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Secretos digitales
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Libro electrónico732 páginas11 horas

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John Powell disfruta en el norte de España de uno de los mejores momentos de su vida. Ha encontrado un maravilloso equilibrio tanto en el plano profesional, desarrollando complejos proyectos de asesoramiento en ciberseguridad, como en el personal, donde invierte cada vez más tiempo en sus aficiones, sus amigos y sobre todo en Paula, la mujer con la que quiere construir su futuro.

Le preocupa que ese idílico momento pueda estropearse. Y hace bien, porque irremediablemente el pasado llamará a su puerta.

El crimen organizado y el juego cambiaron el futuro de un brillante estudiante de Ingeniería, cuyo sueño no era otro que desarrollar una gran carrera en el sector tecnológico y compartirlo con la mujer que le había robado el corazón.

¿Podrá conseguir cerrar definitivamente ese capítulo tan desgraciado de su vida?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2024
ISBN9788410682283
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    Secretos digitales - Roberto Nuñez del Río

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Roberto Núñez del Río

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-228-3

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicatoria

    A mi familia y mis amigos porque si la vida son momentos, vosotros me dais los mejores de la mía.

    En especial, a mi madre y mi tía Fini, por su amor y apoyo incondicional y por animarme a escribir este libro.

    .

    Quiero dar gracias, especialmente, a Suso, Alicia, Britta y Olga por ser mis primeros lectores y darme su opinión y grandes ideas,

    y a Iván por su ayuda con la portada.

    John

    Santillana Del Mar, 2017

    Comenzaba a escucharse levemente el sonido de las sirenas. Era imposible distinguir cuántos vehículos compondrían exactamente la comitiva, pero se intuía numerosa. La calle estaba abarrotada de gente con banderas de todos los colores que agitaban de un lado a otro. Los más pequeños corrían en busca de un hueco en las primeras filas para no perderse nada.

    John concentró su mirada en la esquina por la que en unos segundos giraría el primer vehículo. Quedaba poco tiempo para asegurarse de que todo estuviera preparado. Repasó mentalmente todos los componentes de su equipo y cerró momentáneamente los ojos en busca de una mayor concentración.

    Había numerosos agentes de policía. Los que controlaban el tráfico estaban relativamente tranquilos ya que, desde hacía unas horas, se había prohibido la circulación de vehículos en un radio de varias manzanas.

    Mucho más preocupados estaban los encargados de controlar a la multitud enfervorizada que llevaba ya varias horas esperando el acontecimiento. No es fácil entender cómo la gente es capaz de sufrir durante horas, e incluso días, el frío, la lluvia, los empujones, el cansancio y lo que haga falta con tal de no perder un sitio preferente en situaciones de este tipo.

    Para evitar sorpresas, dos filas de vallas metálicas marcaban los últimos metros del trayecto y por si todavía a alguien le daban ganas de saltar, unos cincuenta agentes de seguridad, que no se esforzaban mucho por ocultar sus armas, apagaban cualquier entusiasmo descontrolado.

    Pero había un tercer grupo que llamaba la atención de todos. Vestidos como si fueran a entrar en combate, los miembros de las fuerzas especiales se situaban tanto en los puntos más estratégicos del itinerario, como en las azoteas de los edificios colindantes. Su mirada, al igual que la luz de un faro, hacía un continuo barrido en busca de cualquier aspecto fuera de lo normal. No podían distraerse ni un solo instante, ya que eran conscientes de que, en muy pocos segundos, cualquier incidente inesperado podría resultar trágico.

    El palacio de exposiciones se había vestido de gala, con la inconfundible alfombra roja extendida por la escalinata hasta llegar al pie de la calzada.

    Los primeros vehículos comenzaron a girar. Como si de un árbol de Navidad se tratara, todas esas luces intermitentes atraían la atención de la gente. Todos eran iguales, sus cristales blindados eran totalmente opacos, por lo que era imposible saber en cuál de ellos se encontraría. El primer vehículo ni siquiera paró, pero del segundo bajaron rápidamente cuatro caballeros con cara de pocos amigos. Si no fuera porque lo acababa de presenciar, parecía imposible imaginar que seres de semejante tamaño cupieran en ese coche. Con movimientos totalmente sincronizados, se unieron rápidamente a los guardias que flanqueaban la alfombra.

    Cuando paró el tercer vehículo, John sabía que había llegado el momento. Fue acercando lentamente su ojo derecho a la mirilla telescópica. Aunque estaba a más de quinientos metros, la ventana trasera del vehículo presidencial ocupaba ahora toda su visión. Uno de los gladiadores del coche anterior, se acercó a abrir la puerta. El ruido era ensordecedor, decenas de sirenas sonaban sin ánimo de guardar ningún compás.

    La puerta se abrió y apareció sonriente. Comenzó a caminar por el centro del pasillo, mientras saludaba a unos y otros.

    John fijó el objetivo, aunque tendría que esperar que avanzara todavía unos metros para tener el camino despejado.

    De forma inesperada, el presidente rompió el protocolo y se dirigió a una de las vallas para besar a un pequeño que agitaba su bandera. El movimiento sorprendió a John dejando en primer plano a la persona que venía tras él. Era… ¿Ella?

    No podía permitirse perder ni una décima de segundo, por lo que intentó dejar su mente en blanco. Movió con precisión su arma hacia el objetivo, quien ya había recuperado su posición inicial. Sin embargo, fue imposible evitar que la pregunta resonara en su mente.

    —¡Ella!, pero ¿qué diablos hace ahí?

    Las sirenas cada vez eran más estridentes. Seguía intentando concentrarse para no errar su objetivo, pero todo ese sonido martilleaba cada vez más su tímpano. Las distintas sirenas se fueron unificando, poco a poco, para convertirse en una sola. Su dedo índice comenzó a presionar lentamente el gatillo, al tiempo que el pitido en el oído se hacía cada vez más intenso. La molestia empezaba a convertirse en dolor. El ruido era ensordecedor y poco a poco, de su mente, fue desapareciendo cualquier otro pensamiento. La gente, la comitiva, hasta su objetivo, todo quedó en un segundo plano, excepto ese horrible sonido, que empezó extrañamente a hacerse familiar...

    —¡DIOS, el despertador! —pensó.

    Movió rápidamente su mano hacia la mesilla buscando el dichoso reloj y tras un par de intentos fallidos, consiguió parar el tormento.

    Su mente quedó casi en blanco, aunque todavía quedaba algún resto de su sueño y se dio cuenta de que otra noche había vuelto a aparecer. ¿Cuándo conseguiría no pensar en ella? Abrió levemente los ojos, pero todo estaba oscuro. Como en otras ocasiones, todavía tardaría unos segundos en reaccionar y saber dónde estaba. Pero no hizo falta esperar demasiado. Según sus sentidos iban despertando, pudo identificar el olor a chocolate recién hecho mezclado con ese inconfundible, a la vez que extraño, manjar español llamado »churro».

    Manolo, el Churrero, habría traído como cada mañana, a las siete en punto, los «mejores churros del mundo» y Carmen, la dueña del hostal, ya debía estar preparando el desayuno.

    Aunque su cerebro insistía, todos sus músculos, cuan pequeños chiquillos desobedientes, pedían por favor un minutito más. El sonido del teléfono rompió ese maravilloso momento de tranquilidad. Según se abalanzó hacia la mesilla, se juró que no pasaría un solo día más sin cambiar esa reliquia. El timbre se parecía a la sirena de una fábrica.

    —John, dormilón —dijo Carmen— levántate, que ya han pasado las burras de la leche …

    A pesar de que el tiempo hace que uno se acostumbre a todo, a John le seguía intrigando de dónde vendrían esos dichos populares y por qué se obstinaban algunos lugareños en utilizarlos una y otra vez.

    —¡Joder!, qué susto me has dado —protestó con cierto tono acusador.

    —¡Oye!, que yo solo hago lo que me pediste. A ver si voy a tener yo la culpa de que te asustes con »tu» teléfono. Anda, baja que estoy preparando el desayuno.

    Tras unos segundos más para irse despertando del todo, John empezó a ser más razonable.

    —Sí, sí... Tienes razón. Discúlpame, ahora bajo. Gracias, Carmen.

    —Está bien, gruñón —respondió ella con ese tono característico que todas las madres utilizan para regañar con cariño a quienes más quieren.

    Mantuvo todavía unos segundos los ojos cerrados. Le vino a la mente lo que acababa de soñar y surgió en su rostro una pequeña sonrisa. Es increíble las extrañas combinaciones que pueden llegar a hacer nuestros sueños.

    Como si del despegue de una nave espacial se tratara, hizo mentalmente una cuenta atrás y cuando llegó a cero dio un salto que le permitió romper con la tentación de quedarse tumbado más tiempo.

    Pese a estar ya en primavera, la habitación estaba fría. Había estado lloviendo gran parte de la noche. Entreabrió la ventana y pudo sentir ese olor a tierra mojada que le fascinaba. Era una de las cosas que más echaba de menos cuando viajaba a sitios más cálidos. Le gustaba hacer una inspiración profunda y saborear ese momento.

    Miró su teléfono y vio un mensaje de Paula. Le pedía que no olvidara la reunión que habían concertado. Era muy importante para ella y necesitaba su ayuda.

    Ya en el baño, delante del espejo, pudo observar su lamentable estado. Viendo su cara, era evidente que no eligió la mejor respuesta cuando su amigo Ángel le había propuesto »tomar la última» pocas horas antes.

    Aunque también sabía que no habría tenido otra elección. Ángel era un gran tipo, honesto, leal y alegre como pocos, pero cuando se le metía algo entre ceja y ceja era capaz de insistir e insistir hasta conseguirlo.

    Le había ayudado en su último trabajo por el que había recibido un buen incentivo y se había empeñado en gastar una parte invitándole a cenar a base de buenos productos típicos de la zona. John había aceptado la invitación con la condición de que ambos pagaran a partes iguales, aunque, en el fondo, daba lo mismo quién lo hiciera, ya que probablemente ninguno de los dos lo recordaría al día siguiente.

    Habían recorrido cada pequeño recodo de Santillana Del Mar, pequeña y pintoresca población del norte de España, que maravilló a John desde la primera vez que estuvo por allí y donde decidió fijar su residencia durante un tiempo. Sus calles empedradas y sus casas ancladas en el pasado se convertían en un paréntesis ideal para salir de vez en cuando del desorbitado ritmo del trabajo diario.

    Tras asearse, John conversó un rato con su conciencia y decidió que la mejor forma de reponerse de la juerga de la noche anterior era hacer un poco de ejercicio. Siguió un escrupuloso ritual para ponerse su ropa de entrenamiento y bajó por las escaleras.

    Al entrar en el pequeño salón, le recibía la cara sonriente de Carmen. Era increíble que, después de todo por lo que había pasado esa mujer, siempre mantuviera una sonrisa en su cara.

    Había enviudado muy joven y tenido que sacar adelante a tres pequeños totalmente sola. Trabajó duramente en el campo, sacando petróleo de cada céntimo que ganaba para darles una buena educación, sin darse ni un pequeño lujo y ahorrando todo lo posible para el futuro de sus hijos.

    Años más tarde, apareció en su vida un hombre que le haría mucho daño. Lo que empezó siendo un maravilloso idilio se convirtió en una relación muy tóxica con continuas infidelidades y maltratos hasta que la abandonó robándole gran parte de lo que tenía ahorrado.

    Fue un duro golpe. Durante unos meses se sintió perdida y avergonzada de sí misma por haber permitido que alguien así la utilizara de esa forma.

    Tardó en recuperarse, pero, tiempo después, utilizó el resto de sus ahorros, que afortunadamente guardaba en el banco, para dar la entrada de la compra de un pequeño y viejo hostal y reformarlo para abrir el negocio que se convertiría en una parte fundamental de su vida.

    Tendría que trabajar muy duro, pero estaba segura de que eso le permitiría dar una buena formación a sus pequeños.

    Y cierto es que lo consiguió. Dos de ellos fueron a la universidad en Santander y se fueron forjando un buen futuro, aunque eso supusiera emigrar a ciudades más grandes, donde pudieran desarrollar su profesión.

    Pero en ocasiones, todos los esfuerzos y precauciones de una madre no son suficientes y a pesar de dar lo mismo a todos sus hijos y educarlos de la misma forma, cada uno es un mundo diferente y el resultado final no siempre es el más satisfactorio.

    El mediano, Ángel, había tenido una adolescencia muy complicada. Hasta el instituto, su vida había sido ejemplar. Un crío alegre, buen estudiante y siempre pendiente del bienestar de su madre, pero con quince años, tras enamorarse de una de sus compañeras, comenzó a relacionarse con lo peor del centro.

    No tardó en empezar a coquetear con todo tipo de drogas, terminando enganchado y sufriendo el infierno que todo eso supone. Pequeños delitos fueron dando paso a otros más grandes, abriendo así, lenta e irremediablemente, la puerta del correccional de menores donde no tardó en acabar.

    El único aspecto positivo fue que, a pesar de que esos centros suelen ser cultivo de grandes delincuentes, eligió alejarse de todo aquello y aprovechar ese periodo para iniciarse en la profesión de mecánico.

    Cuando salió, decidió seguir con sus estudios, convirtiéndose en un buen profesional. Trabajó duro en diferentes talleres, aprendiendo el oficio y ahorrando todo lo que podía para poder establecerse por su cuenta lo antes posible. Cuando llegó el momento se instaló en Bilbao y lanzó su propio taller, especializándose en la preparación de coches deportivos.

    Siempre que encontraba un hueco, procuraba visitar a su madre, sobre todo los fines de semana.

    Había entablado una buena amistad con John, quien, además de ser más o menos de su misma edad, compartía con él una gran afición por la restauración de coches antiguos.

    Llevaban un año trabajando en un Porsche 911. Era un coche espectacular, ya que, si cualquier «nueve once» es atractivo para los amantes del automovilismo, ese modelo en concreto era el rey de los codiciados. Se trataba de un Carrera 2.7 RS del año 73 que John encontró por curiosidades del destino en un pequeño pueblo francés.

    En los últimos años, había crecido su afición por salir a montar en bicicleta por la montaña. Daba lo mismo dónde estuviera, si el trabajo se lo permitía, solía salir a hacer alguna dura ruta que, además de mantenerlo en forma, le brindara la oportunidad de disfrutar de maravillosos parajes y conocer algo mejor la zona. En ocasiones buscaba algún «compañero de fatiga», pero tampoco le importaba mucho ir solo.

    Un año antes de establecerse en España, había vivido en Beynac et Cazenac, un precioso pueblo del sur de Francia a orillas del río Dordoña. Como en otras ocasiones, buscaba lugares tranquilos fuera de las grandes urbes que le permitieran estar en pleno contacto con la naturaleza.

    Un fin de semana salió a hacer una ruta por el Parque natural de las mesetas calcáreas de Quercy. Disfrutaba de su travesía circulando a gran velocidad por un camino flanqueado por la característica piedra caliza de la zona que convertía al parque en un centro de peregrinaje para muchos espeleólogos. Esas grandes rocas escondían multitud de cavidades, cuevas y grutas que hacían las delicias tanto de aficionados como de profesionales.

    John estaba plenamente concentrado en el camino, pero al realizar un pronunciado giro en una curva muy cerrada y sin saber por dónde, apareció, a muy pocos centímetros de su cara, un águila culebrera que volaba casi a ras del suelo. La sorpresa fue suficiente para provocar un pequeño desvió de la dirección, lo que le enfrentó con las piedras de la orilla del sendero. Apretó los frenos con todas sus fuerzas, para evitar que el impacto fuera mayor, pero el percance era ya inevitable. La rueda delantera golpeó las piedras provocando su lanzamiento por encima del manillar, saliendo, como suelen decir los ciclistas, «por las orejas».

    En un instante se encontró tumbado en el suelo. Cerró los ojos e hizo mentalmente un pequeño reconocimiento de su cuerpo para detectar los daños sufridos. Le dolía mucho el costado derecho y notaba un importante escozor en el brazo. Se incorporó despacio y pudo ver que la tierra por la que se había deslizado había raspado su brazo, creando una buena herida. No le dolía, aunque conocedor de este tipo de accidentes era consciente de que lo peor vendría en unas horas. El dolor del costado derecho le hizo mirar alrededor para ver con qué se había podido golpear, llegando a la conclusión de que debió hacerlo con alguna parte de la bicicleta antes de deslizarse por el camino.

    Conocidos los daños de su cuerpo, era el turno de revisar los de la bicicleta. Todo parecía estar en orden, excepto algunos raspones en la pintura.

    Sin embargo, al girar los pedales pudo ver que una de las bielas se había doblado un poco y el pedal chocaba con el cuadro de la bicicleta. Frunció el ceño al darse cuenta de que con las pocas herramientas de que disponía en su pequeña mochila iba a ser francamente difícil resolverlo. Lo intentó, pero no tardó en comprobar que no podría repararlo allí.

    Dolorido, retomó lentamente su camino. Su objetivo había cambiado radicalmente en pocos segundos. Ahora solo necesitaba llegar lo antes posible a alguna zona poblada, donde pudiera encontrar alguien que le proporcionara las herramientas necesarias para resolver el problema del pedal.

    Una hora después llegó a una pequeña villa medieval, Rocamadour, y tras preguntar a varios lugareños, atisbó una posible vía para solucionar la avería. Le indicaron que la señora Dubois conservaría probablemente herramientas de su difunto esposo, quien solía tener buena mano con las máquinas, habiéndose dedicado, tras jubilarse, a reparar las de la mayoría de los vecinos.

    Aun con el típico recelo inicial frente a un desconocido, la señora Dubois, que era una mujer muy amable, se hizo rápidamente cargo de la situación de John y le indicó dónde podría encontrar sus herramientas.

    Se trataba de un cobertizo de unos setenta metros cuadrados donde, además de algunos muebles que habían pasado épocas mejores, había dos grandes bultos que ocultaban lo que claramente parecían ser dos vehículos. La curiosidad era grande, así que, intentando asegurarse de que nadie lo viera, levantó un poco la tela que cubría el frontal del más alto. Pudo ver cómo lo saludaban unos ojos saltones que venían a decir «sí, soy yo, la icónica furgoneta Volkswagen T1 de los años setenta, si eres hippie ya no nos separaremos». Sonrió y fue al vehículo más bajito.

    Incluso con la tela que lo tapaba se podía ver que tenía un fuerte impacto en uno de los costados delanteros. John quedó boquiabierto al levantarla y ver que se trataba de un antiguo Porsche 911. Pero no uno cualquiera, sino el 2.7 RS con su cola de pato, uno de los más valiosos del mercado. El vehículo, además del impacto que ya había percibido, estaba en pésimas condiciones. Sabía que en ese momento no era muy valioso, salvo para algún amante de los coches históricos que quisiera invertir un buen dinero en las reparaciones, pero también, que, una vez hechas, podría conducir uno de los coches de sus sueños y obtener, cuando lo quisiera, varios cientos de miles con su venta.

    Las magulladuras, los problemas de la bici y su enfado pasaron a un segundo e insignificante plano. Habló con la anciana como pudo, con su pésimo francés, indicándole que le interesaba mucho el coche. Ella era consciente de que, en su momento, había sido un vehículo de gran valor y por ello, su marido, gran amante de los coches deportivos, lo había comprado para arreglarlo, pero también de que ya nunca lo repararía y, por lo tanto, no tenía un gran valor para ella. Casi le hacían un favor llevándoselo y evitando que siguiera ocupando tanto sitio en el cobertizo.

    Sin ánimo de querer aprovecharse del desconocimiento sobre las posibilidades del coche por parte de la anciana, John le hizo una buena oferta por los dos vehículos. Ella quedó gratamente sorprendida por el montante que suponía y llegaron rápidamente a un acuerdo. Ambos ganaban claramente.

    Ya tenía un nuevo juguete al que dedicarle su tiempo y su dinero.

    Carmen había preparado, como siempre, un completísimo buffet para que desayunaran sus huéspedes. John no podía comer si quería salir a hacer ejercicio, ya que le haría sentirse pesado y le complicaría coger el ritmo. Decidió tomar un buen vaso de zumo de naranja y antes de que ella le regañara por no desayunar tranquilamente, le dio un fuerte abrazo y un beso a la par que le decía «eres la mejor».

    Carmen no podía resistirse ante ese hombre que había conocido de niño, muchos años atrás y que ahora había retornado a su vida. Era como otro de sus hijos, así que solo pudo pronunciar las palabras que ya esperaba John.

    —Anda, ten cuidado y no vuelvas muy tarde. Te dejaré un plato para que desayunes bien a la vuelta.

    Siempre que podía, procuraba hacer un recorrido, de unos diez kilómetros, por caminos rurales de tierra que le permitían correr prácticamente solo y disfrutar de la naturaleza. El único punto del camino que podía estar más concurrido era el cruce con la entrada a la famosa Cueva de Altamira que, conocida por su arte rupestre y declarada Patrimonio Mundial por la Unesco, atraía a multitud de visitantes.

    Aunque el acceso en los últimos años estaba muy controlado para evitar su deterioro, el flujo de turistas era realmente constante, por lo que en ocasiones cruzar esa parte era un tanto engorroso y suponía sortear alguna persona cada tres o cuatro metros.

    Cincuenta minutos después, cuando encaró la calle Juan Infante, a pocos metros ya del hostal, analizó su recorrido y pensó que se había encontrado francamente bien. Había sufrido, como siempre que se hace un esfuerzo importante, pero no tenía ningún dolor muscular ni sentía el agotamiento de otras ocasiones. Estaba ya muy cerca de llegar al mejor momento de la carrera, justo después de terminarla, ya que como solía decir, a él lo que realmente le gustaba no era correr, sino haber corrido. Se refería a esa satisfacción que sienten muchos deportistas al finalizar su sesión de entrenamiento y sentir el objetivo cumplido, la frescura que proporciona una buena ducha y la relajación del cuerpo cuando va bajando el ritmo de sus pulsaciones.

    En la puerta del hostal, pudo divisar una cara conocida que le sonreía mostrando su puño con el pulgar levantado en señal de asentimiento. Era Ángel, quien había querido compartir la buena noticia nada más llegar al pueblo.

    —¡Lo tenemos!

    No hacía falta especificar a qué se refería porque ambos lo tenían muy claro. Llevaban semanas buscando una pieza del «nueve once» que les permitiría tenerlo acabado. Habían reparado el golpe que presentaba la carrocería, pero el capó estaba en tan malas condiciones que no había sido posible recuperarlo. No era fácil comprar uno nuevo, ya que se había dejado de fabricar en mil novecientos setenta y cuatro, pero a través de un contacto de Ángel en Porsche Classic, pudieron acceder a uno de segunda mano.

    —¡Genial! ¿Cuándo lo tendremos por aquí?

    —Pronto, espero que como máximo llegue la semana que viene.

    —¡Perfecto, habrá que celebrarlo!

    Y lo harían a lo grande. Se acercarían al Cenador de Amos, un extraordinario restaurante que John solía reservar para festejar los grandes momentos. Comer bien en el norte de España era relativamente fácil, ya que la extraordinaria materia prima y la gran tradición gastronómica hacían muy difícil equivocarse, pero si ya se elegía un restaurante con tanto prestigio, estaba asegurada una experiencia inolvidable.

    Finalizados los últimos retoques, ambos se quedaron mirando en silencio el vehículo. Para cualquier artista, la opinión de los demás sobre su obra es realmente importante, pero nunca tanto como su propia valoración, siendo en la mayoría de las ocasiones la más crítica. Se les podía ver una clara sonrisa dibujada en sus rostros y los ojos brillantes por la emoción de haberlo conseguido.

    El esfuerzo invertido en el proyecto había sido mayúsculo. A la suma de las horas dedicadas por él, había que añadir el dinero gastado en piezas y en el pago de las horas de Ángel y de los especialistas a los que habían acudido para hacer trabajos muy específicos. Ángel había trabajado probablemente el doble de las horas que le había facturado a John, tanto por aliviar un poco la inversión de su amigo, como porque reparar ese tipo de vehículos lo consideraba más una diversión y un reto personal que un trabajo.

    El resultado final había merecido la pena. Quedaban atrás las horas interminables, la búsqueda de soluciones a los múltiples problemas que surgían cada día, la falta de piezas, etc. El coche estaba impecable y se había convertido en una verdadera joya para muchos coleccionistas. Se miraron sonrientes y dijeron prácticamente a la vez, ¡A probarlo!

    A pesar de que la propiedad del vehículo era de John, quiso hacer un alarde de generosidad y respeto al trabajo de su amigo y se sentó en el puesto del copiloto. Ángel hizo un gesto de incredulidad y cierta negación que transmitía que no se merecía tal honor, pero John no le dio opción. Su mano izquierda introdujo la llave en la curiosa posición que tienen todas las generaciones del «nueve once» heredada de las competiciones de Porsche en los primeros años de las 24 horas de Le Mans. En aquella época la competición empezaba con los pilotos frente a los bólidos. Al dar el pistoletazo de salida, todos ellos corrían hacia sus coches para subirse, arrancar y salir lo más rápido posible. Los ingenieros de Porsche se dieron cuenta de que, si el piloto utilizaba la mano izquierda para arrancar y la derecha para introducir la primera marcha con la palanca de cambios, ahorraban algún importante segundo para tomar una pequeña ventaja, por lo que decidieron que la llave de contacto estuviera a la izquierda del volante. Todos los modelos posteriores de la marca heredaron esa tradición.

    El sonido del motor bóxer de seis cilindros era inconfundible. Corrió por ambos un pequeño escalofrío que mezclaba la satisfacción por la ausencia de fallos con el placer de escuchar ese sonido tan valorado por los grandes aficionados al motor.

    Avanzaban por la carretera, pero en realidad se desplazaban en el tiempo. Conducir un coche de ese tipo era como trasladarse a un circuito de carreras de los años setenta. Sentían una inmensa alegría que delataba su gran afición, ya que la dificultad e incomodidades de los vehículos de esa época solo se podían disfrutar si uno era un gran amante de los clásicos deportivos. El resto de la gente preferiría las menores prestaciones y la comodidad de cualquier utilitario básico de hoy en día, antes que ese deportivo «incómodo».

    La experiencia fue maravillosa, tomando la carretera que bordea la costa cántabra llegaron a San Vicente de la Barquera donde decidieron parar para tomar una cerveza y cambiar sus posiciones. John condujo de vuelta disfrutando de cada pequeño giro.

    Ya en su garaje, al quitar la llave de contacto, se miraron y estrecharon sus manos a la par que emitieron un «guau» que resumía todos sus sentimientos.

    Bilbao

    Días después, John debía desplazarse a Bilbao para ver a un importante cliente. Seguía con su nuevo «juguete» como un niño con zapatos nuevos, así que, a pesar de que se había propuesto utilizarlo solo en momentos de ocio y para hacer pequeños desplazamientos por las sinuosas carreteras de la comarca, esta vez decidió que lo conduciría hasta la capital vasca. Con esa sensación de que solo intentaba justificarse, se dijo a sí mismo que así lo probaría también a mayor velocidad por la autopista del cantábrico.

    Su destino era un importante edificio de oficinas muy cerca de la plaza de Indautxu, pero buscó un parking suficientemente alejado para que nadie pudiera verlo, como hacía siempre que iba a ver a un cliente con un vehículo llamativo. Aunque le pareciera un poco absurdo y pensara que no debería tener ninguna connotación negativa, sabía que las interpretaciones de la gente y las envidias podían ser malas para sus intereses, por lo que evitaba poner cualquier obstáculo.

    Al salir del aparcamiento miró la hora, gran aficionado a los relojes de pulsera, había elegido para la ocasión su Piaget Polo Fortyfive, un reloj deportivo y elegante pero no demasiado llamativo como para distraer a sus interlocutores. Le quedaban todavía treinta minutos. A lo largo de los años había aprendido lo importante que era ir con tiempo a las reuniones y se dejaba siempre bastante holgura para no llegar nunca tarde. Además, así podía disfrutar paseando por la ría de Bilbao. Era increíble cómo había mejorado aquella zona desde que la conoció por primera vez de niño. Pasó junto al museo Guggenheim, que desde hacía ya muchos años se había convertido en un icono de la ciudad, y siguió caminando con la mirada puesta en la ría donde unos jóvenes deportistas entrenaban en su trainera, alejándose poco a poco hacia la desembocadura en el mar. Levantando la cabeza, le reconfortó ver que había llegado a un lugar muy conocido para él. Al otro lado de la ría lucían los característicos cristales de colores del hotel Hesperia, donde años atrás se solía alojar cada vez que visitaba la ciudad.

    Callejeando llegó a la calle Ercilla, con lo que llegaría en pocos minutos al edificio de su cliente. Tras pasar el control de seguridad, una amable y simpática señorita lo acompañó en el ascensor hasta el último piso, donde había sido citado por el CEO de EuskalBank, su posible cliente.

    Le pidió que tomara asiento en los sofás que había junto a una sala, que parecía ser donde se iban a reunir. Tras ofrecerle un café o alguna otra bebida que John rechazó cortésmente, la señorita abandonó rápidamente la planta para volver a la recepción.

    Pensativo, se acordó de lo poco que le gustaban las «plantas nobles» de las grandes empresas. Solían ser muy distintas al resto, buscando una solemnidad que impresionara a los visitantes. A diferencia del continuo trasiego de gente que solía verse en cualquier otra planta, estas tenían normalmente muy poca vida. Menos mal que en este caso la decoración, por lo menos, era moderna y no tenía esas maderas oscuras que hacían que esos sitios fueran realmente lúgubres.

    Pasados unos minutos, salió un caballero de la sala de enfrente. Al dirigirse hacia él, mostró una pequeña sonrisa amable.

    —Buenos días, señor Powell, soy Mikel Garmendia, disculpe la espera.

    —No, por favor, todo lo contrario. Muy agradecido por esta oportunidad. Encantado de conocerle.

    El señor Garmendia, CEO de EuskalBank, estrechó la mano de John con firmeza, lo que le transmitió una buena impresión, ya que odiaba esa forma de dar la mano medio muerta de algunas personas. En la mirada de su cliente percibió interés y grandes expectativas sobre la reunión.

    Al entrar en lo que había creído que era una gran sala de reuniones, se dio cuenta de su error. Era el despacho del director. El tamaño impresionaba y a John le dieron ganas de preguntar en qué zona se jugaba al golf. Al fondo lucía una gran mesa con varias pantallas de ordenador y a la derecha vio otra circular junto a la que esperaban otras dos personas. La primera era un rostro muy conocido, Paula, la directora de Tecnología, que había conocido un tiempo atrás y con la que mantenía una buena relación, era la impulsora de esa posible colaboración.

    Una mujer inteligente, elegante, bella, una gran profesional con una brillante carrera en la que, como otras muchas mujeres, había tenido que alternar los grandes éxitos con momentos de sufrimiento por el ninguneo o la discriminación de algún impresentable que se consideraba mejor por el hecho de ser hombre.

    Ambas caras sonrieron al darse cortésmente la mano.

    —Buenos días, John, me alegro de volver a verte. Te presento a Kepa Uría, nuestro director de seguridad lógica.

    John no conocía a Kepa en persona, pero Paula ya le había hablado de él en alguna de sus conversaciones anteriores.

    Se había incorporado a su equipo tras la reciente adquisición de otro banco por parte de EuskalBank. Era una persona muy preparada y ciertamente brillante, pero suponía un gran problema para Paula porque estaba convencido de que él debía haber sido el responsable del área. Creía que su elección estaba condicionada por la amistad y confianza que tenía ella con Garmendia y no tanto por sus capacidades.

    A pesar de que sabía que intentaría quedarse con su puesto tan pronto como pudiera, Paula aprovechó los grandes conocimientos de Kepa en seguridad para encontrarle un hueco. Iba a ser incómodo mirar todo el tiempo hacia atrás por si venía a darle una puñalada, pero estaba convencida de que, en ese momento, lo más importante era no generar conflictos. Garmendia, consciente del problema, se lo agradeció.

    —Encantado de conocerte, Kepa, y un placer volverte a ver, Paula. Sobre todo, aquí en vuestra casa. Es bueno coincidir en algún evento, pero mucho mejor aquí en vuestro entorno. ¿Cómo va todo?

    —Bien, ya sabes, con mucho trabajo con la fusión, aun así, realmente contentos con los resultados que estamos obteniendo.

    Garmendia interrumpió delicadamente la conversación.

    —Disculpadme, pero como ando bastante mal de tiempo, si no os importa, me gustaría empezar cuanto antes. Si tomáis asiento, nos metemos en materia.

    John había hablado por teléfono con Paula varias veces en las últimas dos semanas, así que se podían ahorrar los minutos de introducción e ir directamente al objetivo de la reunión. El primero en intervenir fue Garmendia.

    —Como creo que ya le hemos anticipado, estamos teniendo algunos problemas de seguridad. Aunque no sabemos si es interno o externo, alguien está accediendo a información muy confidencial y la está filtrando a la prensa y, lo que podría ser todavía peor, quizás también a alguno de nuestros competidores. Cada nueva filtración nos está costando mucho dinero, ya que impacta muy negativamente en nuestra reputación y cómo no, en nuestra valoración.

    »Necesitamos resolverlo urgentemente. Voy a dejar la palabra a Kepa, nuestro experto en seguridad, para que le dé su opinión y más información.

    Kepa se había mantenido serio y con la mirada fija hacia la mesa. A pesar de ser aludido por su jefe, comenzó a hablar sin levantar la cabeza.

    —A los vascos siempre se nos ha reconocido ser muy honestos y no andarnos con tapujos, por lo que voy a ser muy directo. Tenemos un grave problema. Es cierto. Pero estamos en el camino de resolverlo.

    »Sinceramente, no creo que alguien de fuera pueda hacerlo mucho mejor que nosotros, pero Paula ha sido insistente, decidiendo finalmente que debemos intentarlo. Acataré su decisión y no pondré ningún obstáculo, ayudando en todo lo necesario, pero creo que sería interesante que nos demostrara su valía antes de perder un tiempo muy preciado para nosotros.

    A Paula y el Sr. Garmendia no le gustaron mucho esas palabras, sin embargo, tampoco quisieron desautorizarlo en público.

    John tomó la palabra.

    —Estoy de acuerdo, señor Uría. Un paracaidista, que viene de fuera sin el conocimiento y el contexto necesario, debe ser siempre la última opción, aunque en ocasiones es la necesaria. La mirada no contaminada de alguien externo y otra forma de hacer las cosas pueden dar con la clave necesaria. No obstante, todos sabemos que el noventa por ciento de los problemas de seguridad en las organizaciones tienen un origen interno. Seguramente más. En unas ocasiones porque el infractor es de la propia compañía y en otras, cuando son externos, se suelen aprovechar de información que obtienen de algún empleado para flanquear las medidas de seguridad. Creo que ahí es donde nos deberíamos centrar en la investigación.

    —Sí, eso lo sabemos todos, le espetó Kepa. ¿Algo nuevo que nos puedas aportar para resolver el problema?

    Se estaba creando un clima de demasiada tensión, pero John ya lo había previsto. No era la primera vez que un ejecutivo de una compañía intentaba ir contra su intervención, aunque sus jefes estuvieran de acuerdo con ella.

    Paula decidió intervenir para que no fuera a más.

    —John, a petición de Kepa, te vamos a pedir una pequeña demostración de tus habilidades. Querríamos realizar un pequeño ejercicio que a él y su equipo les transmita la confianza necesaria para emprender este proyecto. En cualquier caso, si no te sientes cómodo con ello, lo dejamos.

    John se quedó pensativo un instante. No sabía si se refería a dejar la prueba o el posible trabajo, pero decidió no preguntar. Hacía mucho tiempo que no le habían pedido algo así, pero en deferencia a Paula decidió aceptarlo.

    —Sin problema. Hagamos la prueba que os parezca adecuada, aunque creo difícil que con un pequeño ejercicio se pueda demostrar si estoy o no capacitado para ayudaros.

    Paula asintió a la vez que indicó que su equipo había protegido una información con un sistema de claves y querían que intentara acceder a la misma. En ese momento intervino Kepa.

    —¿Sabes?, para que no sea tan embarazoso para ti, voy a hacerlo yo también. Te aseguro que no estoy al tanto de lo que ha preparado el equipo, pero espero no estar muy lejos de tu nivel.

    Su cara y el tono que había utilizado indicaban claramente que ni él mismo se creía esa falsa humildad con la que había finalizado la frase. Miró a sus jefes que mostraban cierta incomodidad con lo que estaba pasando.

    —Quizás veamos que puedo merecer la oportunidad de resolver estos problemas con mi equipo sin la necesidad de ningún «galáctico» —apostilló Kepa en clara alusión hacia sus jefes.

    El señor Garmendia no era partidario de este tipo de espectáculos y por supuesto menos de tratar así a un invitado, pero siempre le había gustado crear cierto entorno de competición entre sus colaboradores, así que decidió no intervenir y se quedó mirando expectante.

    John no daba crédito a lo que estaba pasando. Solo había competido de esa forma en sus años de universidad para ganarse algún chupito de whisky a la vez que demostraba a sus amigos y sobre todo a sus amigas, sus habilidades. Ahora eran demasiado talluditos para ese tipo de tonterías.

    Paula cogió su teléfono mientras miraba atentamente a John. A la espera de que le contestaran, su boca dibujó, sin emitir sonido alguno, la palabra perdón. John le contestó con un gesto de aprobación para que ella no se sintiera mal.

    Tras la llamada, entró un asistente y colocó dos ordenadores portátiles en los sitios que ocupaban John y Kepa. Conectados a la red, ambos tenían que conseguir abrir un determinado documento. Tanto este, como el servidor donde residía, estaban protegidos con diferentes barreras de seguridad que en principio ninguno de los dos conocía. Era obvio que, por el cargo de Kepa, era probable que tuviera información que le daría una gran ventaja, pero decirlo solo iba a tensar más la situación, por lo que John decidió asumirlo y competir lo mejor posible.

    Como si se tratara de una Drag Race de automovilismo, ambos expertos pusieron las manos sobre el teclado a la espera de la señal de inicio. Todo apuntaba a que Paula sacaría un pañuelo para dar la salida con una cuenta atrás, pero ella fue mucho más moderada y lo resumió con un «adelante, señores».

    La mirada de concentración de los dos informáticos era tan penetrante que parecía que, como en Tron, terminarían introduciéndose por la pantalla de sus portátiles. Sus dedos se movían como los del mejor pianista, tecleando rápidamente sentencias ininteligibles para la mayoría de los humanos.

    Pasaban los minutos y ninguno de los dos quería perder tiempo, prácticamente, ni para pestañear. John iba francamente bien. Ya había superado dos barreras. La encriptación utilizada era de máximo nivel, por lo que no había sido nada fácil llegar hasta ese punto. Levantó levemente los ojos para mirar a sus espectadores. El señor Garmendia había decidido atender mensajes en su teléfono móvil mientras finalizaba la contienda. En el fondo, a él lo único que le importaba era que se resolviera el problema y no tanto quién lo debía llevar a cabo.

    Por el contrario, Paula miraba atenta a los ojos de John. Su cara mostraba cierto sufrimiento y tensión por haberlo metido en esa encerrona. John volvió a centrar su mirada en su objetivo. Lo tenía ya cerca. Se sentía cómodo y preveía un buen final para la prueba.

    —¡Ya! ¡Lo tengo! El grito empleado para indicar el objetivo cumplido transmitía claramente la intensidad con la que habían trabajado y la liberación que suponía resolver el enigma.

    Sorprendidos por la exclamación, el señor Garmendia se giró rápidamente hacia los dos expertos, dejando sobre la mesa su teléfono móvil. Paula cerró brevemente los ojos.

    La sonrisa de Kepa no cabía en la habitación. Solo le faltaba pegar un salto y emitir un grito de satisfacción al estilo de Cristiano Ronaldo festejando sus goles.

    John seguía concentrado en su pantalla sin dedicarle ni una breve mirada a la euforia de su contrincante. Pasó casi un minuto hasta que en un tono pausado indicó que él también había finalizado.

    Paula no podía creer lo que estaba pasando. Su cara había pasado de mostrar tensión a claras señales de preocupación.

    —Perfecto, Kepa, veo que has sido el primero en conseguir el objetivo —intervino el Sr. Garmendia. A lo que Kepa respondió sin palabra alguna girando el portátil para que su jefe viera el resultado, recostándose en su silla con cierto regodeo.

    Cuando iba a proseguir, Garmendia escucho el pitido de su teléfono móvil indicándole la llegada de un mensaje. Pidió un momento porque era urgente. Lo leyó con detenimiento y se desplazó a su mesa de trabajo para utilizar su ordenador. Las caras del resto no podían mostrar sensaciones más diferentes. Paula estaba seria, preocupada y con cierta decepción; Kepa, encantado de conocerse a sí mismo y John serio y pensativo, pero con la tranquilidad de haber hecho todo lo que podía y no haberse dejado nada en el tintero.

    Un par de minutos después, el Sr. Garmendia retornó a la mesa. Serio y pensativo se pronunció.

    —Kepa, has hecho un trabajo brillante, digno de tu nivel y te agradezco el esfuerzo.

    —Se giró entonces hacia John—. Sr. Powell, deseamos contar con sus servicios y que nos ayude a resolver tan difícil situación. Gracias por tu recomendación, Paula. Os dejo que resolváis todos los flecos del acuerdo y mantenedme, por favor, informado de los logros.

    Sorprendido e incrédulo, Kepa comenzó a hablar con gran muestra de indignación.

    —¡Pero,…!

    A lo que, el Sr. Garmendia contestó, sin dejarle continuar, con un claro gesto con su mano que mostraba que parara.

    —Kepa, está decidido. Lo hablaremos luego en detalle.

    Sin entender el porqué, su jefe le había dejado clara la decisión, por lo que decidió plegar velas y ausentarse. Sin poder evitar un claro tono de ira y resignación, ofreció su ayuda a Paula y John si lo consideraban necesario y salió del despacho.

    Agradeciendo la oportunidad, la directora y John también lo abandonaron solo un minuto después. Caminaron hacia el de Paula en el otro extremo de la planta sin pronunciar palabra alguna. Las muestras de satisfacción que transmitía la cara de ella se mezclaban con otras de incredulidad. John sonreía por ver a su amiga satisfecha con el resultado.

    Cerró la puerta de su despacho y, sin poder aguantar más, se giró hacia John sonriente.

    —¡Pero!… ¡¿Qué ha pasado?!... Cuéntame qué has hecho porque no entiendo nada.

    —La verdad es que he sido un poco travieso. Si haces una prueba metiendo al zorro en el corral de las gallinas, probablemente se coma alguna de paso.

    Paula le miraba atónita mientras continuaba.

    —Para hacer la prueba me dejasteis entrar en vuestra red, lo que he aprovechado para darme un garbeo por vuestros servidores y hacer algunas cosillas. Creía que me daría tiempo a la vez que resolvía el ejercicio, pero, aunque vuestras medidas de seguridad no son gran cosa, me he entretenido más de lo que debía.

    —¿Le has dejado ganar para restregárselo?

    —No, no. Eso ha sido accidental porque pensaba que me sobraba tiempo para terminar el primero, pero me equivoqué. De hecho, el resultado ha sido un poco cruel porque se ha quedado descompuesto.

    —Que le den. Es un mamón que solo quiere dejarme mal con Mikel y quitarme el puesto. Pero, ¿qué ha visto mi jefe para que haya sido tan rotundo?

    —Lo que me ha dado tiempo. Le mandé a su correo el documento que nos habías pedido. No obstante, aproveché para añadirle otro que encontré con el sueldo de todos los directivos del banco. No creas que me he ido metiendo en cada fichero, bastaba con leer sueldos_dirección.doc, por lo que no había que ser Einstein para sospechar lo que tenía. También he cambiado el logo de vuestra web corporativa por uno de un competidor que encontré por ahí. La protección de la web es prácticamente inexistente.

    Cada hecho indicado abría más la boca de Paula mostrando su asombro a la vez que una sonrisa que la delataba.

    —¡Qué cabrón! ¡No imaginaba que fueras tan maalo!

    —No obstante, para evitar problemas, le he puesto en el correo que lo de la web duraría solo un minuto y que os resolvería gratis la protección para evitar futuros accesos fraudulentos, independientemente de cuál fuera vuestra decisión final sobre este proyecto.

    —Gracias, John. No sabes cómo te lo agradezco —dijo Paula con una mirada cariñosa que transmitía agradecimiento y admiración.

    —La verdad es que no tenía ninguna intención de crearle problemas. Cuando comentó lo de la prueba pensé que era la típica tontería que les entra a muchos clientes inseguros, pero, poco a poco, empecé a darme cuenta de que su objetivo no era tanto dejarme mal a mí como comprometerte a ti y ponerte en evidencia delante de Garmendia. Bueno, todo ha salido bastante bien.

    —Mejor de lo que esperaba. Conozco a mi jefe y le has impresionado —le respondió con una sonrisa que no podía evitar—. ¿Tenías previsto volar hoy? Si pudieras estar mañana, podríamos tener una primera reunión con el equipo y establecer el plan de trabajo.

    —Sí, no hay problema. Ya le dije a mi jefa que, si todo iba bien, era muy probable que me quedaría en Bilbao un par de días.

    —Hablando de tu jefa, ¿Aida es tan seca con todo el mundo o solo conmigo? Nunca hemos coincidido, pero las veces que hemos hablado por teléfono o por correo me ha parecido muy poco simpática.

    John tardó un par de segundos en responder. La miraba fijamente con una pequeña sonrisa mientras procesaba su respuesta.

    —No te preocupes. Es así con todo el mundo. Es tremendamente reservada y solo se abre un poco con la gente que conoce bien.

    Paula hizo un pequeño gesto de asentimiento.

    —Pues habrá que conocerla para que se le quite esa manía —dijo ella dejando claro que no le agradaba su comportamiento.

    —Claro. Más adelante organizamos una reunión y te la presento.

    —Perfecto. Le mando a Aida todo el papeleo para formalizar el proyecto. Ahora te tengo que dejar. Perdona, pero tengo un comité. Imagino que no habrás reservado hotel, así que ahora le digo a mi asistente que te lo organice todo. ¿Nos vemos entonces aquí mañana a las nueve y media?

    —Hecho. Gracias por todo, Paula.

    Ella apoyó su mano en el hombro de John a la vez que acercó su mejilla para darle un beso y casi susurrando decirle a su oído.

    —A ti, John. Por todo.

    Abandonó la oficina y volvió paseando por el mismo camino que tomó a su llegada. El coche no lo cogería ya hasta que se dispusiera a volver, así que se dirigió andando al hotel que le habían reservado. Según iba caminando se dio cuenta de que tenía que hacer una elección importante. ¿Dónde saldría a cenar? Durante toda su vida había aprovechado sus viajes por todo el mundo para conocer la gastronomía de cada lugar. La cocina vasca era una de sus preferidas y sabía que acertaría cualquiera que fuera su elección, pero al igual que cuando iba a San Sebastián, en Bilbao le entraba la duda de si cenar en un sitio emblemático o hacer algo mucho más informal disfrutando de ese manjar tan típico de las tabernas vascas, los pintxos. Tras meditarlo unos segundos, se inclinó finalmente por la segunda opción.

    Antes de empezar con los más típicos, decidió parar en El Puertito a tomar un par de ostras con un buen vino blanco. Tomó un taburete alto y se sentó de espaldas a la puerta mientras leía algún correo en su teléfono. Sin quitar los ojos de la pantalla, sintió cómo el olor a mar tan característico del local se transformaba en una intensa fragancia tan especial y singular como familiar, lo que le transportó a otra dimensión. Sus ojos se cerraron y sus labios se curvaron en señal de alegría. No necesitaba darse la vuelta para saber que estaba ahí. La intensidad del aroma aumentaba a medida que se acercaba. Sintió sus manos en sus hombros, sujetándolo para que no se diera la vuelta mientras sus labios rozaban suavemente el lateral de su cuello, provocando que todo su cuerpo se estremeciera.

    Su cara subió hasta la altura de su oído y susurró un hola que intensificó aún más la maravillosa sensación. Decidió volverse, pero lo hizo lentamente para disfrutar del momento.

    Su sonrisa iluminaba todo el local. El pelo liso y recogido de la mañana se había transformado en una preciosa melena suelta. La falda y la chaqueta de alta costura se habían quedado en casa. Ahora, le miraba intensamente con un aspecto mucho más fresco e informal, pero con la misma elegancia.

    Era el turno de John. Sus manos la cogieron por la cintura y la acercaron lentamente.

    —Hola —respondió también susurrando.

    Acercó su cara a no más de tres o cuatro centímetros de la de ella, deteniéndose un instante que dio una increíble intensidad al momento. Prácticamente a la par, recorrieron esos últimos centímetros para fundir sus labios en un apasionado beso.

    Era imposible recuperar todo el tiempo perdido, pero ese beso hacía renacer sentimientos en ambos que creían olvidados. Sus labios entrelazados comenzaron poco a poco a separarse, aunque los de John querían aferrarse al momento sujetando suavemente el labio inferior de Paula.

    Volvieron a mirarse fijamente.

    —Te odio —le espetó ella—. Te odio. Te odio. ¡Hace meses que no nos vemos! ¿Crees que es suficiente con enviarme unos cuantos mensajitos?

    —Lo sé. Lo siento de verdad. Tras el congreso de Viena tuve que viajar a Asia. Pensé que iba a ser para una semana, pero el tema se complicó y me tuve que quedar más tiempo. Acabo de volver a Europa y estaba loco por verte.

    —Ya, ya… Eso le dirás a todas —respondió sin dejar de besarlo.

    —No, solo a las que me gustan un poquito y con las que me gustaría pasar el resto de mi vida.

    —¿Ah sí? ¿Y son muchas?

    —Pues...

    La mirada sonriente de Paula advertía que debía escoger muy bien su respuesta.

    —Tú… Tonta… Solo tú

    —Bieeen… Eso me gusta.

    —Bueno, ya sabes lo que te propuse hace ya un tiempo. Mi propuesta sigue en pie.

    —John, cariño, sabes que estoy loca por ti y que me hubiera gustado vivir contigo desde hace mucho tiempo, pero sigo dudando si es lo mejor. Nuestras vidas son muy complicadas. Cuando me lo propusiste estaba luchando por forjarme de nuevo una carrera y lo estaba consiguiendo por primera vez tras romper muchas barreras. Me asustaba perder mi oportunidad si no me concentraba al cien por cien. Además, está el niño.

    —Lo sé. ¿Dónde anda?

    —Estudiando en Londres. Estará allí todo el año. Me cuesta mucho estar separada de él, pero sé que tengo que hacer ese sacrificio. Voy un fin de semana cada quince días. Él está encantado allí. Amigos, deporte y sin su madre que le regañe. Te puedes imaginar.

    —Me alegro mucho… ¿Y ahora? ¿Crees que nuestra relación puede cambiar?

    —No solo lo creo, lo deseo. Pienso en ello mucho más de lo que puedas imaginar.

    Paula quedó un par de segundos pensativa, para continuar, pero John se adelantó.

    —Bueno, nos estamos poniendo muy profundos. Ahora estamos aquí, que es lo que importa. Esta mañana me lo has puesto muy difícil, estabas preciosa y solo pensaba en besarte. No podía ni concentrarme.

    —Qué morro tienes. Eres un adulador. Menos mal que no has podido concentrarte, si llegas a hacerlo no sé qué le habrías hecho a Kepa.

    —A ver si ahora te va a dar pena. Por cierto, ¡qué personaje! ¿Seguirá siendo un problema?

    —No creo. Espero que ahora se le quiten las ganas de volver a quedar mal con Garmendia. En cualquier caso, olvidemos a Kepa, a Garmendia, la empresa y los negocios. Olvidemos todo lo que no sea pasar un buen rato juntos.

    Y así lo hicieron. Como no podía ser de otra forma, siguieron moviéndose por la zona de «pozas». El movimiento de gente era continuo. Jóvenes y no tan jóvenes entraban y salían de cada una de las barras más emblemáticas. Charlaron y rieron durante horas acompañados de buenos vinos y originales combinaciones que convertían un trocito de pan en un manjar para sus paladares.

    Avanzada la noche, Paula comentó que ya iba siendo hora de retirarse, pues les esperaba un duro día de trabajo a la mañana siguiente.

    —Tienes razón. Echaba de menos tu sonrisa y se me ha pasado el tiempo volando. Hace tanto que no disfrutaba de una velada así, que no quiero que acabe. ¿Cómo has venido? ¿Trajiste tu coche? —preguntó John.

    —No. Hace ya tiempo que, cuando salgo a tomar algo, prefiero dejarlo en casa. Así puedo tomar lo que me apetezca. Ahora pido un taxi o un Uber.

    —Ok. Te acompaño. Luego iré paseando al hotel.

    Pararon un taxi y John abrió cortésmente la puerta para que Paula entrara. Ella le miró a los ojos, sonriente. Acercaron sus caras y se dieron un breve beso en los labios. Sin separarse, Paula desplazó los suyos a la mejilla de John y volvió a besarle. Siguió hasta llegar a su oído y suavemente con una voz increíblemente sensual dijo: vente.

    La casa de Paula era espectacular. Un ático dúplex en el centro de la ciudad con unas vistas sobre la ría realmente bonitas. Abrió la puerta dejando que John entrara primero. Nunca había estado allí y quedó impresionado.

    —¡Guau! Esto es impresionante. Las vistas no podrían ser mejores —dijo mientras se acercaba a un gran ventanal que daba a una formidable terraza desde la que se podía ver el museo Guggenheim.

    Al volverse, Paula le miraba a los ojos con deseo. Estaba completamente desnuda. Era preciosa.

    —Qué torpeza la mía. Es obvio que las vistas pueden ser mucho mejores —dijo a aquella diosa mientras se iba acercando.

    Aparcaron la delicadeza por un momento, dejando que el deseo brotara por todos los poros de su piel. Se besaron con ardor, como si no hubiera un mañana. Ella lo desnudaba a la vez que él acariciaba sus pechos y besaba su cuello.

    John la cogió por su torso elevándola sobre él, besó los suyos, a la vez que ella rodeaba con sus piernas su cintura. Se desplazaron, lentamente, a una gran mesa donde la sentó suavemente y ambos se fundieron en uno.

    Tras hacer el amor sobre la mesa, John cogió en brazos a su amada y totalmente desnudos subieron al piso de arriba en busca de su habitación. Ella le indicó el camino. Se acostaron en una gran cama que les brindo el mejor escenario para que retornaran sus besos y sus caricias. Recorrieron cada centímetro de sus cuerpos, apurando hasta el último pequeño resquicio de energía que les pudiera quedar.

    Estaban exhaustos. Paula reposaba sobre él totalmente quieta. Cualquier pequeño movimiento hacía que sus cuerpos se estremecieran. Abrazados e intentando que aquello no se acabara nunca, se fueron quedando dormidos.

    La primera luz del día llamó a la puerta de sus ojos. Disfrutaba cuando la claridad le hacía despertarse de forma natural sin tener que escuchar la chicharra del despertador de turno. Si, como era el caso, sentía el brazo de una mujer sobre su pecho, el momento no podía ser mejor. Se levantó dejando que ella aprovechara sus últimos minutos de descanso. Preparó el desayuno y se lo llevó a la cama. Acercó su cara al oído de ella y susurró.

    —Soyyyyy Keeeepaaaa y quiero

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