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El Secreto de Chopin: Crónicas del Bicicleta, #2
El Secreto de Chopin: Crónicas del Bicicleta, #2
El Secreto de Chopin: Crónicas del Bicicleta, #2
Libro electrónico927 páginas11 horas

El Secreto de Chopin: Crónicas del Bicicleta, #2

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Información de este libro electrónico

­¿Pudo el legendario compositor Chopin haber formado parte de una conspiración secreta para salvar al mundo libre de la mayor amenaza de toda su milenaria historia?

En 1913, Barcelona era una ciudad en plena agitación social y cultural. Unos meses después de la inexplicable desaparición del Subinspector Morillo en un misterioso Casino oculto en las montañas, Inés será perseguida por una siniestra organización secreta que lleva siglos a la búsqueda de un enigmático objeto que podría alterar para siempre el balance de poder en el mundo.
Ante la falta de explicaciones oficiales, Inés se propone averiguar lo que realmente le sucedió a Morillo. Con la ayuda de unos peculiares aliados, se embarcará en un peligroso viaje que los llevará desde las calles de Barcelona a la isla de Mallorca, donde serán perseguidos implacablemente por un grupo de asesinos.

Su aventura transcurrirá en varios escenarios únicos, como el mítico monasterio de la Cartuja de Valldemossa (donde el invierno de 1838 Chopin se refugió con su amante George Sand, en busca de tranquilidad e inspiración), monumentos megalíticos, y espectaculares cuevas y lagos subterráneos de la geografía mallorquina.


Secretos milenarios serán revelados y otros nuevos saldrán a la luz, en esta esperada secuela a LA HABITACIÓN DE LOS SUICIDIOS, la segunda novela en la serie CRÓNICAS DEL BICICLETA.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2023
ISBN9781991179463
El Secreto de Chopin: Crónicas del Bicicleta, #2
Autor

Xavier Vidal

Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España. UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019). Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

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    El Secreto de Chopin - Xavier Vidal

    ACERCA DEL AUTOR

    XAVIER VIDAL

    Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters en la Universidad de Harvard.

    Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad.

    Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España.

    Su novela UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019)

    Xavier reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

    OTRAS NOVELAS por XAVIER VIDAL

    Serie SubInspector Morillo

    (CRÓNICAS DEL BICICLETA)

    LA HABITACIÓN DE LOS SUICIDIOS

    EL SECRETO DE CHOPIN

    Novelas independientes

    UXMALA

    VOCES DESDE LA ETERNIDAD

    LACROIX

    Para más información sobre Xavier Vidal y sus libros, visite:

    www.xaviervidalworld.com

    EL

    SECRETO

    DE

    CHOPIN

    Xavier Vidal

    Publicada por Xavier Vidal

    Nueva Zelanda, 2023

    Esta es una obra de ficción.

    Cualquier semejanza con personas, lugares

    o eventos reales es una mera coincidencia.

    EL SECRETO DE CHOPIN

    Primera Edición. 20 de Octubre, 2023.

    Copyright © 2023 Xavier Vidal.

    ISBN: 9781991179463

    Escrita por Xavier Vidal

    Publicada por Xavier Vidal

    Nueva Zelanda, 2023

    Maquetación y diseño de cubierta por Xavier Vidal.

    Para JOSEP SANTACANA

    Con agradecimiento por tus largos años de amistad con mi padre, llenos de aficiones compartidas, respeto mutuo, paciencia, y esa chispa inextinguible de ingenuidad creativa que siempre poníais en todos los proyectos que desarrollabais.

    Que la curiosidad científica nunca te abandone y siga empujándote a descubrir lo que se esconde tras la cortina.

    PRÓLOGO 

    Montes Urales. Rusia. 1683.

    V

    ladimir soltó las riendas y resopló mientras descabalgaba, farfullando un juramento ininteligible para su hijo. El pequeño viajaba sentado sobre un gran fardo envuelto en pieles, que deformaba con su peso los dos troncos de la hamaca que el anciano caballo apenas podía arrastrar.

    El perro que caminaba junto a ellos también se detuvo, jadeando y volviéndose hacia el corpulento granjero, dedicándole una mirada de agradecimiento por el descanso.

    El extremo de uno de los troncos había quedado atrapado en una profunda zanja del camino, entre dos rocas afiladas, y la plataforma de la hamaca se inclinaba peligrosamente hacia un lado.

    —Baja y ayúdame a tirar de aquí —dijo Vladimir a su hijo, golpeando con su pie la punta del tronco, intentando desatascarlo. Ansioso por complacer a su padre, el pequeño se acercó y tiró con todas sus fuerzas del tronco, que pronto quedó libre, devolviendo la estabilidad al remolque.

    —Padre, ¿cuánto queda para llegar? —preguntó el pequeño, demostrando que ciertas cuestiones universales desafían el paso del tiempo.

    —No lo sé, ten paciencia. Llegaremos cuando lleguemos —respondió el padre, deteniéndose a otear el horizonte y un cielo encapotado que amenazaba con descargar su furia sobre ellos en cualquier momento.

    Nubes de un gris tenebroso se extendían hasta donde la vista alcanzaba, colgando como enormes vejigas oscuras a punto de reventar y derramar su contenido sobre sus cabezas.

    Habían pasado más de dos días desde que su mundo se iluminó con el paso de la gigantesca estrella caída, que surcó el cielo del atardecer dejando una estela tan brillante que tardó horas en desaparecer. El estruendo y temblor que lo acompañó pudo sentirse en toda la región, aterrorizando a la población con lo que interpretaron como malos augurios.

    Nadie en la aldea se opuso cuando Vladimir se ofreció voluntario a emprender el peligroso viaje hasta las montañas para investigar aquel prodigio. No estaba particularmente ansioso por hacerlo, pero llevaban varios años muy duros, con malas cosechas y gran escasez de alimentos.

    Lo que menos necesitaban ahora era recibir funestos presagios acerca de un futuro aún más precario.

    Era imperativo que consiguiera llegar hasta la estrella caída para realizar una ofrenda y suplicar clemencia y buenas cosechas. Confiaba que llevar a su hijo pequeño consigo iba a ser una muestra más de entrega y sumisión.

    La nieve reciente apenas había dejado un manto harinoso sobre la escasa vegetación en las partes bajas del monte. Una vez dejaron atrás las llanuras y comenzaron el ascenso para adentrarse en partes más boscosas, encontraron el suelo despejado, lo que les permitió avanzar con relativa rapidez.

    Si la tormenta descargaba, iban a tener que detenerse y guarecerse a esperar que pasara, lo cual les podía retrasar varios días. Escudriñó el horizonte con una intensidad alimentada por la desesperación, y creyó detectar una ligera neblina sobre las copas de los árboles más lejanos, que se confundía con el oscuro color de las nubes.

    Parecía humo. Sí, no podía ser otra cosa.

    —Vamos hacia aquella ladera. Detrás de esa cresta parece que algo está ardiendo —dijo, dando una palmada al hombro de su hijo y lanzando una mirada fulminante al perro. El animal, muy a su pesar captó el mensaje y echó a caminar con resignación, sin esperar a que el caballo diera el primer paso.

    El sol no había asomado su cabeza en todo el día, incapaz de atravesar con sus rayos el espeso manto de nubes negras. Vladimir calculaba que ya debía ser más de media tarde, pero no sabía a ciencia cierta cuando iba a anochecer.

    Ya no había caminos marcados y avanzaban buscando las zonas menos rocosas entre los árboles, por donde pudiera pasar más fácilmente el remolque de troncos.

    Todavía no había anochecido cuando por fin se acercaron a la cresta tras la que esperaban encontrar su objetivo.

    La espesa neblina podía palparse, y parecía pesada, pues se mantenía a unos palmos del suelo, envolviéndolo todo en un manto de misterio aderezado con un cada vez más fuerte olor a quemado.

    Los animales se mostraban inquietos. El caballo movía la cabeza de un lado a otro, como si tuviera reparos en seguir avanzando, y el perro emitía gruñidos sordos, como queriendo alertar de un peligro o amedrentar a un enemigo invisible.

    Vladimir soltó la rienda del caballo y se adelantó, poniéndose en pie sobre un grupo de rocas.

    —No puedo creerlo —murmuró.

    —Padre, ¿qué es lo que veis? —dijo el pequeño, acercándose hasta que su padre le detuvo con un gesto enérgico.

    —Quieto. Quédate ahí. No sabemos qué es lo que hay más allá.

    Vladimir aguardó unos minutos hasta que una ráfaga de viento despejó un claro entre la niebla, mostrándoles el camino a seguir, lo que el granjero interpretó como un buen presagio.

    —Hijo, no te separes de mí —murmuró, retomando la rienda del caballo y tirando de él para hacerlo avanzar.

    Descendían lentamente por una ladera, y aunque la visibilidad era de tan solo unos pasos frente a ellos, toda la vegetación y los troncos de los árboles a su alrededor estaban chamuscados y humeantes.

    La respiración se hacía difícil, el aire caliente les irritaba la garganta y el sabor a ceniza en la boca era muy desagradable.

    —Padre, tengo miedo.

    —Quédate junto a mí y no te pasará nada —respondió Vladimir, con poca convicción.

    Los gruñidos del perro se habían convertido ya en fuertes ladridos, y cada vez se le hacía más difícil sujetar al caballo, que intentaba zafarse de la rienda y daba coces que amenazaban con hacer volcar la litera.

    Sin saber en qué dirección avanzar, Vladimir se detuvo para tranquilizar al caballo e intentar orientarse entre el humo.

    El retumbar sordo de un trueno lejano sonó como un redoble de tambor celestial, haciendo que el niño saltara y se sujetara con fuerza a la pierna de su padre.

    Vladimir apartó al muchacho y dejó caer las pieles que cubrían sus hombros, enjuagándose el sudor que chorreaba por su rostro antes de que se perdiera entre su espesa barba.

    Una fuerte ráfaga de viento levantó la cortina de humo como si pasara página, dando paso a un nuevo capítulo.

    Ante ellos tenían un espectáculo de desolación absoluta. Arboles quemados de los que sólo quedaban sus troncos humeantes, irguiéndose sobre un terreno negro como la noche que se les echaba encima.

    A su alrededor la tierra estaba removida, como si una mano gigantesca la hubiera escarbado en busca de un tesoro inexistente.

    Vladimir dejó que su vista siguiera el recorrido de aquellas marcas y se detuvo ante un objeto que apenas podía distinguir en la distancia, a pesar de encontrarse bastante cerca.

    Ignorando sus temores y olvidando que su hijo estaba con él, dio unos pasos hacia delante en dirección al extraño objeto.

    El niño se detuvo, negándose a acompañar a su padre, y casi sin darse cuenta sujetó las riendas del caballo que Vladimir había soltado, tirando con fuerza para intentar controlar al animal. El caballo se encabritaba y levantaba las patas delanteras como si se defendiera de un atacante invisible.

    Un débil zumbido comenzó a envolverlos, como si se adentraran en una nube de insectos voladores.

    El granjero avanzaba dando pasos cortos, entre el calor sofocante, la atmósfera irrespirable y los ladridos del perro.

    Ante él tenía una enorme roca de color grisáceo oscuro, con bordes redondeados e indefinidos.

    Vladimir se frotó los ojos con fuerza. A pesar de encontrarse a pocos pasos del objeto, lo veía borroso, sin definición alguna.

    El penetrante zumbido ya taladraba sus oídos, y se llevó las manos a las orejas para protegerse, entrecerrando los ojos para intentar enfocar aquella visión.

    El grito de su hijo rompió su concentración y le hizo volverse con rapidez.

    —¡Padre, ayudadme! —gritó el pequeño, atrapado bajo la litera arrastrada por el caballo que había echado a cabalgar.

    —¡Suelta las riendas! —gritó su padre desesperado, viendo como la plataforma de madera pasaba sobre el cuerpo de su hijo, que desapareció bajo las pieles que la cubrían.

    El caballo cayó de bruces, resbalando pendiente abajo con sus patas al aire, hasta detenerse contra unas rocas que golpearon su abdomen, abriéndole una enorme herida que comenzó a sangrar.

    Los troncos de la litera saltaron por los aires y desaparecieron montaña abajo entre la niebla.

    Absorto siguiendo con la mirada el accidente del caballo, los ladridos ensordecedores del perro devolvieron a Vladimir a la realidad.

    Su hijo ya no estaba en el lugar en el que la litera le había pasado por encima. Aterrado, miró en todas direcciones, hasta que un agudo chillido le hizo volverse. 

    El cuerpo de su hijo se retorcía bajo el ataque furioso del perro, cuyas fauces sujetaban al pequeño por el brazo, desgarrando la poca carne que lo cubría.

    Vladimir corrió hacia su hijo y lanzó un salvaje puntapié contra el lomo del perro, que no hizo sino enfurecerlo aún más, moviendo su peluda cabeza de lado a lado entre los gritos desesperados del niño.

    El granjero estaba fuera de sí. La locura de aquella situación desbordaba su entendimiento. Su anciano caballo enloquecía y se despeñaba, mientras su perro fiel y manso, que había estado con la familia desde que era un cachorro, atacaba salvajemente a su pequeño.

    Rebuscó entre sus pieles y extrajo un enorme y tosco cuchillo de su zurrón. Sin tiempo para pensar, se lanzó sobre el animal, hundiendo la oscura hoja en las entrañas del can, que seguía sin soltar su presa.

    El dolor de cabeza que sentía era irresistible, los oídos le iban a estallar, y todo a su alrededor parecía haberse convertido en el escenario de su peor pesadilla.

    Gritando con el espíritu de un oso, Vladimir se abalanzó sobre el perro, y le clavó el cuchillo en el cuello, dejándolo ahí mientras con sus dos manos abría las fauces babeantes del animal para que soltara el brazo del niño.

    A pesar de sentir los colmillos del can atravesando las falanges de sus dedos, no desistió, y tiró con fuerza hasta conseguir desencajarle la mandíbula. En ese momento se levantó, y tambaleándose propinó un nuevo puntapié al cuerpo del perro, que se perdió montaña abajo entre la niebla.

    Los agudos relinchos del agonizante caballo le llegaban desde la distancia, aunque no podía verlo.

    Llorando, se volvió hacia su hijo, que yacía inconsciente a sus pies. Apenas podía distinguirlo entre el humo y las lágrimas que anegaban sus ojos hasta deshacerse entre el enmarañado pelo de su barba.

    Una ráfaga de viento despejó por un instante la vista de aquel objeto infernal, que seguía humeando frente a él.

    Vladimir se dejó caer al suelo de rodillas, y abrazando el cuerpo de su hijo entre las pieles de su vestimenta, elevó la vista al cielo y lanzó un grito desgarrador.

    CAPÍTULO 1 

    Varsovia. Polonia. Febrero. 1830.

    E

    l joven corría como si el viento fuera un enemigo al que quisiera dejar atrás. Su juventud y su miedo a la crueldad de los soldados imperiales rusos que le perseguían, se habían aliado para ayudarle a ignorar el dolor de sus heridas.

    Tenía que alejarse del río y llegar a una zona más poblada, para perderse en las estrechas calles y desaparecer, pero un tobillo probablemente fracturado y varios cortes profundos en su pierna y brazos se lo iban a poner difícil.

    Llegó a la gran Plaza del Castillo, y sorteó la verja de hierro que rodeaba la base de la enorme columna de Segismundo. Desde lo alto, la escultura del viejo rey le contemplaba, sosteniendo una cruz y una espada en sus manos.

    El joven la miró de reojo, deseando que Segismundo volviera a la vida y le prestara su armadura y la espada que blandía, mucho más útiles que la cruz en aquel momento.

    Huir saltando y atravesando el cristal de la ventana trasera de la taberna donde había sido abordado por la patrulla de soldados le había parecido una buena idea en su momento. Sin embargo, agotado tras correr a lo largo de inacabables calles sin detenerse ni mirar atrás, comenzaba a pensar que tal vez hubiera sido más inteligente salir por la puerta.

    Los gritos de sus perseguidores languidecían en el silencio de la noche, lo cual interpretó como señal de que los estaba dejando atrás. Ni siquiera se oía ya el murmullo del poderoso río Vístula en su lento pero incansable devenir atravesando la ciudad y partiéndola en dos mitades asimétricas.

    Se detuvo un instante a recuperar el aliento, y aprovechó para mirar a su alrededor y orientarse. Correr a ciegas sólo iba a llevarle a la perdición. Necesitaba una estrategia si quería salir con vida de aquella cacería.

    Sabía cuál era su misión, y la dirección a la que debía llegar para ocultar el paquete, pero era incapaz de pensar con claridad. Los gritos de los soldados aproximándose aceleraron su toma de decisiones.

    Escogió tomar el camino más directo, adentrándose en las callejuelas de la parte antigua de la ciudad, un barrio pobre y de gran densidad de población en el que podría ocultarse.

    Tras el brevísimo descanso, al reprender la marcha su tobillo le recordó con una descarga implacable de dolor que no iba a poder sostenerle mucho más tiempo.

    Sus pies se hundieron en un enorme barrizal que ocupaba casi todo el ancho de la calle, sin que pudiera distinguir si se trataba tan solo de agua de lluvia o estaba aderezada con excrementos de caballo.

    En su carrera apenas se cruzó con ningún viandante, y los pocos que pasaban junto a él ni se fijaban o preferían ignorarlo. Sabía que a aquellas horas de la madrugada no podía esperar ayuda de nadie. 

    Estuvo tentado de asomarse a la gigantesca Plaza del Mercado, en la que casi a cualquier hora del día o de la noche solían encontrarse comerciantes preparando sus puestos de venta, pero era muy expuesto, sumado al riesgo de que hubiera patrullas rusas vigilando la zona.

    Giró a su izquierda y siguió corriendo por una calle paralela, hasta desembocar en las antiguas murallas de defensa que aún quedaban en pie en la ciudad.

    Estaba agotado, el dolor de su pierna se había extendido ya a su costado, y le costaba respirar. La visión de la interminable muralla de ladrillo le deprimió al instante. Tenía que llegar hasta una de las puertas y cruzar al otro lado. 

    El eco de las botas de los soldados rusos sobre los adoquines del pavimento sonaba como el galope entrecortado de una manada de caballos salvajes. El joven no esperó más, y echó a correr, cojeando aparatosamente, hasta que divisó la puerta más cercana.

    Con renovada energía, se dirigió a ella y la cruzó.

    Se encontraba cerca de la Iglesia del Espíritu Santo de los Padres Paulinos. Podía ver las dos torres del campanario flanqueando su fachada barroca, de un color ocre claro que se enturbiaba al mortecino resplandor de las farolas de la calle.

    Corrió hasta subir por la escalinata doble y llegó a la enorme puerta de acceso. La empujó con todas sus fuerzas, la golpeó con los puños, pero todo fue en vano.

    En cualquier momento aparecería la patrulla, y apenas le quedaban fuerzas para seguir huyendo. Bajó como pudo la escalinata y dobló la esquina, arrastrando la pierna a lo largo de dos eternas calles y entró en la callejuela lateral más estrecha que pudo encontrar.

    Si nadie le había visto, con suerte podría ganar unos minutos preciosos, que debía aprovechar para encontrar un escondite definitivo.

    Aquella zona era más industrial que residencial. La práctica ausencia de ventanas y la presencia de grandes cajas de madera apiladas en los costados de los edificios, le daba a entender que se trataba de almacenes.

    Estaba casi seguro de que estaba en la calle correcta, pero no recordaba cuál era la puerta, pues todas eran parecidas.

    Se dirigió a la que tenía más cerca y empujó con fuerza, sin éxito. Se arrastró hasta la siguiente, y lo intentó de nuevo, con el mismo resultado.

    Su desesperación le estaba haciendo ser atolondrado y poco cuidadoso. Golpeaba con los puños todas las puertas que encontraba, sin preocuparse de que el ruido pudiera llamar la atención de sus perseguidores.

    El tiempo se le acababa, sus fuerzas se agotaban y tan solo le quedaba energía para dar unos pasos más.

    Una puerta más. Tenía que intentarlo antes de rendirse.

    Se acercó a una gruesa puerta doble de madera pintada de color granate oscuro, que albergaba una puerta más pequeña en su lado derecho.

    Sobre el arco de ladrillo oscuro que la coronaba, un sencillo rótulo con toscas letras pintadas a mano rezaba: PLAVEL, junto a un pequeño símbolo que le fue imposible identificar.

    Casi sin fuerzas para golpearla, se apoyó en la puerta y se dejó caer.

    La puerta pequeña no cedió, pero el peso de su cuerpo casi inerte hizo separarse las dos hojas de la pesada puerta mayor apenas dos palmos, sujetas por una gruesa cadena en su interior.

    Animado por la perspectiva de poder escurrirse entre ellas, respiró hondo, y metió su barriga todo lo que pudo. Introduciéndose de perfil por la hendidura, forzó su entrada soltando un grito de dolor al sentirse estrujado en todas sus partes más sensibles.

    Una vez en el interior se desplomó, pero aún tuvo fuerzas para recostar su espalda contra las puertas y empujarlas para que se mantuvieran cerradas. En cuanto se recuperara un poco, intentaría buscar una barra o algo con lo que bloquearlas.

    De momento seguía vivo, y aún tenía consigo el paquete que tan celosamente había protegido.

    Eso era lo único que importaba.

    CAPÍTULO 2 

    N

    o supo cuánto tiempo había transcurrido, pero le pareció una eternidad. El silencio al otro lado de la puerta alimentó su confianza y le animó a pensar que había conseguido despistar a los soldados del Zar.

    Era absurdo que mantuviera sus ojos cerrados cuando estaba en la más absoluta oscuridad, así que los abrió e intentó escudriñar su entorno, dejando primero que se acostumbraran a la penumbra.

    No podía ver nada, pero el resto de sus sentidos se aguzaron. Sólo distinguía formas indefinidas, sombras dentro de sombras aún más oscuras, pero enseguida captó un peculiar olor en el ambiente.

    Era una mezcla de la cálida esencia de madera fresca, mezclada con un penetrante olor a barniz. Debía tratarse del taller de un artesano, o algún tipo de fábrica.

    No estaba completamente seguro de haber llegado a la dirección correcta, pero no le quedaba más alternativa que conformarse y explorar el lugar, para intentar encontrar a la persona que buscaba.

    Se incorporó con dificultad, apoyándose en unas cajas de madera que tenía cerca. Tambaleándose, avanzó despacio, tanteando con manos y pies antes de dar cada paso.

    Al llegar a la pared, sintió el tacto áspero de lo que parecía una lona, o una cortina que colgaba de lo alto. Suponiendo que tras ella debía haber una ventana o una puerta, la apartó con las dos manos, lo que inició una imparable reacción en cadena.

    El estruendo fue considerable. Ruido metálico, más el sonido de objetos rodando por el suelo, mezclados con el estallido inconfundible del cristal.

    —¡Maldita sea! —dejó escapar en voz alta, sin importarle añadir su voz a la cacofonía reinante. Estaba seguro de haber derribado alguna estantería con material o herramientas del taller.

    Se mantuvo inmóvil durante unos largos minutos, temiendo escuchar los pasos de los soldados acercándose, pero todo seguía en silencio.

    Respiró profundamente, y aprovechó para palparse las heridas de la pierna. No podía ver la sangre pero la sentía chorrear por sus manos. No debía haber perdido mucha, pues por el momento no se sentía mareado, aunque sabía que no le quedaba mucho tiempo y siguió avanzando.

    Tras golpearse con prácticamente todos los obstáculos que encontró en su camino, llegó a una abertura en la pared que conducía a una sala más grande en la que visibilidad era mejor. La luz de luna que se filtraba por unos pequeños ventanales rectangulares en el techo le hicieron creer que estaba soñando. ¿Qué demonios era aquel lugar?

    La visión que se presentó ante él era surrealista.

    Se encontraba en el centro de una enorme sala, ante un largo pasillo entre dos hileras de enormes objetos oscuros alineados a ambos lados. La mayoría eran aplanados, otros verticales, y algunos un tanto inclinados. ¿Qué era todo aquello?

    En la penumbra plateada de aquella sala, se acercó al que tenía a su lado y palpó su superficie. Era madera, pero no sintió su aspereza natural sino que resultaba suave al tacto, y sus dedos resbalaban libremente por ella.

    Dio un traspiés y se tambaleó, apoyando las manos en aquel objeto para no caerse, y su corazón dio un vuelco al escuchar súbitamente el acorde musical más disonante jamás creado.

    —Son pianos; son malditos pianos —murmuró, sin salir de su asombro.

    Echó a andar por el pasillo y todo adquirió sentido. Dos hileras de pianos en diferentes fases de ensamblaje le rodeaban. Aquello era una fábrica de pianos.

    No recordaba que nunca le hubieran dicho que la dirección que le habían dado fuera la de una fábrica o tienda de pianos, tan solo que tenía que realizar la entrega y desaparecer.

    El resplandor titilante de una vela acercándose desde un extremo de la sala le hizo ocultarse bajo lo que debía ser un piano de cola, golpeándose la cabeza contra una de sus patas.

    —¿Quién anda ahí? —gritó una voz, en un tono carente de agresividad, casi amistoso.

    Mantenerse agachado bajo el piano en una postura tan forzada, estaba acabando con sus fuerzas. Ya podía sentir náuseas mezcladas con una debilidad y hormigueo que subía desde las piernas hacia su cabeza, preludio de lo que se convirtió en un desmayo.

    El hombre que portaba la vela corrió por el pasillo entre los pianos hasta llegar al lugar en que el joven se había desplomado. Se agachó y depositó la vela junto a la pata del piano mientras tiraba de las solapas de la gruesa chaqueta del joven para incorporarlo.

    Unas suaves bofetadas hicieron el milagro, y pronto recuperó la conciencia.

    —¿Quién eres, muchacho? ¿Qué haces aquí? No tenemos nada de valor, no guardamos dinero. Y si lo que pretendes es robar un piano y salir huyendo con él, bien, se me ocurren formas más fáciles para ganarte la vida.

    —Me llamo Maciej, y no soy ningún ladrón —dijo el joven, volviendo la cabeza para escupir sangre, entre estertores.

    —¿Qué te ha sucedido? ¿Estás herido? —dijo el hombre, levantándole la chaqueta para examinar su costado, al ver sus ropas empapadas en sangre.

    —Busco a Miroslaw —acertó a decir, entrecortadamente.

    —¿A quién dices?

    —Miroslaw. ¿Lo conoce? —preguntó, haciendo una mueca por el dolor.

    —Es mi hijo. ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Le ha pasado algo? ¿Sois amigos?

    Unos fuertes golpes en la puerta del almacén acompañados de gritos lejanos, interrumpieron la conversación.

    —¿Qué es lo que está pasando? —dijo el hombre, recogiendo la vela del suelo para ir a ver lo que sucedía.

    El joven le agarró del brazo y lo atrajo hacia él.

    —Por favor, no me deje. Me persiguen. Vienen a por mí.

    —¿Quién viene a por ti? ¿Qué es lo que quieren? ¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó el hombre, sin saber qué hacer ni a dónde mirar.

    Maciej hizo un esfuerzo para incorporarse un poco y rebuscó en el interior de su chaqueta. Al poco extrajo un cilindro de piel oscura y se lo entregó al hombre.

    —Dele esto a su hijo, y dígale que lo esconda. Él sabrá qué hacer con ello. Es lo más importante —dijo el joven, apretando el cilindro contra el pecho del padre para empujarle a marcharse.

    El estruendo de la madera de la puerta estallando y los pedazos de cadena golpeando contra las paredes le hicieron reaccionar.

    El hombre dio unas palmadas cariñosas sobre el rostro ensangrentado de Maciej, y se incorporó con rapidez, llevando la vela en una mano y el cilindro porta documentos en la otra. Con un soplido apagó la vela, que dejó escapar un hilillo de humo blanquecino sobre la tapa del piano de cola.

    Desde el suelo, Maciej siguió con la mirada los pies del hombre, que desaparecieron por el extremo de la sala.

    En menos de un minuto, el ruido de botas y los gritos de la patrulla se escucharon ya en el interior de la sala. El resplandor de una antorcha dio vida a las sombras de los soldados, que danzaban en el suelo frente a los ojos aterrorizados del joven.

    La tapa de un piano de cola se desplomó con fuerza, cuando uno de los soldados partió de un golpe de sable la vara que la sustentaba.

    Maciej retrocedió, arrastrándose entre las patas del piano.

    El capitán que lideraba el grupo hizo un gesto y los demás se detuvieron. Miró a su alrededor mientras olisqueaba como un sabueso.

    —Huele a humo de vela —susurró a sus hombres, haciéndoles señas para que se acercaran hacia el piano de cola bajo el que se escondía el joven.

    Tras un fuerte golpe sobre el teclado del piano que despertó acordes jamás escuchados, la llama de la antorcha se asomó bajo el piano, cegando momentáneamente a Maciej.

    CAPÍTULO 3

    V

    aya, ¿qué tenemos aquí? Parece que en este almacén hay ratones —dijo el capitán, pasando la antorcha a uno de sus hombres, a la vez que intentaba tirar de uno de los pies del joven, que lanzaba patadas para impedírselo.

    Dos soldados rodearon el piano por detrás y se agacharon a sujetar al muchacho, arrastrándolo fuera entre golpes y puntapiés.

    En la habitación al extremo de la sala, el padre de Miroslaw se debatía entre enfrentarse a aquellos soldados o huir en busca de ayuda. Era un pequeño despacho que comunicaba con una escalera que llevaba al piso superior, donde se encontraba su vivienda. 

    Una simple cortina de terciopelo verde les separaba. El hombre maldijo el momento en que se había dejado convencer por su mujer para sustituir la puerta por aquella cortina, tan solo porque le recordaba el fieltro empleado para amortiguar las teclas de marfil en los pianos. 

    Estaba escondido tras la cortina, intentando imaginar lo que sucedía en base a los gritos y golpes que escuchaba.

    —¿Dónde está? Sabemos que la llevabas encima. ¿Dónde la has escondido? —gritaba el capitán de la patrulla, acompañando sus preguntas de golpes secos, que al padre le sonaron como puñetazos sobre partes blandas.

    —No sé de qué me hablan —se esforzaba en responder el muchacho una y otra vez, vocalizando peor a medida que el interrogatorio avanzaba, lo que el hombre supuso se debía a la pérdida progresiva de dientes.

    —La piedra mágica, ¿dónde la has escondido? —gritaba el oficial, dando golpes de sable contra el valioso piano, arrancando con cada uno de ellos un respingo remoto por parte del hombre oculto en el despacho, que ya casi soltaba lágrimas.

    —No sé de qué piedra me habla. No sé nada —gritaba Maciej, en un tono de voz entre el terror y el llanto, mientras seguía soportando los golpes que le propinaban.

    —Padre, ¿qué sucede?

    El hombre se volvió como si hubiera visto a un espectro y se abalanzó sobre su hijo Miroslaw, cubriéndole la boca con sus manos para hacerle callar.

    —No digas nada, y quédate muy quieto —susurró el padre, arrastrándolo consigo tras el pesado escritorio de madera en el centro de su despacho.

    —¿Quiénes son esos hombres?

    —Una patrulla de soldados imperiales del Zar.

    Incluso en la penumbra reinante, el hombre vio palidecer el rostro del joven.

    —Hijo, ¿sabes algo de todo esto?

    El joven no respondió, volviendo su mirada hacia la cortina al escuchar los gritos desesperados de Maciej. Hizo un intento de levantarse, pero su padre lo sujetó por el brazo.

    —¿Conoces a ese muchacho?

    Ante la falta de respuesta, el padre insistió en un tono que no tenía nada de conciliador, tirando con fuerza del brazo de su hijo.

    —¿Tienes algo que ver en todo esto? ¿En qué estás metido? Háblame, Miroslaw.

    El joven tragó saliva y asintió. Parecía decidido a hablar, pero un nuevo estruendo desvió su atención hacia la cortina.

    El sonido seco y contundente de una tapa de piano cerrándose una y otra vez sobre alguna parte del cuerpo de Maciej, acompañada de sus alaridos de dolor, le hicieron saltar las lágrimas. Miraba a su padre con ojos vidriosos, implorando su perdón con la mirada.

    Los gritos del joven se fundían con la resonancia musical que flotaba en el aire por la vibración de las cuerdas del piano tras cada fuerte golpe, en una melodía perversa y aterradora.

    —¿Qué es esto? —dijo el padre, mostrándole a su hijo el cilindro de piel.

    Sus ojos parecían dos globos a punto de estallar cuando lo tomó entre sus manos temblorosas, pero no respondió.

    —Es lo que ese joven quería entregarte. Me lo dio para que lo ocultara, y parece dispuesto a morir por ello. ¿En qué te has metido, hijo? —preguntó el padre, con la desesperación de quien lo ve todo perdido.

    —Padre, tienes que creer en mí. No es lo que parece. Pero ahora tengo que llevar esto a un lugar seguro. Es demasiado peligroso. No sólo para mí, también para ti.

    Tomando el cilindro de las manos de su padre, se levantó y se dirigió hacia la escalera, volviéndose un instante al llegar a la cortina de terciopelo rojo que la ocultaba.

    —Confía en mí, padre, y por favor, ayúdame.

    Los ojos llorosos del padre vieron desaparecer la sombra de su hijo escaleras arriba, y bajó la cabeza, dejando que su tristeza se ahogara entre los conflictivos sentimientos de profunda decepción y angustia que amenazaban con asfixiarle.

    Los alaridos de Maciej cesaron súbitamente, en sincronía con un último golpe que a buen seguro debía haber destrozado lo que quedara de la tapa del piano.

    El padre cerró los ojos, y en su mente la imagen de aquel joven indefenso siendo salvajemente agredido se fundió con la de su hijo, que le miraba implorando su ayuda. Era más de lo que el buen hombre podía soportar.

    En una muestra de su impulsiva e irreflexiva integridad, se levantó, y de un manotazo apartó la cortina, avanzando hacia el grupo de soldados.

    —¡Basta! ¡Deténganse! Soy Maksymilian Plavel, dueño de esta empresa y les exijo que abandonen este lugar de inmediato.

    Los soldados se volvieron blandiendo sus sables en su dirección, relajándose al comprobar que el hombre no llevaba ningún arma.

    El capitán empujó el cuerpo inerte de Maciej, que se desplomó junto al piano y dedicó toda su atención al hombre que se encaraba con ellos.

    —Tal vez sea usted más sensato que este desgraciado y entienda que debe cooperar con nosotros —dijo, acercándose lentamente hacia él.

    —¿Cooperar en qué? Esto es un abuso. Están cometiendo un delito. ¡Y en mi propia casa! —gritó el hombre, gesticulando aparatosamente.

    La punta del sable del capitán se posó en la garganta del patriarca, haciendo brotar un minúsculo botón de sangre.

    —¿Dónde está la piedra? ¿Dónde está el estuche? Sr. Plavel, díganoslo y no le haremos ningún daño —dijo el oficial, con una expresión que no dejaba lugar a dudas acerca de su falta de sinceridad.

    —Le prometo que no sé de qué me está hablando. Soy sólo un industrial. Jamás me ha interesado la política, sólo vivo para la música —intentó razonar el hombre.

    La afilada punta del sable se deslizó lentamente por su piel, abriendo una herida que comenzó a sangrar cuello abajo, pero el hombre se mantuvo impasible.

    —No sé nada. No tengo nada que decirles —insistió, dejando que las gruesas gotas de sudor que resbalaban por su cuello se mezclaran con la sangre de la herida, tiñéndola de un suave color rosáceo.

    El capitán envainó el sable y se acercó a un pesado banco de trabajo pegado a la pared.

    Rebuscó entre cajas de madera de las que sobresalían los mangos de diversas herramientas, hasta que sonrió satisfecho. De un tirón, y elevando su brazo al aire, extrajo un largo cable metálico, que el padre inmediatamente identificó como una gruesa cuerda de piano.

    El oficial enrolló los extremos de la cuerda en sus manos y la tensó para comprobar su dureza, acercándose con rapidez al padre, mientras hacía una seña para que sus soldados lo sujetaran por los brazos.

    —Si es verdad lo que dice, y sólo vive para la música, es de justicia que también muera por ella, ¿no cree?

    Con una sonrisa pérfida se colocó detrás del propietario de la empresa y le rodeó la garganta con la cuerda metálica, tirando con fuerza de los extremos para estrangularlo.

    —¿Todavía no le viene nada a la memoria? —gritó, tensando aún más la cuerda.

    La asfixia le impedía responder, pero el hombre movió la cabeza de un lado al otro entre estertores, dirigiendo la mirada hacia el techo de la nave, mientras su alma abandonaba su cuerpo a través de unos ojos inyectados en sangre, a punto de estallar en su rostro morado y tembloroso.

    Cuando su cuerpo quedó inerte, los soldados soltaron sus brazos y lo dejaron caer, mientras el capitán lo acompañaba hasta el suelo retirando la cuerda y arrojándola sobre un piano cercano.

    Fuertes golpes sonaron en la puerta de entrada al local, a los que se les sumaron los gritos de los vecinos que accedían al interior de la fábrica desde la calle, preguntándose qué estaba sucediendo.

    El capitán hizo una seña a sus hombres, y sin mediar palabra alguna se retiraron con rapidez, abriéndose paso sin contemplaciones entre el grupo de vecinos que comenzaban a inundar el almacén.

    Una vez en el exterior, se perdieron calle abajo en la noche.

    CAPÍTULO 4

    Hospital de la Orden de las Hermanas del Divino Socorro. Barcelona. 1913.

    D

    ame la mano, pequeño. No tengas miedo —dijo la joven, alargando el brazo hacia un niño de apenas cuatro años que la contemplaba inmóvil e inexpresivo desde las sábanas revueltas de una cama metálica.

    Aquel pabellón del hospital estaba dedicado al cuidado de madres solteras, víctimas de maltratos o abandonadas, que padecieran alguna enfermedad que requiriera tratamiento prolongado.

    Las Hermanas del Divino Socorro habían regentado aquel sanatorio durante décadas. Sin recibir ninguna subvención oficial, había sobrevivido gracias a la generosidad de muchos fieles y donantes anónimos, y a los ingresos por la venta de productos textiles y artesanía fabricados por las mujeres residentes y las monjas que las cuidaban.

    —Inés, la Madre Superiora quiere verte —dijo una monja de rostro sonrosado y bonachón que se acercó a hablarle casi al oído.

    —Enseguida voy. ¿Quieres acompañar a la hermana, pequeño? Te llevará a la cocina y seguro que encontrará alguna galleta para ti. Tu mamá volverá pronto, la está viendo el médico para curarla —dijo la joven, tomando al pequeño de la mano y llevándolo hacia la monja.

    —¿Se sabe algo de la cirugía? —preguntó a la hermana en voz baja, a lo que ella respondió con un gesto negativo.

    —Roguemos porque todo vaya según los designios de Dios. El destino siempre está escrito en el cielo —dijo la monja.

    —Sí, pero a menudo Dios necesita que le ayudemos también desde la Tierra, hermana —dijo, mostrando una dulce sonrisa, y alejándose hacia la salida del pabellón.

    El despacho de la Madre Superiora se encontraba en el tercer piso del edificio. Era una habitación modesta, presidida por un sencillo crucifijo de madera y un pequeño cuadro al óleo que representaba al Espíritu Santo visitando a la Virgen María. Aquel lienzo resquebrajado y oscurecido por el paso de los años, más que evocarle ternura le resultaba siniestro cada vez que lo veía.

    La joven entró por la puerta entreabierta, y en respuesta al gesto de la Superiora, se sentó en la única silla que había frente al escritorio.

    —¿Quería usted verme, Madre?

    —Sí, hija mía. ¿Cómo estás?

    Inés le respondió con una mueca que pretendía pasar por sonrisa tranquilizadora.

    —Estamos preocupadas por ti. Desde que volviste de tu...aventura, estás cambiada. Se te ve triste. ¿Estoy en lo cierto?

    —Es usted muy observadora, Madre. Y no puedo ocultarle nada, pues sabe que les estoy muy agradecida. Mi vida cambió tras los incidentes que usted ya conoce. Fui incapaz de volver a mi vida anterior, y ustedes me acogieron y dieron sustento, y aunque no sea necesario, incluso me pagan un modesto sueldo, algo que les agradezco inmensamente.

    —Un estipendio que me consta que tú devuelves a la Orden en forma de donativos anónimos. Lo sabemos —dijo la Superiora, alargando el brazo para tomar la mano de Inés entre las suyas.

    —No antes de pagar la cuota de la pensión en que malvivo... quiero decir, en que vivo —dijo Inés, esbozando una sonrisa nerviosa.

    —Es por eso precisamente que quería verte, hija. Sabes que valoramos muchísimo tu trabajo desinteresado, tu dedicada abnegación para ayudar a tantas mujeres necesitadas que acuden a nosotras.

    —Para quienes somos su último recurso, en la mayor parte de los casos —le interrumpió Inés.

    —Muy cierto. Pero sabes que la situación política en el país se ha complicado mucho. Desgraciadamente, y muy a pesar nuestro, la economía ha pasado a tener una importancia prioritaria en nuestro día a día.

    —¿Por encima de nuestra labor social?

    —Eso jamás. Nos debemos a los necesitados; es la piedra fundacional sobre la que se creció nuestra Orden, y eso no cambiará nunca. Pero como Superiora de la institución, también es mi obligación administrar los escasos recursos de que disponemos para garantizar la continuidad y la supervivencia del sanatorio. Demasiadas vidas dependen de ello.

    —Lo entiendo, Madre. Si me permite la pregunta, ¿a dónde quiere usted llegar? Le ruego me hable con claridad y total confianza —dijo Inés, manteniendo sus ojos claros fijos en los de la Superiora, que inmediatamente bajó la vista y soltó su mano.

    —Muy bien. Te hablaré sin rodeos. Dada la difícil situación económica en que nos encontramos, desearíamos seguir contando con tu ayuda y tu trabajo, pero de momento, y hasta que las cosas mejoren, sólo podrá ser como colaboración de voluntariado.

    La Superiora elevó la vista y sostuvo la mirada de Inés, esperando recibir una respuesta satisfactoria.

    —Eso significaría que...

    —Que nos va a ser imposible seguir pagándote el estipendio como hemos venido haciendo hasta ahora —dijo la monja, zanjando la cuestión con un enérgico gesto de cabeza. 

    Inés no se esforzó en disimular la decepción que sentía y la Superiora pudo leer en su rostro todas las etapas por las que la joven estaba pasando tras recibir la noticia, desde la sorpresa, hasta la aceptación final, pasando por un fugaz pero comprensible enfado.

    —Entiendo la situación, y aunque esto supone una dificultad enorme para mí, no tengo más que palabras de agradecimiento por la forma en que me han acogido.

    —Nosotras somos las que te estamos agradecidas. Como digo, en cuanto las circunstancias mejoren, volveremos a compensarte como podamos por tu trabajo, pero de momento, tendrá que ser como voluntaria —dijo la Superiora, en un tono más frío, dándole a entender que esperaba que la conversación fuera llegando a su fin.

    Inés volvió la mirada hacia el oscuro lienzo que colgaba en la pared junto a la mesa, y tardó unos segundos en recomponer sus pensamientos.

    —Me encantaría poder seguir colaborando con la Orden, pues la labor que hacen es encomiable, y no descarto seguir haciéndolo como voluntaria, pero eso tendrá que esperar. Por ahora, mi prioridad debe ser encontrar un trabajo remunerado que me permita pagar el alquiler de mi habitación en la pensión en que vivo. Espero que lo comprenda.

    La Madre Superiora se puso en pie, señal clara de que daba la reunión por terminada.

    —Por supuesto, hija, lo entiendo perfectamente. Rezaremos por ti para que el Señor te dé claridad de mente para seguir tu rumbo guiada por la fe, te ilumine, te dé fuerzas, te ayude a encontrar tu camino...

    —Y me ayude también a poder pagar el alquiler. No lo olvide, Madre —dijo Inés, levantándose e inclinando la cabeza para despedirse antes de dar la vuelta y salir por la puerta, que dejó entreabierta.

    Descendió las escaleras como una autómata, momentáneamente incapaz de pensar qué debía hacer para recomponer su vida. Sabía que por muchos motivos no podía volver a su vida anterior, pero aquella noticia la había dejado paralizada.

    Se sentía como si estuviera sentada al borde de un precipicio, balanceando sus pies en el vacío.

    Una vez más, su vida volvía a complicarse y torcerse, como venía sucediendo demasiado a menudo en los últimos tiempos.

    Tenía que sobreponerse y encontrar alguna rama a la que sujetarse, para no despeñarse por el barranco.

    CAPÍTULO 5

    I

    nés necesitaba despejar la mente y aclarar sus ideas. La noticia había sido demasiado repentina y tenía que asimilarla antes de ponerse a pensar en cuáles debían ser sus siguientes pasos.

    El primero fue buscar una cafetería tranquila en la que sentarse a tomar un té y meditar. No necesitaba abrir su bolso para contar las pocas monedas que le quedaban. Sus finanzas eran muy básicas y no precisaba de ayuda externa para cuadrarlas. Si no encontraba otro trabajo pronto, debería abandonar la cochambrosa pensión en la que vivía, y buscar otra aún más modesta, si es que podía permitírsela.

    Tras la muerte de la acaudalada Sra. Xamot, asesinada casi un año antes a manos de un psicópata que también había atacado a ella, dejándola malherida, Inés se veía incapaz de volver a ponerse al servicio de ninguna dama de la alta sociedad, a pesar de que ese había sido su trabajo en los últimos tres años. Un trabajo intenso, pero a la vez cómodo y bien remunerado, que le había permitido vivir sin aprietos ni preocupaciones.

    El trauma que le supuso aquella agresión la dejó marcada, y la introdujo en un mundo desconocido para ella; un mundo de decepción, engaños, violencia, y sobre todo, muerte.

    Su posterior encuentro con el subinspector Morillo, el joven oficial de policía a cargo de la investigación, y alma gemela de la joven, pronto desembocó en una relación sentimental que iba camino de consolidarse y que le había abierto una ventana de esperanza entre tanta oscuridad.

    La extraña desaparición del subinspector meses después, tras abandonarla a media representación de una ópera de Wagner en el Teatro del Liceu, supuso un nuevo mazazo a su autoestima, a su confianza, y la sumió aún más en un profundo pozo del que no había conseguido salir.

    La necesidad imperiosa de dar algún sentido a su vida en medio de toda aquella locura, la había llevado a volcarse ciegamente en ayudar a los demás, a centrarse en intentar impactar positivamente en las vidas de los más necesitados, para así sentirse útil y realizada.

    Varios trabajos de voluntariado en organizaciones sociales la habían llevado hasta el sanatorio de las Hermanas del Divino Socorro, donde encontró puerta abierta para dar salida a sus inquietudes sociales, a la vez que le reportaba unos mínimos ingresos con los que subsistir a la espera de tiempos mejores. 

    En un nuevo revés de la vida, la pérdida de aquel modesto sueldo le suponía no sólo una situación vital apurada, sino también una vuelta al pasado reciente, a una etapa oscura y desgraciada de su vida que deseaba olvidar, aunque nunca había perdido la esperanza de volver a ver a Morillo con vida.

    Llegó frente a los ventanales de una bulliciosa cafetería, pero pasó de largo, intentando no pensar en la gente feliz que se sentaba a sus mesas y la alegría que transmitían. 

    Tras dar varios pasos alejándose, no pudo resistir la tentación y cambió de idea.

    No puedo estar tan mal como para no poder permitirme tomar un té. Un día es un día. Haré una excepción —se dijo a sí misma, dándose la vuelta, y topando con un caballero que caminaba detrás de ella.

    El hombre recogió su sombrero del suelo, mientras ella se disculpaba sin poder reprimir una sonrisa nerviosa.

    Una vez en el interior del local, aguardó a que un camarero la acompañara y se sentó ante una pequeña mesa redonda de mármol blanco.

    Poco después estaba ante una humeante taza de chocolate. El té era para los débiles, y su desesperada situación precisaba de medidas más contundentes, de algo más fuerte como el chocolate.

    Sosteniendo la taza frente a sus labios, dio suaves toquecillos contra la porcelana con la punta de la lengua para tantear la temperatura, y dejó su mente en blanco durante unos minutos. Necesitaba vaciarse completamente de contenido, antes de dilucidar cuál debía ser su estrategia a corto plazo para rehacer su vida pronto.

    El primer paso sin duda era encontrar otro trabajo. El tema del alojamiento podía esperar, pues iba a depender del nivel de ingresos que pudiera conseguir.

    Repasó la lista de amistades y conocidos que pudieran ayudarle a conseguir un empleo, pero era tan corta que ni siquiera le dio tiempo a bajar la taza, y se atrevió a tomar un pequeño sorbo que le escaldó la punta de la lengua.

    Su otra opción era conseguir un periódico y revisar las ofertas de empleo que solían publicar, aunque dudaba encontrar en ellas el tipo de trabajo con impacto social que ella estaba buscando.

    Mientras degustaba el sabor intenso y reconfortante del chocolate, miraba a su alrededor y no podía evitar sentir cierta envidia de muchas de aquellas mujeres, con o sin pareja, pero que parecían disfrutar de sus vidas, ajenas a cualquier preocupación monetaria o estrechez.

    Un tipo de vida que también había sido el suyo hasta hacía bien poco, aunque en su interior seguía vivo el conflicto entre su hedonismo y su conciencia social, enfrentados en una lucha sin cuartel.

    El chocolate había obrado una vez más el milagro, e Inés estaba ya mucho más tranquila y veía el futuro si no con optimismo, al menos con una cierta resignación no exenta de esperanza, y eso ya le resultaba suficiente por el momento.

    Hizo una seña al camarero, y abonó su cuenta con las últimas monedas que le quedaban en el bolso, lo que implicaba una larga caminata de vuelta a la pensión, pues no tenía suficiente para pagar un billete de tranvía.

    Salió a la calle e inició el largo paseo con energía. El sol se pondría pronto, y no quería que fuera oscuro cuando llegara a la pensión, sobre todo teniendo en cuenta el barrio poco recomendable en el que se encontraba.

    Los carruajes de caballos compartían la calzada con algunos vehículos de motor, en una coexistencia sin normas aparentes, que a menudo le recordaba la ley de la selva.

    Tras caminar durante casi media hora, llegó a una ancha avenida de tierra sin adoquinar. Cruzarla sin mancharse los pies suponía toda una odisea que requería de una planificación cuidadosa.

    Esperar el momento adecuado para saltar a la calzada, esquivar los carruajes y vehículos que circulaban sin ningún miramiento para con los viandantes, evitando meter los pies en alguno de los múltiples baches y zanjas que salpicaban el suelo o sin pisar excrementos de caballo, era una tarea delicada y que exigía concentración. 

    Casi había conseguido cruzarla, y estaba ya a pocos pasos del otro extremo cuando, a pesar de su concentración, al alzar la vista hacia la acera algo captó su atención.

    El mismo hombre con el que se había topado frente a la cafetería en el otro extremo de la ciudad, se encontraba ahora de pie junto a un portal a media calle de distancia. Estaba apoyado en la pared y parecía estar leyendo un periódico, pero Inés podía ver como la seguía con la mirada por encima de las páginas abiertas.

    A pesar de la distancia, estaba segura de que era el mismo hombre. No podía ser una coincidencia, sobre todo teniendo en cuenta que se encontraban muy lejos de la cafetería.

    Al llegar al otro lado, Inés decidió confirmar sus sospechas, y aceleró el paso todo lo que pudo. Estaba a pocas calles de distancia de su pensión, en el barrio de Poble Sec, cerca del puerto.

    Abandonó la avenida y dobló por una de las callejuelas laterales que se encaramaban a la montaña de Montjuïc. Estaba llegando al punto en que debía tomar el estrecho callejón en que se encontraba su pensión, y se detuvo un instante, fingiendo arreglarse la falda y tomando un respiro, pero volviéndose a mirar.

    A una calle de distancia, el hombre ascendía por la pendiente con paso firme en dirección a ella.

    Asustada, echó a correr por el callejón hasta llegar al portal de acceso a la pensión. Estaba en el tercer piso de un viejo y estrecho edificio vecinal.

    Miró hacia arriba, por si veía a alguno de los inquilinos de la pensión asomado al balcón del tercer piso, pero la oxidada barandilla de hierro era lo único que pudo ver.

    Los pasos de su perseguidor se escuchaban con claridad sobre los adoquines de la acera.

    El hombre estaba corriendo.

    CAPÍTULO 6

    I

    nés empujó la pesada puerta de hierro, se escurrió por la abertura, y se dejó caer de espaldas contra el portal para cerrarla, subiendo luego al trote por las escaleras.

    Cuando llegó al rellano del tercer piso, tuvo que detenerse a recuperar el aliento, lo que aprovechó para asomarse al estrecho hueco de la escalera. No vio ninguna mano apoyada en la baranda ni escuchó ruido de pasos subiendo por la espiral de escalones, lo cual la tranquilizó un poco.

    Se detuvo frente a la puerta de la pensión y pulsó un grueso botón de latón que hizo sonar una campana en el interior.

    Tras un eterno minuto de espera, durante el que pulsó el botón varias veces más, escuchó pasos acercándose tras la puerta.

    —Ya va, ya va. ¿A qué viene tanta prisa? —una voz masculina tronó desde el interior.

    El rostro enojado de un hombre de unos setenta años de edad la contemplaba con una mueca de disgusto, y se apartó para dejarla pasar.

    Inés estaba segura de que aquel hombre huraño y desagradable debía haber sido un maestro de escuela en su juventud, pero no de los que vivían el magisterio como vocación sino de los que se refugiaban en él para hacer sufrir a los alumnos por sus complejos y sueños no cumplidos.

    Aquel hombre y su mujer, regentaban la pensión como quien dirige un centro penitenciario, priorizando el cobro del alquiler por encima de todas las cosas, amenazando continuamente a los inquilinos y recordándoles las consecuencias nefastas que supondría retrasarse en los pagos.

    Cualquier viso de cordialidad o humanidad en el trato era totalmente inexistente.

    Inés pasó junto a él sin dirigirle la palabra, ignorando la retahíla de comentarios que la acompañaron por el pasillo hasta el salón que hacía las veces de comedor, y siguió por otro pasillo más estrecho hasta encerrarse en su habitación y pasar el pestillo de la puerta.

    Se dejó caer sobre la cama y respiró profundamente, sintiéndose a salvo pero a la vez extrañamente inquieta.

    Estaba convencida de que aquel desconocido la había estado siguiendo. Era la confirmación de una sensación que ya había tenido otras veces anteriormente pero que había descartado como producto de su imaginación, todavía afectada por el impacto emocional del ataque sufrido meses atrás y la posterior desaparición de Morillo.

    Se preguntaba quién podría ser y porqué la seguían. Una cosa estaba clara, no podía ser por nada bueno.

    Algo la sobresaltó y la hizo volver a la realidad. Alguien hacía sonar la campana de la puerta de entrada con insistencia, algo que los inquilinos habituales de la pensión no solían hacer.

    Inés se puso en alerta. Se levantó de la cama y alzó la esquina de la cortina de la pequeña ventana de su habitación. Daba a un oscuro y sucio patio de luces, desde el que podía ver el recibidor de la casa a través de otra pequeña ventana apenas cubierta por un fino visillo.

    El dueño de la pensión estaba hablando con un hombre en la puerta, y en un momento en que se hizo a un lado, reconoció inmediatamente el rostro del desconocido que la estaba siguiendo.

    Aterrorizada, y sabiendo que quedarse en su habitación implicaba verse atrapada en una ratonera, cogió su bolso y salió a toda prisa, volviendo al salón y encerrándose en el único cuarto de baño de toda la casa, que afortunadamente estaba desocupado en ese momento.

    Cerró la puerta con pestillo y se apoyó contra ella, aplastando su oreja sobre la rendija.

    —Acaba de llegar no hace mucho. Supongo que estará contenta de ver a su padre. Recuérdele a su hija que mañana mismo pasaremos al cobro del alquiler de esta semana, aunque si usted quiere, puede adelantárnoslo en su nombre, no hay problema —le explicaba el propietario, mientras caminaban por el pasillo pasando ante la puerta del baño.

    Con los ojos cerrados, Inés contuvo la respiración y permaneció inmóvil mientras los dos hombres llegaban al salón. El propietario hizo pasar al desconocido a una salita junto al comedor, que los inquilinos solían emplear como sala de lectura y para tomar café.

    —Aguarde aquí. Iré a avisarla de que usted ha llegado —dijo el propietario, alejándose por el pasillo que conducía a su habitación.

    Inés abrió los ojos y por un segundo contempló su imagen en el espejo del lavabo. Tenía el pelo revuelto y gruesas gotas de sudor brillaban en su frente y en sus mejillas enrojecidas.

    Tras un leve gesto de cabeza con el que pretendía que su reflejo le diera ánimos a sí misma, descorrió el pestillo y abrió lentamente la puerta, rogando al cielo para que las bisagras no chirriaran.

    Se deslizó por la abertura y caminó de puntillas por el pasillo hasta la puerta de entrada a la pensión. Apoyó la mano en la maneta, y esperó hasta escuchar los golpes que el propietario daba en la puerta de su habitación, para sincronizarlos con el chasquido de la cerradura de la puerta abriéndose.

    Salió al rellano pero dejó la puerta entreabierta por miedo a llamar demasiado la atención con el ruido que haría al cerrarse.

    Comenzó a bajar por la escalera, pero al asomarse al hueco su mirada se cruzó con la de un hombre con sombrero que miraba hacia arriba desde la planta baja. Por la expresión en su rostro no tuvo ninguna duda de que se trataba de un cómplice del que estaba en la pensión, y sin pensarlo dos veces, volvió sobre sus pasos y corrió escaleras arriba pasando de largo ante la puerta entreabierta.

    Llegó al cuarto piso del edificio y estuvo tentada de llamar a la puerta de los vecinos para pedir ayuda, pero no podía apartar de su mente la imagen de una ratonera, por lo que siguió escaleras arriba hasta llegar a una puerta cerrada que daba al terrado del edificio.

    La puerta siempre estaba abierta, pues los vecinos empleaban aquel lugar para salir a respirar aire fresco y para tender la ropa recién lavada. Inés saltó al terrado y cerró la puerta tras de sí. Miró a su alrededor pero la ropa tendida le impidió disfrutar mucho de la espectacular vista que se le ofrecía.

    Las masas de bosque de la montaña de Montjuïc se alzaban a su espalda, y al frente se desplegaba la parte antigua de la ciudad, un mar de tejados variopintos, del que sobresalían las agujas puntiagudas de los campanarios de varias iglesias, entre ellas la catedral de Barcelona.

    A lo lejos, el mar Mediterráneo estaba apagando su fulgor por aquel día, dejando que los últimos rayos del sol del atardecer se ahogaran en sus aguas.

    El sonido de pasos corriendo escaleras arriba le hizo reaccionar, y se dirigió hacia uno de los laterales del terrado, asomándose al edificio contiguo, que quedaba tan solo unos metros por debajo de ella.

    Siguió el contorno del muro hasta el siguiente lateral, y comprobó aliviada que el terrado del edificio contiguo estaba al mismo nivel que el suyo. Sin pensarlo más, se encaramó al muro y pasó las piernas sobre él para saltar al edificio vecino.

    En ese momento, la puerta del terrado se abrió y apareció uno de los desconocidos, quedándose de pie ante las sábanas blancas tendidas que ondeaban al viento.

    Apartó con la mano la sábana que tenía más cerca y se asomó por el lado de la fachada que daba a la calle. Volvió sobre sus pasos y caminó por el estrecho pasillo entre las sábanas tendidas para acercarse a uno de los laterales del edificio, pero se detuvo al escuchar a su compañero que apareció por la puerta.

    —¿La has visto?

    —No está en su habitación. Sólo puede haber huido por aquí —respondió el recién llegado.

    El sonido lejano de una puerta cerrándose les hizo volverse hacia el lugar por donde Inés había huido.

    Apartando las sábanas a manotazos, haciendo saltar las pinzas de madera que las sujetaban, corrieron hasta el muro y saltaron al terrado del edificio contiguo, corriendo hacia la puerta de acceso que habían escuchado y desapareciendo por ella, escaleras abajo.

    Apenas un minuto después, una delicada mano de mujer apareció tras el borde de una de las sábanas colgadas. Inés arrancó un trozo de cuerda del tendedero y la enrolló alrededor de la maneta de la puerta, amarrando con fuerza el otro extremo a un gancho metálico que sobresalía de la pared. 

    Satisfecha, corrió hacia el muro y comprobó con alivio que los tres edificios contiguos tenían todos la misma altura, lo que le ofrecía una vía de escape segura saltando de uno a otro para poner distancia entre ella y sus perseguidores.

    Las sábanas aleteando al viento fueron lo único que quedó de su paso por las alturas.

    CAPÍTULO 7

    L

    os desesperados golpes en la puerta sobresaltaron a Maribel, que acababa de acostar a su hija y estaba acabado de adecentar la pequeña cocina de su aún más minúsculo piso.

    Se secó las manos en un trapo hecho con tela de un viejo delantal y se acercó con cautela a la puerta de entrada.

    La puerta tenía una pequeña mirilla de latón en el centro, pero Maribel no se atrevió a abrirla y prefirió acercarse y hablar a través de ella.

    —¿Quién es? Es muy tarde para andar llamando por las casas —dijo,

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