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Confesión de un barra brava
Confesión de un barra brava
Confesión de un barra brava
Libro electrónico355 páginas5 horas

Confesión de un barra brava

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Información de este libro electrónico

Houdini es miembro de una de las barras bravas más importantes y peligrosas de Colombia. Por su amor al Equipo y a su grupo de fanáticos, se pone en contra de todos y de todo y vive siempre con la posibilidad de ser asesinado en manos de un miembro de otra barra o algún policía. Ahora, acusado de ser el responsable de la muerte del amor de su vida,
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2020
ISBN9789585107168
Confesión de un barra brava
Autor

Juan Hernández

Juan Hernández nació en Bogotá el 24 de abril de 1992. Es abogado Magíster en Derechos Humanos y Derecho Internacional de los Conflictos Armados. Aunque poco y nada le interese el derecho, está obligado a ejercerlo porque las cuentas del escritor suele pagarlas el abogado. Sus escritos se mueven entre el realismo sucio y la ficción negra. Hasta la fecha, ha escrito una antología de relatos «21 % Vol. Mil historias en un solo trago», y dos novelas «Confesión de un Barra Brava» y «Simona». Actualmente, trabaja en su segundo libro de relatos «Lo absurdo de lo cotidiano» y en su tercera novela «Eduardo Parcero».

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    Confesión de un barra brava - Juan Hernández

    ©2020 Juan Manuel Hernández Torres

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Abril 2020

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5107-16-8

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

    Editor: Alvaro Vanegas

    Corrección de estilo: Dahanna Borbon Hernández

    Corrección de planchas: Nathalie Andrea Serna Gómez

    Maqueta e ilustración de cubierta: David Andrés Avendaño @davidrolea

    Diagramación: David Andrés Avendaño @davidrolea

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Contenido

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    Para La Banda del Guaro y todos esos amigos de cancha que no se olvidan

    La Pelota no se mancha

    El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua.

    El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar.

    En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo ve. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha de otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

    El fútbol a sol y sombra, Eduardo Galeano.

    Confesión de un Barra Brava es una novela ficticia que pretende relatar la historia de un Barra Brava en el contexto del hincha futbolero creado por el autor. A pesar de ser una novela ambientada en dicho contexto, de ninguna manera refleja la realidad de las Barras Bravas colombianas, y mucho menos de personas reales que hagan parte de ellas. Esta novela fue escrita con el estricto fin de entretener. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

    I

    Valió la pena?

    No sé dónde estoy. Apenas puedo ver, la única luz que me acompaña es la de la luna que se cuela a través de un pequeño resquicio en la parte alta de un muro. El dolor de cabeza es insoportable. Tampoco ayuda el punzón que siento tras mis ojos. Intento moverme, pero es inútil, estoy esposado a una silla empotrada a la pared y al suelo. Mientras me acostumbro a la oscuridad me doy cuenta de que este lugar no es ajeno a mí. El poco espacio que tengo para estirar mis piernas, el olor a orines, las voces de odio que se escuchan a lo lejos, el frío que traspasa el cemento. Claro, es el CAI de Olivos. Es extraño estar solo aquí, a pesar de que me han encerrado muchas veces, siempre ha sido acompañado de varios camaradas, cuando menos un amigo… jamás ha sido en total soledad. Las tripas se me revuelven y me obligan a vomitar. De mi boca expulso mucho líquido, no puedo distinguir de qué color es o qué es en realidad lo que sale, apostaría a que es sangre. El acto me fuerza a retorcerme, debo tener rotas una o dos costillas.

    ¿Por qué estoy en este maldito lugar? ¿Por qué no recuerdo nada? Vamos, Jorge, haz memoria. ¿Qué es lo último que se te viene a la mente? Salí de casa en la mañana. ¿Desayuné? Creo que sí, un par de huevos pericos y un pocillo de chocolate, hacía mucho calor. ¿Y después? No sé, ir a trabajar, supongo. ¡Vida hijueputa! ¿Por qué es tan difícil? Tranquilo, no desesperes, eres fuerte, puedes con esto. Sí, fui a trabajar. Jornada larga y pesada, casi nada de descanso. ¿Y luego qué? ¡Maldita sea, no sé! Estoy perdiendo la cabeza, todo es muy confuso y hablar conmigo mismo no ayuda en lo absoluto. No me atrevería a decir siquiera qué día es hoy. La verdad no tengo ni idea si desayuné o fui a trabajar, supongo que fue así porque es lo que suelo hacer a diario. ¿Fue día de fútbol? No, eso lo recordaría, nunca olvido los días cuando voy a la cancha, ni mis peores borracheras han logrado crearme lagunas sobre… ¡Borracheras! Claro, debí haberme emborrachado y hacer alguna estupidez mientras me encontraba alicorado. Esa es la respuesta. Y estos cerdos me tienen esposado acá porque seguro intenté pelear con ellos, eso también explicaría el dolor de cabeza y las costillas destrozadas. Qué alivio, alcancé a pensar que se trataba de algo más grave, no sé, la atmósfera es más lúgubre de lo acostumbrado.

    Escucho unas voces acercándose. Deben ser los tombos, me dirán que esta vez sí me di garra, que aunque pasen los años yo nunca voy a cambiar, que un día de estos voy a terminar de verdad encanado. Después del sermón, y tal vez de otra golpiza, me dejarán ir, siempre lo hacen. Dos siluetas aparecen frente a los barrotes, no logro distinguir de quiénes se trata. Creo que ni siquiera son policías. ¿Qué significa esta mierda?

    —¿Jorge Apache? —pregunta uno de ellos.

    —Sí —respondo con firmeza y trato de dar la sensación de que tengo todo bajo control.

    —Párese, por favor.

    —No puedo —Alzo mi brazo mostrándoles las esposas—. Si me quitaran estas vainas hasta podría intentarlo.

    Se miran entre ellos. Podría jurar que se están sonriendo el uno al otro. ¿Qué les causará tanta gracia? Soy un pobre diablo esposado. No soy un capo de la mafia, no soy un político reconocido y no soy tan importante. ¿Qué tendría de satisfactorio tenerme encerrado a mí?

    —¡Guzmán, tráigame las llaves de la celda y de las esposas!

    Al cabo de unos segundos aparece un policía. Es un hombre moreno, gordo y de pelo chuto. Lleva el uniforme presentado a la perfección: las botas lustradas, el pantalón planchado y la chaqueta brillante como el mismo sol. Su mirada siempre me ha inquietado, tiene un par de ojos negros que transmiten odio puro y visceral. Es un psicópata. Una cicatriz gruesa y desagradable le atraviesa todo su cachete derecho. Ay, es el viejo Guzmán, a ese cabrón sí lo conozco, claro que sé quién es. Es el encargado del cuadrante. Nuestras vidas se cruzaron muchos años atrás. Él era un patrullero nuevo en la estación y yo recién entraba al mundo que nos haría encontrarnos en varias ocasiones. Es de los cerdos que más me odian, lo he dejado en ridículo más veces de las que le gustaría aceptar. La cicatriz que lo persigue se la hice yo con un destornillador, recién fue ascendido a capitán… se lo merecía. Nunca me denunció, no podría cargar con la vergüenza que implica que un Barra Brava lo haya marcado y no haber hecho nada al respecto con sus propias manos, además sabía que si lo hacía era peor para él. No sé por qué no me mató, sé de buena fuente que en una época desapareció a varios pelados del barrio. Tal vez algún día lo hará, quién sabe, solo queda esperar.

    Guzmán le entrega las llaves a uno de los dos hombres.

    —Gracias, ya se puede marchar.

    —¿Lo van a joder? —pregunta el policía expectante.

    —Ni puta idea, todo depende de él.

    —Si lo golpean, llámenme. Varios de la estación quisiéramos partirle la jeta a este hijueputa…

    El cerdo se marcha y de nuevo quedo a solas con los dos tipos extraños. Abren la puerta de la celda y entran. Ambos son delgados y están vestidos con un par de trajes al parecer negros. Los miro a la cara preguntándome qué carajos podrían querer de mí. Ahora es obvio que no son policías. ¿Quiénes son entonces?

    —Jorge, Jorge, Jorge.

    —¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?

    —Dicen que usted no le tiene miedo a nada —bromea uno de ellos agachándose para quedar a mi altura.

    —Es verdad, no le temo a nada —Hago una pausa e intento acercarme lo que más puedo al tipo—. Así que no intenten jueguitos maricas conmigo y díganme qué putas quieren.

    —Mire, Alirio, el cabrón como que sí es gallito como decían.

    —Eso es solo porque no sabe quiénes somos, Carlos. Cuando se entere se le va a quitar lo machito.

    —Averigüémoslo de una vez.

    Antes de que pueda decir algo, siento un golpe seco en mi pómulo izquierdo. El impacto me tumba con violencia contra el piso. No pasan ni cinco segundos cuando la sangre cálida recorre mi mejilla. Intento volverme a sentar, pero una patada en mi costado izquierdo hace que un corrientazo recorra todo mi cuerpo y me devuelve al suelo. No tengo fuerzas para hacer nada, lo más inteligente es quedarme acostado. Debo apelar a una utópica misericordia que seguro nunca llegará. El ser humano es horrible, despreciable, ruin. No hacemos parte de una raza que vea a otro tirado y lo ayude a parar, más bien nos gusta pisarlo al pasar, a lo sumo ignorarlo como si de un pedazo de mierda se tratara. Es estúpido pensar que vayan a hacer algo bueno por mí, si yo nunca he hecho nada bueno por nadie.

    —¿Dos golpes? ¿El legendario Houdini solo aguantó un puto puño y una miserable patada?

    —Creo que nos timaron, Alirio. Este malparido no debe ser Houdini, este es algún mariconcito haciéndose pasar por él.

    ¿Houdini? ¿Cómo carajos saben mi apodo? ¿Guzmán se los habrá dicho? Tengo que saber por qué me están dando en la jeta este par de malparidos. No estarían ufanándose si me hubieran conocido en mis mejores tiempos. Si supieran quién era el verdadero Houdini los vería cagarse del miedo en los calzoncillos. No me aguantarían plantados ni un minuto, si los dos me enfrentaran al tiempo tal vez soportarían tres. Pero no es el caso, yo ya estoy acabado y herido.

    —No tiene gracia golpear a un hombre esposado —digo con dificultad—. En otras circunstancias sería diferente.

    —Eso me pareció un reto. ¿Estoy en lo cierto, Carlos?

    —Me sonó igual, viejo Alirio, este chirrete quiere pelea.

    El tal Alirio me toma de la muñeca y con la llave me quita las esposas. Intento levantarme, pero es difícil. El dolor en la cabeza es más intenso que nunca, y ante cualquier movimiento las costillas rotas me generan una agonía indescriptible.

    —Hágale, Houdini, ya no está esposado. Demuéstrenos qué es lo que iba a ser diferente.

    En un esfuerzo sobrehumano logro quedarme de rodillas. Estoy putamente cansado. Es como si llevara una semana despierto, mi cuerpo no responde de la manera en la que me gustaría. Me apoyo sobre la silla a la que estaba encadenado y, de milagro, quedo de pie frente a ellos.

    —Para que no diga que somos injustos mande usted el primer golpe, Jorge.

    Miro con fijeza a los ojos de Alirio y saco, con las pocas fuerzas que tengo, un derechazo dirigido a su nariz. Lo esquiva con facilidad y en respuesta me da un rodillazo en la boca del estómago. Pierdo el aire y caigo de nuevo sobre el cemento. Me revuelco de dolor y trato de recuperar con bocanadas desesperadas un poco de oxígeno. Es inútil.

    —No, qué tristeza de tipo.

    —No aguanta media, Carlos.

    Alirio se agacha y me toma con fuerza del pelo.

    —En una semana volvemos, güevoncito. Espero que tenga una mejor disposición con nosotros ese día.

    Estrella mi cabeza contra la pared abriéndome la frente. Ya no puedo moverme, estoy desparramado en el suelo. Logro respirar, aunque con dificultad.

    —¡Guzmán!

    Oigo las botas acercándose.

    —Dígame, don Carlos.

    —Hoy es todo de ustedes, pueden hacerle lo que se les dé la puta gana.

    —Uy, don Carlos, don Alirio, qué calidad ustedes dejarnos a ese hijueputica acá.

    —Eso sí, solo tienen esta noche. Después no le tocan un miserable pelo, necesito que esté medio bien para entrevistarlo en los próximos días.

    —Tranquilo, lo vamos a tener como en un cinco estrellas —dice e intenta ocultar lo excitado que lo tiene el momento—. Claro, después de la pela que le vamos a pegar a esa gonorrea hoy.

    —Ah, aunque creo que sobra decirlo: no se les vaya a ir la mano. Don Fernando lo necesita vivo, sí o sí. Ojo con eso porque no saben lo que se les viene encima donde lo maten.

    —Sí, señor. Confíe en nosotros.

    ¿Don Fernando? No conozco a ningún Fernando. ¿Por qué me necesitará vivo ese tipo? Veo dos pares de zapatos frente a mis ojos.

    —Houdini, papito, nos vemos pronto. Ojalá tenga una noche de mierda.

    —Ojalá me maten, porque no saben lo que les corre pierna arriba si me dejan vivo—susurro con dificultad.

    Los zapatos desaparecen, la celda se cierra y escucho pasos alejándose. Mi cara está bañada en sangre. Trato de acomodarme boca arriba, pero es imposible. Mis músculos ya no responden. Me preocupa que Guzmán y sus cerdos tengan luz verde para volverme mierda esta noche, mi cuerpo no aguantaría otra golpiza. Además, no tengo cómo defenderme, estoy jodido. Toda mi vida he merecido pelas como la que están a punto de darme. Lo que me encabrona es que no sé por qué me la van a dar. Tengo que recordar cómo terminé acá. Intento hacer memoria, oigo que una algarabía se aproxima.

    «¡Por fin nos vamos a desquitar de esta gonorrea!»

    «¡Ya era hora de que cayera esa piltrafa!»

    «¡Me pido el primer bolillazo!»

    «Carajo, va a ser una larga noche».

    «Háganle lo que quieran, pero yo entro primero. Tenemos muchas cuentas pendientes que arreglar Jorgito y yo».

    La celda se vuelve a abrir. Guzmán está parado en toda la puerta. En una mano sostiene lo que parece un bolillo y en la otra un objeto que no puedo reconocer. Se acerca despacio. Lo disfruta, siente el momento, no se afana. Su boca babea como la de una hiena que acecha a una cebra malherida y abandonada. Es inútil intentar algo, lo más sensato es recibir la golpiza y esperar que sea rápida. Cierro los ojos.

    —Han pasado más de diez años, Jorge. Sabía que algún día iba a vengarme.

    —Terminemos con esto, Mario.

    Se acerca, comienza a golpearme una y otra vez con su bolillo. Los golpes son certeros y fuertes. Cada uno es más violento que el anterior, pero así mismo con el pasar del tiempo se sienten menos. Los bolillazos van acompañados de patadas cada cierto intervalo. Todo se nubla, seguro estoy perdiendo el conocimiento, es un gran alivio en un momento así.

    —No se me vaya a dormir, malparidito.

    Suelta el bolillo y me agarra del cuello. Con el objeto que lleva en su otra mano hace presión sobre mi pecho. Una descarga eléctrica recorre todo mi cuerpo y, por primera vez en la noche, me obliga a gritar. Claro, un puto Taser, el cabrón no me va a dejar desmayar. Me casca por otro rato, no sé si fue un minuto o una hora, al final ya no puedo siquiera pestañear.

    —Houdini, no sabe las ganas que tengo de asesinarlo, por desgracia ese político de mierda no me deja. Pero todo bien, le voy a dejar algo para que me recuerde el resto de su vida.

    ¿Político? ¿Qué político? El cerdo abre el bolsillo izquierdo de su chaqueta verde fluorescente y saca lo que parece un pequeño cuchillo. Me toma por el pelo, con el objeto en su mano me hace un corte por encima de la ceja derecha. El ardor que produce me obliga a hacer una mueca de dolor. El metal sigue bajando por el costado de mi ojo, luego por el cachete, hasta por fin terminar en mi mentón. Guzmán me suelta y me pega una última patada como a un perro. Sé que debería estar sintiendo dolor, sin embargo, creo que todas mis terminaciones nerviosas están dañadas y me es imposible sentir algo.

    —Uy, se me fue la mano con usted, Jorgito. Los compañeros se van a decepcionar cuando les diga que no van a poder seguir cascándolo —dice y cierra el calabozo—. Ojalá después de que se acabe todo este mierdero nos lo dejen para acabarlo. Es que usted sí es mucho güevón haber matado a esa vieja. Se dio garra, Houdini. Pa’más piedra era severo culito.

    Oigo a Guzmán decirles a sus subalternos que ya no van a poder hacer una faena conmigo, menos mal. Parecen desalentados, ofendidos, emputados. Hasta hay uno que reniega con un par de groserías.

    —¡Bueno se me calman, hijueputas, acá el que manda soy yo!

    Queda todo en silencio y, poco a poco, ya ni siquiera se escucha el ruido de las botas. Por fin voy a poder descansar. Trato de acomodarme sin éxito. Debo tener casi todos los huesos del cuerpo rotos. Intento cerrar mis ojos y dormir, pero hay una cosa que no me permite conciliar el sueño: ¿a qué se refería Guzmán cuando me dijo que yo había matado a una mujer? ¿Lo habré imaginado? ¿Era mi mente haciéndome pasar un mal rato producto de los golpes? Siento que fueron muy reales esas palabras, aunque no puedo estar seguro. Mientras pienso, la vista se me apaga por completo y mi cabeza deja de funcionar. He caído en un profundo sueño. ¿Dónde estás, Martina?

    ***

    Las heridas aún duelen, ya puedo caminar por mí mismo. Me cambiaron de celda a un cuarto un poco más cómodo, por lo menos tiene cama y un baño privado, si es que a un balde y a un lava manos se les puede llamar así. Es increíble que me sienta agradecido porque ya no tengo que dormir en una celda con la maldita inclemencia del frío y el dolor. Debería estar en las calles disfrutando de mi libertad. Ha pasado más de un mes y los hombres de negro aún no se han presentado a la cita que me dieron. No sé cuánto más pueda aguantar Guzmán sin matarme, o al menos sin hacerme daño. Al principio me costaba comer, pensaba que me iban a envenenar e inventarle cualquier maricada al tal don Fernando, sin embargo, según lo que le he podido escuchar de algunos tombos es que ese man es peligroso. No llego a entender qué carajos quiere un tipo tan ajisoso e importante con alguien como yo. Sí, llegué a tener cierto reconocimiento en una Barra Brava e hice cosas propias de un delincuente, pero eso no es suficiente para que un hombre de su clase me necesite vivo. No creo haber hecho un torcido tan importante como para adquirir el estatus de imprescindible… no que yo recuerde.

    He estado más o menos calmado en el encierro. Sé que están vulnerando mis derechos, me han torturado y me tienen secuestrado. No importa, también sé cómo funciona esto, no puedo desesperarme, la cabeza podría empezar a jugar en mi contra si no la mantengo serena. Me gustaría saber cómo se las arregla mi hermano sin mí, seguro es él quien está liderando en mí ausencia. Me preocupa que todavía no tiene mucha experiencia dentro del parche, sus impulsos violentos pueden llevarlo a tomar malas decisiones y mandarnos a la ruina. También me inquieta Martina. No recuerdo con claridad la última vez que nos vimos. Eso no me genera buenas sensaciones. Sé que estoy molesto, casi al punto de dudar si de verdad estamos juntos ahora. Por el momento se puede ir a la mierda, creo. Los muchachos también se estarán preguntando dónde estoy y por qué desaparecí sin avisar. Puta, es que ya ha pasado un mes y no tengo noticias de nada. No sé qué pasa afuera, no sé nada sobre mi futuro, no sé un carajo.

    La perilla comienza a girar.

    —Jorgito, buenas noticias —dice Guzmán, mientras su obeso cuerpo atraviesa el umbral.

    —¿Mi Equipo ganó? —pregunto como quien no quiere la cosa.

    —Ah, no, eso no. Anoche los eliminaron por penales —Suelta una carcajada—. Ese argentino mandó el penalti a la mierda. ¡Mucho bruto!

    —¡Ag!, no puedo creer que esos perros nos hayan sacado.

    —Así es la vida, cabrón.

    Me quedo viéndole su regordeta cara. No lo miro con rabia, sino más bien expectante. Él me hace una mueca como si no recordara por qué había entrado aquí en primer lugar.

    —¿Cuáles son las buenas noticias?

    —Ah, sí, cierto. Me acaba de llamar Carlos, dice que en una hora están acá. Entonces, malparidito, le toca verse decente —Se acerca un poco y lanza sobre mi cama un traje y un par de zapatos—. Aunque para un chirrete como usted eso es un poco jodido.

    —¡Por fin!

    —Le aconsejo que no tenga muchas esperanzas, Houdini. Créame, usted está jodido.

    —Ya lo veremos, Porky.

    —¿Cómo me dijo, hijueputa? —Se abalanza sobre mí y me toma de la camiseta.

    —Vea, gordo gonorrea, si quiere que nos prendamos nos prendemos sin asco. Pero creo que no es buena idea teniendo en cuenta que esos dos pirobos vienen hoy. Usted verá, me cuenta si nos vamos a echar el roundcito.

    Su cara morena se torna de un color morado oscuro muy desagradable. Una vena se le brota cerca a la sien. Siento el crujir de sus dientes, si sigue así es probable que se rompa un par. Me suelta de mala gana y me empuja contra el colchón.

    —¡Algún día, gonorrea, algún día! —dice y escupe de una manera abrupta.

    —Eso le digo, Mario, algún día me va a pagar las que me ha hecho a mí y a mi parche.

    —¡Apúrese más bien, malparido, que esta gente ya va a llegar!

    Guzmán sale del lugar, no sin antes azotar la puerta. Lo odio, más que a cualquier otro policía. Sé que todos son unos hijos de puta. La policía ha sido el brazo del estado que más ha reprimido a las clases menos favorecidas, a los diferentes, a aquellos que no compartimos las ideas opresoras que predica el gobierno. Son como unos perros pulgosos y hambrientos, atacarían a cualquiera que les ordene la sucia mano que los alimenta con las podridas sobras que ni los chulos se atreverían a comer. Todos los tombos son unos bastardos. Pero Porky merece una atención especial de mi parte, el daño que él le ha llegado a hacer a buenas personas y a mi parche es incalculable. Entiendo que él no me soporte, cuando le hice la cicatriz yo era solo un peladito de diecisiete o dieciocho años y él era alguien que quería hacerse notar frente a sus hombres. Es obvio que el poco ego que tiene esté también marcado por mi destornillador. Yo, en cambio, no siento nada de vergüenza al respecto de la pequeña cicatriz que me hizo, sé que las heridas de guerra son inevitables para un guerrero. En fin, ojalá la vida me regale otra pelea con el gordo ese, siendo sincero, a pesar de su tamaño sabe moverse bien al combatir. No tengo problema en reconocer a los buenos contrincantes que me he encontrado en el camino.

    Me pongo la ropa que está sobre las sábanas. Me queda un poco ajustada, aunque tengo que aceptar que me veo bastante bien. Camisa limpia con olor a lavanda, pantalón bien planchado y entubado, blazer sin una sola mota, zapatos lustrados y una corbata de mí color favorito: azul. Medias nuevas son lo único que no tengo, tendré que desentonar con las sucias que me han acompañado estos últimos días.

    Espero, mal viajado, el momento en que aparezcan el par de crápulas, no hay peor sensación que la incertidumbre. No quiero imaginar qué siente alguien a quien se le ha sentenciado a la pena capital. Un año para morir, la muerte llegará, no parece tan cercana, aún hay tiempo para pedir perdón, para arrepentirse, para convertirse al cristianismo, capaz en una de esas se salva el alma. Trescientos sesenta y cinco días, trescientos veintiocho, ciento quince, noventa y tres, veintiuno, dos, ocho horas, una hora, quince minutos, un minuto, padre perdónalos porque no saben lo que hacen. Cuando menos se dé cuenta, su cerebro estará como un huevo frito en una fría madrugada por la espera y, claro, por la silla eléctrica. Ojalá este par llegue rápido, no quiero que mis sesos terminen en el plato de algún obrero. Mientras espero vuelvo a pensar en Martina, recuerdo que me gustaba cantarle «Flaca» de Andrés Calamaro, luego del sexo. Mi vida, qué bien tiraba esa mujer. Se movía siempre de la manera en que debía moverse. Movimientos suaves y certeros cuando hacíamos el amor, bruscos y violentos cuando culeábamos. Y cómo gemía, mamita querida, qué buenos gimoteos se pegaba esa mujer en el acto, los que soltaba cuando lograba que se viniera eran exquisitos. Su culo redondo era un deleite a la vista de cualquiera; las tetas se le quedaban paraditas así estuvieran del todo destapadas y su cuca se mojaba a cántaros con la mínima insinuación sexual, solía pedir a gritos que la penetraran, el gallo se le asomaba como diciendo: «ven, lámeme, chúpame hasta que tu lengua se seque que yo sabré recompensarte». Siempre había tiempo para un quicky y siempre nos tomábamos nuestro tiempo cuando sabíamos que compartiríamos la noche juntos. Mi cama, el balcón, la cama de su papá, el baño, la cama de mi hermano, el carro, la cama de su mejor amiga, el cine, la cama del celador, el parque, cualquier maldita cama. Bueno, ya fue, ahora debe estar haciéndolo con alguien más… piroba. Cosa jodida el amor, cosa muy jodida. Te agarra desprevenido y hasta ahí llegaste, no tienes cómo escapar, caíste en sus garras y de ellas no sales. El ser humano necesita amor, pero el amor no lo necesita a él.

    —¿Nos extrañaba, Jorgito?

    Alirio y Carlos están parados a pocos metros, no me fijé en qué momento entraron. Yo estoy con una erección tan grande que un movimiento en falso podría romperme el pantalón. No es que mi pene sea de un tamaño descomunal, sino que llevo mucho tiempo sin metérselo a nadie. Al parecer no lo notan.

    —Perdón la demora, capo, pero nos dijeron que estaba muy cascado todavía. Entenderá que lo necesitamos en condiciones óptimas para lo que se viene —dice Alirio mientras me hace señas para que me pare.

    —Oh, entonces pudieron haber venido el día siguiente de la paliza. Ustedes pegan como un par de paralíticos —digo y me pongo de pie tratando de ocultar la erección.

    —Seguro que sí, cariño.

    Me hacen dar media vuelta y me ponen un par de esposas bastante apretadas en las muñecas.

    —¿A dónde vamos? —pregunto sin oponer resistencia.

    —La paciencia es una virtud, Jorge.

    Me resigno y solo dejo que me lleven a donde se les dé la puta gana. Salimos del cuarto, caminamos por un corredor más o menos largo de paredes, suelo y techo blancos. Al final, llegamos a una sala donde están Guzmán y un par de policías que nunca he visto. Él me mira y yo le devuelvo la mirada con una sonrisa y un guiño. Vuelve a ponerse un poco morado. Me sacan del lugar y me suben a la parte trasera de una camioneta Grand Cherokee negra. Logro ver las placas, son diplomáticas, en este punto ya nada me sorprende. Esta gente es seria. Ambos se suben en los puestos delanteros, Carlos será quien conduzca. Sintonizan una emisora en la que suena «El gran varón» de Willie Colón. El vehículo enciende y nos ponemos en marcha. No me dirigen la palabra, ni siquiera hablan entre ellos. Llegamos a un complejo militar. En la entrada nos para un soldado raso. Le pide un documento a Carlos, revisa la camioneta, me mira con desconfianza, al final nos deja seguir. Entramos a un parqueadero con varios niveles hacia abajo. Bajamos, bajamos y seguimos bajando. ¿Me estarán llevando al infierno? Sin lugar a duda sería un buen lugar para los tres: dos agentes de Satanás y un pobre diablo. El vehículo se detiene, nos bajamos, el aire es más pesado y cuesta respirar. Me conducen hasta un cuarto donde la consistencia del oxígeno vuelve a la normalidad. Hay una mesa y dos sillas en cada lado. Me siento en una de ellas y Alirio se sienta en la otra, Carlos enciende una filmadora que se encuentra sobre a un trípode que me apunta. Es un puto cliché: el cuarto, la mesa, el par de sillas, un sindicado, el policía malo y el policía no tan malo. ¿Quién es el imbécil sin creatividad que dirige el guion de mi vida?

    —Bueno, Houdini, llegó el momento —dice Alirio golpeando la mesa.

    —¿El momento de qué? —pregunto.

    —De confesar, piltrafa asquerosa.

    —¿Confesar

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