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Campechano
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Libro electrónico216 páginas3 horas

Campechano

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Una familia normal y un barrio tranquilo. O no. Las engañosas apariencias pueden maquillar los secretos y las miserias de un variopinto grupo de personajes que incluye alquimistas altruistas, Robin Hood empalmados, monjas capitalistas o delincuentes octogenarios. Día tras día las calles de este acogedor distrito se desperezan para dar paso a jornadas salpicadas de alcohol, sexo, violencia y religión. Esta banda sonora es el sobrio acompañamiento de un complicado devenir familiar y la prueba irrefutable de un país en el que los verdaderamente campechanos son los súbditos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2023
ISBN9788411811415
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    Campechano - Guti Diez

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Guti Díez

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-141-5

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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    .

    Para Edu y Tito, por irse antes de tiempo

    .

    Campechano (RAE)

    Que se comporta con llaneza y cordialidad, sin imponer distancia en el trato.

    Franco, dispuesto para cualquier broma o diversión

    Afable, sencillo, que no muestra interés alguno por las ceremonias y formulismos.

    Cojones

    Un dolor de cabeza como un camino empedrado le despertó aquella mañana. Cientos de cantos rodados se acumulaban dentro de su sesuda mollera chocando entre sí, bailando una danza infernal e infinita que le recordaba que sus horas de sueño habían terminado. La boca seca, muy seca, pastosa, suplicaba clemencia con gritos mudos y esperpénticos. Para rematar aquella penitencia mañanera, el traqueteo de su estómago anunciaba una erupción en ciernes. De un salto y tres pasos llegó al retrete, donde depositó varios vómitos intermitentes y escasos.

    Se tendió en el suelo del baño, absorto, mirando la bombilla que, con periodicidad asíncrona, parpadeaba levemente. Se relajó. Parecía que el vómito había expulsado varias unidades de los demonios que atormentaban y maltrataban su cuerpo unos minutos antes. Empezó a notar un leve bienestar que le recorría el cuerpo. Una sonrisa gilipollas se apoderó de su cara, cierta alegría imbécil ocupó su mente. De repente, estaba contento y decidió aprovechar ese momento, ese vagón de felicidad irreal que de vez en cuando cruza el cerebro de manera fugaz y que nos traslada a un momento, a una situación o quizás a un deseo que nos convierte, en unos instantes, en afortunados seres humanos. De haber tenido un camarero cerca, se hubiese pedido otro gin-tonic rebosante como los muchos que había degustado la noche anterior; de nuevo el desenfreno y la algarabía ocuparían su alma.

    Un abrazo y escuetas palabras, mezcladas (como el gin-tonic) eran el mejor sabor de la noche anterior, el recuerdo que resumía una juerga y una vida entera, que lo convertían en un bobo desnudo y resacoso tirado en un sucio azulejo con la mirada perdida, recordando escenas y capítulos egoístamente seleccionados de su existencia. Maquiavélicamente, su mente se dirigió durante unos minutos al placer infinito, a la fábula perfecta, a ese santo grial inalcanzable que es el sentido de la vida, la eterna felicidad. Hasta que un nuevo movimiento extraño de sus tripas le obligó a apoyar su cabeza en el trono para volver a vomitar. Regresó el malestar: el gozo se escapó sin ni siquiera decir adiós.

    Ducha, zumo, aspirina. Ese ritual inútil que intenta espantar las resacas le entretuvo durante un rato y trasladó su mente a tareas más cotidianas: qué labores domésticas le esperaban, a qué hora pasaba a recoger a su hijo, cómo lidiar con un trabajo que, nuevamente, no le gustaba…

    De una mirada revisó su viejo piso de alquiler: pequeño, desordenado, asquerosamente mal decorado (por el propietario), el lugar ideal para tener una depresión de caballo en aquel otoño que comenzada a tirar hojas con mala hostia por las calles. Se preparó un segundo café, cogió su abrigo (el único que tenía) y salió por la puerta… La fiesta debía continuar.

    Eduardo había crecido en un barrio mal parido, a ratos maleducado, como tantos otros que han crecido de espaldas a todo lo razonable. Sus paredes nunca estuvieron limpias, sus calles nunca tuvieron orden, sus farolas nunca iluminaron. Un día, se largó intentando escapar de vicios y placeres, pero también de castigos y rencores. Todos juntos habían alimentado su juventud y lo habían convertido en una piltrafa que no se fiaba ni de su sombra. Pero volvió.

    Siempre que paseaba por las calles, volvía a repasar la misma película, un drama con tintes nostálgicos y alguna dosis de humor. Cada palmo, cada esquina eran recuerdos, hechos pasados que seguían inmóviles delante de él, insultándole, reprochándole sus defectos, un infinito pasillo de espejos que abusaba de un ser indefenso. A veces, la búsqueda de la infelicidad lleva a los seres a no moverse de su área de confort. Es el masoquismo al extremo, un deporte de riesgo arraigado en la sociedad moderna con millones de practicantes, y Eduardo era un puto profesional: tras años practicándolo, nadie le tosía en el arte de joderse la vida.

    Junto al maravilloso mobiliario que le rodeaba, los conciudadanos, esos seres que aparentemente se parecen tanto a él, que a su paso le sonríen y le saludan parapetados tras caretas de bazar chino, a todos los conocía, a todos les odiaba, exceptuando algún que otro individuo que, por una u otra razón, ya no le hablaba y que para Eduardo, merecían el máximo de los respetos. No les caía bien, pero ahí sus huevos que no lo ocultaban. Con el paso de los años, había perdido algunas habilidades, pero sus dotes de actor se habían incrementado; es lo que tiene hacerse viejo. Una sonrisa forzada, una palmada en la espalda, una pregunta adecuada… Podía ser el más simpático del lugar, pero también el más patético. En ese bosque de asfalto en el que habitaba se defendía de una manera prodigiosa, aunque, a veces, fuese ciertamente ridículo.

    De nuevo, su mente se centró, no tras muchos esfuerzos (es lo que tienen las resacas). Decidió tomar un nuevo café y qué mejor sitio que la panadería de Loli, un sitio que le resultaba tétrico y entrañable a partes iguales. Loli, ya casi sexagenaria, vendía un pan realmente crujiente, el mejor café de la zona (se supone que la cafetera era italiana) y, además, por veinte euros, hacía unas mamadas estupendas en el cuartucho detrás del mostrador. Era tan rápida en sus quehaceres que para nada desatendía al resto de los clientes. Esa mañana, Eduardo solo quería un descafeinado.

    —Buenos días, Edu, guapetón.

    —Muy buenas, lo de siempre, por favor, bien caliente.

    —Qué carita tienes…

    —Ayer se lio gorda en el bar.

    —Qué raro….

    —Ya sabes, cuando nos juntamos todos parece una comedia de las antiguas.

    —Yo diría más bien una película de terror

    —Lo que sea, pero la gente se lo pasó de lujo.

    —Y ¿qué se celebraba?

    —Era el cumpleaños de Manolo, el propietario. No sé por qué, pero la gente estaba muy cachonda; además, anoche había luna llena. He leído que eso afecta de la hostia, sobre todo para hacer el mal.

    —Sí, seguro que los que os juntasteis ayer sois de leer mucho.

    —Imagínatelo, por momentos, la barra del bar parecía el claustro de una universidad. Solo había ingenieros y catedráticos.

    —No me lo jures. Qué lástima no haber estado. Tanta sabiduría en un lugar tan humilde como esa pocilga…

    —Veo que tienes animadversión por algún que otro vecino.

    —Joder, Edu, tú te llevas bien y los aguantas porque te emborrachas, si no, de qué….

    —Bueno, ya sabes lo que es esto, estamos deseando dar por el culo al de al lado, pero que no se vaya muy lejos, que, entonces, estamos perdidos.

    —Por eso volviste al barrio, ¿no? Necesitabas seguir con esa rueda de tortura y diversión.

    —Igual sí, yo qué sé. Es posible que no sepa hacer otra cosa o, probablemente, no le haya echado los suficientes cojones para escapar de mi destino.

    —Exacto, Edu, ahí está la clave, los cojones, esa palabra mágica para avanzar en esta vida; sin ellos, te quedas donde estás.

    —¡Cojones! Y nunca mejor dicho. Nos faltaba una filósofa en la fiesta de ayer, lástima no haberte llamado.

    —Gilipollas.

    Cuando Loli se enfadaba, se avinagraba mucho, se le torcía desde la ceja hasta el clítoris, las arrugas se convertían en una cordillera y su sonrisa mañanera tornaba en morro taciturno.

    No había tenido una vida fácil, había rodado por escaleras, laderas y precipicios, golpeándose hasta con lo invisible. Cuando parecía que la cuesta terminaba, había otro borde y otra rampa más larga, una caída al vacío infinita, con cientos de moratones y arañazos… Siempre se levantaba con la cabeza alta, como si no hubiese pasado nada, fingiendo una tensa tranquilidad, tratando de adivinar el siguiente descenso a las tinieblas.

    A su edad, ya no esperaba nada de la vida, o sí: que le dejase tranquila, aunque fuese solo durante cinco minutos, curtida de falsos amantes, con una hija (fruto de una divertida adolescencia) de la que hace décadas no tenía noticias y con el deseo de terminar sus días abrazada a una estupenda soledad, la única pareja que seguro que no le iba a defraudar.

    Mientras su resacoso cliente tomaba lentamente el café, ella salió a la calle a fumarse un canuto. Debía ser el tercero o el cuarto del día. Ya ni le colocaban, una rutina más. En ese momento, se preguntó (una vez más) qué haría su hija, si se acordaría de ella. Quizás era abuela y no lo sabía… De vez en cuando, se le cruzaba el cable y pensaba en ir a algún programa de esos de la tele donde sale gente llorando, arrepintiéndose de su pasado y suplicando que encuentren a un familiar del que hace mucho tiempo no saben nada. Pero a Loli le faltaban cojones para hacerlo.

    Era ya casi la hora de comer. Eduardo se despidió con un gesto atolondrado. Decidió no recoger a su hijo esa tarde y volvió a casa. Al llegar, acarició al gato, se hizo una paja y se durmió. Era sábado por la tarde. Todo el barrio dormía la resaca.

    Bar

    Desde la aldea más pequeña hasta la metrópoli más concurrida, en un abrupto concejo o en la villa más señorial, en todas ellas, los fieles que quieren calmar sus ánimos y apaciguar su alma tienen una parroquia, iglesia o catedral que se precie, un lugar sagrado donde estar cerca de Dios y rezar para purgar pecados, deslices y agravios. Un remanso de paz y armonía, un balneario de fraternidad y gloria eterna; todo eso y más tiene la majestuosidad de un templo.

    Pero ¿dónde acuden los feligreses al terminar la ceremonia de los domingos o cualquier oficio religioso? ¿Dónde ocupar el espíritu y la mente tras un bautizo, comunión o funeral? Pues en otro templo…, pero que, en vez de altar, tiene barra; en lugar de hostias, tiene licores.

    El otro templo (uno de muchos) de la barriada lo regentaba Manolo desde hace varias décadas. Gordo como un barril, era realmente espectacular contemplar cómo se movía dentro de la barra cual primer bailarín del mejor ballet internacional. Educado, abstemio y servicial, todo lo que cualquier feligrés solicita de un camarero. Sabía escuchar; es más, disfrutaba escuchando a la gente, y eso le convertía en el mejor analgésico de aquellos que poblaban su negocio. En ocasiones, algunos clientes que no podían acudir al bar por enfermedad o fuerza mayor llamaban por teléfono consumiendo horas de consultorio, conferencias telefónicas eternas que eran mínimamente interrumpidas para poner un café o servir una caña. Era un vicioso de la conversación, pero como sujeto paciente.

    Como todo santuario, tenía una milenaria decoración acorde a los gustos del párroco y los fieles que allí acudían; antiguos pósteres de chicas con poca ropa y de equipos de fútbol (de cuando las camisetas no llevaban publicidad), el calendario del taller mecánico del barrio, postales enviadas por los clientes durante sus vacaciones, el gato ese que mueve una pata… En cuanto al mobiliario, era digno del museo arqueológico nacional. De entre todos los tesoros allí expuestos, destacaban el futbolín con los jugadores descoloridos y una pata más corta que el resto, la máquina tragaperras de las frutitas o un pinball petaco que ya no funcionaba, pero que se negaba a retirar. Una tasca en blanco y negro.

    Las delicatesen culinarias de la barra apenas eran visibles por la escasa limpieza de la vitrina que los alojaba. Allí convivían callos, bravas y torreznos sin esperanza de ser desalojados. Muchos de los vinos y licores allí suministrados hacía tiempo que habían caducado.

    La clientela, mayormente masculina, iba y venía, pero siempre depositaba una parte de su vida entre sus cuatro paredes. Era el vomitorio donde destilar angustias, el sitio perfecto para ahuyentar temporalmente fantasmas sombreados.

    Manolo, hombre crédulo, absorbía como una esponja todas las enseñanzas que le transmitía la gente, admiraba sus historias y ocultaba como una tumba faraónica todos los secretos que le arrojaban. Muy facilón, como en aquella ocasión en que uno de los más asiduos, Miguelito, lo encandiló para llevarle a un bar de ambiente a las tantas de la madrugada y probar los placeres de la acera de enfrente.

    —Manolo, en esta vida hay que probarlo todo.

    Como un mantra hipnótico, retumbaba en su amplia mollera una y otra vez la voz de Miguelito.

    Nunca tuvo cargo de conciencia de lo acaecido esa noche (a pesar de terminar bastante dolorido). Él consideraba que la vida era un aprendizaje constante, un crecimiento continuo de cuerpo y alma. Obviamente, no se lo contó a su mujer; como tantas otras veces, estaba seguro de que no le iba a entender.

    Era martes a media mañana, pero podía ser cualquier día a cualquier hora; la foto fija apenas cambiaba. Miguelito leía tranquilamente la prensa en una mesa, jubilados jugando al dominó y Manolo devanándose los sesos con un crucigrama.

    —¡Me cago en Dios!

    Nadie se giró.

    —¡Me cago en Satanás!

    Nadie se inmutó.

    —¡Me cago en la puta madre que parió a todos!

    Esos gritos provenían de la puerta del establecimiento, pero nadie levantó la mirada. Ya sabían de quién se trataba: en la lejanía, por los gritos, y en la cercanía, por el olor. Era fácilmente reconocible.

    Era Emilio, enfadado y sucio, como todos los días de su agitada vida.

    Frente despejada, pelo revuelto, ceño fruncido, abrigo raído y zapatos destartalados. El vagabundo que pedía en la puerta del supermercado tenía mejor aspecto que él. Huía del agua y del jabón como el que huye de un incendio. Los más viejos del lugar aseguraban que nunca había cambiado de indumentaria; algunos sospechaban que dormía con ella puesta.

    Encarcelado para la eternidad en el barrio, paseaba por las calles hablando solo, normalmente enfurecido, cabreado con el mundo, profiriendo insultos hacia el infinito, acompañado siempre del metálico ruido de su inseparable carro de la compra (de la misma época que su abrigo).

    Ese día entró en el bar y se sentó en la misma mesa de siempre. No pidió nada, rara vez solicitaba de manera brusca un café, que, normalmente, se quedaba sin pagar. Abrió el carro de la compra y con gesto de concentración sacó lentamente su tesoro más preciado, una Olivetti, abrillantada como un lingote de oro.

    Toda la falta de higiene de aquel individuo consigo mismo desaparecía para cuidar y mimar aquella máquina de escribir a la que amaba más que a un hijo. En la intimidad o en público la frotaba hasta la extenuación, sin dejar un milimétrico rincón descuidado.

    Aquel cacharro era su alter ego, el arma con la que perpetraba sus asaltos diarios. Le daba igual el lugar o la hora, en un banco de la plaza o en la consulta del médico; sacaba su máquina y se ponía a escribir.

    Todos los días escribía

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