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Merengue bien bailao
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Libro electrónico324 páginas5 horas

Merengue bien bailao

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¿Qué puede hacer un niño cuando su propia familia lo abandona, lo rechaza o simplemente lo explota? ¿Qué futuro tiene quien ha crecido sin oportunidades? El Negro y sus cuates comparten experiencias muy parecidas de abuso y des-amparo. Por eso, cuando se encuentran, se hacen uña y mugre de inmediato. Los lazos que crean les darán la posibilidad de protegerse unos a otros al ir creciendo. Lo grave es que, para un grupo de muchachos sin opciones, las leyes empiezan a perder importancia. Robar puede ser el único modo de sobrevivir, pero también puede significar verse atrapado en un círculo vicioso de violencia y sufrimiento. ¿Se puede salir de algo así? El Negro lo ha intentado más de una vez…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 feb 2024
ISBN9786078773732
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    Merengue bien bailao - César Hernández Coria

    title

    Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva

    MERENGUE BIEN BAILAO

    Primera edición: diciembre 2023

    ISBN: 978-607-8773-73-2

    © César Hernández Coria

    © Gilda Consuelo Salinas Quiñones

    (Trópico de Escorpio)

    Empresa 34 B-203, Col. San Juan

    CDMX, 03730

    www.gildasalinasescritora.com

    facebook Trópico de Escorpio

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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    Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase al CeMPro (Centro Mexicano de Protección y Fomento de los Derechos de Autor, http://www.cempro.org.mx).

    Distribución: Trópico de Escorpio

    www.tropicodeescorpio.com

    facebook Trópico de Escorpio

    Diseño editorial: Karina Flores

    HECHO EN MÉXICO

    CAPÍTULO I

    La noche que recibió su primer balazo, el Negro tuvo tiempo para reflexionar con calma sobre la vida y sobre la manera en que él la vivía. Mientras lo alcanzaba la madrugada, acostado en el consultorio de su doctor de confianza, se preguntó si los riesgos, las carreras para salvar el pellejo, la tensión —que a veces se sentía como un pozo; un vacío interminable en la boca del estómago— y los días o semanas de paciencia e incertidumbre, valían la pena. Y como en otras ocasiones en las que había hecho examen de conciencia, no encontró demasiado qué cambiar o mucho que reprocharse. O al menos eso me dijo. Tras considerar todas sus circunstancias, esa noche volvió a decidir que él era quien era; que había muchas cosas que escapaban a su comprensión o su control, y que lo mejor que podía hacer era encarar las broncas como y cuando vinieran. Después de todo, llevaba casi siete años sobreviviendo solo y sin trabajar, y apenas había cumplido los dieciocho.

    Conocí al Negro en una fiesta que se hizo en casa de mis vecinas las Meza, pero su nombre completo, José Alfredo Rivas García, no lo supe sino hasta un año después, cuando un amigo que estudiaba Derecho (yo estaba en Comunicación y Periodismo) y un servidor, lo fuimos a sacar de la delegación tras una bronca de bar. Iba pedo y madreado, pero contento, porque Nadia al fin le había dicho que sí lo quería. Aunque eso debo contarlo después, no quiero adelantarme. La fiesta que digo era un cumpleaños bastante desangelado. A pesar de los esfuerzos de las Meza y de los dos bafles que un primo sonidero les había prestado, aquello no arrancaba. Hasta que llegó el Negro.

    La mayor parte de los invitados éramos menores de edad, pero como buenos adolescentes de barrio, bebíamos cualquier cosa que se nos pusiera delante, sobre todo si no teníamos que pagarla. Por eso, cuando José Alfredo y dos de sus cuates llegaron con diez o doce caguamas en sus mochilas, no hubo nadie que les hiciera el feo. La mamá de las Meza, un poco por salvar las apariencias, dijo que solo los que tuvieran dieciocho o más podían beber y advirtió que ella nos iba a estar vigilando. El Negro resolvió ese problema comprando en la tienda unas botellas de Coca-Cola de dos litros, que entonces todavía se llamaban «zeppelins», les tiró un cuarto y lo repuso con Bacardí. De modo que, aunque la buena señora se las oliera, a la vista de los vecinos y familiares presentes, que era lo que en verdad la preocupaba, los chamacos tomábamos refresco y solo los «grandes» (es decir, los más altos o los que se dejaban el bigote, como el Negro, que entonces tenía 17), se servían vasos de cerveza con ostentación.

    El resultado fue curioso. La pachanga estalló como si le hubieran prendido fuego. Sin necesidad de celulares, que aún no existían, para correr la voz, el número de invitados de todas las edades se duplicó. Se bailó bien y se bebió bonito durante unas tres horas, pero para las doce la mayor parte de los chavos ya se habían ido a sus casas; fumigados de tanto alcohol los chamacos y discretamente alumbradas, pero más prudentes la niñas, no fuera a ser que sus papás les armaran bronca, con su correspondiente tanda de cinturonazos, por llegar tarde. De entre los pocos chavos que se quedaron a seguirla, en lo que entonces se volvió reunión de adultos, estaban los que no reconocían autoridad, como el Negro y el Gacelo, que ya no vivían en sus casas; los que de plano no contaban con autoridades reconocibles aunque las quisieran, como Lulú, que andaba por los catorce y era hija de la Venada, una alcohólica que pasaba días sin acordarse de ella, y que cuando «se ahogaba», como decía la niña, de plano la dejaba toda la noche afuera del jacal de tablas y lámina de cartón en que las dos vivían; o los que, como yo, tenían un rato de manga ancha. En mi caso porque era hijo único y mis padres, que tenían puestos en un par de mercados sobre ruedas, salían seguido de viaje a provincia para buscar y comprar parte de su mercancía, así que no tenía a nadie que me estorbara para salir de pachanga.

    Ya había empezado el rumor de que había unos quince años en Santa Paz, que era la colonia vecina, y seguro nos hubiéramos ido todos en no más de media hora, de no ser porque Don Pedro se unió a la fiesta. Le decíamos así por la botella de brandy que sin fallar llevaba a las fiestas y porque se vestía siempre de saquito y corbata. Su oficio era cantar y tocar la guitarra en varios restaurantes y por aquel entonces se veía ya cuarentón y algo calvo. Vencido por la vida, pero en buena lid, de ésa que implica tener poco y reventar sin ruido a cambio de hacer para siempre lo que te da la gana y sin pedirle favores a nadie. A pesar de que trabajaba casi a diario, el gusto por cantar no se le quitaba nunca. Ya antes lo habíamos escuchado, haciendo rendir las últimas gotas de la botella y de la garganta. A veces completamente ronco, pero incapaz de callarse. Lo cierto es que nunca tuvo una gran voz, pero esa noche en específico, el Negro le hizo el quite y tuvo un éxito enorme.

    El padre de José Alfredo fue mariachi de los de a deveras. Murió en un choque cuando su hijo tenía cinco años. Iba junto con otros seis colegas con los que había ido a tocar en una boda de pueblo, en el estado de Hidalgo. Venían de regreso en la madrugada del tercer día, más enfiestados que los propios novios, cuando se salieron de la carretera y dieron varias vueltas de campana para terminar en el fondo de una barranca. Mientras le ayudábamos a aceitar las ruedas de su silla, el único sobreviviente nos juró años después que iban tan, pero tan borrachos, que si la camioneta se hubiera quedado sin gasolina, la hubieran podido llevar hasta el df meando por turnos en el tanque. De su padre, amén del nombre de cantautor de rancheras, el Negro solo heredó el gusto por la música y la fiesta, y un puño de acetatos rayados de tanto usarse, que él mismo acabó de fregar en un par de años, de tanto ponerles encima la aguja gastada de su tornamesa.

    Pero en fin, me salgo del tema. Esa noche el Negro cantó durante horas. Se las sabía todas y todas las cantaba bien. Viejitas y modernas, rancheras y boleros, corridos, tropicales, rock y pop, aunque las dos últimas categorías las interpretaba casi siempre a capela porque Don Pedro no las sabía tocar en la guitarra. Andando el tiempo me enteré de que, al morir el padre, su mamá salía a trabajar todo el día y una vecina tenía el encargo de recogerlo de la escuela y asegurarse de que quedara bien encerrado en casa antes de irse ella misma a trabajar. Durante toda la tarde no tenía otra compañía que la radio, así que el niño se dedicó a aprenderse todo lo que le sonaba bien hasta convertirse en una rockola. Los que nunca lo habíamos escuchado estábamos en verdad fascinados. Tenía buena voz, pero no era eso lo que en realidad llamaba la atención, sino el modo en que cuando cantaba parecía hacerse otro y alcanzar una dignidad que nadie recordaba haberle visto nunca. Él, un chamaco que era todo risas, baile y chacota, podía cantar con una melancolía que se sentía vieja y rota, de esas de ala en tierra y hambre llevada a plazos, que hacía llorar a los muy ancianos y a los muy borrachos. Aquella noche escuché por primera vez El abandonado, que un señor como de ochenta años pidió y acompañó con tres tequilas sin que le temblara la mano.

    Me abandonaste mujer porque soy muy pobre

    Y por tener la desgracia de ser casado

    Abandonado, sea por el amor de Dios.

    Por supuesto, las canciones rancheras eran de las más solicitadas y el Negro hizo leyenda con aquello de…

    En el tren de la ausencia me voy.

    Mi boleto no tiene regreso.

    Lo que tengas de mí te lo doy,

    pero yo te devuelvo tus besos.

    Pero lo que más le gustaba era cantar boleros y canciones de trova, que dedicaba para una o para otra escuincla según le daba la gana. No es que siempre le funcionara, porque muy agraciado no era, pero yo soy testigo de que más de una le puso ojitos tiernos cuando cantaba:

    Cuando tú te hayas ido,

    me envolverán las sombras

    Cuando tú te hayas ido,

    con mi dolor a solas,

    recordaré ese idilio

    de las azules horas…

    Y a la susodicha nada más le faltaba entonces ponerse azul. Aunque algunas de ellas, según me contó el Negro después, tras darle gusto al gusto, aprovechaban para preguntarle qué significaba exactamente idilio. Y él, ni siquiera de jovencito, tuvo problemas para inventarles la respuesta.

    Lo cierto es que aquella noche hubo éxito, pero no demasiada suerte, y él, el Gacelo, una tal Wendy conocida de ellos y yo, salimos de casa de las Meza a eso de las tres de la mañana. Yo vivía a dos cuadras, hubiera podido zafarme en ese momento, decir hasta luego, y entonces este libro sobre el Negro lo hubiera escrito otro o de plano hubiera quedado sin escribirse. Aunque quién sabe, si se hubiera llegado a saber en su momento lo que pasó entre él y la gente del Zopi, igual y ahorita le sobrarían biógrafos y hasta un corrido tendría.

    Bueno, de nuevo, no me adelanto. Lo cierto es que, como periodista, sé que hay cosas que no podían quedarse sin contar, cuestiones que es mejor aclarar antes de que el tiempo se las lleve por completo. Además, puedo afirmar que muy pocas personas conocieron a José Alfredo como yo. Y aquellos que dicen que nunca fui realmente su amigo, que no éramos tan cercanos, tienen que considerar que después de la muy comentada muerte de Nadia, el Negro fue a buscarme a mí y decidió confiar en mí para sacar a su familia del país. Me pidió ese favor aun cuando sabía que el Zopi y su gente lo buscaban, y que siendo así, hasta su sombra hubiera querido pintar una raya y dejarlo solo.

    Volviendo a la noche de la fiesta, me fui con ellos porque sentía algo de curiosidad, ganas de ver cómo acababan la juerga esos dos, que eran justo del tipo con el que mi familia me hubiera prohibido juntarme a toda costa. Por entrometido, por loco, por desocupado o hasta por pendejo, los acompañé a dejar a la muchacha a su casa. Aunque, si he de ser sincero, de haber sabido que menos de una hora después iba a correr el riesgo de que me abrieran la cabeza a tubazos, no hubiera ido ni amarrado.

    CAPÍTULO II

    El Negro y yo charlamos un poco de camino a la casa de Wendy, con esos diálogos cortos y secos de los adolescentes que tratan de mostrar simpatía sin arriesgarse a parecer otra vez niños. La muchacha y el Gacelo cuchicheaban detrás de nosotros. Así anduvimos una media hora. Al llegar a nuestro destino volteamos y nos encontramos con la sorpresa de que ellos se habían quedado unos metros atrás y estaban fajando muy a su gusto, recargados en un viejo Galaxy. Al Negro le dio risa y me la contagió.

    —Ni pedo, carnal —me dijo estoico—. Vámonos, que ya sobramos.

    Y empezamos a desandar el camino, porque los dos vivíamos más o menos cerca del lugar de la fiesta y nos habíamos alejado bastante, de hecho, más de lo conveniente, porque tanto nuestra colonia como las vecinas eran de reciente formación y ni el alumbrado público ni el asfalto en las calles eran comunes.

    Platicábamos de nuevo, ya con más confianza, cuando de atrás de una esquina salieron dos tipos a encararse con nosotros mientras que otros dos, que hasta entonces se habían escondido detrás de la media barda de un terreno baldío, nos cerraban el paso por atrás. Cuatro. No mucho mayores que nosotros, pero sí con más intención de acabar la noche a costa del prójimo. Un gordo muy alto, con dientes echados hacia afuera, se paró frente al Negro con un tubo en la mano. Por unos segundos y gracias al foco que tenía en la puerta una casa cercana, pude ver bien ese tubo y después ya me fue imposible dejar de mirarlo. Era un trozo de vieja tubería de agua, de hierro colado y con un cople soldado en la punta, que me recordó un poco una maza medieval que había visto en algún libro. El estómago se me hizo del tamaño de un puño y solo tuve una certeza: no quería que nadie me golpeara con algo como eso. Casi podía sentir los huesos de mi brazo rompiéndose bajo su peso. No quería que ese tubo me tocara y estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de evitarlo.

    Estaba a punto de girar en un intento de escape, cuando entre el pánico escuché la voz del Negro, que con sus modos campechanos y una calma envidiable, empezó a hablar con el gigante.

    —Tranquilo, carnal. Ira, aquí traigo trescientos mil varos. Quédatelos en buen pedo y aquí no ha pasado nada —y al decirlo, con las dos manos levantadas, hacía un gesto señalando su cintura como pidiendo permiso para sacar la cartera de la bolsa de atrás de los jeans.

    Si el tipo del tubo hubiera aceptado la propuesta, las cosas se hubieran quedado así y el atraco hubiera podido pasar al anecdotario para ambas partes, pero el gordo, a quien después supimos le decían el Lepras, porque además de su lindo hocico tenía la cara carcomida de acné, no solo quería dinero. Era de esos que les gusta que venga con sangre. Después volví a ver el tipo repetido muchas veces: policías, soldados, narcos, padrotes, jueces, abogados… Como si fuera una enfermedad de la que nada más los seres humanos presentan contagio. Le das lo que quiere a alguien porque no puedes negárselo, porque dependes de él o porque tiene un arma en la mano o porque tiene a alguien de tu familia; alguien que te habla aterrorizado por teléfono, lo mismo desde una cárcel que desde una casa de seguridad; en fin, como sea, entregas lo que se te ha pedido y entonces te das cuenta de que no es eso lo único que quieren; que el dinero puede pasar a segundo plano porque hay hijos de puta que gozan con el miedo y el dolor ajenos. Los hay con órdenes y sin ellas; con placas, nombramientos, títulos o simples máscaras; con fusiles de asalto, granadas y camionetas blindadas, o con un tubo medio oxidado que duele a simple vista y pesa lo que el miedo en su balanza diga que pesa. El caso es que, cuando topas con ellos, algo en ti sabe que el dinero no basta, que hay un puño de carne y sangre a pagar más temprano que tarde, por la jodida suerte de que se hayan cruzado en tu camino. Con lo que el Negro nunca estuvo de acuerdo, fue con pagar esas deudas de su propia bolsa.

    La misma madrugada, pero ya en mi casa, reconstruimos lo que pasó. De otro modo no hubiéramos logrado dormir. Los dos que estaban a nuestra espalda se habían quedado a unos diez metros, sin acercarse más, como si nada más quisieran cortarnos el escape y no participar de manera directa. Nunca sabré si fue indecisión o escrúpulo ante lo que esperaban que sucediera, pero a eso y a la rapidez del Negro, le debimos la vida o al menos la salud. El gordo, sin bajar el tubo y con la lengua un poco torpe dijo algo como: cállate, pendejo y saca la cartera, y se acercó a José Alfredo, que sin quitar el gesto conciliador se llevó la mano a la bolsa. El Lepras trató de darle un tubazo, que Alfredo evitó de la única manera posible: saltando hacia adelante. Si se hubiera dejado llevar por el miedo, de seguro hubiera retrocedido y entonces la punta del tubo, dirigida a su cabeza, casi seguro, hubiera hecho contacto en el rostro o el pecho. Incluso, en el improbable caso de que hubiera logrado evitarlo del todo, estaría aún a la distancia correcta para que el otro lo intentara de nuevo. Pero tal como lo hizo, el Negro recibió en el hombro los brazos del Lepras y se encontró bien recargado contra su pecho, aprovechando además la embestida para pegarle dos veces —con la mano que venía del bolsillo— en la entrepierna.

    Aquí hay que decir algo del modo de pelear del Negro: no le gustaba la bronca ni se prendía por cualquier cosa, pero cuando lo hacía, no solo era madrugador, sino rápido como un gato y mañoso como el que más. Peleaba de cerca siempre, metiéndose en la guardia del otro, entorpeciéndole el uso de un arma y hasta de los propios brazos mientras él golpeaba con puños y codos, daba rodillazos, cabezazos, o ya puesto en un trance como el de entonces, usaba su navaja de muelles. También hay que decir a su favor que nunca usó un arma sino en defensa propia.

    El berrido del gigante hubiera tenido que hacerme notar que aquello había sido más que un golpe, pero en ese momento yo nada más tuve ojos para el tubo y sobre él me lancé. Si alguien iba a usarlo era yo. Se lo arranqué de las manos y me giré justo a tiempo para descalabrar al primero de los dos rezagados, que repuestos de la sorpresa venían ya contra nosotros. El Negro, mientras tanto, acababa de darle un piquete en el estómago al segundo de los fronteros que, cogido por sorpresa, apenas alcanzó a girar la inútil cadena que traía al pleito.

    El último de los gandallas se vio de pronto en desventaja y correteado casi dos cuadras por nosotros, que aullábamos de pura adrenalina. Como al fin no íbamos a alcanzarlo, tomamos por otra calle y en unos diez minutos de carrera llegamos a mi casa sofocados y hasta un poco temblorosos.

    Alfredo entró al baño a lavarse la sangre y solo entonces pude pensar con calma en lo que había pasado. No me cabía en la cabeza que hubiéramos salido vivos, ilesos y además vencedores.

    Cuando salió del baño secándose con una toalla que todavía quedó algo rosada, me dijo entre risas de alivio y respiración entrecortada:

    —¡No mames, carnal, yo pensé que no te ibas a meter! ¡Me cae que ya me hacía, cuando menos, en el hospital!

    Y yo, también riendo y sin saber muy bien de qué, me escuché contestándole.

    —Te pasas de pendejo. La verdad, todavía me tiemblan las piernas. Por poquito salgo hecho la madre. ¿Cómo se te ocurrió ponerte al pedo? Y eso que te inventaste de los trescientos mil pesos, ¿quién chingados te lo iba a creer?

    Es útil apuntar que antes del cambio de la moneda, trescientos mil pesos no eran tanto como ahora. El salario mínimo andaba por los tres mil diarios, pero aun así era demasiado como para que un adolescente lo trajera encima.

    El Negro me miró ya serio.

    —No me inventé nada, valedor. Aquí los traigo, pero el güey ese no los quiso —dijo sacando un rollo de billetes del bolsillo interior de la chamarra—. Y lo que es a mí, nadie me pone la mano encima.

    Con el tiempo llegué a entender que, en el caso de Alfredo, esa frase más bien quería decir que, después de lo mal que ya le había ido, no parecía dispuesto a aguantar nada más.

    El Negro estaba resentido con la vida de un modo curioso. No es que pareciera frustrado o deprimido, solo tenía el convencimiento de que para él, al menos durante sus primeros años, suerte había sido el apellido y mala el nombre de pila. Esto es, por supuesto, lo mismo que le dicen a sus familias todos los que a diario se sientan en la sala de la casa con la cerveza en la mano; lo que cuentan los que piden prestado en la cantina a los amigos y a los extraños; hasta los que se sientan a conversar con medio mundo en el parque después de pasear al perro: «es que la suerte no estaba conmigo», «nací con mala estrella», «me tocó que el santo estuviera de espaldas». Lo extraordinario en mi amigo era, en primer lugar, que el descubrimiento de su sino llegó cuando todavía era un niño, y en segundo, que podía recordar con exactitud cuándo surgió en su conciencia. La muerte de su padre le hizo sospecharlo, las tardes en solitario le reafirmaron la idea, pero la certidumbre absoluta llegó de pronto, en una bicicleta despintada.

    CAPÍTULO III

    Ezequiel trabajaba en la misma tintorería que la madre del Negro, haciendo el reparto a domicilio. Una noche, ella, que trabajaba de pie desde las nueve de la mañana, dijo entre risas que tenía los pies hinchados como canoas. Entonces él le quitó el bolso, lo puso en la canastilla de la bicicleta y la llevó a su casa montada en el portabultos. La noche siguiente volvió a hacerlo a pesar de que ella protestó un poco, y siguió haciéndolo durante toda la semana. El sábado por la noche, y en vista de que la tintorería no abría los domingos, ella lo invitó a pasar para que tomara un café. El Negro cenó con ellos y después los espió desde su cuarto, que no tenía puerta sino apenas una cortina. Cuando el café se terminó, el hombre simplemente se quitó la camisa, la puso en el respaldo de una silla y entró en la habitación de su madre. Al otro día trajo sus cosas en una maleta vieja, con los cierres torcidos en una inútil mueca de cansancio, y en un costal de lona remendado con trozos de mezclilla deslavada, y se quedó a vivir con ellos.

    El hombre no bebía. Trabajaba y arreglaba las cosas que estaban mal en la casa. El Negro hubiera podido aprender a quererlo, pese a sus frases bruscas y a su rostro siempre ceñudo, de no ser por una sola cosa: Ezequiel lo odiaba. No soportaba su presencia. Para el hombre, Alfredo era el peor recordatorio de que «comía plato de segunda mesa», como solía decir a gritos cuando la pareja peleaba; lo que al principio era raro y meses después se volvió cotidiano. Con esa idea fija, no dejaba pasar ocasión para hacerle sentir al muchachito que aquella había dejado de ser su casa.

    Comenzó con las miradas. A veces, cuando su madre salía al mercado o trabajaba tiempo extra, Ezequiel veía al niño de una manera hosca, buscándole los ojos como en un reto sordo. Alfredo trataba de sostenerle la mirada a ese extraño que se había impuesto como nuevo rey en su casa. Lo lograba durante algunos minutos, pero siempre terminaba por huir a su cuarto y meterse debajo de la cama hasta que su madre volviera. Hubiera querido decirle a ella algo, pero aún no sabía cómo explicarle que, cuando no estaba, la negrura de los ojos de Ezequiel lo invadía todo y lo obligaba a correr y a esconderse con la respiración agitada y el estómago hecho un puño, como un animal herido dentro de él mismo. Las pocas veces que trató de hacerse entender, su madre le preguntó: «¿tú qué hiciste para que se enojara? De algún modo lo molestaste». Y es que su madre estaba encantada con ese hombre callado que no se iba de parranda ni bebía; que ahorraba y hacía intentos por mejorar la casa, y que parecía decidido a pasar el resto de la vida con ella.

    Sin embargo, desde el primer momento, Ezequiel dio muestras bien claras de su principal defecto: era tacaño. Utilizaba y reutilizaba la ropa hasta que se caía a pedazos de puro vieja. Insistía en comprar apenas lo necesario para que los tres pudieran comer y trataba de que se bañaran siempre con agua fría o apenas tibia, para ahorrar lo más posible en gas. No obstante, después del despilfarro y las deudas de su anterior marido, Amparo, que así se llamaba la madre del Negro, veía en esto más una virtud que un problema. Y si en algún momento le dolió ver que su hijo iba a la escuela con suéteres parchados y una talla más pequeños, o con trozos de cuero crudo toscamente pegados a las suelas de los zapatos rotos, lo pasaba por alto como un sacrificio necesario para ahorrar y salir de pobres.

    Lo cierto es que, entre la estrechez y el odio que le suscitaba el niño, Ezequiel decidió convencer a Amparo de que lo sacara de la escuela: «Uno debe ganarse lo que se come», esa era su cantaleta de cada día, e insistía en que al Negro le vendría bien aprender a trabajar y a ser responsable de sus propios gastos. Decía que él había trabajado desde niño y que eso lo había hecho un hombre honrado. Alegaba, además, que la educación era para quienes se podían pagar una carrera, que de seguro saldría carísima, y terminaba opinando que, si el muchachito se acostumbraba a trabajar, después podía aprender un oficio y ganar lo que le diera la gana arreglando autos o de plomero o haciendo herrería; cosas todas en las que se ganaba una barbaridad.

    Este discurso repetido durante meses y la negativa rotunda a gastar en útiles escolares cuando Alfredo terminó el cuarto año, decidieron su suerte. En lugar de entrar al quinto grado, empezó septiembre con bolsas de dulces y cacahuates para vender en los cruceros de distintas avenidas cercanas a su casa. A partir de entonces y hasta la última vez que hablé con él, cuando con más de medio cuerpo vendado andaba buscando a su familia, el Negro nunca volvería a pisar una escuela.

    Otro hubiera podido dedicarse a llorar sus penas o tirarse

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