAMPEONATO DEL MUNDO
Ah, no. Ninguna estrategia. Las he batido por pura rabia. Estaba fuera de mí misma. No pudieron hacer nada contra mí, las Paulinas, las Marianas, las Adelinas, las Leontinas, las Marías: ellas montaban en bici, yo montaba en rabia. Era imbatible porque me gusta demasiado el ciclismo y estoy demasiado furiosa.
Seis vueltas al circuito de los hombres, con seis veces dos repechos, y cada vuelta la hice a la salud de todos los cascarrabias, los cabrones, los mentirosos. ¡Ah!, los aplasté bajo mis pedales, a todos esos organizadores que se dicen supuesta «organización» del ciclismo femenino, donde todo el mundo cobra salvo las ciclistas. Han creado los centros, las estructuras, las comisiones, los reglamentos, los organigramas con hombres a la cabeza, por supuesto, con sus salarios y sus oficinas. Y nos han encomendado la misión de «hacer brillar a Francia con actuaciones de alto nivel, y victorias mundiales y olímpicas», ¡ahí es nada! Y aquí están, formando educadores en el «objetivo féminas». ¡Te voy a dar yo objetivos!
He machacado una vuelta a la salud de Marie-Françoise Potereau, que se pagó su licencia para correr y ni siquiera tenía derecho a llamarse profesional. He machacado otra a la salud de Jeannie Longo, la campeona con más títulos del mundo, un poco gruñona, pero condenadamente loca.
Le aplasté la cara al imbécil que, en 1957, escribió para L'Équipe: «El sentido común ha triunfado […]. Tendrán que conformarse con los eventos existentes y el cicloturismo, que se ajusta mucho más a sus posibilidades musculares». ¡Yo te daré algo de músculo! Vas a ver…
Quiero montar en bicicleta y ganarme la vida como un hombre, quiero un verdadero Tour de Francia, quiero que duela. Quiero ganar, quiero dinero. Quiero hacer lo mismo que las futbolistas, quiero ser famosa, quiero ser la Megan Rapinoe de la ruta.
Fue Léontine, en este caso, quien se llevó la peor parte. Era la última en seguirme y la hice sufrir en el repecho. La dejé sin aliento. En el descanso, entre jadeos, me dijo: «¿Dónde vas?». Contesté: «A la rabia», y la dejé allí plantada.
La última vuelta la hice sola, a la salud de Laurent Fignon y Marc Madiot. A mí me gustaba Laurent Fignon, era un tipo guapo, inteligente, con su coletilla, gafas pequeñas, original, un corredor bello, todo bien, salvo que este gilipollas salió a decir en la tele que el ciclismo femenino «no tenía estética». En cuanto a Madiot, osó decirle a Longo: «Tú, ¡tú eres fea!». ¡Nada de estética! ¡Fea! Se van a enterar. Todo el repecho en danza bajo sus bonitas narices. ¡Vas a ver si no soy estética!
Y entonces le vi de amarillo, a Fignon, en el podio del Tour, en el 84, junto a Marianne Martin, la americana que acababa de ganar el Tour femenino. Se cogían la mano, portaban el mismo maillot amarillo, la misma sonrisa. Él acababa de ganar 100 000 euros y ella 1000, que debió compartir con sus equipiers. ¡A tu salud, Laurent Fignon!
Si quisiera ganar tanto como un hombre, al precio que me pagan cada kilómetro, tendría que pedalear al menos quinientos mil.
He cruzado la línea de meta cantando Bella ciao a pleno pulmón.
Era campeona del mundo. Y no había robado ese título.
Tuve que traer de nuevo la sonrisa antes de los veinte segundos de televisión, porque a fuerza de despotricar tenía la cara como una vieja manzana arrugada.
He subido al podio y me han puesto el bonito maillot arcoíris.
Lo estrené en la carrera siguiente, y, bajo las rayas del arcoíris, escribí «mal pagada». ¡Campeona del mundo mal pagada!
Y bien, aunque no lo crean, los comisarios me pusieron una multa de 2000 francos suizos por «ensuciar» el maillot. ¡Los tuve que pedir prestados!
PESO EN FORMA
Todo el mundo en el pelotón conocía a Van Loo. Dependiendo de la época los periodistas le apodaban «el Flandrien», «la Moto» o «Gran Motor». Era fuerte, rápido, infatigable y terriblemente ciclista. Amaba su trabajo y le rendía tributo con hazañas desde lejos altamente improbables. No tenía rival en el juego de las horas chupando pantalla. Era un regalo del cielo para los patrocinadores, que podían leer sus nombres durante tardes enteras en las que Van Loo era filmado de perfil, solo en la ruta, escapado, cabalgando sin levantar la cabeza, a cuarenta y cinco kilómetros por hora, cinco minutos por delante de un pelotón que se agotaba para no alcanzarlo.
Van Loo también fue un buen negocio para sus colegas. Quien fuese capaz de resistir su brutal ataque de salida, en cuanto el director de