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La muerte de Lionel Messi
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Libro electrónico194 páginas2 horas

La muerte de Lionel Messi

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Saúl Huertas, un exfutbolista que vive una existencia monótona y depresiva, ve cómo su vida da un giro radical tras la llegada de Lionel Messi a la ciudad de Murcia en el año 2022. La extraña muerte del jugador y una sorprendente propuesta del multimillonario ruso Adrik Vólkov le meterán de lleno en las cloacas del mundo del fútbol. Mafias, apuestas deportivas y opacos fondos de inversión se entremezclan en una trama intrigante hasta el final, que reflexiona sobre la soledad, el remordimiento y las maneras de afrontar nuestro pasado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 oct 2017
ISBN9788417023812
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    La muerte de Lionel Messi - Berto Gallego

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    Saúl Huertas llevaba años sin sentir nada. Ni un mínimo atisbo de ilusión, empatía o motivación asomaba ya a su rostro. Su mirada, que fue profunda y vivaracha, era entonces ojerosa y hastiada, marcada por el dolor y el sufrimiento. La de alguien que no se atrevía a morir pero que no tenía ganas de vivir, que veía pasar los días con pereza y resignación, a la espera de que se cumpliera el destino irremediable de todo ser humano. Y, a poder ser, más pronto que tarde.

    Y, sin embargo, le faltaba poco para convertirse en el ejemplo vivo de que se puede salir del pozo más hondo, incluso cuando lo ha cavado uno mismo. En el año 2022 Saúl Huertas decidió por fin dejar de cavar, escuchar las voces que le reclamaban en lo alto y agarrarse a una de las cuerdas que durante años le había ido tendiendo la vida. Quizás, si no lo hubiera hecho, ya no habrían llegado más, y habría seguido hundiéndose hasta sellar su propio ataúd. Hasta poner fin a la insufrible monotonía en que se había convertido su vida. Hasta acallar, por fin, el horror de la culpa que le oprimía el pecho y le angustiaba cada hora.

    Saúl Huertas no había sido siempre el tipo depresivo y desganado que era a los treinta y dos años. Alto, de ojos negros llamativamente grandes, pelo rizado y mentón prominente, desde niño destacó por dos talentos especialmente desarrollados: el primero era su personalidad y capacidad de liderazgo, suficientes para convencer a un hincha del Elche de acudir al Rico Pérez cada fin de semana. El segundo era su don extraordinario para domar un balón a su antojo y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde. Así, cuando a los diecisiete años debutó con el primer equipo del Real Murcia a nadie le sorprendió. Y cuando un año más tarde firmó su primer contrato profesional en la entidad grana, a razón de 300.000 euros anuales, todo el mundo aplaudió tan lógica decisión. La rúbrica de aquel contrato, sin embargo, fue el inicio de sus desgracias.

    Hoy, en las largas noches en vela, recordaba aquel día feliz, la mirada orgullosa de su padre y el fuego extinto de la pasión todavía vivo en su corazón. Eso le llevaba a pensar en todo lo que vino después, el camino de errores, tropiezos y desdichas que le había convertido en un miserable. Y más que a ninguna otra cosa le llevaba a recordar a su padre, su lucha por ayudarle, que una y otra vez se estrelló contra el sólido muro de su soberbia necedad juvenil. «Saúl, eres muy joven para manejar esa cantidad de dinero», «Saúl, estás yendo por el mal camino», «Saúl, eres un drogadicto, déjanos ayudarte». No, no y no. Dicen que no hay nada comparable en esta vida a no estar en paz con tus fantasmas, pocas cosas igual de irremediables, y Saúl Huertas contaba más de una deuda con ellos. La más grande de todas, la promesa que le hizo al viejo en su lecho de muerte: que dejaría todo aquello atrás y volvería a disfrutar de la vida y el fútbol.

    Porque el fútbol es lo que más había gozado en su vida. Cuando a los veintiún años el magnate chino Wang Jinyuan pagó su cláusula de rescisión para reflotar al gigante hundido en el que acababa de desembarcar, el AC Milan, la relación con su padre ya estaba deteriorada. Era el Pelusa de Vistalegre, apodo que le pusieron de joven en alusión al pelo rizado y la calidad de su pierna izquierda —aunque físicamente era más parecido al belga Marouane Fellaini—, no tenía por qué dar explicaciones a nadie. Y no lo hizo, dilapidó su físico y su fortuna hasta acabar retirado y en la ruina a los veintiocho años, poco antes de acudir visiblemente drogado al funeral de su padre, del que su tío le sacó a rastras no sin antes romperle el pómulo de un puñetazo. Fue el mismo día en el que Lionel Messi marcó el gol que le daba a Argentina su primer Mundial desde 1986.

    Había tocado fondo. Con la ayuda de un amigo pudo pagarse la clínica de desintoxicación y dejar atrás algunas adicciones, todas menos el alcohol. Volvió a Murcia, donde seguía siendo el joven que había maravillado con la camiseta grana, se estableció en la vieja casa de sus padres en el tradicional barrio de Vistalegre, se tituló como entrenador de fútbol profesional y encontró trabajo en un periódico local, como analista de la redacción de deportes. Cuatro años habían pasado desde aquellos días. Cuatro años de soledad, rutina, culpa y desesperanza.

    Eran las 21:00 del día 31 de agosto de 2022. La redacción estaba desierta, con todos sus compañeros apurando las vacaciones y él a cargo de un par de becarios a los que había mandado a casa. Le gustaban esas horas, y solía coger las vacaciones en otra fecha del año porque ya no tenía a nadie con quien compartirlas. No dependía de nadie. En la soledad de la redacción se podía permitir sacar sobre el escritorio la sempiterna botella de Red Label —o cualquier whisky escocés—, su más fiel acompañante, y no tener que pegar tragos a la petaca, escondido como un delincuente. Con los dos becarios se bastaba para sacar la información adelante, agosto era un mes tranquilo en las redacciones de deportes. Entrenamientos, bolos de pretemporada por la Región y el mercado de fichajes eran lo único que ponía un poco de salsa en el menú. Y aquel había sido un verano aburrido incluso en ese aspecto, de ahí las expectativas que generaba aquel caluroso 31 de agosto.

    El último día de mercado es al hincha y al periodista deportivo lo que el de los Reyes Magos a un chaval de diez años. Y más en aquel Real Murcia del año 2022 que de la mano —y la cartera— del multimillonario ruso Adrik Vólkov, afrontaba su primera participación europea, en la Europa League, tras finalizar sexto la campaña de su regreso a primera división. La estrella del año anterior, el joven media punta serbio Andrej Kusanovic, se iba a quedar sin ficha por discrepancias con el dueño de la entidad, y se esperaba tanto su salida como un fichaje de relumbrón en las últimas horas de mercado. Si bien no habían trascendido nombres, y Saúl había tocado todas las puertas habidas y por haber tanto en agencias de representación como en el mismo club, el elegido era un jugador importante según había dicho el propio Vólkov, quien aseguró que se estaba esperando al último día «por una oportunidad irrechazable».

    De niño adquirió la costumbre de seguir los últimos compases del mercado de fichajes, en primera instancia a través del transistor y con el ordenador tras la llegada de internet. Casi siempre, antes de que se distanciaran, junto a su difunto padre. Así vivió los grandes momentos que siempre dejaba ese mágico día, desde la llegada de Rivaldo al FC Barcelona procedente del Deportivo de La Coruña a la de Ronaldo Nazario al Real Madrid, ambos al filo de la medianoche. Era un día, él lo vivió desde dentro en su etapa de futbolista, de un estrés tremendo para clubes, jugadores implicados y agentes de jugadores, porque no siempre las historias acaban en un final feliz. En el verano de 2015, por ejemplo, David de Gea no fichó por el Real Madrid porque el fax no llegó dentro de los límites temporales establecidos y Steve McManaman, quien posteriormente ficharía por el Real Madrid, pasó una noche en Barcelona a la espera de firmar su contrato con los culés. El inglés no sabía que sólo se trataba de una bala en la recámara por si la operación de Rivaldo no llegaba a buen puerto, por lo que horas después se marchó «muy decepcionado, porque Barcelona es una ciudad muy bonita». Las cloacas del fútbol son así de hijas de puta, Steve, y en aquella decepción no hiciste más que abrir la tapa y olisquear el hedor.

    Así que si el 31 de agosto se había convertido en uno de los días preferidos por Saúl Huertas, en el que podía disfrutar en soledad de la redacción sin que nadie le molestase a la vez que le permitía mantenerse ocupado hasta tarde alejando el temido momento de meterse en la cama, apagar la luz y esperar a que la deprimente realidad de su vida se le echase encima de manera implacable, las últimas horas del 31 de agosto de aquel año las afrontaba con un interés especial.

    Sólo esperaba que ese jugador que estaba por venir no siguiese los pasos de otros que también llegaron a la vega del Segura con la aureola de estrellas. En el Real Murcia, históricamente y en especial en las últimas décadas, han tenido más fortuna los jugadores que llegaron sin hacer ruido y con poca repercusión mediática que otros, como Fernando Baiano, Henok Goitom, Alen Peternac o Mario Rosas, quienes llegaron con gloria y se fueron sin colmar las expectativas generadas. Aunque igual alguno contribuyó a la economía local con su presencia en pubs y discotecas, pensó, que eso bien sé cómo se hace, todavía se acuerdan de Milán.

    Así se encontraba, recordando esos momentos y ojeando el periódico en el ordenador, con su teléfono móvil a mano para que no se le escapase nada y algo achispado por el efecto del Red Label. La prensa seguía copada por las grandes noticias de aquellos días: el inminente lanzamiento de la misión llamada a llevar al hombre a Marte, el último caso de corrupción que afectaba al partido del Gobierno y sobre el que el presidente, cómo no, aseguraba no saber nada, y el tema que había tenido al país en vilo todo el verano y parecía resuelto. Un hombre, natural de La Coruña, había sido detenido como supuesto autor de veinte agresiones sexuales en toda la costa española durante el verano. Las pesquisas policiales apuntaban a que tenía acceso a escopolamina por prescripción médica —principio de Parkinson—, una droga que somete la voluntad del consumidor y que se había encontrado en el organismo de algunas víctimas. Lo bastardo que podía llegar a ser el hombre.

    Entre dimes y diretes ya eran las 21:45 y llevaba sin probar bocado desde el mediodía. En estas situaciones solía tirar de una pizza a domicilio del Pizza Express o un cerdo con puerros en el chino, pero llevaba todo el día encerrado en la redacción, le apetecía estirar las piernas y tomar un poco el aire.

    La pequeña redacción del Diario Thader, un medio de sólo cinco años de vida que capeaba la crisis del sector con audacia —como le gustaba decir a Ágatha, su directora— o sueldos de miseria —la manera preferida de Saúl—, se encontraba situada en la segunda planta de un edificio localizado en el castizo barrio de San Antón, junto al jardín que un día ocupó la vieja fábrica de seda. Desde allí dudaba poco a la hora de almorzar y cenar, cuando se daba la ocasión de hacerlo en el trabajo. O bien el tradicional Mesón Guinea, a escasos cinco minutos a pie, o el restaurante Napoli, que en muy poco tiempo se había ganado la merecida fama de hacer las mejores pizzas de la ciudad. Además, había hecho buenas migas con su dueño, Luca Baresi, probablemente el napolitano más napolitano que uno se podía encontrar.

    Luca era un hombre de mediana edad, poco mayor que Saúl, de pelo largo y entrecano recogido en una coleta. Lucía perilla recortada. Su origen napolitano quedaba patente en un tatuaje en su antebrazo izquierdo, en el que grabó la camiseta del Napoli con el 10 de Diego Armando Maradona. Su origen del extrarradio de la ciudad en su verbo arrabalero, directo y contundente, que hacía probable conocer un par de nuevos insultos italianos en cada visita al restaurante. A Saúl le cayó bien por dos razones: en primer lugar porque era de verdad, un tipo transparente que decía lo que pensaba, y en segundo porque pese a ello, siendo un enfermo del fútbol e italiano para más inri, nunca le preguntó por su caída en desgracia tras firmar por el AC Milan. Quizá porque él tampoco indagó en las razones de Luca para acabar en Murcia, aunque sospechaba que su vida en Italia no fue especialmente cómoda.

    El bochorno estival, implacable en la ciudad de Murcia, le golpeó nada más salir del edificio. Si algo aborrecía de su ciudad era ese contraste entre el gélido microclima de la oficina con su aire acondicionado y los treinta grados, ya cayendo la noche, que tocaba soportar aquellos días. Ni en diez vidas se acostumbraría, ni a llegar sudado tras recorrer los doscientos metros que separaban su redacción del Napoli. Por algo no se cruzó ni a un alma al recorrerlos, como cada fin de semana de agosto Murcia parecía una ciudad fantasma debido a la diáspora de sus habitantes a la costa de la región.

    La estampa en el Napoli no era muy distinta, con sus mesas vacías de manteles rojos y blancos, una escena poco habitual, y Luca Baresi sentado en una de ellas, ante el enorme mural que mostraba una panorámica de la ciudad italiana con la inscripción «vedi Napoli e poi muori» —ve Nápoles y después muere—.

    —¡Mi Pelusa, me alegras la noche! —dijo Luca mientras revelaba en una gran sonrisa que no estaba mintiendo.

    —Pues va a ser por poco tiempo, tengo que subir rápido a la redacción que ya sabes el día que es hoy. Ponme una de magra con tomate o como sea que lo llaméis en tu pueblo, anda. Y una caña.

    —¡Ragú napolitano, stronzo, deja de llamar magra con tomate a mi ragú o ve a una taberna murciana a que te sirvan! —exclamó, mientras se retiraba airado a cumplir con el pedido.

    Era tan fácil sacarlo de sus casillas. A Saúl le divertía gastarle ese tipo de bromas, tras las que la ira de Luca era directamente proporcional a la relación de la misma con

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