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Vidas insospechadas
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Libro electrónico145 páginas2 horas

Vidas insospechadas

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Relatos cortos.

Pararte ante un semáforo puede cambiarte la vida, o la cara, en su defecto. La película que tanto ha elogiado tu amigo escultor resulta inencontrable, pero su búsqueda te lleva a realizar tu propia obra maestra. La pérdida de una maleta demuestra que la desgracia no se encuentra tan lejos de la fortuna más exclusiva. La regularidad extrema de tus hábitos te permite recibir un mensaje en el que se te ofrecen diferentes maneras de que te recuerde la posteridad. Unas suenan incluso peor que las otras.
Las vidas de antiguos compañeros de colegio sin nada en común comienzan a cruzarse de variadas maneras. Una avería en un montacargas está en el origen de una lucha a muerte entre samuráis inseparables. También hay motivos para que una triunfal pareja de pádel pierda su química. Esto, claro, también les ocurre a otras parejas de tipo más convencional.
Doce historias de vidas insospechadas: espontáneas, encontradas o inevitables en las que caben hackers, el FBI, campeones del mundo de automovilismo, una gurú de la gastronomía hipermoderna, unos pocos zombis o el arcoiris más acojonante de la historia.
IdiomaEspañol
EditorialAlberto Abete
Fecha de lanzamiento19 nov 2016
ISBN9788822866615
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    Vidas insospechadas - Alberto Abete

    Alberto Abete

    Vidas insospechadas

    A excepción del propio autor, al intentar retirar a su gata de encima de sus textos, ningún ser vivo ha sido dañado durante la producción de este libro. Como es de suponer, todos los personajes y situaciones son enteramente ficticios, y cualquier parecido, etc. Si alguien se siente retratado en alguno de los relatos, de verdad, es su problema.

    © 2016 Alberto Abete. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro digital puede ser usada, reproducida, o transmitida de cualquier manera, electrónica o mecánica, sin permiso previo del propietario de los derechos, salvo en el caso de breves extractos utilizados para reseñas o artículos críticos.

    Portada realizada por Alberto Abete en www.canva.com

    La imagen es un fragmento de una fotografía de dominio público encontrada en Pixabay.com, titulada Monument Bridge. Su autor, Sabri Ismail, no exige acreditación; solo un café. Sin embargo, me parece lo más justo que figuren aquí tanto él como su página:

    https://pixabay.com/es/users/Pok_Rie-3210192/?tab=about

    UUID: 160a9144-b8d2-11e6-b522-0f7870795abd

    Este libro se ha creado con StreetLib Write (http://write.streetlib.com).

    Vidas insospechadas

    VIDAS ESPONTÁNEAS

    Sumisión

    Oriente

    Un nombre para la ternera

    Maleta perdida

    VIDAS ENCONTRADAS

    Opciones

    Deuda

    Una de zombis

    Coherencia

    VIDAS INEVITABLES

    Códigos

    Seguimiento

    Nariz

    Canas

    Agradecimientos

    Es más fácil ser un héroe, lo difícil es ser un cobarde. Para ser un héroe sólo debes serlo una vez. Cobarde debes serlo cada día.

    Julian Barnes

    –Eso... No puede hacer eso.

    Kozumi no articuló más palabras.

    De todas maneras parecía que la mujer había sido extremadamente desgraciada a causa de Kozumi. También su familia lo había sido... O al contrario. Tal vez con el recuerdo de Kozumi pudo suavizar una vida extremadamente desgraciada. Y su familia había participado de eso en cierto modo.

    Pero ese pasado, el encuentro imprevisto con Kozumi en un pueblo llamado Yumiura, parecía estar viviendo con intensidad en aquella mujer. En Kozumi, que de alguna manera había cometido una falta, ese pasado se había perdido completamente y estaba muerto.

    ‒¿Quiere que le deje la fotografía? –preguntó ella. A lo cual, meneando la cabeza, Kozumi respondió que no.

    La figura pequeña de la mujer, caminando con pasos cortos, desapareció tras la puerta de entrada.

    Kozumi tomó del estante de libros un mapa detallado del Japón y un diccionario de nombres de ciudades y regresó a la salita. Los tres visitantes le ayudaron a buscar, pero en ningún lugar de Kyushu encontraron un pueblo llamado Yumiura.

    ‒¡Qué extraño! ‒dijo Kozumi. Levantó la cabeza, cerró los ojos y se puso a pensar–. No recuerdo siquiera haber estado en Kyushu antes de la guerra. Estoy seguro de que no. ¡Ya! La primera vez que estuve en Kyushu fui en avión,como corresponsal de la armada, a la base de las fuerzas especiales en Shikaya durante la batalla de Okinawa. La segunda fue una visita que hice a Nagasaki después de la explosión de la bomba atómica. Y fue en Nagasaki cuando oí la historia de la visita de Kida y de Akiyama a la región, que había tenido lugar treinta años antes.

    Los tres visitantes expusieron por turnos su opinión sobre las ilusiones o fantasías de la mujer y se echaron a reír. Concluyeron que evidentemente estaba loca. Kozumi, sin embargo, pensaba que él también debía de estar loco. Había estado oyendo la historia a la mujer, buscando en sus recuerdos mientras la escuchaba. En este caso, no había existido un pueblo llamado Yumiura, pero cuánto de su pasado, un pasado que el había olvidado y que para él ya no existía, podía ser recordado por otros. Después de su muerte, la visitante de hoy iba a pensar que Kozumi le había propuesto matrimonio en Yumiura. Para él no había diferencia entre uno y otro caso.

    « Un pueblo llamado Yumiur a » Yasunari Kawabata.

    VIDAS ESPONTÁNEAS

    Sumisión

    Según el indicador, apenas quedan tres segundos, pero me lanzo a cruzar. Dos, uno, y el hombrecillo cambia a rojo cuando me falta media calle. Obediente, me detengo, para pasmo de los muchos conductores expectantes, con el pie más impaciente sobre el acelerador que los pilotos de un gran premio.

    Ahí me quedo, como si la figura iluminada me hubiera soltado un rayo paralizador justo frente al deportivo que encabeza el carril central. Su conductor ya está haciendo un uso abundante del claxon. Al tratarse de un coche tan bajito, todos los demás tienen una perfecta visión del culpable de ese retraso de varios segundos en el ritmo normal de sus vidas. Joven, aparentemente sano. Cuatro o cinco bocinas más, creo que del mismo carril, y alguna otra del que todavía me falta por recorrer han creado ya una pequeña banda. Se distinguen diferentes afinaciones: con un ensayo adecuado se podría tocar una canción. No debo pensar estas cosas, podría darme la risa. Supongo que también se habrá sumado alguno de los que esperan a mi espalda, aunque no puedo asegurarlo, he decidido que no voy a girarme, que mi vista va a seguir del todo en la figurita roja, para mí una visión casi sobrenatural: un ángel con órdenes divinas, o incluso de la Dirección General de Tráfico.

    Regulo mi respiración. Soy una isla de quietud en el caos urbano. Hasta la septuagenaria de la cachaba, antes dubitativa, aprovecha mi pausa y termina de cruzar.

    Los que esperaban que mi actitud fuera una simple muestra de solidaridad con la señora descubren que tampoco arranco tras ella. Los pitos arrecian, y por detrás de mí el carril de la derecha se despeja quemando goma y sin preocuparse por invadir mi zona de incertidumbre, según creo recordar que la definía el código de la circulación. Tienen el detalle de despedirse de toda mi parentela. ¿Y si quería volver atrás? Ahora tampoco tengo opción, cosa que, por otra parte tampoco habría permitido mi propio reglamento, me parece.

    El del deportivo ya no se contenta con agitar la mano por la ventanilla. se está apeando. Va a venir hacia mí, armado de gomina, traje y una notable impaciencia. Me preocupa incluso más esa puerta que se abre en la furgo blanca, aunque no alcance a verle, pues no puedo quitar los ojos del hombrecillo, podrían notarlo los curiosos que empiezan a orillarse en la otra acera.

    No pueden faltar muchos segundos ya, pena que este semáforo no marque el tiempo de espera, y claro, con una pantalla menos sería más económico, pero con suerte cambia ahora mismo y con un par de brincos ahí los dejo; que no se me olvide decir en alto verde como un autómata, pienso. La pena es que los del carril izquierdo también han calculado que esto se acaba, y salen de estampida. A punto están de llevarse por delante a alguno de los que se han apeado. Eso me proporciona unos instantes más, mientras el del traje excreta figuradamente sobre los ancestros del conductor de un utilitario con alerones, tanta prisa para llegar adónde sea en ese coche ridículo; pero también se los proporciona al de la furgo, que pasa a la primera posición en la carrera hacia mí.

    Me agarra por los hombros y me zarandea, me mueve de mi posición atenta a la luz hacia la única fila de vehículos que he logrado detener. Ya no veo el semáforo de llegada, ni el de partida y eso me preocupa, cuando lo que de verdad me debería inquietar es en qué momento mi pequeña subversión se ha transformado en sumisión a esa luz. El del traje, casi simultáneamente, le ha gritado suéltelo, y no lo toque, hombre, lo que es una afortunada señal para agitarme y ponerme a gritar como he visto tantas veces en la televisión. Será un psiquiatra, o tendrá un hijo que le hace estas cosas. Ha empezado a caerme bien. Doy a entender que los brazos me abrasan donde me ha tocado el tipo, y además ahora ya tengo la excusa para menear la cabeza. ¿Pero es que no va a cambiar nunca, este semáforo? Me veo de golpe compartiendo la misma impaciencia que buscaba provocar.

    El trajeado llega y sujeta por el hombro al que me zarandea. Este me suelta y se le encara justo cuando la luz cambia. Verde, grito, saliéndome un poco del personaje, más que nada para que estos dos se enteren de que en veinticinco veinticuatro veintitrés segundos, ya les vale, para los coches está mucho más tiempo abierto que para los peatones, no me parece justo, diecinueve, podrán reanudar sus vidas con normalidad. Lo que no puedo ya recordar es con qué gesto y con qué andares cruzaba al principio, pero eso supongo que nadie lo recordará, da un poco igual, sobre todo, desde que a mi espalda ha sonado ese intercambio de voces y un ruido como de nariz rota.

    Llego por fin a la otra acera; ha sido eterno, y no debo mirar a los que me censuran, o he hecho alucinar. No, al menos, hasta doblar la esquina. Eso excluye también a esas chavalas de buen ver. A veces hay que hacer estos sacrificios, y además tampoco iban a querer saber nada con un tarado como yo. De lo que no puedo privarme es de guiñarle un ojo a ese niño que, de la mano de su abuela, me sonríe como si acabase de conocer a su ídolo.

    Oriente

    Me gusta el tintineo de la katana contra mi nueva armadura. Michi camina a mi lado y entramos codo con codo en la estancia, dos jóvenes samuráis indestructibles, dispuestos a comernos el mundo.

    El resto de la compañía no parece compartir nuestro espíritu marcial. Se encuentran haciendo bromas en torno a la gran estatua del general Osoguchi, con poses chuscas que ignoran las más elementales normas del bushido; o, peor aun, sacándose selfies con sus móviles enormes y mayoritariamente coreanos, o incluso chinos: hasta ese punto ha llegado la decadencia de nuestro imperio.

    Al general, su ancestral nombre familiar le venía de solo un poco antes de que comenzara el ensayo de ayer. Mientras la mayoría todavía andábamos con las primeras pruebas de vestuario, unas pocas campesinas de nuestra aldea, más que con la ceremonia del té, andaban entretenidas con la ceremonia del café de máquina. Testigo de nuestras conversaciones y chascarrillos, Osoguchi ya era uno más entre nosotros. Un poco más callado, quizás. Lo bautizó Izaro, fingiendo medirle con los dedos primero la frente, como estirada por el pelo recogido en el moñito trasero, y luego otra parte de su anatomía. No hace falta traducir la broma para quien sepa un mínimo de euskera. Alguna comentó después que esa última escasez la quería compensar con la enorme espada, dispuesta hacia adelante. Hay que ver, estas mujeres nuestras, que no muestran respeto por los héroes defensores de la patria. Izaro pronunció el nombre con esos tonos roncos de las películas en versión original, y todos nos partíamos la caja. Luego Nekane, siempre tan friki, lo escribió en kanjis, o lo que sean, en una servilleta de papel, transparente como un caro pergamino, y Saray la prendió del pedestal de cartón-piedra con un gran alfiler que encontró prendido de su kimono.

    A Gwen, nuestra querida escocesa, sí que hubo que explicárselo, claro. Se lo había ganado, por todo lo que nos ayuda con la pronunciación del texto original de la opereta.

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