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Crvena Zvezda
Crvena Zvezda
Crvena Zvezda
Libro electrónico239 páginas2 horas

Crvena Zvezda

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¿Y si...?¿Y si el 9 de noviembre de 1988 el árbitro alemán Dieter Pauly no hubiese decidido suspender por niebla el partido de vuelta de octavos de final de la Copa de Campeones entre  el Estrella Roja de Belgrado y el Milan en el estadio Marakana de Belgrado? En la niebla de Belgrado, tal como imagina Enrico Varrecchione en su primera novela Crvena Zvezda, el resultado del campo habría eliminado al Milan, y esto le habría impedido seguir su camino hacia la final, que en realidad ganó por 4-0 contra el Steaua de Bucarest. Y si el Milan no hubiese ganado esa Copa de Campeones, entonces quizás habrían cambiado otras muchas cosas a partir del destino político de un hombre que a raíz de ese triunfo en Europa puso las bases de su descenso en el campo seis años después, en 1994.

IdiomaEspañol
EditorialOtaria
Fecha de lanzamiento9 dic 2020
ISBN9781393269854
Crvena Zvezda

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    Crvena Zvezda - Enrico Varrecchione

    Crvena Zvezda

    Enrico Varrecchione

    ––––––––

    Traducido por Audrey Hawes Mayayo 

    Crvena Zvezda

    Escrito por Enrico Varrecchione

    Copyright © 2020 Enrico Varrecchione

    Todos los derechos reservados

    Distribuido por Babelcube, Inc.

    www.babelcube.com

    Traducido por Audrey Hawes Mayayo

    Diseño de portada © 2020 Giovanna Ramirez

    Babelcube Books y Babelcube son marcas registradas de Babelcube Inc.

    Enrico Varrecchione

    CRVENA ZVEZDA

    Prólogo de Max Collini

    Edizioni Otaria

    «En los últimos veinte años el partido

    Se ha ido de putas, como el rey

    Y, como el rey, ha empezado a disparar»

    Stato Sociale

    «Los jugadores eslavos me gustan porque son fantasiosos y creativos como los brasileños, pero no tienen ese intolerable fútbol bailado, sino que más bien son duros, violentos y gamberros, además de  indolentes y vagos»

    Massimo Fini

    Prólogo

    por Max Collini

    -vocalista de Offlaga Disco Pax-

    Cuando el autor me dijo que el título de su primera novela era «Crvena Zvezda» y que quería que yo le escribiese el prólogo, pensé que se trataba de un chantaje moral en toda regla. Solo por el título, sin haber leído ni una sola línea, estaba enormemente predispuesto a hacerlo, aunque después me fuera a encontrar algo que no cumpliese con mis enormes expectativas. Efectivamente, partiendo de la manipulación arbitraria de un detalle que si se tiene todo en cuenta no es poca cosa en la historia del fútbol continental de los años ochenta, el texto afronta de una manera inusual los universos paralelos de nuestro imaginario colectivo, que es el vuestro. El punto de vista narrativo es rigurosamente subjetivo y a la vez plural, como si tantos narradores en primera persona pudiesen hacer mejor un resumen que parte de la posguerra y supera el presente para tener su base en el futuro inmediato.

    No sabría decir si Crvena Zvezda es una historia de política-ficción, fútbol-ficción o el habitual complot de los magistrados contra el presidente, pero me quedo con el hecho de que pocas veces he visto tratar estereotipos como el del futbolista que se lía con la corista de turno de una manera tan divertida y contextualmente engañosa. El retrato que de ello deriva perfila un país -el nuestro- que comparado con la Yugoslavia de Tito más bien parece una especie de tierra prometida en la que podría haber pasado cualquier cosa y sin embargo nunca sucedió. La epopeya ejemplar de Jovan Eldzic, estrella del Estrella Roja y después del Milan, que sigue jugando en equipos de segunda más allá de lo razonablemente necesario y que sin querer se ha visto también implicado en política, no necesariamente en esa buena, describe en realidad con una ironía escéptica buena parte de aquello en lo que nos hemos convertido y lo mucho que podríamos empeorar en breve con poco esfuerzo. Alrededor de Jovan van pasando personajes y episodios que ciertamente son más verosímiles que muchas de las propias noticias actuales, incluyendo golpes de escena y otros golpes bajos.

    En mi pequeña carrera como cantautor, muchas veces me han dicho: «Por qué no escribís sobre esto, sobre esto otro...». Normalmente no suelo hacer caso, y casi nunca entro a valorar ese tipo de consejos. Pero en este caso, si no fuese porque el protagonista es un personaje de ficción -si bien los más maliciosos encontrarán el modo de asociarlo a algún jugador que existió en realidad- sí podría escribir una canción sobre Jovan Eldzic en serio.

    Cuando hayáis leído Crvena Zvezda entenderéis por qué.

    29/05/2015

    ––––––––

    Morir en Alessandria era algo imprevisto; nunca había contado con ello, pero quizás es que ni siquiera había contado con el hecho de poder morirme. Y sin embargo, está pasando. Delante de mi café, en los folletos del partido. Oigo el ruido de alguien que camina fuera de la habitación, pero ni siquiera tengo ganas de pedir ayuda, a pesar de que llevo más de dos minutos aquí sin respirar. ¿Cuánto puede aguantar un hombre sin respirar? También podría descubrir que soy una de esas personas capaces de contener la respiración durante cinco minutos, podría resultar que soy un gran ser subacuático y batir todos los récords mundiales. Me muero con ochenta años y resulta que los últimos cinco minutos de mi vida los he dedicado a batir un récord de apnea. De haberlo sabido hubiese hecho carrera de ello.

    Mira que mi mujer llevaba tiempo diciéndomelo: «Te has engordado mucho, todas esas porquerías que comes terminarán en tus arterias». No, no fue mi pasión por los McPollo. Ni siquiera por el Kentucky Fried Chicken, aunque de eso en Italia no hay y solo puedo comer cuando voy al extranjero. No, no han sido esas porquerías. Han sido todos y cada uno de los fracasos.

    Hoy también es un fracaso porque yo me imaginaba un final más digno. Me habría esperado un final en una cama, quizás dentro de diez años, después de haber hecho todo lo que estuviera en mi mano. Pero en cambio no he hecho nada de nada.

    Ya me imagino los periódicos de mañana, un par de renglones en la tercera o cuarta página: «Ahora que ha muerto, ¿alguien se acuerda de él?». Y eso que hubo un tiempo en que esos periódicos eran míos y me sacaban en todas sus líneas, mientras que los de mis adversarios me acusaban y me echaban en cara cosas que no tenían nada que ver conmigo.

    Bueno, tal vez la comida rápida tenga parte de culpa. Empecé a apreciarla cuando abrieron los primeros establecimientos en Milán hace casi cuarenta años. En los ochenta, cada vez que mi equipo visitaba otro campo intentaba averiguar si en el extranjero su comida sabría diferente.

    Y hace seis meses, la operación:

    ―Si no lo deja ya, dentro de poco nos volveremos a ver por aquí.

    Ja, ja, en cuanto me vaya no me vuelven a ver el pelo.

    Lo bueno de haber dejado de ser un personaje público es que ahora puedo ir a un restaurante de comida rápido solo. Vale, un señor de mi edad que devora una hamburguesa en Milano Lotto impresiona. Pero nadie pregunta.

    ―Presidente, ¿está listo?

    Mira, ya están aquí.Ya me veo sus caras. Llevo cinco minutos sin respirar, ya no me siento las piernas, debo haberme puesto azul como un pitufo.

    Llaman a la puerta, pero no puedo abrir. Solo las personas vivas pueden. Quién sabe si yo ya estoy muerto. ¿Que cómo es que no lo sé? ¡Pues porque no me ha pasado nunca! Ya me gustaría veros a vosotros en mi situación.

    Puede que haya alguien más capaz de darse cuenta o que tenga más suerte. Pero si te encuentras con un camión que corta la carretera y te deja planchado mientras conduces, lo más probable es que lo notes si te mueres. Yo llevo apenas una hora aquí, quizás me he muerto cuando han cerrado la puerta para que pueda descansar.

    ―Volveremos en una hora para hacer las presentaciones ―ha dicho Jovan.

    A Jovan le descubrí yo. Fue en Belgrado. Fue casi como un hijo para mí (y yo como un padre para él, ya que no tenía uno de verdad). Y puede que ahora le toque ser el primero en verme muerto y darle la noticia a un mundo al que no le interesa.

    ―Presidente,¿me oye?

    ―Se habrá quedado dormido ―dice alguien al lado de Jovan.

    Presidente. Lo último de lo que fui presidente fue la comunidad de vecinos en donde vivíamos hasta hace tres años, después mi hija encontró esa horrible casa en el campo de Monferrato y nos trasladamos todos allí: Yo, mi mujer, el perro y hasta la filipina, aunque ella se tuvo que ir cuando se enteraron de que me la estaba tirando. De modo que fuera la filipina, y en los últimos tres meses he tenido que limpiar todo yo solo. Tal vez es por eso que ahora mismo me estoy muriendo.

    Se abre la puerta, ahí están acercándose. Tengo los ojos vidriosos, secos. No sé cuánto rato llevo sin moverme. Me miran y lloran. Llaman a la ambulancia. Pero a quién queréis llamar, si yo ya estoy más tieso que el tronco de un árbol.

    Los chicos de la Cruz Roja me montan en la camilla, me llevan al puesto de Primeros Auxilios, ya huelo un poco mal.

    Después, tres días en observación, como en esas muestras de arte contemporáneo en donde se exponen cadáveres, algunos de ellos embalsamados. Pasan todos, uno por uno, y yo los reconozco. Son los personajes con los que he estado en contacto durante diez años y que desaparecieron, uno por uno, tras cada derrota. Jovan ha vuelto, pero puede que sea solo porque estaba necesitado.

    Después han cerrado el ataúd, no veo nada, ni siquiera sé a dónde me llevarán. Nunca había pensado en ello, nunca se lo comuniqué a nadie. Quizás sea mejor que cuente como fue desde el principio para entender bien por qué estoy muerto con los folletos de un partido político delante, por qué el primero que me encontró fue Jovan y por qué estaba en una ciudad tan fea como Alessandria.

    Solo espero que no me hayan enterrado y que los alessandrinos que lean estas líneas admitan que viven en un lugar efectivamente feo.

    Y que en mi página de Wikipedia ponga solo lo imprescindible, sin explicar cómo acabé así en realidad.

    04/07/1954

    ––––––––

    Le prometo a mamá que al menos hoy no llegaré tarde. Sí, es una promesa que hago muchas veces y no cumplo nunca, pero esta vez a las cinco ya hará un rato que he vuelto a casa. Hace mucho calor para ponerse a pedalear justo después de comer. Me pongo el sombrero y me monto en la bici que usa papá para ir al trabajo. Como es domingo, hoy me toca a mí.

    Paso por lo que queda en pie de la vieja fábrica textil, aún destrozada por las bombas de la guerra, sigo por la pendiente hasta el parque de Zoppenbroich, donde en invierno el lago se hiela y se puede patinar. Ahora en cambio hace calor, casi treinta y cinco grados. Herbert me está esperando con su bici, y cuando llego nos ponemos en marcha. Nos quedan otros doscientos metros hasta el campo.

    ―Hoy vienen otros dos chicos de Dusseldorf a jugar.

    Interesante, dos extranjeros.

    ―¿Cómo son? ―le pregunto a mi amigo pelirrojo.

    ―Pues no lo sé, pero si han hecho un camino tan largo para venir a jugar con nosotros puede que valga la pena verlos en acción.

    El balón es mío. Soy uno de los únicos chicos del barrio que tiene uno de cuero. Es por eso que quedamos en el parque y no por la calle, así podemos jugar sobre la hierba y no se estropea, con lo caro que es. Uno tras otro, van llegando los últimos rezagados. Ralf y Florian son  los dos chicos de Dusseldorf. Claramente son más pequeños que nosotros, no tendrán ni diez años.

    ―¡Si no sois realmente buenos, largaos de aquí! ―les grito.

    Ellos nos miran atemorizados. Puede que haya sido un poco severo, pero me esperaba a dos muchachos fornidos con los que poder jugar un buen partido bajo el sol, no a dos niñatos.

    ―Ya te he dicho yo que eran unos sinvergüenzas ―dice Ralf―. ¡Yo solo he venido para acompañarte en la bici! ―le reprocha al otro.

    Al final, solo se queda Florian, así que somos impares.

    ―Yo hago de Morlock! ―dice mi amigo Herbert.

    ―¡Pues yo jugaré por Hungría, soy Kocsis! ―grita Paul.

    Y yo me convertiré en el único, el inimitable, Fritz Walter, pero todos se han enfadado por cómo he tratado a ese niño.

    ―No podemos jugar siete contra seis ―constato.

    ―Sí que podemos... siempre que el equipo de seis sea el de los Hungría. ―Nos echamos todos a reír, incluso nuestros falsos húngaros.

    ―¡Anda, que menuda has liado, Dieter! ―me recrimina Otto, uno de los chicos más corpulentos, que es el que más terror me infunde.

    ―Vale, hagamos una cosa. ¿Qué tal si hago de árbitro?

    Dicho y hecho. Ha sido tan divertido que he perdido la noción del tiempo. Hemos empezado a jugar a las dos y terminamos a las cuatro y media. Tardísimo. He ido todo lo rápido que he podido con la bici para no perderme ni el inicio del partido. Mientras volvía a casa de mis padres para oír la radio, se me ha ocurrido una manera de sacar mi personalidad y poner en práctica mi tendencia a tomar decisiones importantes. Hoy he sido el árbitro en el parque; mañana, delegado de clase. Después, ya se verá.

    En estas llego a casa. Con lo sudado que estoy debería lavarme, pero puedo aguantar un par de horas con la peste a sudor, si encima con el típico bochorno de julio antes de cenar estaré igual. Al entrar en el salón veo que el partido ya ha comenzado. Y que no va demasiado bien.

    ―Han marcado Puskas y a Czibor ―dice papá con expresión funesta―. Anda, vete al baño, que no te estás perdiendo nada.

    Apaga la radio y yo abandono el salón desconsolado.

    04/05/1980

    ––––––––

    Llego a casa de Vladimir y es casi mediodía, pero él sigue durmiendo.

    ―¡Levántate, no seas vago!

    Le cantamos el cumpleaños feliz. Es domingo, y hay que hacerlo flojito porque su padre sigue durmiendo. Trabaja a turnos en la gran fábrica de coches.

    La madre de Vladimir ha preparado burek. Nos miramos con la cara embadurnada de harina y nos reímos. Ya casi ha terminado el cole, ya se huele el verano y los baños en Makarska con los campamentos.

    ―Venid a ver una cosa ―dice Vladimir, y nos lleva al patio.

    No conozco a sus amigos, es la primera vez que me ven. Vladimir siempre se juega esta carta, sobre todo cuando quiere impresionar a las chicas. Pero después siempre acaban más impresionadas ellas que yo, más bien por eso de que «él me conoce». Coge el balón, lo levanta por encima de la cabeza y me lo lanza a medio camino entre un saque lateral y un tiro libre. Le pego una patada en el aire y mando la pelota por la ventana hasta el primer piso; él sube, me lanza la bola desde la ventana y yo le doy de nuevo, justo en el centro de ese objetivo tan difícil. La escena se repite por lo menos quince veces, y los invitados se quedan con la boca abierta.

    Mientras cortamos la tarta sucede un imprevisto: Los padres de Vlado encienden la tele y en la habitación todo el mundo se queda serio. El presidente no ha sobrevivido.

    Vuelvo a casa a ver el partido. El Estrella Roja juega en Split contra el Hajduk. Según estoy cenando con mi madre me doy cuenta de lo mucho que el mundo puede cambiar en apenas unos metros. Los mismos apenas cien metros que separan nuestras casas. Los padres de Vladimir son del partido, trabajan, tienen carnet, forman parte de todas las asociaciones.

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