Delirios de bajeza
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Se trata de sesenta historias para leer desde diversos ángulos en busca de la sonrisa y la reflexión, que aspiran a ser un reflejo crítico de aquello en lo que —tal vez— nos hemos convertido: criaturas arrogantes que no aceptan su insignificancia, como si nunca hubieran mirado el firmamento ni se hubieran sumergido en el mar. Dramas y comedias cuyos pequeños personajes retratan el rostro de la sociedad que hemos construido entre todos y que no necesariamente tiene que ser (de estupenda) como algunos pretenden hacernos creer.
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Delirios de bajeza - Francisco Ruiz Vega
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CRECIENTES
1. ASUNCIÓN
Desde el arcén contempla incrédula el amasijo de chatarra empotrado contra el árbol. El León rojo que adelantaba al microbús se ha venido encima del Citroën que, obligado a pegar un volantazo, ha perdido el control y ha acabado contra el tronco. El culpable andará ya a cincuenta kilómetros. Supone que el chófer o alguno de los viajeros que aún se estremecen en torno al autobús habrán hecho bastante con llamar al 112. Duda que le hayan podido dar algún dato relevante a la Guardia Civil aparte del color del coche, porque a ella le ha pasado lo mismo. Los bomberos han tardado lo suyo en excarcelar el cuerpo atrapado entre el asiento, el techo, el airbag y el volante. Dientes de sierra de sangre se asoman por el salpicadero. Los sanitarios han esperado a que terminaran su tarea para certificar su muerte. Las diligencias del atestado se completan mientras dos enfermeros empujan la camilla hacia la ambulancia. Una ráfaga de viento levanta entonces la manta térmica que cubre con su dorado el tesoro de aquella vida segada. Le cuesta reconocer su rostro aplastado y su ropa deformada. Son los pendientes de luna y la «A» tatuada bajo su corte a lo garçon los que dan cuerpo a su sospecha de que ya solo es entelequia.
2. FELIGROSA
Desde que ha entrado en el templo en obras ha dejado de arrastrar las piernas al paso del bastón. El recurso para dar pena y ablandar los corazones de los que hacen cola en el estrecho pasillo de la entrada no le sirve en el interior si sentarse quiere justo en el extremo izquierdo del segundo banco de la fila derecha. Es su sitio a esa hora, por mucho que se lo disputara la sudaca que se le puso chula en Pentecostés. Le consume discutir, aunque sabe que no hay nada como un acaloramiento para salirse con la suya.
Se arrodilla en cuanto suelta el bolso. «Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor...». Su vista se clava en el crucifijo de marfil, demasiado moderno para su gusto, que sobre una base de bronce descansa junto al atril desde el que se oficia, en lugar de en esos púlpitos que han quedado ruina de adornos. Le repatea la gente que pasa por delante del altar y no se inclina o al menos se santifica ante el Altísimo. Por no hablar de las pintas que le llevan, como si fueran al monte a una barbacoa. Ahora se ha impuesto un luto riguroso, pero cuando venían todos se cuidaba mucho de que fueran hechos un pincel. Eran otros tiempos aquellos, cuando los niños la acompañaban, cuando creían, cuando se plegaban. Los que ocupan el asiento de atrás no paran quietos, se ríen, patalean. Culpa de los padres, que no se imponen. Su Venancio, Dios lo tenga en su gloria, no lo permitiría. Pone en pie, en cuanto el sacerdote sale de la sacristía, su soberbio cuerpecillo con dignidad de marquesa, aun cuando los niños del banco posterior señalan con sus dedos el abrigo raído, la corcova, la calva que asoma entre la plasta de pelo reteñido. Al pobre la casulla tan blanca le sienta como a un santo dos pistolas. Debe de ser por eso de la globalización que un congoleño pueda acabar de cura en Zaragoza. Suena el móvil de algún subnormal antes de que el viejo desdentado haya acabado de perpetrar la primera lectura. Cada vez soporta menos a la gente que no es consciente de sus defectos. Contempla la piedra detrás de la malla que protege el retablo. No deja de impresionarla la perfección y el detalle con el que están labradas todas las figuras que pueblan las tres calles en ambos pisos. Recorre la historia que cuentan aquellas escenas que por sí mismas cobran sentido y en conjunto ilustran la vida de Nuestro Señor, desde la anunciación hasta la resurrección, pasando por la epifanía, el bautismo, la última cena y la crucifixión. «Sermonea el nuevo cura peor que mosén Cirilo, dónde va a parar». Se sorprende de lo alto y claro que hablan, en cambio, las imágenes, esculpidas con tanto realismo, frente a la molicie con que la modernidad parece invadir cualquier atisbo de inteligencia. En la parte inferior que ella ignora —ni falta que le hace para entenderse—, llamada «predela», la media docena de estatuas igualmente policromadas de san Juan y san Lucas, san Pablo y san Pedro, de san Mateo y san Marcos, reafirman su fe en sus rostros determinados. Mas nada es comparable, allá arriba, en el ático, enmarcado por el guardapolvo, a la marcialidad del patrono bajo, cuya advocación se protege la iglesia. La santurrona observa admirada las alas desplegadas del ángel soldado, su armadura de plata, la espada enarbolada por su brazo derecho con la que amenaza al inmundo demonio que aplasta con las sandalias. «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra...». La saca de su éxtasis el coro de graznidos. Se levanta tarde. Nota que la mira de reojo la panchita al otro lado del pasillo central, en el segundo banco de la izquierda. Se ve que es rencorosa, que no tuvo bastante aquel día. Le ponen el canastillo de la colecta delante de las narices. Lo mira con la dulzura de un serrucho antes de estirar el cuello y mirar displicente al trajín del cura. Ya debería saber el petardo aquel de la corbata de Aguilé que a ella le traen sin cuidado la pobreza en la comunidad y las obras de la parroquia. Nunca nadie les ayudó a progresar en su casa. Mucho victimismo y pocas ganas de pelear es lo que hay.
Durante la consagración, se reconcome en sufrimientos, en desplantes pretéritos, en el orgullo tragado. Los nenes han seguido importunando el momento más sagrado. Condenados ellos y sus padres. «Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre...». Se concentra en el crucifijo. «Señor, señor...», masculla mientras barre el retablo con su mirada, de abajo a arriba, ya que no puede atizarles con una escoba. El santo parece asentir allá en lo alto con la autoridad de tres siglos. Por supuesto, les niega la señal de la paz. Sola en el asiento desprecia las manos que le tienden los ancianos de la primera fila. Ignora la mirada de los Andes. El cura negro ni se atreve a detenerse en el segundo banco, en esa concesión a la modernidad que don Cirilo jamás se permitió. Mete el bastón para ganar la posición, también un poquito el codo siniestro para bloquear a los que pretenden recibir la comunión antes que ella. Si es que ya no queda educación ni respeto por los mayores. Cree percibir en el semblante del sacerdote un mohín de disgusto, pero no va a dejar de recibir en la boca, como toda la vida. Le parece incluso que tiembla entero, y que tiembla también el retablo a su espalda. Lo que sigue a esa percepción lo capta al ralentí: un estruendo, una grieta que se abre paso entre la estructura del fondo resquebrajando tallas, piedras que llueven, san Miguel que pierde la cabeza, las alas que cortan la malla, empujan al arcángel, parten su lanza —que se cuela entre la red rajada y vuela certera hasta el respaldo del banco de la tercera fila—, gritos. Al girar sobre sus talones, la viuda beata descubre ensartada a una de aquellas inmundas criaturas. Alabado seas.
3. ARRANQUE MARITAL
Presentadores de papel maché con sonrisa postiza en la cara propia de un anuncio de detergentes les referían cada día desde hacía meses un carrusel de noticias nefastas, ilustradas mediante imágenes repulsivas o comentadas a pie de suceso por reporteros con dislalia. Guerras en varios países, parricidios, asesinatos, violaciones, manifestaciones que finalizaban disueltas por chorros de agua y porras y que desembocaban en pillaje y quema de contenedores, robos con violencia, catástrofes naturales, accidentes de todo tipo de medios de transporte, tragedias sociales de diversa índole, desgracias personales, hambre, pobreza, dictaduras, corrupción política, colapso financiero, inmoralidades, falsedades, epidemias y plagas. Todas estas calamidades alteraron de tal forma el estado de ánimo de la pareja de sexagenarios que el señor Eustaquio desparramó el contenido de la caja de herramientas entre los dos sillones, frente al televisor. Con una sierra de arco se cercenó las orejas, sumiendo en el silencio las voces de los periodistas y los gritos de su mujer. La señora Lucía no pudo ver nada, porque se había sacado los ojos con una barrena. Todos los informativos de la noche abrieron con sus heridas el sumario de contenidos.
4. EL MOÑO
Que la jueza Castro pareciera un caldero se debía a la combinación de su cuerpo campaniforme con el moño que remataba su cabeza como el pomo de la tapadera de una olla a presión. La toga negra, bajo la que asomaban unas botas de suela gruesa del mismo color, terminaba de conferirle un aire de bruja de cuento que le había reportado en el tribunal fama de madrastra malvada, no solo entre colegas, abogados y fiscales, sino entre policías, delincuentes, personal de limpieza y camareros de la cafetería. Como si de él se valiera para detectar la culpabilidad de los acusados, rígido y tirante, el moño se asomaba telescópico a su testa de observatorio, erigido en veleta del único viento que impulsaba aquella mente analítica, cuadriculada y conforme a derecho que, arrogante para algunos, engreída para otros, inhumana para todos, fagocitaba cada fibra de sensibilidad con el corpus legislativo que dirigía su vida, eclipsada por su laboriosidad.
Corría la leyenda de que la jueza no se había soltado el pelo desde que aprobó la oposición, en promesa ofrecida a la Virgen del Pilar. Algunos, más profanos, fantaseaban con que un desamor le hizo recogerse la melena en una estela a su soltería; otros extendían el rumor de que el perfume con el que punzaba pituitarias era una pantalla para cubrir la hediondez de sus cabellos, momificados como su corazón. Fijábanse en el moño cuantos se congregaban en la sala o pedían reunirse con ella en su despacho, hipnotizados por su negrura hasta creer que se desplazaba centímetros por la coronilla según el grado de iracundia que enturbiara su juicio. Quienes veían de cerca su acartonada piel de reptil intuían que aquella palanca de cambios le privaba de naturalidad, suponían que le dificultaba la respiración y aseguraban que era la causa de su implacable deidad y de su objetivo rigor, los que la imposibilitaban para cualquier muestra de simpatía, afecto o camaradería hacia ningún ser humano de su entorno. Porque no entendía la Castro de sentimientos ni de emociones, ni siquiera de interpretaciones. Seguía la ley al pie de la letra, sin dejar margen para apelaciones en las sentencias que dictaba, en cuyas rúbricas, anagramas de su propia imagen, la panza de la «P» de su nombre de pila aparecía rellenada de tinta oscura. El moño apretaba el carácter de la magistrada, era el nudo de la caja de Pandora de ese cuerpo desapasionado que impartía la justicia áspera de un atizador.
Una mañana de revolotear de hojas secas sobre las aceras, un tumulto de gente la espera para increparla a la salida del juzgado. No la conmueven. Avanza altiva entre el pasillo de insultos, ordalía de su propio litigio. «¿De qué está hecha, usted?», escucha. Una madre extiende en brazos a su hija. «No te pase perder lo que más quieres en la vida», escupe otra voz. La niña alarga su bracito al paso de la jueza Castro y dos dedos se enzarzan en la antena, una de cuyas negras hebras se enreda en la sonrosada carne. El moño se desmadeja con lentitud, como grieta que se hiende calma en las paredes de una caverna, hasta que una cascada de pelo se desmorona a un lado y a otro de aquel cuerpo, paralizado de repente, que empieza a resquebrajarse por medio, abriéndose como un limón. Debajo de todo el pellejo no hallaron músculos,